
Ilustración de Gary Kelley.
Como ya era costumbre, el viernes después de terminar las labores en la corporación de ahorro, José Alfredo y Antonio se reunían en un pequeño bar situado a dos cuadras de su trabajo. Al entrar al establecimiento notaron que por fortuna había mesas desocupadas; saludaron al dueño del lugar y pidieron dos cervezas.
El bar estaba poco iluminado. Cada mesa tenía una vela puesta en un candelero de porcelana que, dependiendo de si llegaban clientes para ocuparla, era encendida por un mesero muy joven. Una pareja estaba ubicada al fondo del lugar y por lo menos ocho personas más habían juntado dos mesas, en el centro del local. La música de fondo, y esa era una de las causas por las cuales los dos amigos preferían este lugar, mezclaba los boleros con las baladas de la década de los 60.
Al llegar el joven con las dos cervezas, Antonio fue el primero en abrir la conversación de fin de semana.
—¿Qué tal empezó este año?
José Alfredo, antes de contestar, se quitó el saco y lo puso detrás de la silla, usando el espaldar como un ropero. Después se acomodó en el mueble de madera, buscando el mejor sitio para sus nalgas.
—Usted sabe, Toñito, que si hay salud, el resto de cosas ya es fortuna.
—Y en su caso, como siempre, ¿bien? —agregó—, tomando el vaso para ingerir el primer sorbo de cerveza.
—No tanto Jose, no tanto.
Por ser amigos de muchos años, por haber compartido la época de compañeros de colegio en un centro educativo del barrio Ricaurte, “El San Carlos”, José Antonio adivinó que algún problema traía entre pecho y espalda el querido Luis Antonio Cruz.
—¿Y eso?
La pregunta coincidió con un silencio de la música del establecimiento y parecía que todos los clientes estaban esperando la respuesta.
—Mi hermano anda mal. Rogelio me contó que la mujer había decidido dejarlo.
—¿Por qué?
—No, hermano, él no se explica cuál fue el motivo. Que todo fue así, de un momento a otro. Pero él me dijo —cuando me llamó la semana pasada— que a lo mejor era porque ella estaba enredada con otra persona.
—¿Pero acaso ellos no iban muy bien?
—Eso parecía. Aunque uno nunca sabe lo que en verdad piensan las mujeres…
—O lo que en realidad quieren.
—Lo grave fue que él la descubrió. Ella no había dicho nada. Todo parecía normal.
—Tenaz el asunto.
—Me contó también —continuó Antonio con voz triste— que al momento de confrontarla ella guardó silencio y se puso a llorar.
—Típico.
—Lo único que obtuvo de respuesta, al menos en esos primeros días, fue un silencio tan grande como era la incertidumbre de Rogelio.
Los envases de las cervezas estaban casi vacíos. Luis Antonio, levantando un brazo, le indició al mesero que repitiera la ración de licor. Dos parejas más entraron al bar y fueron a sentarse en el costado sur del establecimiento.
Cuando el mesero regresó con las dos botellas se me ocurrió que podría ser interesante participar de ese diálogo. Aunque solo como escucha, o semejando una conciencia presente pero sin voz.
—Yo creo que seguro ella ya llevaba un buen tiempo con ese tipo —dijo Antonio—, llenando de nuevo el vaso.
—Las mujeres son un cuento…
La frase de José Alfredo me pareció por un lado repleta de machismo pero, por otro, un buen título para un libro de relatos. Noté que Jose, con acento en la primera sílaba, asumía una solidaridad de género con Rogelio, aunque no fueran amigos.
—Por eso me he mantenido solterito.
—Eso dice ahora, que todavía está joven, pero espere unos años más y verá lo importante que es tener una mujer al lado.
—¿Alguien como Verónica?
La frase de Jose hizo que Antonio dejara de desprender con una uña la etiqueta de una de las botellas y mirara fijo a los ojos del amigo.
—Ella es mi fortuna.
—¿Cuánto es que llevan?
—Diez años, larguitos.
—Ojalá todo siga tan bien como van.
Luis Antonio observó de reojo a la pareja del otro lado del salón y vio que el hombre le estaba besando una de las manos a la mujer.
Tal vez los dos amigos no saben que la pareja de la esquina, la que lleva un año de conocerse, va a sufrir un traspiés dos meses adelante; porque él descubrirá que ella está esperando un hijo suyo. Lástima no poderles dar esta información pero ese ha sido el destino que me he impuesto en esta historia. O debería contárselo a Toña La negra o a Tito Rodríguez o a “Los Panchos” que están adornado con sus retratos la pared más amplia del local.
—Lo de mi hermano me tiene muy “tocado”. Y cuando le comenté a Verónica el caso, lo que me contestó fue que alguna embarrada había hecho él antes para que la mujer hubiera tomado esa decisión.
—O a lo mejor fueron las circunstancias las que la llevaron a tomar ese camino.
La última parte de la conversación me hizo recordar otra historia que confirma lo dicho por “El rey”, como le dice Antonio a José Alfredo. Se trata de dos mujeres separadas que a pesar del fracaso de sus relaciones pasadas no se animan a romper ese vínculo. Siguen viviendo con un sudario en su corazón. Quizá esperando a que las circunstancias hagan eso por ellas. Tienen encapsulada su voluntad o temen enormemente pasar el umbral de lo ya vivido.
El grupo de personas del centro del local se aunaron en una estruendosa carcajada provocada por un chiste o alguna anécdota graciosa. El mesero fue contagiado de tal algarabía y esbozó una sonrisa cómplice. Una de las mujeres del corrillo atraía toda la atención. Era una celebración de cumpleaños.
—Yo creo que un hombre nunca llega a saber qué es lo que en realidad busca una mujer —afirmó Jose, mientras prendía un cigarrillo.
—Un tío mío, de los pocos que me quedan perdidos por allá en las montañas de Santander, acostumbraba decir que uno debía estar preparado con las mujeres para el abandono o el engaño.
—Eso suena a letra de tango o de ranchera…
—Bueno. Eso era lo que él decía.
He comprobado que los hombres solos se juntan para hablar de las mujeres que aman o sobre las mujeres que los han engañado. Y por eso los tangos y las rancheras son tan importantes. He llegado a conjeturar que las rancheras son las confesiones del hombre abandonado, y los tangos los lamentos del hombre desengañado por una mujer.
—Mi viejo, cuando se tomaba sus tragos le gustaba cantar un tango, creo que se titula, “La mariposa”.
En el momento en que Antonio mencionó al padre fallecido se le iluminaron los ojos, bien porque preludiaban las lágrimas o porque la luz de la vela se avivaba sólo con la brisa invisible del recuerdo de los ya fallecidos. Luego, abrazando al amigo, empezó a susurrar aquel tango escuchado en su juventud:
— “No es que esté arrepentido de haberte querido tanto; lo que me apena es tu olvido y tu traición me sume en amargo llanto…”
José Alfredo llevaba el ritmo con la cabeza. Esa era la manera de acompañar a “Toñito” en esa súbita evocación del viejo Cristóbal. Y apenas el amigo cesó de cantar, levantó el vaso en un gesto de brindis.
— Por ellas, aunque mal paguen… —exclamó, chocando los dos recipientes, otra vez a punto de terminarse.
A mí, como a Antonio, me gusta el tango. Lo aprendí a degustar de la voz de un periodista ya muerto. Este amigo me llevó por los senderos de Corsini, de Discépolo, de Julio Sosa, de Homero Manzi. A él le gustaba salir del trabajo e ir a escuchar tango en los cafés que había en los sótanos de la calle 13. Y me pedía que lo acompañara. Después, hacia la madrugada, llegaba ebrio a su casa, al occidente de Bogotá, y ponía esos discos. Eran acetatos. Y me gritaba, “cante conmigo”. Al rato, aparecía su esposa y lo acompañaba en ese rito, sirviéndole pequeñas copas de aguardiente. Entonces, yo salía despacio a buscar un taxi, con esas melodías aún resonando en mi cabeza o en mi corazón: “No me escribas, yo prefiero no tener noticias tuyas, tengo miedo, mucho miedo que tus cartas me hagan mal, que me digan algún día que de mi te has olvidado que tus besos y caricias pertenecen a un rival…”
Quizá el canto de Antonio puso en alerta al joven mesero que, sin ser llamado, se acercó a la mesa.
— Lo mismo —dijo José Alfredo, pidiéndole al muchacho además un paquete de cigarrillos.
—Yo he escuchado tantas historias y he visto tantos ejemplos que lo mejor es dejarlas quieticas.
— ¿A las historias o a las mujeres?
El apunte de Antonio le dio la oportunidad a “El rey” para sacar a relucir sus teorías sobre las mujeres. Teorías que se hacían más incisivas cuando bebía y que eran el respaldo a su empedernida soltería.
— Hermano, las mujeres siempre se guardan algo. Uno cree que lo sabe todo de ellas pero siempre dejan o queda algo en la penumbra.
El giro de José Alfredo me puso a pensar en lo riesgosas que son las generalizaciones, pero más en el significado de la penumbra. La penumbra que es un estadio intermedio, fluctuante, viscoso. Un estado de frontera en el que, al mismo tiempo, termina y empieza una cosa. Un lugar ni totalmente iluminado ni cabalmente oscuro; un ámbito en donde no se ve con claridad… ¿Será eso a lo que se refiere “El rey”? ¿O serán frágiles elucubraciones de este hombre para tratar de desentrañar el alma femenina?
— Acuérdese, no más, del caso de nuestro compañero de curso, el pecoso Julio César, que adoraba como nadie a su mujer y que al final ella lo dejó por un “vago” del barrio.
Ahora Jose asumió el tono de un cronista judicial. Su voz se hizo más lenta, más dramática.
— De esos casos salen mucho en televisión.
— Aunque yo creo que esos programas son puro amarillismo. Para atrapar audiencia.
— Aténgase a eso. Se acuerda de Marco Tulio, el señor de la panadería que estaba en la calle 11, arriba de la 28, pues su mujer terminó involucrada como cómplice en un robo al propio negocio. Y eso llevó al tipo a la ruina.
— ¿Quién le contó eso?
— Mi mamá.
— Pero yo veía a la señora, cuando de vez en cuando entraba a la panadería, muy pendiente y trabajadora.
— Por eso mi teoría de que las mujeres son como la penumbra. Mitad luz y mitad oscuridad.
—Usted viene con ese cuento desde hace años para evitarse la responsabilidad de formar un hogar o tener una pareja estable.
— No. Lo que pasa es que yo le sigo los pasos a mi maestro José Alfredo, el de Guanajato, el que conocía a las mujeres poco por fuera y mucho por dentro.
Antonio adivinó que su amigo, en ese momento, iba a echar mano de la música ranchera que era lo que más escuchaba y por lo cual había adquirido el apodo. Y así fue. Tal vez por el efecto de las cervezas o porque, como decía él, esa ameritaba cantarla en voz alta, José Alfredo comenzó a entonar una melodía de su mentor homónimo:
—“Dicen que soy el arrepentido porque juré no volver a amar, si me arrepiento de haber querido es porque siempre tu un rival…”
La voz de “El rey” era potente y bien modulada. A tal punto que el grupo del centro del local hizo un silencio para ver si el solista terminaba bien lo que había empezado.
—“Arrepentido de haber querido me voy de aquí…”
El eco de la voz de José Alfredo pareció resonar en las gargantas de las personas que celebraban el cumpleaños. La mayoría alzaba los vasos con licor como si participaran de una fiesta sagrada. El canto de José Alfredo y las voces de la concurrencia opacó el sonido de la música del pequeño bar.
—“Pero aunque vaya desconsolado seré feliz. Mis sentimientos se van al viento con mi cantar, ya que pensando con la cabeza pa’que llorar…”
La pareja del fondo repartía su mirada entre el grupo del centro y la pareja de amigos situada al otro extremo del salón. El hombre no soltaba por ningún motivo la mano de la mujer. Era evidente que, a pesar de estar en mesas separadas, la ranchera había creado un lazo entre los contertulios.
Aunque la voz potente de José Alfredo me aturdió un poco, mi mente sigue pensando en la imagen de la penumbra. Es probable que ese claroscuro refleje un poco el misterio femenino. O a lo mejor la penumbra sea el escenario ideal para que se exteriorice el alma de la mujer. La gran memoria de libros e imágenes, de relatos y películas parecen reafirmar esta intuición: una cosa dicen ellas, pero es otra la que en verdad están pensando; el demasiado y seguro amor las lleva al aburrimiento y lo imposible de conquistar las atrae como un despertar a la aventura. Algo muestran o dejan ver pero a la vez guardan, esconden, callan… Quizá sea la forma como la vida sobrevive, o de pronto es lo que las torna fascinantes, mágicas, impredecibles.
El mesero reapareció para cambiar el cenicero de la mesa donde estaban sentados el par de amigos. Recogió además los envases y por un gesto de asentimiento de la cabeza de Antonio entendió que había que traer otra tanda de bebidas. La espalda del mesero, desproporcionada para su estatura, sirvió de cortina momentánea y provocó que cada grupo volviera a encerrarse en sus conversaciones particulares.
—Yo digo —dijo Antonio enfático— que usted no ha encontrado la mujer que le eche al suelo todas esas teorías.
—O de pronto ya llegó… y no me di cuenta. Se me pasó.
—Póngase serio.
—No. Es que con esa ambigüedad de las mujeres uno tampoco sabe cuándo debe jugársela. Porque, si mal no recuerda, eso fue lo que me sucedió con Mónica. Yo estaba dispuesto a todo, y ella como que sí, como que no… Que esperemos… que estaba confundida…
—Pero Mónica si lo quería, hermano. Eso se notaba.
—Y si era así, por qué ese “carameleo”. ¿Para hacerse la interesante, la difícil?
—Ahí si no sé.
—Por eso. Eso prueba mi teoría. Uno con las mujeres, aún con las que dicen amarlo, anda en la penumbra.
El murmullo del local aumentó el volumen. El grupo del centro empezó a entonar el “Happy beerday”, acompañándolo con fuertes golpes sobre las tablas de las mesas. Las carcajadas de la homenajeada apenas se escuchaban. En ese momento la pareja del fondo se levantó. Primero la mujer y luego el hombre, detrás de ella. La mujer, de más o menos 40 años, tenía unos tacones rojos. Se detuvieron por un momento en la caja del bar. El mesero estaba atento a ver si recibía alguna propina y el hombre, sin soltar el brazo de la mujer, le entregó unas monedas.
Lo que no saben ni José Alfredo ni Antonio, ni los ocho amigos del cumpleaños, ni los otros clientes del lugar, ni el joven mesero, ni Don Jorge, el cajero y dueño del bar, es que esa mujer y ese hombre son casados, que cada uno ahora acaba de tomar un taxi diferente para proteger o resguardar esa cita clandestina. Como tampoco los del centro de la mesa, seis para ser más precisos, saben que la cumpleañera viene saliendo a escondidas con el más joven del grupo desde hace tres meses. Y no han querido decírselo a nadie, porque según ella, “es mejor así, por ahora”.
—Pobre Rogelio —exclamó José Alfredo, dándole unos golpes en la espalda a Antonio.
—A la larga eso fue lo mejor. A veces es preferible recibir el golpe de una vez y no con cuentagotas.
—Uno nunca sabe.
—Lo más duro es que yo noto a Rogelio resentido y, de sobremesa, le tocó hacerse cargo de la hijita.
—¿Cuántos años tiene?
—Cinco.
—Raro que la mujer no le haya importado su hija.
—Parece que no. Mi hermano dice que es otra mujer muy distinta de aquella con quien se casó.
—¿Y cuánto llevaban de matrimonio?
—Creo que siete años.
—Siete años para descubrir que no la conocía.
—Eso es lo triste.
—Empezó mal el año para su hermano. Por eso yo, mi querido “Toño”, quietecito. De lejos se ve mejor el panorama.
—Lo que pasa es que mi hermano fue muy confiado con la mujer.
—O de pronto ella ya no lo quería.
—Mi mamá dijo que eso debía ser un capricho, y que cuando a una mujer se le mete un capricho en la cabeza no hay quién la saque de ahí.
—El problema es que en la penumbra es difícil distinguir si uno es un capricho vigente o ya se le ha cumplido la fecha de vencimiento. Los códigos de barras solo se ven a plena luz.
El apunte de José Alfredo le despertó una sonrisa a Antonio. Un bolero en ese momento se impuso como otro miembro de la conversación. Los amigos coincidieron en el cantante del tema: Orlando Contreras…
—“Sabor de engaño tienen tus ojos cuando me miran, sabor de engaño siento en tus labios cuando me besas…”
Observo a los dos amigos siguiendo la canción. Han dejado de conversar y se han dedicado a escuchar la buena programación del bar. El efecto de la luz de la vela hace que tiemblen sus rostros. Caigo en la cuenta, oyendo la letra de la canción, lo extrañas que resultan las coincidencias. Seguramente, si estuvieran hablando de otro asunto la música hubiera pasado inadvertida, pero como guarda una relación con lo que vienen conversando, todo parece coincidir. Repaso lo dicho por José Alfredo y Antonio y me hago algunas preguntas: ¿será que el capricho es la expresión del amor salvaje, ese que es ciego e incontrolable?, ¿y si el capricho fuera un recurso del amor para mantenerse libre de las convenciones sociales, de los juramentos legalizados?
—Es hora de pedir la del estribo —advirtió José Alfredo a Antonio—, y sin levantarse, empezó a ponerse el saco.
—Ay, sí. Ya van a ser las nueve.
Cuando vino el mesero, “El rey” solicitó otras dos cervezas y la cuenta. El grupo de celebración del cumpleaños ya no era tan numeroso. La homenajeada había abandonado el bar una media hora antes con las otras dos mujeres y no quedaban en el centro del establecimiento sino los cinco hombres. En otra mesa, muy cercana a la de José Alfredo y Antonio, ahora estaban reunidas dos jóvenes, que por su atuendo parecían universitarias. Tres hombres, ya de edad, ocupaban la mesa que antes había compartido la pareja. Aunque había cesado la llovizna, el frío era intenso.
—Mi querido “Toñito”, y no lo digo únicamente por lo que le pasó a su hermano, las mujeres son más astutas para engañar. Uno de hombre es menos cauteloso, y por eso lo agarran. Las mujeres no. Como son de la penumbra, de la media luz, pues uno nunca acaba de conocer o de tener certeza sobre determinado comportamiento suyo.
—Yo creo que el índice de infidelidad de los hombres es mayor que el de las mujeres.
—Qué va —respondió “El rey” —. Lo que pasa es que se descubren menos las infidelidades de las mujeres.
—A lo mejor, ¿no?
—En la penumbra todos los gatos son pardos…
Para ser sincero no había pensado en esa relación entre las mujeres y la penumbra, en la que insiste tanto José Alfredo. A lo mejor él dice esas cosas porque el trigo fermentado le hace soltar la lengua o le quita las bridas a sus creencias más arraigadas. O quizá porque es un hombre dramáticamente solitario… Medito de nuevo en la penumbra: en la penumbra se fraguan las traiciones pero también es la penumbra lo que buscan los enamorados para que afloren sus pasiones más escondidas. La penumbra hace que el cuerpo ande a sus anchas y permite que la piel amplíe su radio de actividad. La penumbra deja que lo no dicho sea entendido por las manos, y el silencio o los murmullos recuperen su valor de una música cifrada. La penumbra es el reino de la ensoñación… y la única forma de atraparla es descomponiendo esas capas de luz, reversando el sfumato, con la misma paciencia de los pintores renacentistas. Sigo pensando en eso mientras me alejo de los dos amigos, unos segundos antes de que ellos paguen la cuenta y salgan del bar “La dulce tentación”.
—Venga lo llevo —dijo José Alfredo—. Aquí cerquita dejé el carro.
—No, mejor yo busco un taxi. Para qué va a dar toda esa vuelta.
—Déjese atender —insistió “El rey”—. Y así seguimos hablando otro rato de ellas, a las que no queda otro camino que adorarlas.