Cuando realicé la investigación sobre cómo escriben los escritores expertos, publicada en mi libro Escritores en su tinta, descubrí que la mayoría de ellos gastaban o empleaban una cantidad de tiempo en la corrección de sus escritos. Además de usar diferentes técnicas para hacerlo, confiaban en que este proceso fuera el aval de su calidad como artesanos de la palabra escrita. No parecen gratuitos dichos testimonios. Corregir es un aspecto tan importante como crear un texto. Parece un aspecto menor o secundario pero, si se analiza bien el asunto, podrá descubrirse su importancia.
La más evidente utilidad de corregir proviene de la misma revisión. Al pasar de nuevo el ojo por lo escrito nos damos cuenta de una omisión involuntaria, nos percatamos de una falta de concordancia o percibimos que estuvo mal puesto un signo de puntuación. Eso es, por decirlo así, el momento de la aduana gramatical o del ojo perspicaz para detectar las incorrecciones del idioma.
Señalemos que la corrección trae otros beneficios, menos evidentes. Por ejemplo: al revisar evidenciamos la coherencia o no del texto. Apreciamos si hay debilidades en su estructura. Esto es así porque al ir escribiendo estamos presos de la inmediatez de la idea o del campo gravitacional del párrafo; pero al corregir la totalidad de lo ya hecho, hay una mirada de conjunto que posibilita apreciar las fisuras o las debilidades en el edificio textual. En este caso, la corrección apunta a mejorar la composición del escrito.
Otra utilidad propia del corregir es la de la precisión semántica. Cuando el escritor repasa lo que hizo tiene la oportunidad de sopesar qué tan puntual es el significado de un término empleado. Es acá cuando el uso del diccionario es irremplazable. Son tan amplios y variados los juegos de lenguaje en los que entra un vocablo que, si no se hace esta comprobación semántica, lo más seguro es el equívoco, la divagación o el sinsentido en una frase. Aquí la corrección obliga al escritor a investigar cuál es el término que mejor se ajusta a su verdadero propósito expresivo.
Un valor adicional de la corrección está determinado por la conciencia de un lector para el que se escribe. El cambio en una palabra o en una frase, el uso de un conector, los giros en la sintaxis, la inclusión de un signo de puntuación, buscan que el posible lector entienda mejor lo que el escritor desea comunicarle. Hay en ello una intención de hermandad entre el que escribe y el que lee. Se corrige para favorecer los vínculos, para acercar a los ojos vivos unas grafías silentes y sin cuerpo. Por eso, el corregir es un desplazamiento del reino autárquico del que escribe al espacio democrático de quien lee.
Cabe decir también que la corrección, especialmente cando se hace durante días o semanas, le da a la escritura añejamiento, maduración. Podría decirse, entonces, que la corrección utiliza el tiempo para ver dónde lo que parecía acertado es un flagrante error, y dónde lo que por ningún motivo queríamos omitir, es lo que debe desecharse para que la prosa fluya o el poema recupere su ritmo. Dejar en salmuera las palabras escritas, ponerlas en el limón del tiempo, es una especie de toma de distancia, un alejamiento del autor para ver sus producto como algo ajeno, extraño o distante. Y, por supuesto, siempre se ven mejor los errores en los demás que en uno mismo.
Desde luego, por lo general resulta tedioso corregir. No es una tarea tan alegre como crear o empezar a componer. Es una labor de esfuerzo, de arar el texto como bueyes incansables. Sin embargo, se empieza a ser un escritor de verdad, cuando se vuelve a revisar, a enmendar, a suprimir, a tachar lo que con tanta devoción se produjo. Ahí está la paradoja del consagrado al oficio de la escritura: la misma fuerza que ha tenido para organizar un texto le debe servir para reorganizarlo de nuevo o eliminarlo para siempre. El cuidado en uno u otro movimiento son igualmente significativos. Y es malo suponer que lo dicho de una manera no puede decirse de mejor forma en otra.
Entendidas así las cosas, la corrección forma parte de la creación; es una refiguración, las enmiendas de una substancia que, en sí misma, pide cambios de piel, variaciones de color o alternativas de sonido. ¿Por qué, entonces, dejar a la escritura sin ese vestido renovador que trae consigo cada corrección?
Como ya era costumbre, el viernes después de terminar las labores en la corporación de ahorro, José Alfredo y Antonio se reunían en un pequeño bar situado a dos cuadras de su trabajo. Al entrar al establecimiento notaron que por fortuna había mesas desocupadas; saludaron al dueño del lugar y pidieron dos cervezas.
El bar estaba poco iluminado. Cada mesa tenía una vela puesta en un candelero de porcelana que, dependiendo de si llegaban clientes para ocuparla, era encendida por un mesero muy joven. Una pareja estaba ubicada al fondo del lugar y por lo menos ocho personas más habían juntado dos mesas, en el centro del local. La música de fondo, y esa era una de las causas por las cuales los dos amigos preferían este lugar, mezclaba los boleros con las baladas de la década de los 60.
Al llegar el joven con las dos cervezas, Antonio fue el primero en abrir la conversación de fin de semana.
—¿Qué tal empezó este año?
José Alfredo, antes de contestar, se quitó el saco y lo puso detrás de la silla, usando el espaldar como un ropero. Después se acomodó en el mueble de madera, buscando el mejor sitio para sus nalgas.
—Usted sabe, Toñito, que si hay salud, el resto de cosas ya es fortuna.
—Y en su caso, como siempre, ¿bien? —agregó—, tomando el vaso para ingerir el primer sorbo de cerveza.
—No tanto Jose, no tanto.
Por ser amigos de muchos años, por haber compartido la época de compañeros de colegio en un centro educativo del barrio Ricaurte, “El San Carlos”, José Antonio adivinó que algún problema traía entre pecho y espalda el querido Luis Antonio Cruz.
—¿Y eso?
La pregunta coincidió con un silencio de la música del establecimiento y parecía que todos los clientes estaban esperando la respuesta.
—Mi hermano anda mal. Rogelio me contó que la mujer había decidido dejarlo.
—¿Por qué?
—No, hermano, él no se explica cuál fue el motivo. Que todo fue así, de un momento a otro. Pero él me dijo —cuando me llamó la semana pasada— que a lo mejor era porque ella estaba enredada con otra persona.
—¿Pero acaso ellos no iban muy bien?
—Eso parecía. Aunque uno nunca sabe lo que en verdad piensan las mujeres…
—O lo que en realidad quieren.
—Lo grave fue que él la descubrió. Ella no había dicho nada. Todo parecía normal.
—Tenaz el asunto.
—Me contó también —continuó Antonio con voz triste— que al momento de confrontarla ella guardó silencio y se puso a llorar.
—Típico.
—Lo único que obtuvo de respuesta, al menos en esos primeros días, fue un silencio tan grande como era la incertidumbre de Rogelio.
Los envases de las cervezas estaban casi vacíos. Luis Antonio, levantando un brazo, le indició al mesero que repitiera la ración de licor. Dos parejas más entraron al bar y fueron a sentarse en el costado sur del establecimiento.
Cuando el mesero regresó con las dos botellas se me ocurrió que podría ser interesante participar de ese diálogo. Aunque solo como escucha, o semejando una conciencia presente pero sin voz.
—Yo creo que seguro ella ya llevaba un buen tiempo con ese tipo —dijo Antonio—, llenando de nuevo el vaso.
—Las mujeres son un cuento…
La frase de José Alfredo me pareció por un lado repleta de machismo pero, por otro, un buen título para un libro de relatos. Noté que Jose, con acento en la primera sílaba, asumía una solidaridad de género con Rogelio, aunque no fueran amigos.
—Por eso me he mantenido solterito.
—Eso dice ahora, que todavía está joven, pero espere unos años más y verá lo importante que es tener una mujer al lado.
—¿Alguien como Verónica?
La frase de Jose hizo que Antonio dejara de desprender con una uña la etiqueta de una de las botellas y mirara fijo a los ojos del amigo.
—Ella es mi fortuna.
—¿Cuánto es que llevan?
—Diez años, larguitos.
—Ojalá todo siga tan bien como van.
Luis Antonio observó de reojo a la pareja del otro lado del salón y vio que el hombre le estaba besando una de las manos a la mujer.
Tal vez los dos amigos no saben que la pareja de la esquina, la que lleva un año de conocerse, va a sufrir un traspiés dos meses adelante; porque él descubrirá que ella está esperando un hijo suyo. Lástima no poderles dar esta información pero ese ha sido el destino que me he impuesto en esta historia. O debería contárselo a Toña La negra o a Tito Rodríguez o a “Los Panchos” que están adornado con sus retratos la pared más amplia del local.
—Lo de mi hermano me tiene muy “tocado”. Y cuando le comenté a Verónica el caso, lo que me contestó fue que alguna embarrada había hecho él antes para que la mujer hubiera tomado esa decisión.
—O a lo mejor fueron las circunstancias las que la llevaron a tomar ese camino.
La última parte de la conversación me hizo recordar otra historia que confirma lo dicho por “El rey”, como le dice Antonio a José Alfredo. Se trata de dos mujeres separadas que a pesar del fracaso de sus relaciones pasadas no se animan a romper ese vínculo. Siguen viviendo con un sudario en su corazón. Quizá esperando a que las circunstancias hagan eso por ellas. Tienen encapsulada su voluntad o temen enormemente pasar el umbral de lo ya vivido.
El grupo de personas del centro del local se aunaron en una estruendosa carcajada provocada por un chiste o alguna anécdota graciosa. El mesero fue contagiado de tal algarabía y esbozó una sonrisa cómplice. Una de las mujeres del corrillo atraía toda la atención. Era una celebración de cumpleaños.
—Yo creo que un hombre nunca llega a saber qué es lo que en realidad busca una mujer —afirmó Jose, mientras prendía un cigarrillo.
—Un tío mío, de los pocos que me quedan perdidos por allá en las montañas de Santander, acostumbraba decir que uno debía estar preparado con las mujeres para el abandono o el engaño.
—Eso suena a letra de tango o de ranchera…
—Bueno. Eso era lo que él decía.
He comprobado que los hombres solos se juntan para hablar de las mujeres que aman o sobre las mujeres que los han engañado. Y por eso los tangos y las rancheras son tan importantes. He llegado a conjeturar que las rancheras son las confesiones del hombre abandonado, y los tangos los lamentos del hombre desengañado por una mujer.
—Mi viejo, cuando se tomaba sus tragos le gustaba cantar un tango, creo que se titula, “La mariposa”.
En el momento en que Antonio mencionó al padre fallecido se le iluminaron los ojos, bien porque preludiaban las lágrimas o porque la luz de la vela se avivaba sólo con la brisa invisible del recuerdo de los ya fallecidos. Luego, abrazando al amigo, empezó a susurrar aquel tango escuchado en su juventud:
— “No es que esté arrepentido de haberte querido tanto; lo que me apena es tu olvido y tu traición me sume en amargo llanto…”
José Alfredo llevaba el ritmo con la cabeza. Esa era la manera de acompañar a “Toñito” en esa súbita evocación del viejo Cristóbal. Y apenas el amigo cesó de cantar, levantó el vaso en un gesto de brindis.
— Por ellas, aunque mal paguen… —exclamó, chocando los dos recipientes, otra vez a punto de terminarse.
A mí, como a Antonio, me gusta el tango. Lo aprendí a degustar de la voz de un periodista ya muerto. Este amigo me llevó por los senderos de Corsini, de Discépolo, de Julio Sosa, de Homero Manzi. A él le gustaba salir del trabajo e ir a escuchar tango en los cafés que había en los sótanos de la calle 13. Y me pedía que lo acompañara. Después, hacia la madrugada, llegaba ebrio a su casa, al occidente de Bogotá, y ponía esos discos. Eran acetatos. Y me gritaba, “cante conmigo”. Al rato, aparecía su esposa y lo acompañaba en ese rito, sirviéndole pequeñas copas de aguardiente. Entonces, yo salía despacio a buscar un taxi, con esas melodías aún resonando en mi cabeza o en mi corazón: “No me escribas, yo prefiero no tener noticias tuyas, tengo miedo, mucho miedo que tus cartas me hagan mal, que me digan algún día que de mi te has olvidado que tus besos y caricias pertenecen a un rival…”
Quizá el canto de Antonio puso en alerta al joven mesero que, sin ser llamado, se acercó a la mesa.
— Lo mismo —dijo José Alfredo, pidiéndole al muchacho además un paquete de cigarrillos.
—Yo he escuchado tantas historias y he visto tantos ejemplos que lo mejor es dejarlas quieticas.
— ¿A las historias o a las mujeres?
El apunte de Antonio le dio la oportunidad a “El rey” para sacar a relucir sus teorías sobre las mujeres. Teorías que se hacían más incisivas cuando bebía y que eran el respaldo a su empedernida soltería.
— Hermano, las mujeres siempre se guardan algo. Uno cree que lo sabe todo de ellas pero siempre dejan o queda algo en la penumbra.
El giro de José Alfredo me puso a pensar en lo riesgosas que son las generalizaciones, pero más en el significado de la penumbra. La penumbra que es un estadio intermedio, fluctuante, viscoso. Un estado de frontera en el que, al mismo tiempo, termina y empieza una cosa. Un lugar ni totalmente iluminado ni cabalmente oscuro; un ámbito en donde no se ve con claridad… ¿Será eso a lo que se refiere “El rey”? ¿O serán frágiles elucubraciones de este hombre para tratar de desentrañar el alma femenina?
— Acuérdese, no más, del caso de nuestro compañero de curso, el pecoso Julio César, que adoraba como nadie a su mujer y que al final ella lo dejó por un “vago” del barrio.
Ahora Jose asumió el tono de un cronista judicial. Su voz se hizo más lenta, más dramática.
— De esos casos salen mucho en televisión.
— Aunque yo creo que esos programas son puro amarillismo. Para atrapar audiencia.
— Aténgase a eso. Se acuerda de Marco Tulio, el señor de la panadería que estaba en la calle 11, arriba de la 28, pues su mujer terminó involucrada como cómplice en un robo al propio negocio. Y eso llevó al tipo a la ruina.
— ¿Quién le contó eso?
— Mi mamá.
— Pero yo veía a la señora, cuando de vez en cuando entraba a la panadería, muy pendiente y trabajadora.
— Por eso mi teoría de que las mujeres son como la penumbra. Mitad luz y mitad oscuridad.
—Usted viene con ese cuento desde hace años para evitarse la responsabilidad de formar un hogar o tener una pareja estable.
— No. Lo que pasa es que yo le sigo los pasos a mi maestro José Alfredo, el de Guanajato, el que conocía a las mujeres poco por fuera y mucho por dentro.
Antonio adivinó que su amigo, en ese momento, iba a echar mano de la música ranchera que era lo que más escuchaba y por lo cual había adquirido el apodo. Y así fue. Tal vez por el efecto de las cervezas o porque, como decía él, esa ameritaba cantarla en voz alta, José Alfredo comenzó a entonar una melodía de su mentor homónimo:
—“Dicen que soy el arrepentido porque juré no volver a amar, si me arrepiento de haber querido es porque siempre tu un rival…”
La voz de “El rey” era potente y bien modulada. A tal punto que el grupo del centro del local hizo un silencio para ver si el solista terminaba bien lo que había empezado.
—“Arrepentido de haber querido me voy de aquí…”
El eco de la voz de José Alfredo pareció resonar en las gargantas de las personas que celebraban el cumpleaños. La mayoría alzaba los vasos con licor como si participaran de una fiesta sagrada. El canto de José Alfredo y las voces de la concurrencia opacó el sonido de la música del pequeño bar.
—“Pero aunque vaya desconsolado seré feliz. Mis sentimientos se van al viento con mi cantar, ya que pensando con la cabeza pa’que llorar…”
La pareja del fondo repartía su mirada entre el grupo del centro y la pareja de amigos situada al otro extremo del salón. El hombre no soltaba por ningún motivo la mano de la mujer. Era evidente que, a pesar de estar en mesas separadas, la ranchera había creado un lazo entre los contertulios.
Aunque la voz potente de José Alfredo me aturdió un poco, mi mente sigue pensando en la imagen de la penumbra. Es probable que ese claroscuro refleje un poco el misterio femenino. O a lo mejor la penumbra sea el escenario ideal para que se exteriorice el alma de la mujer. La gran memoria de libros e imágenes, de relatos y películas parecen reafirmar esta intuición: una cosa dicen ellas, pero es otra la que en verdad están pensando; el demasiado y seguro amor las lleva al aburrimiento y lo imposible de conquistar las atrae como un despertar a la aventura. Algo muestran o dejan ver pero a la vez guardan, esconden, callan… Quizá sea la forma como la vida sobrevive, o de pronto es lo que las torna fascinantes, mágicas, impredecibles.
El mesero reapareció para cambiar el cenicero de la mesa donde estaban sentados el par de amigos. Recogió además los envases y por un gesto de asentimiento de la cabeza de Antonio entendió que había que traer otra tanda de bebidas. La espalda del mesero, desproporcionada para su estatura, sirvió de cortina momentánea y provocó que cada grupo volviera a encerrarse en sus conversaciones particulares.
—Yo digo —dijo Antonio enfático— que usted no ha encontrado la mujer que le eche al suelo todas esas teorías.
—O de pronto ya llegó… y no me di cuenta. Se me pasó.
—Póngase serio.
—No. Es que con esa ambigüedad de las mujeres uno tampoco sabe cuándo debe jugársela. Porque, si mal no recuerda, eso fue lo que me sucedió con Mónica. Yo estaba dispuesto a todo, y ella como que sí, como que no… Que esperemos… que estaba confundida…
—Pero Mónica si lo quería, hermano. Eso se notaba.
—Y si era así, por qué ese “carameleo”. ¿Para hacerse la interesante, la difícil?
—Ahí si no sé.
—Por eso. Eso prueba mi teoría. Uno con las mujeres, aún con las que dicen amarlo, anda en la penumbra.
El murmullo del local aumentó el volumen. El grupo del centro empezó a entonar el “Happy beerday”, acompañándolo con fuertes golpes sobre las tablas de las mesas. Las carcajadas de la homenajeada apenas se escuchaban. En ese momento la pareja del fondo se levantó. Primero la mujer y luego el hombre, detrás de ella. La mujer, de más o menos 40 años, tenía unos tacones rojos. Se detuvieron por un momento en la caja del bar. El mesero estaba atento a ver si recibía alguna propina y el hombre, sin soltar el brazo de la mujer, le entregó unas monedas.
Lo que no saben ni José Alfredo ni Antonio, ni los ocho amigos del cumpleaños, ni los otros clientes del lugar, ni el joven mesero, ni Don Jorge, el cajero y dueño del bar, es que esa mujer y ese hombre son casados, que cada uno ahora acaba de tomar un taxi diferente para proteger o resguardar esa cita clandestina. Como tampoco los del centro de la mesa, seis para ser más precisos, saben que la cumpleañera viene saliendo a escondidas con el más joven del grupo desde hace tres meses. Y no han querido decírselo a nadie, porque según ella, “es mejor así, por ahora”.
—Pobre Rogelio —exclamó José Alfredo, dándole unos golpes en la espalda a Antonio.
—A la larga eso fue lo mejor. A veces es preferible recibir el golpe de una vez y no con cuentagotas.
—Uno nunca sabe.
—Lo más duro es que yo noto a Rogelio resentido y, de sobremesa, le tocó hacerse cargo de la hijita.
—¿Cuántos años tiene?
—Cinco.
—Raro que la mujer no le haya importado su hija.
—Parece que no. Mi hermano dice que es otra mujer muy distinta de aquella con quien se casó.
—¿Y cuánto llevaban de matrimonio?
—Creo que siete años.
—Siete años para descubrir que no la conocía.
—Eso es lo triste.
—Empezó mal el año para su hermano. Por eso yo, mi querido “Toño”, quietecito. De lejos se ve mejor el panorama.
—Lo que pasa es que mi hermano fue muy confiado con la mujer.
—O de pronto ella ya no lo quería.
—Mi mamá dijo que eso debía ser un capricho, y que cuando a una mujer se le mete un capricho en la cabeza no hay quién la saque de ahí.
—El problema es que en la penumbra es difícil distinguir si uno es un capricho vigente o ya se le ha cumplido la fecha de vencimiento. Los códigos de barras solo se ven a plena luz.
El apunte de José Alfredo le despertó una sonrisa a Antonio. Un bolero en ese momento se impuso como otro miembro de la conversación. Los amigos coincidieron en el cantante del tema: Orlando Contreras…
—“Sabor de engaño tienen tus ojos cuando me miran, sabor de engaño siento en tus labios cuando me besas…”
Observo a los dos amigos siguiendo la canción. Han dejado de conversar y se han dedicado a escuchar la buena programación del bar. El efecto de la luz de la vela hace que tiemblen sus rostros. Caigo en la cuenta, oyendo la letra de la canción, lo extrañas que resultan las coincidencias. Seguramente, si estuvieran hablando de otro asunto la música hubiera pasado inadvertida, pero como guarda una relación con lo que vienen conversando, todo parece coincidir. Repaso lo dicho por José Alfredo y Antonio y me hago algunas preguntas: ¿será que el capricho es la expresión del amor salvaje, ese que es ciego e incontrolable?, ¿y si el capricho fuera un recurso del amor para mantenerse libre de las convenciones sociales, de los juramentos legalizados?
—Es hora de pedir la del estribo —advirtió José Alfredo a Antonio—, y sin levantarse, empezó a ponerse el saco.
—Ay, sí. Ya van a ser las nueve.
Cuando vino el mesero, “El rey” solicitó otras dos cervezas y la cuenta. El grupo de celebración del cumpleaños ya no era tan numeroso. La homenajeada había abandonado el bar una media hora antes con las otras dos mujeres y no quedaban en el centro del establecimiento sino los cinco hombres. En otra mesa, muy cercana a la de José Alfredo y Antonio, ahora estaban reunidas dos jóvenes, que por su atuendo parecían universitarias. Tres hombres, ya de edad, ocupaban la mesa que antes había compartido la pareja. Aunque había cesado la llovizna, el frío era intenso.
—Mi querido “Toñito”, y no lo digo únicamente por lo que le pasó a su hermano, las mujeres son más astutas para engañar. Uno de hombre es menos cauteloso, y por eso lo agarran. Las mujeres no. Como son de la penumbra, de la media luz, pues uno nunca acaba de conocer o de tener certeza sobre determinado comportamiento suyo.
—Yo creo que el índice de infidelidad de los hombres es mayor que el de las mujeres.
—Qué va —respondió “El rey” —. Lo que pasa es que se descubren menos las infidelidades de las mujeres.
—A lo mejor, ¿no?
—En la penumbra todos los gatos son pardos…
Para ser sincero no había pensado en esa relación entre las mujeres y la penumbra, en la que insiste tanto José Alfredo. A lo mejor él dice esas cosas porque el trigo fermentado le hace soltar la lengua o le quita las bridas a sus creencias más arraigadas. O quizá porque es un hombre dramáticamente solitario… Medito de nuevo en la penumbra: en la penumbra se fraguan las traiciones pero también es la penumbra lo que buscan los enamorados para que afloren sus pasiones más escondidas. La penumbra hace que el cuerpo ande a sus anchas y permite que la piel amplíe su radio de actividad. La penumbra deja que lo no dicho sea entendido por las manos, y el silencio o los murmullos recuperen su valor de una música cifrada. La penumbra es el reino de la ensoñación… y la única forma de atraparla es descomponiendo esas capas de luz, reversando el sfumato, con la misma paciencia de los pintores renacentistas. Sigo pensando en eso mientras me alejo de los dos amigos, unos segundos antes de que ellos paguen la cuenta y salgan del bar “La dulce tentación”.
—Venga lo llevo —dijo José Alfredo—. Aquí cerquita dejé el carro.
—No, mejor yo busco un taxi. Para qué va a dar toda esa vuelta.
—Déjese atender —insistió “El rey”—. Y así seguimos hablando otro rato de ellas, a las que no queda otro camino que adorarlas.
El siguiente ensayo sobre las tareas propias del hermeneuta tiene como base una investigación iconográfica y una lectura de textos relacionados con el mito de Hermes o Mercurio. He querido con ello, además de revisar con cuidado textos y fuentes primarias, resaltar algunas características que deben tenerse en cuenta en un proceso de interpretación o determinados aspectos entrañables a la tarea hermenéutica. De otra parte, busco a lo largo de la exposición no sólo hacer una ilustración sobre un motivo mitológico sino presentar o mostrar un ejercicio concreto de interpretación.
1
Recordemos, para empezar, lo que cuenta el mito (Homero y su “Himno a Hermes”): “Nacido al alba, tañía la lira al mediodía y por la tarde robó las vacas del Certero Apolo, el cuarto día del mes, en el que lo parió la augusta Maya.Cuando saltó de las inmortales entrañas de su madre, no aguardó mucho tiempo tendido en la sacra cuna, sino que se puso en pie de un salto y andaba ya buscando las vacas de Apolo, tras franquear el umbral del antro de la bóveda…”
La primera estrategia de Hermes: “estar siempre naciendo”. El mantenerse renovado. Idea de innovación, de novedad. El mito afirma que Hermes es un dios niño, una divinidad que en el mismo día de su nacimiento, el cuarto del mes para ser más precisos, lleva a cabo las mayores hazañas de su historia. Nace al alba (este es otro dato que me parece clave para entender porqué, además, dentro de los atributos de Hermes está el gallo. El gallo como simbolismo de la vigilancia, del anuncio de lo nuevo), al mediodía ya ha inventado la lira y en el ocaso roba las vacas de su hermano Apolo. Toda esa actividad la realiza en un solo día. La estrategia más fuerte de Hermes está en su diligencia. En su prontitud para actuar. Esta estrategia apunta a señalar la habilidad para atreverse a replantear un problema, un proceso, un procedimiento, un artefacto o para leer renovadamente un texto o un discurso. Los hermeneutas son los estrategas del eterno amanecer.
2
Continuemos con el mito: “Hermes, en efecto, fue quien primeramente hizo que cantara la tortuga, que le salió al encuentro en la puerta exterior, paciendo la verde hierba delante de la morada y andando lentamente con sus pies. Y el utilísimo hijo de Zeus, al verla, sonrió y en seguida dijo estas palabras: Casual hallazgo que me serás muy provechoso: no te desprecio. Salve, criatura, amable por naturaleza, reguladora de la danza, compañera del festín, que tan grata te me has aparecido: ¿de dónde vienes, hermoso juguete, pintada concha, tortuga que vives en la montaña? Pero te cogeré y te llevaré a mi morada, y me serás útil y no te desdeñaré; y me servirás a mí antes que a nadie (…) Así, pues, decía; y al mismo tiempo la levantaba con ambas manos y se encaminaba nuevamente adentro de la morada, llevándose el amable juguete (…) Enseguida cortó cañas y, atravesando con ellas el dorso de la tortuga de lapídea piel, las fijó a distancias calculadas; puso con destreza a su alrededor una tira de piel de buey, y colocó sobre ella dos brazos que unió con un puente, y extendió siete cuerdas de tripa de oveja que sonaban acordadamente. Mas cuando hubo construido el amable juguete, llevóselo y fue probándolo parte por parte; y la cítara, pulsada por su mano, resonó con gran fuerza…”
La segunda estrategia de Hermes: Hallar la utilidad en todo lo que encuentra a su paso. “Ver en la tortuga una lira”. El ingenio, la inteligencia práctica. Los griegos denominaban a este tipo de saber o de inteligencia, metis. La inteligencia práctica apunta a que el saber del hermeneuta no es un saber teórico, más bien es un saber aplicado, un saber necesariamente vinculado a una acción, a una actividad. Y la inteligencia práctica consiste en poder volver producto lo que apenas parece una idea o un proyecto. El saber hacer del hermeneuta está orientado a la acción. Por eso mismo, el aprendizaje de estos saberes es más fácil apropiarlo desde la experiencia, o desde el estudio de un caso. Más que reglas o estándares, la hermenéutica se mueve sobre el repertorio de posibilidades, el abanico de soluciones, el menú de alternativas. El saber de la hermenéutica, su estatuto epistemológico, más que el de una ciencia, se asemeja al de un oficio o un arte.
Capacidad del hermeneuta para ver en la tortuga otra cosa, para adaptar, para transferir, para convertir un depósito de información en otras realidades: el entramado de un palimpsesto, la constelación imaginaria sugerida en un símbolo, la oculta ideología presente en un enunciado. A todo lo que llega a la mesa de trabajo el hermeneuta debe decir como Hermes ante la tortuga: “!Bienvenida es tu apariencia¡”… “No te despreciaré, sino que será a mí el primero al que beneficiarás”.
3
Continuemos, como lo hemos venido haciendo, la lectura del “Himno a Hermes” de Homero: “Hundíase el sol con sus corceles y su carro en el Océano, debajo de la tierra, y Hermes llegaba corriendo a las montañas umbrías de la Pieria, donde las vacas inmortales de los bienaventurados dioses tenían su estado y pacían en deliciosas praderas que nunca se siegan. Entonces el hijo de Maya, el vigilante Argifontes, separó del rebaño cincuenta mugidoras vacas y se las llevó errantes por arenoso lugar, cambiando la dirección de sus huellas; pues no se olvidó de su arte engañador e hizo que las pezuñas de delante fuesen las de atrás y las de atrás las de delante; y él mismo andaba de espaldas. Tiró en seguida las sandalias sobre la arena del mar y trenzó otras que sería difícil explicar o entender, ¡cosa admirable!, entrelazando ramos de tamarisco con otros que parecían de mirto.
La tercera estrategia de Hermes: no tomar el camino más evidente. En este caso, el mito apunta a señalar el potencial creativo del hermeneuta. El valor de las estrategias divergentes. Tomar atajos, romper los paradigmas convencionales, ver en lo extraño algo familiar y en lo familiar algo extraño, el razonamiento analógico, cambiar de escenarios, potenciar las estrategias que ya Gardner, por ejemplo, analizó e investigó en diferentes actores y campos de conocimiento. Hermes no es obvio en sus estrategias. Busca otros caminos, procede por vía indirecta. Más que decir, sugiere; apela a algo más que la mera intelección. Señala lo afectivo, lo emocional. Las estrategias de Hermes van más allá de la información. Por supuesto, cualquiera puede inferir en el mito la presencia de la astucia, del ocultamiento. Pero, y esa es la estrategia que me parece que está de fondo, es la capacidad de Hermes para no tomar el camino más evidente, para atreverse al desvío, al cambio de lugar, a la metáfora. Las estrategias de Hermes son estrategias creativas.
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Oigamos ahora la voz de Homero, en la Odisea: “Iba ya caminando a través de aquel valle sagrado y acercándome a casa de Circe, la rica en venenos, cuando, próximo a ella, delante mostróseme Hermes. Apretó con la suya mi mano y me habló de este modo: “Tus amigos en casa de Circe como cerdos están encerrados en fuertes zahúrdas. ¿Has venido por acaso a sacarlos? Pues bien, ni tú mismo desde allí volverás: quedarás entre ellos. Mas ¡ea! yo te quiero librar de esos males poniéndote a salvo. Hay aquí una raíz saludable: tendrás que ir con ella al palacio, que bien guardará tu cabeza de muerte”. Tal diciendo, el divino Argifonte entregóme una hierba, que del suelo arrancó y, a la vez, me enseñó a distinguirla; moly suelen llamarla los dioses; su arranque es penoso para un hombre mortal; para un dios todo, en cambio, es sencillo”.
La cuarta estrategia de Hermes: servir de mediador. Recordemos que Hermes sirve de mediación entre el sumo poder y los menos poderosos, entre el reino de la luz y el mundo de las sombras, entre el orden de la vida y el complejo mundo de los muertos. La mediación de Hermes, como bien lo ha escrito Jean-Pierre Vernant es una mediación múltiple, plural, compleja: “el representa en el espacio y en el mundo humano, el movimiento, el paso, el cambio de estado, las transiciones, los contactos entre los elementos extraños”. Entonces, la mediación está encaminada a servir de puente, de canal para regular, para hacer que los elementos del sistema se integren, funcionen, se engranen, sean efectivos. Cuando Hermes sirve de mediador lo hace para restaurar o para instaurar algo. Su labor no es sólo la de revelar un mensaje sino la de equilibrar lo que en su esencia está roto o fracturado. Este aspecto de Hermes es hoy uno de los mayores retos de cualquier intérprete. Mediar. Ayudar a que los diferentes aspectos o elementos de un texto o mensaje puedan adquirir su justo lugar o su justa valía. Mediar la interpretación: más que exaltar algo, más que exagerar o exacerbar un significado, el hermeneuta debe mediar los sentidos, hacerse hábil para —como Hermes—, convertir las diversas lecturas en un repertorio de riqueza interpretativa. Por algo el caduceo es uno de los atributos de Hermes. El caduceo que es también un hermoso simbolismo de la salud, del bienestar. De esa salud consistente en mantener el equilibrio del sentido sin merma o sobrepeso en la interpretación.
Hermes: bisagra entre lo que se ve y lo que permanece oculto, entre lo unívoco y lo equívoco; aliado de los secretos y de las maquinaciones. Lector de los significados profundos de todas las cosas.
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Una vez más, acudamos al mito. Sigamos con Homero, pero deteniéndonos ahora en canto quinto de la Odisea: “¡Hermes! Ya que en los demás eres tú el mensajero, ve a decir a la ninfa de hermosas trenzas nuestra firme resolución –que el paciente Odisea torne a su patria- para que el héroe emprenda el regreso sin ir acompañado ni por los dioses ni por los mortales hombres (…) Así dijo Zeus. El mensajero Argifontes no fue desobediente: al punto ató a sus pies los áureos divinos talares, que le llevaban sobre el mar y sobre la tierra inmensa con la rapidez del viento, y tomó la vara con la cual adormece los ojos de los hombres que quiere o despierta a los que duermen. Teniéndola en las manos, el poderoso Argifontes emprendió el vuelo y, al llegar a la Pieria, bajó del éter al ponto y comenzó a volar rápidamente sobre las olas, como la gaviota que, pescando peces en los grandes senos del mar estéril, moja en el agua del mar sus tupidas alas: tal parecía Hermes mientras volaba por encima del gran oleaje”.
La quinta estrategia de Hermes: servir de mensajero. Tal vez el simbolismo más cercano a nuestro trabajo como intérpretes. El Hermes como heraldo. Sin embargo, si uno mira con detalle el mito, descubre que esta labor de mensajero comporta una serie de competencias o, al menos, de habilidades. Piénsese no más en el tacto para develar los secretos o para servir de consejero, tanto de dioses como de hombres. De alguna manera, Hermes es un traductor, un intérprete de mensajes. Eso hace que su tarea conlleve, como bien nos lo ha enseñado Paul Ricoeur, tanto una voluntad de escucha como una voluntad de sospecha.
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Echemos mano, en este apartado, de la iconografía. Miremos dibujos y grabados, particularmente las Imágenes de Filóstrato el Viejo, los Emblemas de Alciato, y Cesare Ripa. Observemos y hagamos otra inferencia.
La sexta estrategia de Hermes: servir de punto de referencia para el caminante o el viajero. Servir de punto de referencia, de hito, de mojón. Hermes Orientador. Recordemos que, dentro de la tradición antigua, era costumbre que los caminantes fueran colocando una piedra, en tanto pasaban por ciertos lugares. De allí, de ese cúmulo de piedras fue consolidándose una práctica y más tarde una devoción. Los mojones: una estrategia de apoyo “tanto para el viajero que traspasa la frontera de la región que conoce, como para el extranjero lejos de su patria”.
En este caso, el trabajo del hermeneuta es determinante a la hora de enfrentarse a las encrucijadas del sentido. Hermes es un guía para salir airoso del conflicto de las interpretaciones.
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Continuemos con el rastreo iconográfíco. Además de obras pictóricas como las de Mantegna, Tiépolo, Correggio o Veronese, tengamos presente la Guía iconográfica de héroes y dioses de la antigüedad, de Aghion, Barbillon y Lissarrague y la obra homónima de Lucia Impelluso. Afinemos la mirada y descubramos otra de sus características.
La séptima estrategia de Hermes: “Tener la ligereza de las plumas”. Todo Hermes es alado. Por supuesto el simbolismo de la rapidez salta a la vista. Aunque me parece más interesante hablar de ligereza. Las estrategias de Hermes poseen la ligereza de las plumas. Recordemos que las plumas expresan la no pesadez, la capacidad de levantarse, de moverse sin lastres o ataduras. También se ha dicho que el pie es símbolo del alma, y que las alas que aparecen en el talón de Hermes, corresponden a un poder de destilar la esencia, de lograr alcanzar lo esencial. Las alas de Hermes, en su sombrero, el pétaso, llevando el caduceo, también alado, con sandalias aladas… todo en él, nos habla de un dios fuerte por ser leve, ágil por su ligereza, rápido como el pensamiento. La fugacidad de Hermes no le viene por la rapidez sino por su levedad. Es cuestión de ausencia de peso más que de velocidad.
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Retomemos de nuevo las fuentes textuales. Analicemos lo que nos dice Apolodoro, en su Biblioteca: “Apolo se presentó en Cilene ante Maya y acusó a Hermes. Lo condujo a presencia de Zeus y le reclamó sus vacas. Cuando Zeus le ordenó devolverlas, negó tenerlas, pero, como no logró convencerlos de ello, llevó a Apolo a Pilos y le devolvió las vacas. Sin embargo, cuando Apolo escuchó la lira, se la cambió por las vacas. Hermes, mientras las apacentaba, construyó también una flauta y tocaba con ella. Deseoso Apolo de obtener también ésta, le entregó un bastón de oro que había adquirido cuando se dedicaba al pastoreo. Pero Hermes deseaba también alcanzar el arte de la adivinación; así que hubo entregado la flauta, fue instruido en el arte de adivinar por medio de guijarros, y Zeus lo hizo mensajero suyo y de los dioses subterráneos”.
Octava estrategia de Hermes: Inventar para propiciar las relaciones. Sorprende en una lectura atenta del mito y su variantes, la cantidad de inventos atribuidos a Hermes. Desde la invención de las letras del alfabeto, de las palabras y la elocuencia, hasta la aritmética, la astronomía, las escalas musicales. Y también el invento de los pesos y las medidas, del arte de boxear, de la gimnasia. Inventor del trueque, del comercio. Hermes es un dios inventor y polifacético. La creatividad le fluye como algo natural. Tal vez por eso Hermes haya sido considerado como una divinidad fecunda, fálica. Hermes es creador como su padre Zeus. Y muchos de esos inventos tienen la función de servir para el trueque, para provocar la relación, para generar actos de doble vía. Los inventos de Hermes, sus estrategias creativas, siempre conducen a señalar las relaciones, las interrelaciones, el flujo comunicativo; a entrar de lleno en los juegos propios del lenguaje.
Fuentes y material bibliográfico:
Filóstrato el Viejo, Imágenes, Ediciones Siruela, Madrid, 1993.
José Luis Morales y Marín, Diccionario de iconología y simbología, Taurus ediciones, Madrid, 1984.
Robert Graves, La diosa blanca (Historia comparada del mito poético), Editorial Losada, Buenos Aires, 1970.
Ezequiel Martínez Estrada: la agudeza del pensamiento.
Creo que poco hemos reparado actualmente en la excelente producción ensayística de Ezequiel Martínez Estrada. Y una buena manera de apreciar su talento es analizar un pequeño texto contenido en su obra Radiografía de la pampa, publicada en 1933. El ensayo se titula “El cuchillo”, y hace parte del capítulo “La época del cuero”.
Lo primero que valoro es la capacidad de Martínez Estrada para sacar provecho argumentativo de asuntos o cosas sencillas. Su ojo perspicaz logra poner en alto relieve características inadvertidas de las cosas o vincular rasgos distantes o inesperados entre ellas. En esto se asemeja mucho al procedimiento usado por Georg Simmel, uno de sus autores de cabecera. Basta mirar lo que descubre el sociólogo alemán sobre una cotidiana y sencilla asa de un vaso. Pero, vayamos a los entresijos del texto en cuestión.
Es típico de Martínez Estrada empezar sus ensayos con una afirmación contundente. La tesis de sus ensayos despunta en la primera línea o en el primer párrafo. “El cuchillo va escondido porque no hace parte del atavío y sí del cuerpo mismo”, escribe al inicio del ensayo. Con ese basamento, el argentino empieza a elaborar sucesivas capas de análisis; construye o reconstruye lo mismo que ha puesto como soporte de su reflexión.
Ya en el segundo párrafo, Martínez Estrada, nos advierte que el cuchillo es “un adorno íntimo” y, por lo mismo, pertenece “al fuero de lo privado”. Derivado de ese planteamiento, vincula el carácter privado del cuchillo con el insulto, pues solo son sacados en “momentos supremos”. Ahí mismo deja abierta otra relación: la del cuchillo con el falo, pero por la vía del recato y lo innecesario de mostrarlos sin necesidad.
En el tercer párrafo, el escritor santafesino muestra que el tipo de lucha ofrecida por el cuchillo –a diferencia del sable– es para los lances íntimos. Se detiene en analizar el vínculo del cuchillo, especialmente del mango, con la mano, y por eso mismo, de cómo las fallas en la pelea con esta arma “es un fallo del brazo”.
Martínez Estrada en el cuarto párrafo echa mano de anécdotas históricas para mostrar que el cuchillo ha tenido héroes gloriosos en su empleo, al igual que rituales y prohibiciones. Enseguida, en el quinto párrafo, vuelve a las particularidades del arma: ahora sus observaciones giran sobre la vaina, la que “arrebata al cuchillo del mundo”. Usa frases lapidarias: “el cuchillo envainado está sustraído del mundo de la muerte”. Afirma que, aunque esté envainado, el cuchillo está al acecho como “un felino”. Acto seguido, pone ejemplos de los usos del cuchillo o de su variada utilidad: perro fiel, ojo occipital, alimento, tranquilidad, confianza, seguridad. Y hasta es un objeto de ley personal para “probar la justicia de la fama y la legitimidad de lo que se posee”.
En el sexto párrafo, el ensayista amplifica las consecuencias o atributos que trae consigo el cuchillo: da autoridad, “subraya la razón”. Interrumpe su exposición para hacer una digresión sobre la sangre de la víctima acuchillada y evidencia que por ser un arma corta y del hombre solitario, “dificulta la ayuda”. Después, en el párrafo siguiente, vuelve para ampliar el punto de que el cuchillo “subraya la razón”. Afirma que a pesar de que el cuchillo es “dócil en las manos domésticas” y sirve para cortar el pan y mondar las frutas, el secreto de su manejo es un arte difícil, “como el de hacer un buen verso”. Agrega otro uso del cuchillo que es el de matar, el de matar a otro hombre “cuerpo a cuerpo”. Termina el párrafo hablando de que el cuchillo es una herramienta síntesis de otras usadas desde nuestros orígenes.
Dedica un párrafo el escritor para señalarnos que el cuchillo “es más rápido que el insulto” y que al usarlo, ya no hay tiempo para retractarse; que la mano armada con el cuchillo es un útil inconsciente y, que, en esa medida, está “más próximo a la voluntad que al pensamiento”. Cierra este apartado advirtiéndonos que el cuchillo no admite el perdón porque, al entrar en contacto, “al “entrar hasta la empuñadura”, es la “cercanía sin remedio”.
En el siguiente párrafo Martínez Estrada se concentra en el tamaño “sin exceso” del cuchillo. Pone punto aparte y se concentra en profundizar en las diferencias entre el sable y las propias del cuchillo. Se percata de que el florete, por ejemplo, “ofrece al puño la resistencia de su longitud”; en cambio, en el cuchillo, “la fuerza va de la mano al extremo”. Una vez más, el argentino condensa su disquisición en una frase cortante como su tema: “La espada tiene su escuela y su estilo; el cuchillo es intuición, autodidáctica”. Desde ese lugar retoma elementos para volver al lance de cuchillo, de ese arte de cortar (el “arte cisoria”) que no tiene maestros, un arte “tanto de la mano como del ojo”, un arte que “no es espectáculo, sino intimidad”. Concluye hablando de una suerte excepcional del cuchillo, el de “la clavada”, que es “extraña a su finalidad y naturaleza”, pues implica soltar el arma de la mano para que dé en el blanco. Insiste en la importancia de lo intuitivo en el uso de esta arma y emparenta tal espontaneidad con la gambeta del animal perseguido o en el “puro valor de defensa del hombre agredido”. Abre un nuevo párrafo para enfocarse en la punta del cuchillo y deduce que al acortarse la distancia entre la empuñadura y la punta (típica de la espada) se perdió la clemencia.
Dispone de otro apartado para hablar del tamaño del cuchillo. Martínez Estrada afirma que, por ser pequeño, “puede llevarse entre las ropas”, adquiere la magia del amuleto y de “utensilio interior”, casi mágico. Puede llevárselo en la cintura, en la pierna, al costado o, lo que resulta más temible, en la espalda. Esta última manera de portarlo parece ser la más peligrosa: “cuchillo del domingo, el prohibido”.
El ensayista argentino empieza un nuevo párrafo deteniéndose en el hecho de que es raro un suicidio con cuchillo. Por ser un arma que va “de la empuñadura hacia la punta” es difícil que se vuelva contra su amo: “como el perro, que es lo que se le parece más”. Martínez Estrada retrocede en su planteamiento y retoma otra característica del cuchillo: la hoja desnuda. Dice que ella misma es ya “una advertencia del peligro; declara la anchura de la herida y su profundidad”. Y por esa correspondencia misteriosa entre “el acero y la carne” el autor deduce que la sangre limpia la hoja pero se acumula u oscurece el cabo del cuchillo.
Hacia el final del escrito, el ensayista pasa revista a diversos tipos de cuchillo: el del trabajador, el de las fiestas, o el arma ornamental como el facón, de doble filo. El escritor argentino hace una pausa para hablar de una característica fundamental: el filo del cuchillo. Nos recuerda que se prueba el filo del arma “sobre la yema del pulgar” y, nos advierte que, “la sensación sutil indica su finura”. Menciona, además, que con “la uña se aprecia el temple”. Deja esbozados algunos gestos relacionados con el cuchillo, bien para saludar, amagar o hacer callar.
Los dos últimos párrafos del ensayo los dedica Martínez Estrada a hablar del manejo del cuchillo, desde “rasgar la epidermis” hasta “tatuar al adversario como a un esclavo”. Cierra el texto subrayando que “el mérito del cuchillo está en la punta”, y, por eso, agredir con el filo, “indica indulgencia o desprecio”.
Me he detenido párrafo a párrafo para apreciar mejor la fineza del pensamiento de Martínez Estrada. Es un ensayista del detalle, a veces de un preciosismo en su minuciosa manera de observar. Es excelente la forma como teje las inferencias y como saca conclusiones o derivaciones de hondo calado, partiendo de hechos, cosas o situaciones baladíes. Valoro también, y esto hace parte de su logro como escritor, la elección de un vocabulario preciso, puntual, cabal para sus fines argumentativos. Es una prosa pensada, meditada. El escritor argentino nos muestra en este ejemplo, como en otras de sus producciones, que el ensayo es principalmente una tipología textual para foguear nuestras ideas, para hacer que nuestra mente derive, contraste, replique, compare y analice con juicio crítico tanto la condición humana como las variadas expresiones de la vida y la cultura.
Releo de inicio a fin el ensayo de Ezequiel Martínez Estrada sobre el cuchillo y me parecen elogiables sus agudas apreciaciones de que es un arma íntima, muy pegada al cuerpo; que es un arma para el duelo a pie y que excluye, por su cercanía, cualquier forma de intercesión. Me parece muy contundente su argumentación de que el aprendizaje del cuchillo requiere el don del valor y una sagacidad para descubrir sus técnicas solo “visteando”; y que del mismo modo como sirve “para ganarse el pan con humildad” puede ser un instrumento “de justicia y libertad”. Cierro el libro de Radiografía de la pampa y me quedo con esos otros significados latentes del cuchillo percibidos por la mente afilada de Martínez Estrada: un arma de poder, de fe en sí mismo o de la voluntad concentrada.
Manifiésteles a sus seres más queridos, y especialmente a los que de tanto convivir con usted parecen invisibles, una frase o un gesto de cariño. Permítase ser efusivo y romántico.
Tome una agenda o un directorio de años atrás y busque a familiares o amigos para desearles un venturoso año nuevo. Puede suceder que algunos teléfonos ya no sean los actuales pero, seguramente, si hay respuesta, la sorpresa de volver a escucharlos valdrá la pena.
Prepare un plato de los que más le gusta a determinado miembro de la familia. O elabore, a varias manos, un alimento que se convierta en una obra colectiva. Ponga ese plato en el centro de la mesa del comedor como un orgullo y motivo de celebración.
Visite a algún enfermo. Pero no solo por caridad, sino como un genuino acto solidario.
Organice su computador. Revise y elimine documentos innecesarios. Limpie. Haga un balance de lo que ha producido o de los proyectos que ha terminado. Abra nuevas carpetas.
Descubra la magia y la importancia de estar de vacaciones. Camine. Regálese un tiempo para observar el mundo y la vida.
Arregle su casa. Renueve, pinte, redecore. Arregle lo que hace rato ha dejado para después.
Mire con su pareja una película de las clásicas. Esas que, por su guión o producción, por la fotografía o por la excelente actuación de los actores, conmueven el alma y ponen nuestra emoción a flor de piel.
Tómese un vinito o una bebida más fuerte. No para emborracharse, sino para celebrar el milagro de seguir vivo.
Pídale perdón a alguien. Pero para saber a quién, haga primero un ajuste de cuentas con sus odios, sus envidias, con sus miedos y flaquezas.
Mande tarjetas o mensajes por whatsapp o internet pero no de los utilizados masivamente. Personalice sus comunicaciones. Sea original. Dele un rostro a esos brindis y dedicatorias.
No gaste todo el tiempo viendo televisión. Salga. Invéntese algún programa distinto a los habituales. Converse con los suyos.
Vuelva a leer uno de los Ensayos de Montaigne. Siempre es útil encontrar la sabiduría de la vida puesta de manera tan sencilla y tan profunda a la vez.
Escriba en el protector de pantalla (o en el planeador mensual) un proyecto para este año, con el fin de que lo vea todos los días y no claudique en ese sueño.
Ordene su escritorio. Rompa y vote papeles. Mande a la caneca esferos que ya no escriben, marcadores que ya no resaltan, fotocopias que ya cumplieron su función.
Saque una media hora para hacer discernimiento. En soledad realice un balance de los aciertos y desaciertos de este año. Elabore su DOFA (debilidades, oportunidades, fortalezas y amenazas) personal. No tenga temor de reconocer sus errores y menos de minusvalorar sus logros.
Dedique unas horas a escuchar la música que más le gusta. Convierta ese tiempo en un regalo para su espíritu.
Compre una vela para aromatizar su casa o apartamento. Deje que la magia de la canela, por ejemplo, habite o impregne su ambiente doméstico.
Aunque no sea agüerista, aumente su reserva de arroz en su despensa. Compre unas humildes espigas de trigo y deje que ellas mismas atraigan las fuerzas simbólicas de la fortuna y el bienestar.
Saque un tiempo para visitar a sus muertos. Lléveles flores y agua, agua fresca. Haga un pequeño homenaje a los que lo precedieron y muestre, con ese gesto, que la gratitud prevalece sobre el olvido.
Ponga en claro sus finanzas. Revise sus cuentas y haga un balance de la pertinencia de sus gastos y la inversión de sus ahorros. Cuente las monedas de su alcancía.
Llame a uno de sus maestros y reconózcale su labor. Cumpla ese sagrado deber con los custodios de la tradición o los iniciadores de lo posible.
Adquiera flores amarillas para que, desde un jarrón, sean el sol íntimo de su casa. Hágalo para convocar el optimismo y la sabiduría.
Ofrezca un saludo o un abrazo de suerte y prosperidad a sus vecinos de barrio o conjunto residencial. Afirme los vínculos sociales, que nacen y se consolidan a partir de la confianza.
Como era costumbre de las anteriores generaciones, estrene alguna prenda de vestir. Muestre con ello que usted puede reinventarse y renovarse al menos cada año.