El cuerpo es una perfeccionada obra de la naturaleza; los hábitos, una lenta construcción de nuestra voluntad.
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Dos son los arquitectos de la voluntad cuando quiere constituir un hábito: el convencimiento y la constancia.
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Sólo el futuro sufrimiento o la penosa enfermedad son los que pueden de manera súbita hacernos cambiar de hábitos.
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La dificultad inicial para incorporar un nuevo hábito contrasta con la facilidad de los hábitos adquiridos.
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Lamentamos en la edad adulta los hábitos que, por un exceso de consentimiento, no fueron inculcados cuando niños por nuestros mayores. A veces, la desmedida dulzura produce con el tiempo frutos amargos.
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Algunos hábitos pueden conducirnos a la ruina; otros, con el tiempo, se convierten en una tabla de salvación.
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En determinados casos, a la mala fortuna deberíamos ponerla bajo la protección de un nuevo hábito
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La prueba del poder de los hábitos se muestra en la dependencia que padecemos cuando a ellos estamos sometidos.
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¿Qué es incorporar un nuevo hábito? Hacer que un huésped se convierta en residente.
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El automatismo es la utopía de los hábitos.
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Más allá de los conocimientos, las clases y las tareas, la escuela sigue siendo un lugar al que vamos para proveernos de algunos hábitos.
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La razón por la cual los malos hábitos son tan difíciles de erradicar es bien sencilla: nadie acepta como esclavitud lo que alguna vez fue un acto de libertad.
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Las rutinas son la cáscara de los hábitos. Su médula, las costumbres.
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Así como para habitar un territorio se requiere tomar posesión de él; de igual modo, para adquirir un hábito es indispensable dejar el nomadismo de la inconstancia y optar por el asentamiento de un propósito.
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La verdadera y esencial valía de la crianza radica en forjar determinados hábitos.
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El hábito sí hace al monje. Pero no hablando de indumentaria, sino del carácter.
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Veintiún días, afirmaba William James, se necesitan para asimilar un nuevo hábito. Y a veces se requiere toda una vida para deshacerse de uno contraproducente.
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Fuerza de voluntad: mejor fármaco hasta ahora conocido para curar los malos hábitos.
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El hábito genuino no necesita ni premios ni castigos. Es una expresión de genuina autodeterminación.
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La voluntad, cuando de hábitos de trata, es como un árbol: necesita antes que nada echar raíces resistentes, profundas, absorbentes.
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El talento sin el apoyo de los hábitos es apenas un asomo de genialidad.
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Por andar tan preocupados del ejercicio físico hemos descuidado el fortalecimiento de la interioridad. Es saludable, por lo mismo, empezar a asistir al gimnasio de los hábitos para ejercitar la fuerza de voluntad.
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Toda tiranía es repudiada y maligna; pero la de los hábitos es deseable y provechosa.
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Los hábitos necesitan de plasticidad para acomodarse dentro de nosotros; pero, luego, es su dureza la que les garantiza larga permanencia.
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Los vicios son los hábitos que, a escondidas, aprende el cuerpo.
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Un discernimiento verdadero o un examen de conciencia sin autoengaño deberían –de vez en cuando– llevarnos, como los religiosos, a colgar ciertos hábitos.
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Analizados en retrospectiva, desde el mirador de la vejez, algunos hábitos parecerán manías y, otros, señales inequívocas de nuestra personalidad.
Use diferentes formas textuales en su enseñanza y en los trabajos que solicite.
He venido investigando desde hace ya varios años en la diversidad de formas textuales usadas en diversos tiempos con el fin de conocerlas y buscar una camino para volverlas aliadas de nuestra práctica docente. Primero empecé con el ensayo, luego con el cuento, la carta, el comentario, y más tarde con el diálogo platónico, el soliloquio, la guía, la crónica, el guión, el informe, el resumen, y los diversos modos de la descripción: el autorretrato o etopeya, la écfrasis (o la descripción de obras pictóricas). También he explorado en las formas propias de la literatura edificante como el apólogo y la fábula. Y hace por lo menos cuatros años empecé a profundizar en al aforismo como una tipología textual muy útil para aprender a eliminar lo superfluo y decir lo esencial. Digo lo anterior para subrayar la variedad de formas escritas que tenemos los maestros a nuestra disposición y que, por alguna razón, reducimos a una o dos en nuestra labor de clase. Tal vez porque desconocemos esa variedad de formas o porque no hemos indagado lo suficiente en sus alcances y posibilidades para empezar o afianzar determinado aprendizaje.
Piénsese no más en la utilidad del diálogo para el aprendizaje de la filosofía (baste mirar para ello los escritos por Platón) o el uso del soliloquio como recurso para propiciar el aprendizaje argumentativo; o el cuento y otras formas narrativas para hacer más cercana y afectiva la relación con un saber, para lograr que el lector deje de ser un espectador pasivo de la información y se convierta en un activo e implicado participante. Cuánto transformaríamos nuestra práctica docente si incluyéramos en nuestra agenda didáctica la producción de escritos en esta perspectiva. Por supuesto, no con el ánimo de convertirnos en literatos de gran calado sino como una manera de innovar nuestras maneras de poner en escena un conocimiento. Otro tanto podría decirse de los productos escritos solicitados a nuestros estudiantes: he visto que la crónica, por ejemplo, es una excelente forma de escritura para recoger actividades en las que se mezclan la observación, la entrevista, la revisión documental, el registro fotográfico y el trabajo de campo. Está bien que pidamos informes; pero bien vale la pena abrirse a estas otras formas escriturales más ricas y más interpelativas para las nuevas generaciones.
O ni qué decir de la escritura aforística, muy estratégica para responder al mundo del twitter y los mensajes de 120 caracteres. El aforismo como una escuela de la precisión semántica, un tinglado para dominar las figuras del lenguaje, preferiblemente la antítesis o la paradoja; una forma pulida y refinada para propiciar el pensamiento crítico, la ironía, el humor y las fisuras a lo dado por hecho o presuntamente establecido. He constatado, por otra parte, que al invitar a escribir aforismos a mi estudiantes, al decirles que no se trata de copiar o transcribir información ya consignada en la web o en bibliotecas, les ha implicado ejercitarse en su propio pensar, atreverse a dejar las muletas de las voces foráneas y empezar a tener una voz propia. Tal beneficio es una transformación que va más allá de los espacios escolares.
Como puede verse, los docentes contamos con múltiples estrategias para presentar un conocimiento. Unas son ideales para motivar el aprendizaje, otras son idóneas para hacer más inteligible un tema y, otras más, son adecuadas para reforzar algo de lo aprendido. Cabe, entonces preguntarse, ¿por qué sólo reducir nuestros recursos de enseñanza la exposición oral en clase? De otra parte, estas formas textuales ofrecen a los estudiantes una gama de posibilidades que no sólo ayudan a desarrollar diferentes tipos de pensamiento (ya sean de corte argumentativo, narrativo o expositivo) sino que, además, permiten que los estudiantes encuentren la mejor vía para expresar su curiosidad, su imaginación o sus opiniones y reflexiones. Digámoslo de manera enfática: El educador que condena su clase a una única manera de producir discurso priva a sus estudiantes de otras formas aprender.
Para lograr una mejor comunicación con sus alumnos use los lenguajes paralelos en el discurso docente.
El tema de la comunicación sigue siendo una de las claves de la buena relación pedagógica. Para ninguno de nosotros es un secreto que una gran parte de lo que hacemos tiene como lubricante la comunicación verbal. Quiero centrarme ahora en una estrategia que me parece fundamental cuando tenemos públicos diversos y, por lo general, bastante desmotivados. La he denominado, la estrategia de los lenguajes paralelos.
Esta estrategia consiste en combinar cuatro tipos de lenguaje en nuestro discurso docente. El lenguaje de la propia disciplina, el lenguaje de la vida cotidiana, el lenguaje experiencial o testimonial y el lenguaje figurado. El primero de ellos, el lenguaje de la propia disciplina, es el que habitualmente usamos. Si uno es profesor de matemáticas o de biología, de sociales o español, hay un lenguaje propio en el que habla esa disciplina. Desde luego, ese es un lenguaje que debemos dominar pero no puede ser el único lenguaje que utilicemos en clase. Debemos entonces, combinar este lenguaje con otro mucho más vivo y de mayor cobertura; refiero al lenguaje de la vida cotidiana: ese que circula en los medios masivos de información, el que percibimos en las calles y en los locales comerciales, el que está presente en los supermercados y en los medios públicos de transporte. Este lenguaje no es tan especializado como el primero pero tiene el poder de reverberar, de circular, de ir de boca en boca, construyendo eso que se llama la opinión pública. Al maestro, entonces, le corresponde sazonar el lenguaje de la propia disciplina con este otro tipo de lenguaje, para darle más sabor a su saber, para ponerle la pimienta o el color que necesitan los abstractos algoritmos o grafías. Pero no es suficiente con esto; necesitamos emplear el lenguaje experiencia o vivencial. En este caso, lo importante es la voz de la historia personal del maestro, el testimonio de sus vicisitudes, el que toma relieve. No es bueno, al menos desde la comunicación en el aula, mostrarnos como bocas parlantes sin pasado ni historia. Es importante que nuestras experiencias impregnen el saber que impartimos, porque enseñamos no sólo una asignatura; enseñamos una forma particular de ver el mundo y la vida. Finalmente, tenemos que echar mano de otro lenguaje: el figurado, el metafórico; el que emplea analogías o parábolas. Este cuarto lenguaje es más afectivo, busca tocar las fibras de la emoción, despertar la zona sensitiva del oyente. Es en lenguaje que emplea de forma magistral la publicidad y es el lenguaje que, de manera amplia, utiliza el arte. También las religiones han sacado provecho de las potencialidades de este tipo de lenguaje. Así que, el educador necesita sumar a los tres lenguajes anteriores uno más, para tocar fibras íntimas de sus alumnos, conmoverlos, ponerlos en la dimensión emocional y afectiva.
Los que han investigado el tema de la comunicación nos han enseñado que si uno habla sólo en el lenguaje de la propia disciplina apenas logrará un 20 o 30% de cobertura en su auditorio; pero que si usa el lenguaje de la vida cotidiana, la efectividad será de un 40 o 50%. Aunque es el lenguaje testimonial con un 60 o 70% y el lenguaje figurado, con un impacto mayor al 80%, los que tienen mayor fuerza comunicativa. Mal haríamos entonces los maestros en desaprovechar esos otros lenguajes, y perder la oportunidad de utilizar y combinar los lenguajes paralelos. Tal vez con ello tendríamos más vivo el interés, la curiosidad y la motivación de nuestros alumnos.
Vincule su quehacer y las tareas que pida con un proyecto de investigación personal.
La transformación de la práctica docente, para que sea permanente, requiere estar vinculada a la investigación. Un maestro que se llame “vigente” es porque no ha dejado de indagar sobre las dificultades y los logros en lo que hace. Considero que muchos educadores ocupados más en los pormenores de la docencia descuidan o se desentienden de la investigación. O si por momentos les inquieta no tienen la suficiente persistencia para continuarla o llevarla hasta una sistematización digna de publicarse. Desde mi propia experiencia, y viendo cómo proceden otros maestros investigadores, he descubierto cuatro estrategias para mantener viva la indagación en nuestro quehacer cotidiano. Lo primero que hay que hacer en hallar un nicho-problema que realmente nos interese o nos preocupe esencialmente. No hablo del área en que trabajamos o del campo disciplinar del que somos titulados. Me refiero a algo específico, a una temática que logre atraer buena parte de nuestros intereses intelectuales y emocionales. Cuando uno encuentra ese nicho, ya tiene ganada una vía hacia la investigación. Ya podemos decir que estamos en una línea, en un foco o un problema que merece escudriñarse. Ubicada esa diana o ese objetivo de interés empezaremos a recopilar bibliografía y cibergrafía relacionada con tal aspecto. Nuevas carpetas se abrirán en nuestro computador, nuevas obras empezarán a pedir espacio en nuestra biblioteca, nuevos grupos de colegas, nuevas revistas especializadas harán parte de nuestro discurso cotidiano. Definir ese nicho-problema nos permite profundizar más que extendernos, conocer más en propiedad que opinar sobre generalidades de segunda mano. Esa es la primera estrategia. La segunda, es comenzar a vincular las tareas o actividades que pongamos a los estudiantes con ese nicho-problema. A veces de manera explícita; otras, de forma indirecta. Lo importante acá es que convirtamos el tiempo de corrección y supervisión de las tareas en un insumo para nuestras preguntas o nuestras inquietudes investigativas. Esas lecturas y evaluaciones no solo servirán de retroalimentación para el que aprende sino de insumo para recoger información, para constatar una hipótesis, para consolidar los primeros hallazgos. Sobra decir que no es fácil hacer esto, pero si uno se organiza y gasta un buen tiempo en la planeación o en la programación de cada curso o de cada asignatura, si piensa con cuidado los trabajos que va a poner a sus alumnos, muy seguramente descubrirá que esas acciones hacen parte del mismo proyecto de investigación en el que se está o se viene trabajando. Una tercera estrategia tiene que ver con guardar algunas evidencias de eso mismo que solicitamos. Muchas veces nuestra labor diaria queda huérfana de evidencias. Una foto, el escaneo a un documento, el registro de una producción o grabar una pequeña entrevista a los directos involucrados, todas esas cosas las dejamos pasar o no tenemos la costumbre de hacerlas parte de nuestra profesión de maestros. Si nos habituamos a seleccionar y guardar tales registros, pronto nos daremos cuenta de que esos materiales son el insumo fundamental para empezar una etapa de reflexión y análisis sobre la propia práctica. Aquí deberemos aprender también a manejar archivos y a convertir a nuestros estudiantes en espontáneos asistentes de investigación. Lo digo, porque los apuntes de clase, si de entrada nos preocupa algo en especial, podrán ser luego motivo de autoexamen o reconocimiento de lo que hacemos. La cuarta estrategia, y esa ha sido la clave de mi propia producción investigativa, es producir pequeños textos derivados de tales pesquisas. No hablo de extensos informes de investigación, ni de proyectos con toda la formalización canónica. Me refiero a una o dos páginas que son como apuntes o síntesis de lo que vamos descubriendo, o la ampliación de una pregunta, o la descripción de una situación recurrente, o el esbozo de un plan de contingencia a un problema que hemos detectado. Mejor dicho: se trata de vincular el escribir con lo que hacemos cotidianamente. Podemos llegar a sorprendernos cuando, después de varios meses, notemos que esos apuntes, que esas hoja sueltas, van consolidando una cartografía de nuestros intereses, un mapa –así incipiente– de nuestras preocupaciones y nuestras inquietudes sobre la profesión docente.
Eso es, precisamente, lo que hacía el psicólogo ruso Lev Vygosti, que convertía su aula en constante laboratorio, y lo que hacía Paulo Freire, que volvía cada actividad de su vida, como profesor o consultor, en un motivo para producir un artículo, escribir una carta o diseñar una propuesta.
Procure asistir a seminarios o foros de manera regular. Póngase el reto de presentar al año una ponencia o participar con un póster, una comunicación en eventos académicos.
Aunque esta no parece una estrategia propiamente didáctica, sí la considero una estrategia indirecta de transformación de nuestro quehacer. Quizá sea una estrategia de formación y renovación. Digo esto porque lo común es la apatía, el desgano o la pereza cuando se trata de asistir y participar en esos otros escenarios de formación. Muy poco o nada invertimos en nuestra propia actualización; son más las disculpas que la iniciativa lo que gobierna la cualificación de una profesión necesitada de seres creativos, imaginativos y dúctiles para asumir los cambios.
De allí que debamos meter en nuestra agenda anual asistir a eventos académicos. Pero no como algo azaroso o dependiente de subsidios ajenos, sino como un asunto de convicción personal, un proyecto tan importante como apartamos y ahorramos el tiempo de las vacaciones. El reto se hace mayor, si nos autoimponemos no sólo asistir sino además escribir y participar en tales escenarios con una producción propia. Esa debería ser la verdadera evaluación de nuestro trabajo: mostrarles a otros los hallazgos o los problemas que ocupan nuestro interés. Dar testimonio de que seguimos siendo maestros porque no hemos claudicado en nuestra voluntad de aprender. En suma, mostrar las pruebas o las evidencias de esa actitud de permanente transformación.
Hasta aquí este abanico de estrategias para renovar la práctica docente. Confío en que buena parte de ellas sea un incentivo o una piedra de toque para confrontar o cualificar lo que cada docente hace a diario en sus clases; o que se conviertan en una zona de desarrollo próximo para su espíritu y así evitar el anquilosamiento, la desidia o la desesperanza, que tanto daño hace a nuestra profesión y que termina afectando negativamente a las nuevas generaciones.
“La soberbia”, según el grabador holandés Jacob Matham.
El espejo en el que se mira el soberbio es cóncavo y convexo a la vez: aumenta los rasgos propios y minimiza los ajenos. En cualquier caso, es un efecto de deformación de la imagen.
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Existe una falsa y rebuscada humildad que se parece mucho a la soberbia.
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Aunque la gente atribuye la soberbia a un efecto de la visión, lo cierto es que parece más una dolencia del oído. El soberbio no escucha a los demás. Sufre de hipoacusia social.
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Es fácil que el exceso de conocimiento lleve a la soberbia. Sin embargo, sólo el reconocimiento de lo mucho que se ignora es lo que conduce a la sabiduría.
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El soberbio sufre de una envidia congénita: los demás siempre son vistos como una amenaza, de allí que sea el descrédito y la murmuración la forma predilecta de relacionarse con sus semejantes.
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La soberbia colectiva a veces es franca indolencia o genuina indiferencia.
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Luzbel no sintió envidia de Dios sino de los hombres. No soportaba que hubiera otras criaturas tan bellas como él. Su caída es un símbolo de la negación a la confraternidad.
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Los vistosos ojos de las plumas del pavo real no miran a nadie. Las exhibiciones de vanidad son los ojos fijos de la soberbia.
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Observa por un tiempo a determinada persona y fíjate si tiene por costumbre criticar a los colegas o si usa frecuentemente más la primera persona que el plural. Mira también si da muestras de constante ingratitud. Si estas cosas hace, y, si además, anda vociferando frases de continuo resentimiento por alguien, lo más seguro es que hallaste a un soberbio.
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Al soberbio le cuesta mucho comunicarse con los demás: es caprichoso y de rabietas permanentes. En este sentido, su nivel emocional permanece en el estado de egocentrismo de los niños.
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Esta es la paradoja del soberbio: no soporta la humillación en carne propia pero le gusta infligirla en los demás. Sufre con lo mismo que goza.
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Soberbia: exceso que refleja una exigüidad.
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¿Cuál es la mejor manera de combatir a un soberbio? La risa. El humor es el mejor disolvente de la vanidad y la vanagloria.
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Al soberbio le cuesta aceptar que pueda aprender de otro. Su espíritu siente que recibir cualquier instrucción es un acto de sometimiento. El soberbio, sin saberlo, padece un severo complejo de inferioridad.
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A Luzbel le gusta ofrecer seducciones envenenadas a los ingenuos y crédulos. El rumor es la manzana tentadora de la soberbia.
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La soberbia es buena si hace que nuestro orgullo enfrente con altivez las dificultades; es un defecto, si convierte nuestra autoestima en vanidad.
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Envanecerse es estar ahuecado o elevado. La soberbia es como tener demasiado aire en el cuerpo. Ínfulas, es eso: suponer que cualquier cinta de trapo en la cabeza es una corona.
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El humilde, a diferencia del soberbio, no es altanero porque ha comprobado en carne propia que la pobreza obliga a la modestia. En la sencillez encuentra el humilde su mayor alabanza.
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Al sentirse por encima, como indica la etimología, el soberbio anda en las nubes. Pero, de igual modo, la naturaleza enseña que no hay ascenso sin precipitaciones.
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De todos los sinónimos empleados para identificar la soberbia, tales como ufanía, jactancia o inmodestia, hay uno que es el más ilustrativo: hinchazón. El soberbio padece el aumento del tamaño de su yo por una causa patológica.
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La soberbia es el envés de la intolerancia.
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Por ser el soberbio un ser insuflado de vanidad, de vez en cuando hay que usar el alfiler de la verdad para bajarle los humos.
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La juventud y ciertas mujeres de excesiva belleza son soberbias porque confunden los dones del presente con una posesión para la eternidad.
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Témele a las alabanzas del soberbio: esos elogios son siempre una proyección de sus más íntimos deseos.
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El soberbio cree saberse perfecto. De allí que no pueda ver sino manchas e imperfecciones en sus congéneres.
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El exceso de poder, de belleza, de saber o de dinero, incita a la soberbia a mostrar su traje ostentoso. Sin embargo, bien valdría la pena gritarle al soberbio lo mismo que dijo el niño del cuento de Andersen al ver el traje nuevo del emperador: “¡Pero si está desnudo!”.
Me gusta entender la didáctica como una saber hacer, es decir, como un conjunto organizado de acciones e intenciones, que de acuerdo a los contextos y los actores involucrados, sufre cambios y adaptaciones. En este sentido, concibo la didáctica como un saber estratégico en el que son fundamentales la planeación, la secuencialidad, los útiles y la puesta en escena del docente. Pero no es este el asunto sobre el que deseo enfocar mi conferencia. Si alguien desea profundizar en tales tópicos, lo invito a consultar algunas de mis libros, en especial Oficio de maestro, Educar con maestría y El quehacer docente.
En esta oportunidad, me enfocaré en presentar un repertorio de estrategias didácticas que pueden transformar la práctica docente. Todas esas estrategias han sido validadas desde mi propia práctica o resultado de investigaciones que he dirigido.
Sin embargo, antes de mostrar esas estrategias, me gustaría dedicar unos párrafos a perfilar el sentido de lo que implica para mí una transformación. Empiezo por decir que las transformaciones no se dan de manera inmediata. Implican tiempo. Esta variable de la temporalidad debe advertirnos, de una vez, que una modificación en nuestro quehacer docente no es un asunto de moda o de capricho momentáneo. Y más tratándose de un campo como el de la educación, en el que los resultados no se miden en días sino en años o décadas. El otro punto de cualquier transformación tiene que ver con la dedicación, con la tenacidad, con el esfuerzo que pongamos para que se de dicha modificación. Aquí cabe decir que sin el esfuerzo denodado nunca saldremos de nuestras rutinas acomodadas o nuestra zona de confort académico. Un tercer aspecto, inherente a cualquier transformación, es el de capitalizar lo ya aprendido, la experiencia acumulada. Cuando nos lanzamos a cambiar algo o modificar una práctica, los maestros no empezamos de cero. Más bien, tenemos que hacer un inventario, y poner en la balanza los aciertos y desaciertos de lo ya hecho, a la luz de una nueva teoría, un nuevo método, una nueva propuesta. Sólo así la transformación será genuina y no desraizada o sin asidero a nuestra realidad o nuestra historia personal. Por último, toda transformación comporta también una capacidad de riesgo. Sabemos que lo conocido nos tranquiliza y lo novedoso nos pone en el terreno del temor o la incertidumbre. Así que, si no hay en nosotros una capacidad de riesgo, lo más seguro es que prefiramos seguir haciendo las cosas como siempre en lugar de aventurarnos a lo inexplorado o incierto. Si uno anhela transformar algo de lo que hace en el aula tendrá que armarse de valor o de una tenacidad que contrarreste los primeros obstáculos o las consabidas decepciones cuando las cosas no tengan la acogida suficiente en la institución o el poco entusiasmo de los estudiantes cuando empecemos a realizarlas.
Hecho este preámbulo, procederé a enumerar algunas de esas estrategias didácticas para transformar la práctica docente.
Problematice algún aspecto de su práctica docente.
Creo que esa es la base para cualquier transformación de nuestro quehacer. Si sometemos a juicio lo que a diario hacemos, si ponemos entre paréntesis, como les gusta decir a los fenomenólogos, una forma de evaluar, de programar o de exponer unos contenidos, seguramente ya estaremos en la vía de una modificación o un ajuste en nuestro proceder docente. Porque lo frecuente, cuando las cosas no salen bien o los resultados son bajos en las pruebas de Estado, es achacarles a los demás la culpa de tales fracasos. Pero poco nos detenemos a reflexionar en nuestra práctica, muy poco la sometemos a escrutinio y menos aún la exponemos al ojo crítico de la investigación[1]. Desde luego, no es cuestión de inculparse de todas las falencias del sector educativo o de exonerar de responsabilidades a los estudiantes y a los padres de familia; más bien se trata de enfocarse en un aspecto de lo que hacemos. Por ejemplo: ¿cómo hacemos una prueba?, ¿sabemos en realidad hacer preguntas idóneas y adecuadas para determinado contenido?; ¿por qué ponemos ciertas tareas?, ¿realmente contribuyen tales tareas al aprendizaje del aprendiz?; ¿hacemos variedad didáctica cuando enseñamos?, ¿qué modalidad de enseñanza será la más adecuada para el tipo de público que tenemos?; ¿cuáles son los marcadores habituales de mi discurso docente?, ¿esos marcadores favorecen la motivación o son meramente controladores o sancionadores?; ¿el conocimiento que impartimos ha sido sometido a alguna transferencia didáctica?, ¿tenemos alguna postura personal frente a ese saber o somos replicadores de contenidos presuntamente asépticos?; ¿qué tan actualizadas son nuestras fuentes de consulta?, ¿cada cuánto renovamos nuestra bibliografía de cabecera?
Ponga tareas que en verdad pueda revisar y evaluar.
Pienso que las tareas o los trabajos extra-clase son un asunto sensible de nuestro oficio cotidiano. Y si queremos transformar nuestra labor una buena manera es someter a escrutinio el sentido y los alcances de estas actividades. Porque, les pregunto, ¿qué significado puede tener el mandar a hacer penosas tareas si al final apenas van a ser chequeadas o en muchos casos dejadas sin ninguna revisión? Olvidamos que la tarea, aunque parece que es para el profesor, lo cierto es que es una mediación para propiciar el autoaprendizaje[2]. Así que, asignar una tarea es un aspecto de alto valor en el proceso de enseñanza aprendizaje y no un formalismo o una cuestión menor, puesta de afán al finalizar la clase y como para mantener ocupados a los estudiantes. Hay tareas que, de entrada, sabemos van a aburrir a los alumnos y otras más que provocarán la apatía porque no desarrollan ninguna capacidad o facilitan la aplicación de lo aprendido. Por propia experiencia, he visto cómo colegas ponen tareas de escritura de 10 o 15 páginas. Me pregunto, a qué horas irán a leer esos trabajos, cuando tienen 30 o más estudiantes en un curso, y lo que me parece más delicado, si es un trabajo tan extenso, cómo sabrá el estudiante lo esencial que debe corregir. Porque eso es un corolario didáctico que no podemos olvidar: no se puede mejorar todo a la vez.
Precisamente, y como una alternativa a esta situación es que he venido propiciando los trabajos de escritura, en particular los de corte argumentativo, en una página. Y he revalorado el párrafo como una porción de texto en la cual pueden verse los aciertos y desaciertos del novato escritor. Esto me ha permitido hacer una genuina corrección sobre aspectos puntuales de la escritura y mantener con ello el interés vivo del estudiante. De igual modo, al proceder así, he parcelado la evaluación de los signos de puntuación: de todos los usos de la coma, para poner un caso, cada vez privilegio la corrección de uno de ellos. Primero reviso la coma de los incisos, después la coma de los vocativos y mucho más tarde la coma de las ideas subordinadas. La estrategia tiene como fin ir afianzando poco a poco la apropiación de un saber aplicado, y cumpliendo uno de los fundamentos supremos de Juan Amós Comenio: “que las cosas deben enseñarse sucesivamente, en cada tiempo una sola”[3].
Emplee la bibliografía comentada en lugar de la bibliografía listada.
Creo que debemos desterrar de nuestros syllabus o de nuestra programación microcurricular la idea de que entre más textos sumemos al final de esas rutas de enseñanza mayor será nuestro saber o nuestra autoridad académica. Pienso que el resultado producido es todo lo contrario. Nos equivocamos si suponemos que nuestros estudiantes, aún los universitarios, van a consultar y leer los diez o quince libros que les ponemos como bibliografía. Esa es una falacia de la auctoritas medieval. Una herencia que pone el acento en la enseñanza, en el docto profesor, y poco en el aprendizaje, en el humilde aprendiz. La mayoría de las veces todo ese listado de libros está puesto ahí como una mampara intelectual para decirle al alumno, así sea de manera indirecta, que su educador sí sabe o que tiene las suficientes credenciales de información para ponerse en el sitial de la cátedra. En todo caso, considero que otra manera de transformar nuestra práctica docente es sopesar y elegir muy bien las fuentes que en realidad le son útiles y necesarias al estudiante.
Una estrategia es la de la bibliografía comentada. Se trata de cambiar el listado habitual de libros por una bibliografía evaluada y sopesada por el docente. En lugar de presentar un catálogo uniforme, lo que se busca es ayudarle al estudiante a discriminar esa información. Para ilustrar lo dicho, permítanme acudir a un ejemplo proveniente de mi texto “Tesauro de los buenos lectores”, contenido en el libro Educar con maestría[4]. Allí, enumero varias estrategias didácticas enfocadas en el campo de la lectura. Pero en lugar de poner un menú de referencias al cierre del artículo, lo que hago es llamar la atención del lector en notas a pie de página en las que le comparto o le insinúo una posible vía para familiarizarse con una temática. Es decir, si estoy hablando de la abducción, de esa modalidad de lectura indiciaria, no referencio sólo los autores o las obras sobre tal tópico, sino que ofrezco un itinerario o una valoración de tal bibliografía. Este sería el tono de tal estrategia: “Si se desea profundizar en esta manera de leer vale la pena explorar varios textos. El primero, tal vez el más completo en esto de la abducción, es El signo de los tres. Dupin, Holmes, Peirce, de Umberto Eco y Thomas A. Sebeok (editores), Lumen, Barcelona, 1989. De este libro recomiendo dos artículos: el primero, una juiciosa y erudita exposición sobre los orígenes de la abducción, elaborada por el historiador Carlo Ginzburg: “Morelli, Freud y Sherlock Holmes: indicios y método científico”; el segundo, un artículo de Eco titulado: “Cuernos, cascos y zapatos: algunas hipótesis sobre tres tipos de aducción”, en donde el autor pasa revista a varios tipos de abducción, entre otros, la hipercodificada, la hipocodificada, la creativa y la meta-abducción. Otro libro interesante es el del antropólogo Joseba Zulaika, Caza, símbolo y eros, Nerea, Madrid, 1992. En esta obra, centrada en analizar la semiótica, la simbólica y la erótica de la caza, el autor muestra ejemplos de lo que es leer indicios, ya sean huellas, ladridos u olores…”[5]. Si se aprecia bien, la bibliografía comentada es más una ayuda para el que aprende o desea seguir aprendiendo que un florilegio de las obras que el profesor conoce.
Por lo demás, y diciéndonos las cosas como son, ¿de dónde acá los docentes suponen que alguien puede en una semana o quince días apropiar un listado de libros que, con seguridad, le ha llevado a ellos apropiar durante muchos años? Valga entonces recordar, una vez más a Comenio: “no cargar con exceso a ninguno de los que han de aprender”[6]. Tal vez así, seleccionando y eligiendo los textos vertebrales de una disciplina o una temática lograremos cumplir un principio didáctico de absoluta vigencia: “los fundamentos se colocan profundos”[7].
No entregue fotocopias desarticuladas del conjunto. Incluya las tablas de contenido.
He aquí otra estrategia relacionada con la anterior. Es sabido que por diversas razones se ha vuelto moneda común en nuestras instituciones educativas el consumo de fotocopias. Los docentes, sin ningún pudor, se han convertido en corsarios de la información. Y para salvar un poco ese espíritu pirata, ponen encima de la primera página la referencia de donde han extraído el texto. Sin entrar a hacer juicios morales y legales sobre tal práctica, me gustaría señalar la necesidad de que, si así se procede, debería también multiplicarse la tabla de contenido de tales lecturas. Además de la filiación, cuando de mejorar las prácticas lectoras se trata, tenemos que incluir el mapa de la información. Si nuestros estudiantes sólo acceden a la parte de un texto, desconociendo la totalidad, muy poco será su nivel comprensivo y más limitada aún la lectura crítica.
Las tablas de contenido hacen las veces de orientación para el viaje del lector. Señalas los hitos, parcelan la densidad de un contenido, dan luces sobre la distribución y organización de la información. Mutilarlas o dejarlas por fuera de las prácticas de clase es una pérdida de su función indicativa y de guía para la prelectura. En consecuencia, y de aquí brota otra estrategia para transformar nuestro quehacer, nos corresponde enseñar a leer estos dispositivos de totalidad, estas rutas de jerarquización y ubicación, de macroestructuras de la textualidad. Antes de meternos de lleno con el contenido de una lectura, hay que leer sus contextos, sus intertextos. Quizá de esta manera se desarrollen en los estudiantes las habilidades de relacionar y cotejar información, de diferenciar o distinguir lo fundamental de lo accesorio y de relativizar las opiniones basadas en lo particular en función del juicio proveniente del conjunto.
Intente incorporar a su práctica docente una estrategia didáctica virtual.
Para los docentes de hoy las nuevas tecnologías de la información y la comunicación se han convertido en una demanda o, por lo menos, en una inquietud que azuza su práctica. Cada quien está buscando la manera de responder a ese desafío y los más temerosos sienten que ya es tiempo de incorporar algo de las TIC a sus habituales prácticas docentes. Pero de una vez vale la pena hacer una claridad: una cosa es ser usuarios y propagadores y otra, muy distinta, convertirnos en productores de esas tecnologías. Es decir, no es lo mismo utilizar en clase los recursos ofrecidos por internet a convertirnos en productores de esas nuevas tecnologías, y ponerlas al servicio de nuestra enseñanza. Lo más fácil es decirles a nuestros alumnos que busquen información en la red de redes. Práctica que no es muy distinta a esa antiquísima de “vaya y busque en la enciclopedia”. Lo otro, lo que en verdad puede transformar nuestro quehacer es apropiar alguna de esas nuevas tecnologías con el fin de cambiar la relación con los estudiantes, la corrección de sus tareas, la modalidad de trabajo colectivo, atender a los diversos tiempos del aprendizaje. Eso es lo nuevo y esa es también la dificultad.
Piénsese por unos minutos en las posibilidades de que un profesor se anime a llevar un blog. Y que a ese blog, a ese diario virtual, vincule las producciones de sus estudiantes. Yo mismo he experimentado ya durante cuatro años lo que implica usar esa nueva tecnología[8]. Mis conclusiones hasta ahora son las siguientes: la primera, que el estar pendiente de los comentarios hechos a cada entrada del blog, y ofrecer oportunamente una retroalimentación de los mismos, convierte la docencia enun ejercicio personalizado. Si el aprendiz percibe que alguien le dice algo a lo que ha hecho, si él ve que poco a poco va mejorando, establece con el bloguero-profesor una relación personal, particular. Por supuesto, para el que lleva el blog, esto demanda un trabajo extra. Porque aquí viene mi segunda conclusión: el tiempo de aprendizaje del blog no lo pone el maestro sino el estudiante. Es él, de acuerdo a sus urgencias y disponibilidad temporal, el que determina cuándo está maduro para “subir” una tarea o cuándo necesita de una tutoría especial para lograr el objetivo. Una tercera conclusión tiene que ver con el valor público de los trabajos. Al saber el estudiante que su producción va a ser vista por todos, y no solamente por los de su curso, procurará cuidar más la elaboración de la misma; tendrá, por decirlo así, un autocontrol de la tarea. Sin contar además, el hecho de que todos pueden beneficiarse del señalamiento de un error o sacar provecho de la forma como alguien pudo alcanzar un logro. De igual modo es posible, y esa será otra manera novedosa de enseñar, que todos comenten lo que hacen sus compañeros; de que haya una genuina comunidad de aprendizaje.
Por otra parte, si el maestro incorpora esta herramienta tecnológica deberá empezar a tener un vínculo cercano con la producción escrita. Cada semana, por lo menos, tendrá que actualizar su blog para evitar que se pierda el contacto con sus posibles lectores y se mantenga una zona de interés sobre una temática específica. Aunque esto sea otro reto para el maestro lo cierto es que trae una ganancia para la transformación de su propia práctica: al escribir se reestructura el pensamiento, se toma distancia comprensiva de la acción y se entra a formar parte de la ciudadanía académica.
Notas y referencias
[1] En esta perspectiva resulta fundamental revisar las creencias, los esquemas o guiones que soportan nuestra práctica. Bien lo dice Daniel Feldman en su libro Ayudar a enseñar: “la pregunta sobre cómo mejorar y modificar las prácticas no puede obviar preguntas sobre los criterios e ideas con los profesores organizan las prácticas de enseñanza”, Aique, Buenos Aires, 1999, p. 69.
[2] Léase el artículo “Ya hiciste la tarea” contenido en mi libro Educar con maestría, Ediciones Unisalle, pp. 19-21.
[3]Didáctica Magna, Porrúa, p. 78. Llévense pocos o muchos años como maestro, la lectura de estos principios sigue siendo iluminadora para mejorar nuestra práctica docente.
[4]Educar con maestría, ediciones Unisalle, Bogotá, pp. 219-220.