
“Granada antigua” de Alfred Guesdon.
I
El viaje empieza primero en la imaginación. Antes de llegar al destino que nos hemos propuesto ya nuestra imaginación ha desocupado el equipaje y ha dado sus primeros pasos por el ansiado lugar. Esa ha sido mi situación esta vez. Ya desde hace tres meses mi mente está residiendo en Granada, en las calles irregulares, en los pequeños callejones empedrados, en la exquisitez de las frituras de “Los diamantes”, en la sublime arquitectura de La Alhambra.
Y el día en que compré los pasajes, mi espíritu ya estaba degustando del rodaballo en “El Cunini” y mi cuerpo sentía los olores de las especias en la Plaza de la Romanilla. El espíritu del viajero llega primero que los pies. La voz y la cara de los amigos, los nombres de ciertos lugares, las anécdotas vividas con anterioridad, se despiertan antes de que nuestros ojos lleguen a tocarles sus puertas. Por lo menos siete horas de anticipación le lleva la imaginación al cuerpo del viajero. Siete horas, porque voy de viaje hacia Granada.
II
Los preparativos de las maletas anuncian que la rutina empieza a fracturarse. Las maletas salen de sus bolsas protectoras, las prendas de vestir poco usadas se desperezan de su sueño de armario. Los preparativos se multiplican. Hacer las maletas es prever. Y dependiendo de los días de estancia, mayores serán los asuntos por anticipar o la cantidad de ropa en la maleta. Resulta interesante ver cómo una cotidianidad debe caber en una pequeña caja con rodachines que no debe pesar más de 23 kilos. La hechura del equipaje es el pedazo de rutina que podemos portar hacia lo desconocido. Las camisas, los pantalones, las medias que hagan juego, la ropa interior… Y entre más años vividos, además de la indumentaria, los zapatos amansados, también hay que llevar los medicamentos, que van adhiriéndose a la piel como si fueran un hongo en forma de pastillas.
—Que no se le vaya a olvidar el fybogel— me dijo mi madre, mientras prestaba guardia a la salida de mi alcoba.
Porque esa es otra característica especial de hacer un equipaje: el que los familiares o los seres más queridos participan también de ese acontecimiento. Y aunque viajen uno o dos de la familia, lo cierto es que la gran tribu, el grupo ampliado de tu sangre o tus amigos más cercanos, hacen las veces de cómplices de tal hecho.
—Y no olvide llevar algo caluroso, por si está haciendo mucho frío por allá.
Empacar las maletas es un signo de que el viaje es inminente. Yo he hecho muchas maletas en mi vida, pero este viaje tiene un incentivo mayor: volver a mirar los palacios de la Alhambra, observar de nuevo cómo el estuco y la maestría de los mocárabes construyen en su perfección geométrica una aproximación al infinito.
III
Viajar es, de igual modo, una oportunidad para permitirse un gusto adicional en las prendas de vestir. Aunque la ocasión no lo demande, la dinámica del viajar hace que uno sienta la necesidad de adquirir un accesorio, una camisa, un pantalón. Es como si el viajar nos obligara a renovarnos, a cambiar nuestro overol o nuestra ropa de trabajo. El afuera, lo distinto o lo lejano generan una fuerza de renovación, de cambio.
—Esos zapatos te quedan muy bien con el pantalón beige.
Eso me dijo mi mujer cuando me sorprendió con ese regalo, una semana antes de nuestro viaje.
—Y deben ser suavecitos porque es harto lo que vamos a caminar.
También a ella, a escondidas, le compré un bolso de mano. Apenas lo vio, de manera espontánea me expresó con alegría:
—Ay, y me sale con mi blusa nueva y mis tenis morados.
IV
Los recuerdos que tengo de Granada son maravillosos. Me gustan las angostas y caprichosas calles del Albaicín, los techos altos, el río Darro, el barroco de las iglesias, las ruinas de los baños termales, las avenidas que de pronto desembocan en un monumento. Ahí está, por ejemplo, el monumento de la Reina Isabel. Y ahí está Colón con el mapa, señalando el mar océano. Los recuerdos se confunden con los proyectos. Porque esa es otra magia de los viajes. Nacen encuentros, aparecen otras personas, emergen escenarios y complicidades inesperadas. El que viaja conoce gente y esa gente trae consigo otras formas de pensar, de actuar, de soñar. Granada tiene esa fascinación: está siempre abierta, dispuesta, con un sol de brazos fraternos y una locuacidad estruendosa que se siente en cualquier bar de tapas. Y Granada, por supuesto, la que empezó llamándose Elvira está resguardada o protegida por la alcazaba de la Alhambra. Cipreses y cipreses hacen las veces de soldados, y los jardines y las flores y el tiempo se detienen. Como Lorca el poeta granadino quiso detener el tiempo en la muerte de su amigo Ignacio Sánchez Mejías, aquella tarde en que las cinco eran toda la eternidad:
¡Eran las cinco en todos los relojes!
¡Eran las cinco en sombra de la tarde!
V
Menos mal ya no se necesitan todos esos papeles y requisitos en la embajada de España. Quizá hay menos sospecha sobre lo que somos los sudamericanos o, de pronto, el mundo globalizado ha vuelto intrascendente la visa y las credenciales. Pero aun así, hay que certificar dónde se va uno a hospedar y si tiene, como en mi caso, una carta de invitación.
—¿En qué hotel, me dijo?
Después de que los sellos dicen que sí puedo salir de mi país, viene la inspección. Todo viaje obliga a pasar por unos rayos X. El viajero es un enfermo sin saberlo y debe ser sometido a cámaras y verificaciones, a chequeos permanentes.
—¿De quién es esta maleta?
La pregunta ya trae consigo un veredicto: algo no ha salido bien. La radiografía mostró que uno lleva un aerosol o un perfume que supera los 100 miligramos permitidos. Hay un límite, una medida que no puede rebasarse. El viajero sufre esa ley a cada momento: en la emigración, en el avión, en los hoteles, en sus bolsillos. El que viaja está regido por las aduanas y los puestos de control. Y los sellos en el pasaporte son el testimonio de ese encierro momentáneo, de esa mínima prisión por las que ha pasado.
Pero para ir hacia lo maravilloso bien vale la pena aceptar esta prisión de las fronteras:
—¿Cuál es el motivo de su viaje?
—Turismo.
—¿Y cuánto tiempo piensa estar en España?
—Una semana.
VI
Todo viajero necesita de un medio de transporte. Como voy para Granada estoy en un avión. Es un Boeing 787, con espacio para 250 pasajeros. Tres líneas de puestos se despliegan a lo largo de sus 50 metros. Varias azafatas ayudan y asisten a los pasajeros. Estoy en la silla 16. En los pies tengo una almohada de bebé y una cobija térmica vino tinto. Es un lugar cómodo. Por momentos hay una ligera turbulencia. A las cinco de la tarde empezó a servirse la cena. Mi organismo no distingue bien si son unas “onces” u otro desayuno. Porque esa es otra cosa que el viajar trae consigo: descompone el estómago, provoca cambios en nuestro sistema digestivo. Por supuesto, no son comidas opíparas las que se sirven en estos vuelos. Parecen más bien alimentos para un juego de muñecas. Las opciones tampoco son demasiadas.
—¿Pollo con arroz o carne con puré de papa?
Las aeromozas visten con pantalón rojo y una blusa chaleco azul con dos rayas rojas resguardando una cremallera. Una pañoleta multicolor hace juego con los zapatos azules.
Terminada la cena hay que esperar largo tiempo para que recojan la bandejita con los cubierticos y las sobritas de comida.
Es un avión poderoso. Lo siente uno en la tranquila velocidad de crucero. A 11877 metros y 907 kilómetros por hora, va en línea recta. Atrás va quedando Venezuela y la isla de Saint John, la más pequeña de las islas vírgenes. El mar del Atlántico se abre a las alas de este pájaro blanco con cola roja. Una ave diseñada de manera tan perfecta que logra aislar a los 250 pasajeros de los 54 grados fahrenheit bajo cero que hay en el exterior.
VII
El que viaja, sobre todo si el destino es muy lejano, necesita entretenerse. Noto que muy pocos leen; tres o cuatro pasajeros he podido constatar. Los demás miran delante de las pequeñas pantallas la programación dispuesta para entretenerlos. “Menú principal adultos” o menú principal niños”. Dos menús gobiernan al viajero: el del estómago y el de su esparcimiento. La mayoría ven en esa pequeña televisión o tratan de conciliar el sueño. Extraña sensación: son las seis de la tarde y la gente le hace creer al organismo que ya son la once de la noche. El cuerpo acepta esa orden pero no entiende esos nuevos horarios. Es probable que la oscuridad en el exterior ayude a que el organismo ceda a sus hábitos y decida conciliar el sueño.
También están los que se entretienen mirando su computador. Pero son las películas las que más cautivan la atención de los pasajeros.
Yo me entretengo en escribir. Escribir y observar, esa es mi entretención.
Imagino ahora cómo se entretenían los viajeros en barco cuando pasaban tres o cuatro meses en altamar. A lo mejor la piratería fue una forma de pasar el tiempo: o los motines a bordo eran otra manera de salvarse un poco del aburrimiento. Aunque pensándolo mejor, es posible entretenerse de otra manera: ingiriendo licor. Si mal no recuerdo, el ron fue en su momento tan importante como la pólvora.
Miro la ruta del vuelo arriba de la pequeña pantalla y veo que faltan todavía seis horas para llegar a mi primera escala. “Bienvenido. Relájate y disfruta del mejor entretenimiento”.
VIII
El que viaja necesita tener dinero tanto para empezar la aventura como para permanecer en su destino. ¿Cuánto vale el hotel?, ¿cuánto la comida?, ¿cuánto el taxi desde el aeropuerto?, son preguntas que agobian al viajero. Y si la moneda está bastante devaluada, como la nuestra, allí donde quiero ir el cambio no resulta tan favorable. Por tal razón, hay que racionalizar los gastos y medirse en los antojos.
—¿A cómo está el euro hoy?
—Tres mil cien —contestó el hombre—. Luego, sin que yo dijera nada, agregó:
—¿Cuántos necesita?
—500 contesté.
El hombre que tenía una montura de lentes muy gruesas, hizo sus cuentas en una sumadora de las antiguas, y me entregó por debajo de la ventanilla de vidrio un pequeño papel. Dos salarios mínimos se necesitan para adquirir esos 500 euros.
El viajero hace cábalas, cábalas de cuánto necesita para sobrevivir según el tiempo de su estadía y, si es un viajero curtido, tendrá que prever otro dinero para imprevistos. Aunque nunca el dinero que se lleve parece suficiente, hoy las tarjetas de crédito han creado esa falsa idea de que todo está a la mano, de que los sueños pueden alcanzarse con solo pasar una tarjeta de plástico. Salta a la vista otro corolario: el que viaja se endeuda. Quizá saber viajar es saber endeudarse. En todo caso, nuestros ahorros bajarán su nivel.
—Bueno, para algo trabaja uno todos los días —dijo mi mujer.
—Para darse estos pequeños gustos —volvió a repetir—, restando de sus cuentas, registradas en una pequeña libreta, los miles de pesos requeridos para comprar los pocos euros.
IX
Cuentan que Agustín Lara no conoció a Granada pero le cantó como si la hubiera visto; y que León de Greiff hizo el mejor poema sobre el mar, a pesar de no haber estado cerca a sus olas… Es apenas obvio. La imaginación entrevé, avizora, adivina. “Granada, tierra soñada por mí, mi cantar se vuelve gitano cuando es para ti. Mi cantar hecho de fantasía…” Tal vez Lara, sin saberlo, había visto cómo en las cuevas del Sacromonte se refugiaban los gitanos. A lo mejor, el olor de la granada provoca en el corazón de los poetas una serie de evocaciones inesperadas: “La más bella, la escogida, de los árabes querida, de lo árabes llorada…” “En tu seno ya me tienes con un deseo insaciable de que alimenten mis ojos tus muchas curiosidades…” Quizá los poetas han visto, sin verlo, el sol granadino, el mismo que hacía ver bermejas la blanca alcazaba de la Alhambra. Es probable que los hacedores de versos, los de paso leve y mirada perspicaz, hayan descubierto en los cipreses erectos hacia el cielo, una guardia imperial para los inmensos jardines y el agua infinita proveniente de la Sierra Nevada. Puede ser que los cantores, los trovadores anónimos, hayan conocido, sin saberlo, los versos que más tarde otro granadino inmenso, hizo estallar en una noche estrellada: “Tu elegía, Granada, la dicen las estrellas que horadan desde el cielo tu negro corazón. La dice el horizonte perdido de tu vega, la repite solemne la yedra que se entrega a la muda caricia del viejo torreón…”
X
Son las once de la noche en mi reloj. Siete horas y 55 minutos llevamos de recorrido. El avión vuela a 913 kilómetros por hora, estamos a 12.192 metros del mar y hay una temperatura de menos 58 grados fahrenheit. Acaban de servir el desayuno. Un desayuno anticipado.
—¿Huevos o cereal?
La pequeña pantalla me anuncia unos nombres: Lisboa, La Coruña, Tánger, Casablanca… Este último nombre toca la piel de mi otra pasión, el cine. Humphrey Bogarth y ese diálogo maravilloso con Ingrid Bergman:
—¿Nuestro amor no importa?
—Siempre nos quedará Paris. No lo teníamos, lo habíamos perdido hasta que viniste a Casablanca, pero lo recuperamos anoche…
La pantalla señala también que hemos recorrido 7156 kilómetros. Ha habido una ligera turbulencia continua. Las sobras del desayuno esperan a que un alma caritativa las levante. Una pequeña barra de cereal de quinua y banano deja ver una herida a lo largo de su envoltura.
Otros nombres asoman en la pequeña pantalla: Oporto, Coimbra, Marrakeck, Gibraltar y, por fin, el punto verde de nuestra meta preliminar toma nombre: Madrid.