Son muchas las horas y los esfuerzos de los docentes de distintos niveles educativos calificando los ensayos escritos por sus estudiantes. Y es todavía más dispendioso este trabajo si los profesores no tienen una didáctica clara sobre cómo construir este tipo de textos. Es decir, si confían en la suerte de los temas libres y en unas someras recomendaciones dichas de afán, hacia el final de la clase. Precisamente, por ello, es que he venido proponiendo elaborar ensayos en una página, en los que cada uno de los cuatro párrafos tenga un objetivo determinado.
El haber concentrado la extensión del escrito, al menos para empezar a escribir esta tipología textual, comporta dos ventajas: la primera de ellas, es que obliga al educador a enseñar a escribir; no sólo a mandar a hacer las tareas. Cuando el campo de trabajo está circunscrito a una actividad focalizada se hace más visible la enseñanza y, por supuesto, la parcela de aprendizaje. El otro beneficio de proceder así está vinculado con la evaluación de la escritura; si se revisa con cuidado una página, y más concretamente un párrafo, la retroalimentación será más precisa, más llena de sentido y con altas posibilidades de que haya un aprendizaje concreto.
Piénsese no más en la importancia de explicar bien el primer párrafo de un ensayo. Sabemos que en él, por lo general, se presenta la tesis. Esto nos obliga a los maestros a explicar bien en qué consiste la tesis, en ayudarles a los aprendices a que distingan tema de tesis y a que se obliguen a “rumiar” o “meditar” bien el tema antes de lanzarse a redactar. Tan importante es el primer párrafo que, dependiendo de su consideración y factura, así será la suerte positiva o negativa del resto del ensayo. Tal vez por la premura con que se pone la tarea, se dejan de lado estas cosas o se dan por hecho, suponiendo falsamente que eso ya lo conoce el estudiante.
Sucede también que en muchas ocasiones, por no conocer bien de qué se trata una tesis y cómo guarda relación con el resto de los párrafos, el estudiante pone en el primer párrafo cualquier cosa y luego no sabe dónde o cómo argumentarla. Entonces, cuando se redacta la tesis el aprendiz de ensayista debe haber previsto o revisado alguna bibliografía que le pueda servir de ayuda o soporte, vislumbrar algunos ejemplos, establecer algunas relaciones con otras realidades o situaciones y tener bastante “caldeado” el tema en cuestión. Para decirlo de otra manera: a la tesis se va llegando a partir de la manipulación del tema, del trasegar un asunto. Además, hay que estar dispuestos a arriesgar cierta originalidad o, al menos, una novedad en la forma de presentar la tesis.
De otra parte, corregir un ensayo párrafo por párrafo garantiza que el aprendiz vea en detalle lo que revisado de manera general no observa o le parece secundario. La corrección puntual obliga a la enmienda específica. Por lo demás, al proceder así, he ido descubriendo que no se puede aprender todo a la vez; es necesario enseñar discriminando cada logro: empezar con la presentación de la tesis, luego mostrarle al estudiante que hay una falla en determinado signo de puntuación (tampoco se aprenden todos los usos de estos signos a la vez), enseguida centrar el interés en los conectores lógicos. Y las diversas versiones que se hacen, a partir de una corrección, son en verdad el verdadero aprendizaje de escribir. Desde luego, esto demanda un mayor compromiso del docente pero es más efectivo desde el punto de vista del aprendizaje.
He notado, por lo demás, que al ser la escritura una labor artesanal, resulta conveniente ver en un “texto-cultivo pequeño” cómo es que entra a jugar la elección o cambio de la sintaxis, la selección o precisión de un término, la pertinencia de uno u otro conector, la ganancia o pérdida de comprensión al poner en un sitio u otro un signo de puntuación. Al tomar el párrafo como unidad de referencia es más legible un acierto o un flagrante error. En consecuencia, el uso didáctico de esta lupa le da al estudiante un mejor panorama de lo que redacta sin pensar muy bien y de los juegos de lenguaje en que entra cuando utiliza determinado término.
Concluyamos diciendo que escribir un ensayo en cuatro párrafos parece, a simple vista, una tarea sencilla. Pero si se hace de manera intencionada, explicando qué y cómo se confecciona un párrafo, si se comprende bien el uso particular de argumentos específicos o se presta todo el valor a la cohesión y la coherencia entre las ideas, pues resultará un ejercicio de gran complejidad. Si así se trabaja la redacción de ensayos, el aprendizaje para los estudiantes tendrá raíces profundas y la labor correctiva de los maestros recuperará su sentido formativo.
Cuando “El Hijo” entró a la funeraria y se dirigió hasta el fondo del salón, al mirar por la ventana de una sola vía del ataúd, notó que “El Lobo” ya no estaba ahí. Apenas quedaba el cuerpo exánime, mal maquillado y vestido con una camisa color curuba. Se apartó rápido del féretro y buscó la salida del local. Él y su mujer eran los únicos asistentes a esas horas. Recién acababan de pasar las nueve de la mañana y la neblina seguía durmiendo, perezosa, aferrada a las casas y las calles de San Juan.
Volvió a mirar hacia el fondo de la funeraria y observó que las tres coronas estaban puestas sin ninguna decoración. Pero tal hecho no lo molestó. Quizá porque allí, en ese salón, no estaba “El Lobo”, y no quedaba sino el dueño o el administrador del local que, haciendo caso omiso de la presencia de los visitantes, atendía a otro cliente sentado al frente de un escritorio metálico.
“Casi siempre la imagen de los seres vivos, especialmente cuando nos son queridos, corresponde a la que observamos en los ataúdes”, pensó “El Hijo” a la par que le daba un abrazo a su mujer. Pero en el caso de “El Lobo”, el rostro era totalmente otro, estaba vaciado de él, hueco por dentro. Quizá por eso no tuvo necesidad de llorar; porque si bien había ido a darle el último adiós a ese hombre, lo cierto era que tal misión había quedado trunca. Porque “El Lobo” ya no estaba allí; se había escapado quizá la noche anterior de la funeraria “Máxima”.
“El Hijo” recordó que esa funeraria quedaba diagonal a donde “El Lobo” iba a conseguir la carne el día domingo. Él mismo lo había acompañado muchas veces a comprar el hueso y el chicharrón “que tanto le gustaba”, y a saludar a Luis Puentes, un señor gordo que tenía las mismas facciones de otro tío fallecido años atrás. Aunque eso no debería extrañarle, puesto que en un pueblo pequeño todas las tiendas y todas las personas terminan conociéndose.
Las lágrimas no acudían a sus ojos. Tal vez porque ya habían salido en abundancia el día anterior al leerle a su madre un pequeño texto en homenaje al hombre fallecido. En todo caso, imaginó que “El Lobo” se había fugado a escondidas a tomar la flota de la rápido Tolima, de afán, como le gustaba andar a él, ya con dos bultos amarrados con una cabuya en los que seguían frescas las cebollas, los tomates, las zanahorias, además de unas panelas, varias libras de café y chocolate, un pan oloroso, las libras de carne y una mantecada que había comprado donde “Chelo”, en la heladería más importante del pueblo.
“El Hijo” alcanzó a ver a “El Lobo”, o imaginó que el bus tricolor ya estaba pasando por el lado del monumento de la virgen y seguía hacia arriba en busca de La Rioja, escalando con sus pies de caucho las montañas de San Juan. Eso supuso “El Hijo” mientras encontraba en el celular el teléfono de Biatica, a quien deseaba darle un abrazo solidario. El abrazo de la condolencia.
La mujer estaba muy afónica. Quizá “El Lobo” se había llevado con él su voz, sus palabras de más de 65 años de convivencia. Una hermana de Biatica habló por ella y le dijo dónde se encontraban. Hubo una confusión con la dirección, pero fue la memoria infantil de “El Hijo” la que lo condujo hasta donde estaba la esposa de “El Lobo”.
Una sobrina de Biatica salió a recibirlos. Luego del ritual del reencuentro, de los saludos al grupo numeroso de familiares que estaban desayunando, “El Hijo” halló a Biatica y se confundieron en un abrazo de recuerdos comunes, de afectos incansables, de navidades y vacaciones pasadas. Todo eso se juntó en aquel abrazo. Por eso fue tan largo, porque uno no puede en tan pocos segundos hacer confluir la historia compartida de tantos años.
“El Hijo” notó que Biatica se aferraba a él con el gesto de los niños pequeños, con esa angustia propia de los que sienten que pueden perderse en una gran ciudad. Después siguió el abrazo de la mujer con su esposa. Y también fue intenso, prolongado. “El Hijo” vio que las lágrimas de Biatica se habían aposentado. El dolor estaba inmóvil, como los ojos de agua que aparecen en los potreros de Caracolí. Impulsivamente le acarició el cabello cano y trató con la mirada de ofrecerle valentía para lo que vendría más tarde, a las dos, cuando estaba programado el entierro.
En el momento en que “El Hijo” y su esposa dejaban la pequeña casa, “El Lobo” ya estaba pasando por la Vuelta del diablo y observaba por la ventanilla del bus el sinuoso río Magdalena, abajo, en el plan del Tolima. Esa planicie verde que tanto amaba y de la cual había venido su padre, el patriarca que abrió las montañas de Capira. “El Lobo” vio a todos los habitantes de Armero, divisó las calles con vendedores de frutas, y los árboles florecidos. “Su Armero del alma”, el Armero de su juventud. El pito de la flota lo volvió a concentrar en varias reses que pastaban al lado izquierdo de la carretera.
Momentos atrás, todavía en el pueblo, “El Hijo” se encontró con una de las antiguas habitantes de La Laguna, la señora Rosalba; ella lo reconoció y le preguntó por la familia. Cruzaron unas cortas palabras y prometieron verse luego en la funeraria. “El Hijo” y su mujer, después del corto encuentro, buscaron al conductor del expreso que habían contratado ese domingo de marzo. Pasaron algunos minutos hasta que el hombre apareció con la disculpa de que venía de la iglesia de rezar por el difunto.
Una llovizna ligera hizo que las tres personas entraran al automóvil. Apenas llevaban una hora en aquel lugar. Tomaron la salida hacia Pulí, doblaron a la derecha, pasaron por la iglesia donde los padres de “El Hijo” se habían casado, y giraron hacia la salida del pueblo. A “El Hijo” le seguía rondando en la cabeza la imagen de las tres coronas y el féretro solitario en aquel local desprovisto de compasión y respeto por los muertos.
Más adelante, “El Hijo” se percató de otro vehículo en el que iban unos familiares a cumplir con el sagrado deber de acompañar al difunto. Prefirió decirle al conductor que siguiera de largo, como de largo iba el bus en que se desplazaba “El Lobo”. Él estaba pasando por El Prado y veía sentados, en una banca, a varios jornaleros conocidos: Urbano, Ramón, Mario, Don Alipio… Se sorprendió de ver a los coterráneos despedirse de él, con las manos arriba, moviéndolas como si fueran las alas desplegadas de una paloma.
Horas después, cuando la funeraria se llenó de familiares, de curiosos, de dolientes y conocidos, cuando Biatica tomó asiento en los sillones del local y se empezó a rezar el rosario, “El Lobo” ya le había dicho al conductor del bus que lo dejara en El Piñal. La flota se orilló para que bajara el pasajero. Varios ojos, muchos ojos, vieron descender a “El Lobo” e ir a reclamar hacia atrás, en el baúl, los dos costales con el mercado. Tomó uno de ellos en cada mano y se abrió paso entre mulas y caballos, entre risas de paisanos y música popular. Llegó hasta una bodega contigua a la tienda y se encontró con la sonrisa de su hermano, Antonio. Allí abrió uno de los costales y sacó su contenido. Después, usando el poncho como protección, se echó uno de los bultos al hombro y, con la otra mano, levantó dos talegas de tela decoradas con rayas azules. Sin decir nada, por algo lo llamaban “El Lobo”, cruzó el vestíbulo de la tienda y empezó a caminar rumbo hacia la casa de sus ancestros. Aunque pareciera extraño, “El Lobo” no sentía el peso de aquella carga; todo le parecía muy leve. Ni tan siquiera las hojas del pasto yaraguá rozaban su brazos.
En la funeraria el rezo se propagaba por toda la calle. Pero era una oración no para el muerto, sino por los asistentes; una especie de duelo rítmico para aceptar la ausencia definitiva. Y aunque la hermana y las sobrinas, la esposa y los otros familiares, aunque todos los que lo conocieron juraban que el difunto estaba escuchándolos, la verdad era que “El Lobo” ya iba llegando a la segunda puerta de golpe de la Laguna y había atravesado, de un salto, El Desagüe. Los perros de los Guzmanes lo reconocieron y le ladraban con una insistencia inusitada.
Antes del mediodía, el automóvil con “El Hijo” y su mujer llegaron a Vianí. Para hacerle un homenaje al hombre muerto, “El Hijo” decidió hacer un pequeño mercado: un gajo de popochos, esos plátanos pequeñitos de sabor único; una docena de guayabas que olían igual a aquellas otras de su niñez; un racimo de plátanos rebosantes de amarillo como los que su padre traía de La Guásima; varios aguacates, una cuajada, y unas libras de tocino “bien carnudo”, como el que colgaba Luis Puentes, allá en esa fama pequeña de San Juan. Todo eso se fue guardando en el baúl del automóvil plateado. Enseguida, se dirigieron a un pequeño local y pidieron unas tazas de aguadepanela con queso y almójabana. A pesar de que las tres personas conversaban de otras cosas, “El Hijo” seguía recordando el vacío salón de la funeraria. Terminado el refrigerio el vehículo tomó la vía hacia Bogotá.
Más tarde, en la iglesia de San Juan, cuando el sacerdote dijo una homilía sin mayores esfuerzos, todos los feligreses se condolieron naturalmente por el muerto. Los únicos que notaron algo extraño fueron Domingo y David, Don Manuel y Nélson, quienes sacaban en vilo el ataúd. Les llamó la atención que el féretro no pesara tanto, pero lo achacaron a que el difunto por esa enfermedad ya estaba muy flaquito y había perdido la corpulencia de antes. Pero no era cierto, porque “El Lobo” ya había llegado a la cima de otra montaña y acababa de escuchar las voces de la señora Josefina y su hijo Serafín. A “El Lobo” le pareció que estas personas también lo saludaban o se despedían. En todo caso, al mirar al fondo la extensa montaña de Lomalarga y percibir cómo el aire le entraba a los pulmones, tuvo la sensación de que era muy liviano, de que flotaba en el aire. Rápido empezó a descender y de una carrera llegó a un alto y pudo divisar la casa de Don Manuel y más abajo la de Custodio, y aún más en la hondonada, llegando a la quebrada de Aguas Claras, el rancho de Guillermo. De todas las casas subía el humo y se escuchaba el canto de los gallos y el gorgoteo de los piscos. Luego miró hacia el norte y percibió las tejas de zinc de la casa esperada. El ladrido de los perros era inconfundible: “Peter”, “Barcino”, “Tarzán”… lo estaban reclamando.
A esa misma hora “El Hijo” y su mujer también llegaban a su casa. La madre de él salió a recibirlos y a preguntar con detalles cómo les había ido. La mujer de “El Hijo” fue la que reconstruyó los pormenores de aquella visita relámpago. “El Hijo” empezó a desempacar los sabores y los recuerdos de esa tierra. Por un momento se vio repitiendo el gesto de “El Lobo” sacando las piñas y los plátanos, las yucas y las naranjas, el pollo “compuesto” y las arepas de maíz pelado envueltas en hojas de plátano soasado, cuando venía a visitarlos hacía mucho tiempo en el barrio Ricaurte. Desocupadas todas las bolsas, sentados en el comedor, las tres personas comenzaron a almorzar. “El Hijo” no dejaba de pensar en lo poco familiar que le había resultado la cara del difunto.
Hacía las tres de la tarde los familiares y dolientes salieron de la iglesia y empezaron la romería hacia el cementerio; la fila de vehículos iba detrás del carro mortuorio. En el preciso instante en que el sacerdote pronunció las últimas palabras, antes de depositar el cadáver en la sepultura, en ese momento, cuando arreciaban las lágrimas y las voces de aliento querían salvaguardar a la viuda de esa pena, justo en esos segundos “El Lobo” llegaba a la casa blanca de puertas naranjas y era recibido por una comitiva de manos y abrazos. Una de sus hermanas, Purificación, le recibió las bolsas, y su madre, la vieja Ñoa, le ofreció una totumada de limonada fresca. Se sorprendió de que estuvieran allí otros de sus hermanos, Isarel y Lucila. Pero lo que le produjo mayor alegría fue ver a Saúl, el que se había matado, acercarle una banqueta para que descansara de tan larga travesía.
Por eso lo que sepultaron en el cementerio de San Juan, donde las cruces son azules y blancas, no fue al auténtico “El Lobo”. No. La gente que salió de aquel lugar, siempre resguardo por la neblina, no supo, como tampoco Beatica, que lo que quedó resguardado en ese hoyo en la tierra no fue él. Apenas era su cáscara, el bagazo sin jugo, porque “El Lobo” verdadero ya estaba sentado hacía tiempo en otro sitio, y conversaba animadamente con su hijo reencontrado.
Uno de los ejercicios del Nivelatorio con los estudiantes de primer semestre de la Maestría en Docencia de la Universidad de La Salle consiste en aprender a escribir aforismos. Esta “escuela del pensar agudo y la forma esmerada” es una excelente estrategia para ejercitar el propio pensamiento y, además, un valioso recurso para ver en un pequeño escrito las lógicas de la construcción textual, el uso estratégico de la puntuación y las habilidades creativas para provocar la crítica, el humor o el asombro.
El tema que esta vez sirvió de detonante fue el de la “lectura crítica”. A cada maestrante se le pidió, siguiendo una guía didáctica para la lectura y emulación tanto de la estructura como de la puntuación de un libro de textos aforísticos, producir al menos 18 aforismos en el lapso de quince días. El resultado, como se verá en los ejemplos aquí transcritos, es bastante positivo.
La siguiente galería de aforismos es una manera de elogiar el trabajo realizado por los maestrantes y un estímulo para los que aún luchan con esta modalidad de escritura en la que se aúnan la lucidez con el cuidadoso trato con las palabras. Cada aforismo tiene, entre paréntesis, el autor respectivo.
Siete aforismos
“El lector crítico profundiza, socava y hace arqueología del texto transformándose en artesano de su significado” (Yaneth González Serpa).
“El lector crítico no es un idealizador de convicciones, sino un creador de sospechas” (Yaneth González Serpa).
“Cuando el lector crítico lograr armar las piezas del rompecabezas de la interpretación, ya cuenta con el principal ingrediente para elaborar una opinión argumentada y consistente” (Yaneth González Serpa).
“Los buenos lectores buscan comprender los textos; los lectores críticos, ideologías. Los primeros desentrañan significados, los segundos, intenciones” (Yaneth González Serpa).
“El lector crítico va reelaborando sus conceptos como el detective esclarece su caso: observando, analizando signos e interpretando hechos” (Yaneth González Serpa).
“Leer críticamente es despojarse de las propias convicciones; es decir, cuestionarse en lo que se ha considerado incuestionable” (Yaneth González Serpa).
“La realidad es al lector crítico lo que la lógica a la ciencia; su principal desvelo y su más difícil hallazgo” (Yaneth González Serpa).
Seis aforismos
“Me gusta cuando callas…diría un lector crítico, porque en el silencio de las lecturas está la elocuencia de ellas” (Maribel Sánchez).
“El lector crítico no tiene lecturas con contenido, el lector crítico tiene lecturas cargadas de ideología” (Maribel Sánchez).
“El lector crítico es el Cristóbal Colón de los textos: recorre un lugar poco conocido para estudiarlo con detenimiento y descubrir lo que a su llegada, no vio” (Maribel Sánchez).
“El lector crítico pone el dedo en la llaga y no cree todo que a simple vista se puede ver: busca, toca, inspecciona, rastrea y sólo al final juzga lo que lee”. (Maribel Sánchez).
“Como los peces en el mar, las evidencias están muy en el fondo y se debe ser meticulosos para escoger la carnada con las que se sacarán” (Maribel Sánchez).
“El lector crítico es el vidente de las lecturas” (Maribel Sánchez).
“La lectura crítica agudiza el olfato, despierta el tacto y le da vida a la mente” (David Rodríguez).
“Cuando lees, tus ojos son tu brújula; y cuando lees críticamente, tu razón es tu timón” (David Rodríguez).
“Estimulamos nuestro pensamiento cuando leemos, pero cuando leemos críticamente despertamos hasta los sentidos” (David Rodríguez).
“Si caperucita hubiera leído críticamente cada suceso que acontecía hubiera evitado a toda costa ser devorada por el lobo” (David Rodríguez).
“La sociedad no debería decir: ‘estudia y serás alguien en la vida’; sino: ‘lee críticamente y la sociedad será algo para ti en la vida’” (David Rodríguez).
“La lectura crítica no puede cambiar el mundo, pero sí a las personas que hacen parte del mundo” (David Rodríguez).
Cuatro aforismos
“¿Qué es la lectura crítica sin la pregunta? ¿Qué es la lectura crítica sin el cuestionamiento?: Un hombre sin corazón” (Carol Murillo).
“La lectura crítica exige la sospecha del todo, de todos, hasta de uno mismo” (Carol Murillo).
“La lectura crítica es, por así decirlo, la maquinaria para extraer los tesoros escondidos en la profundidad del texto” (Carol Murillo).
“Los niveles de lectura coinciden con los formatos de cine: nivel literal, 2D; nivel inferencial, 3D; nivel crítico intertextual, 4D. Todos emocionan, pero el último maravilla” (Carol Murillo).
“La lectura crítica: fecunda la duda, engendra el análisis y cría las valoraciones” (Ángela Cortés).
“La pasividad es a la lectura crítica lo que la Kriptonita a Supermán: su debilidad” (Ángela Cortés).
“Si la lectura crítica estuviera presente en la cotidianidad, la sociedad no tendría tantos consumidores sino productores” (Ángela Cortés).
“La lectura crítica nos hace lectores de otro nivel, dejamos de leer líneas de texto con los ojos para leerlas con la razón” (Ángela Cortés).
“El sistema tolera con recelo la lectura crítica, no le dejará entrar. Ella no se cansará de insistir por estar dentro, porque sabe que lo transformará” (Carlos Andrés Carvajal).
“Para el lector crítico cada idea aspira a ser un Aleph, si pensamos como Borges. Es decir, cada idea es un lugar donde se puede vislumbrar el universo entero” (Carlos Andrés Carvajal).
“El ejercicio crítico de un lector consiste en saber en qué momento del discurso hay un punto de giro ideológico” (Carlos Andrés Carvajal).
“Quien conoce la realidad es un lector. Quien denuncia y transforma la realidad es un crítico” (Sonia Esperanza Villada).
“Hay lectores que se convierten en críticos cuando son detectives: sospechan, indagan, van tras las pistas” (Sonia Esperanza Villada).
“El lector crítico como un niño pequeño pregunta siempre el porqué de las cosas, y no se conforma con una única respuesta” (Sonia Esperanza Villada).
Dos aforismos
“El lector crítico debe hacer un largo recorrido por lo leído; como el astrónomo hace el recorrido por el firmamento para encontrar un nuevo universo” (Luz Marina Junco).
“El libro es como un oráculo: depende de cómo planteemos las preguntas, así será la calidad de las respuestas” (Luz Marina Junco).
“La lectura crítica: una herramienta valiosa para una mente exigente” (Paola Andrea Ramos).
“Fotografiar la realidad: el arte de un artista; revelarla, exponerla y confrontarla: el arte de un ojo crítico” (Paola Andrea Ramos).
La noticia llegó de madrugada: murió mi tío Ulises. Uno de los últimos habitantes de Capira se liberó por fin de aquel lecho que lo había tenido postrado por lo menos hacía cuatro años. El párkinson primero y luego un paro cardiorespiratorio lo devolvieron de nuevo a sus queridas montañas, a su ganado y a sus cultivos de maíz y de yuca. Ya no más silla de ruedas, ya no más temblor en las manos, ya no más dependencia para atender sus más apremiantes necesidades.
Como alma libre que era, lo veo retornar a su casa de puertas naranja y sentarse a descansar, ahora sí, en la mecedora de tela para dedicarse a observar el camino real y cómo pasan las mulas que vienen de Lomalarga. Ahí está en estos instantes, feliz de haber atendido el llamado de los becerros, de picar la yuca para los marranos, de traer la leña para el fogón humeante, de haber buscado en la inmensidad de los potreros a su cabalgadura.
Todo ha vuelto a la normalidad. Los gallos cantan, las gallinas están reclamando el maíz matutino y los palomos caen de los aleros como si fueran pequeñas ráfagas de viento gris. Hay varios jornaleros afilando los machetes, allí, muy cerca a la alberca; y se escuchan las voces de mi tía Purificación, de mi abuela Hermelinda y el gorgoteo de los pavos que desfilan por el patio de la casa de los Rodríguez.
Nada le duele a mi tío. Ha recuperado su voz de mando y toda su fuerza. Le ha dicho a Beatriz que va a ir a ordeñar y lo veo animoso tomar el camino del occidente, el que llevaba hasta los linderos de Don Domingo, ese que estaba vigilado por enormes palmeras. Va rápido, como le gustaba a él caminar, casi a zancadas, deteniéndose a veces a divisar sus propios pasos. Dos perros lo han seguido hasta bien arriba de la casa. El rocío se ha apartado de las matas de pasto para dar paso a este hombre de manos largas y botas de cuero. Nunca, nunca de caucho. Mi memoria lo mira desaparecer entre un árbol de capote y un mango reverdecido, para verlo después, llegar con una totuma rebosante de leche tibia y ponerla en la mitad de la mesa del comedor familiar.
Enseguida, verlo salir a toda prisa por el lado del charco viejo con un costal al hombro. Los perros esta vez han preferido seguirlo con lo mirada mientras él desaparece entre la hojarasca de los guamos y los yarumos. Al poco tiempo lo veo llegar con el costal cargado a sus espaldas y una piña madura en la otra mano. Sudoroso, muy sudoroso. Tal vez ya había recorrido toda esa tierra fértil de Capirita, ya había estado en La Guásima, de allí deben ser esas yucas y ese racimo de plátanos; o a lo mejor, ya pasó volando hasta Caracolí y bajó esa papaya o descubrió recién caídos dos aguacates magníficos. O quizás en ese primer viaje de la mañana pasó raudo por la mata de guadua, por la casa de Don Leoncio, sin recibir el café, caliente, bien caliente, ofrecido por las manos de la señora Quilina. Ha caminado tan rápido que ha logrado atravesar caminos y cañadas, potreros y cafetales, en pocos minutos. Los cadillos tratan de agarrarse al pantalón húmedo. ¿Y por qué no habrá llevado el macho? Porque él prefería sentir con sus pies aquella tierra, tocar con sus manos sus cultivos, acariciar aquel paisaje con sus brazos. A él le gustaba ir de un sitio a otro, en solitario, a desyerbar, a hacer las quemas, a limpiar los charcos, a curar los novillos, a cazar, a herrar las bestias. A mi tío le gustaba madrugar para recorrer sus cultivos y llegar con el sol a reclamar su desayuno.
Después de desayunar lo miro enjalmar el macho y tomar otra vía, hacia La Peña. Y enseguida de almorzar, coger el rumbo contrario, hacia arriba, buscando los cafetales de la tía Dioselina. Hay tantas cercas que necesitan un cambio en los puntales, tantos cultivos hambrientos de una mano que los cuide, tantas frutas cayéndose de los árboles, tanta maleza sepultando a las nuevas semillas. De allí su afán. Pero era tanto su brío, su tesón, que hacia el final de la tarde, en lugar de estar descansando se dedicaba a pilar arroz, a moler el maíz para las arepas o a cortar árboles secos con la afilada hacha. Lo noto feliz, al comprobar que el arrume de toletes de madera ya llega hasta la cumbrera del rancho de descerezar café. Después de guardar el hacha, ha ido hasta la cocina y le ha pedido a Beatriz un poco de limonada y lo veo tomarla con ansias, sin parar, hasta devolverle a su mujer la totuma ya casi negra por el uso.
Mi memoria, la del niño, lo observa siempre cargado de herramientas: el barretón, el hacha, el azadón, el machete de pico curvo, el rastrillo, y no sé por qué, siempre afilando su peinilla: “La corneta” tres canales. Mi memoria guarda esa imagen del hombre ocupado, llevando o trayendo cosas, cargando o descargando bultos, limpiando la escopeta, engrasando los rejos, enjalmando mulas, enlazando toretes, sembrando colinos de plátano, desgranando maíz, echando humo a las avispas guitarreras, agüeitando el ñeque, bombeando las lámparas “Coleman”, secando el café en el amplio patio de cemento, reconstruyendo caminos o contando historias. Las suyas y las ajenas, propias o inventadas.
Quizá ahora, cuando ya no le pesa el cuerpo, ni le duele nada, cuando ya se le fue la tos y está libre de manos y pies, pueda dedicarse a contarle a su sobrino aquellos relatos maravillosos de apariciones y espantos, de aventuras insólitas en el plan del Tolima o de sus odiseas por Ibagué y Armero, por Armenia y Cali, cuando la piña era el gran negocio de Capira. Este parece ser el mejor tiempo. Oigo su voz bien clara. Y aunque es de día, mis recuerdos transforman el entorno y escucho las ranas y los grillos. Ya es de noche. Mi tío ha empezado a contarme otra vez sus cuentos. El cielo está clarísimo y veo más brillantes los luceros en el firmamento.
Paulo Freire: “Cambiar es difícil pero es posible”.
Los estudiantes del primer semestre de la Maestría en Docencia de la Universidad de La Salle han asumido conmigo el compromiso de leer las Cartas a quien pretende enseñar de Paulo Freire. En algunos casos han hecho reflexiones derivadas de tales misivas; en otros, aplicaciones a su práctica docente. Lo interesante de este ejercicio, además de “tener un plan lector y el hábito de escribir”, ha sido repensar críticamente la profesión docente e intentar, desde el estímulo de las ideas freireanas, cualificar el trabajo en el aula. Dada la riqueza de varias de esas reflexiones de los estudiantes de posgrado, me ha parecido relevante transcribir un puñado de esas ideas relacionadas con algunas de las diez cartas escritas por el pedagogo recifense.
Empecemos, entonces, resaltando apartes de los escritos de Marlene González, que además de un excelente autoexamen del oficio de enseñar son una buena polifonía a lo expuesto por Paulo Reglus Neves Freire:
“Hace muchos años decidí ser maestra y Freire me invita a aceptar la responsabilidad de serlo, a ser ejemplo para otros, a aprender de los otros, pero sobre todo a mejorar mi labor día a día a través del aprendizaje permanente.
Soy además un ser político que tiene en sus manos el futuro de otros y por eso debo asumir una posición clara frente a lo que el estado requiere de mí, como educadora; puede seguramente querer que forme hombres silenciosos ante la injusticia, la mentira y la desigualdad, entre muchos otros males de la sociedad que adormecen con los discursos políticos que prometen otra sociedad posible.
La invitación va más allá, me obliga a creer en lo que decidí hacer de mi vida profesional, me obliga a seguir amando lo que ello representa y entre otras cosas, me obliga a convertirme en formadora de seres humanos, hombres y mujeres críticos, decididos a develar la verdad”.
Más adelante la maestrante consigna en su cuaderno de notas lo siguiente:
“Hay tareas nuevas, aunque siempre debieran ser antiguas: 1) Estoy llamada a dar testimonio, primero frente a mis estudiantes pues soy ejemplo como adulto, educadora y mujer; luego, frente a mis compañeros porque muchos comparten como yo el amor por esta magnífica e ignorada labor. 2) Estoy llamada a respetar, y no solo hablo de darle valor y consideración a otros, debo respetar el contexto, el pasado, el futuro, la personalidad, los límites y diferencias de mis estudiantes, porque desde allí podré darles luz para que sigan su camino. 3) Estoy llamada a ponerme a prueba, sin importar el momento o el lugar, podré evaluar mi propio desempeño, pero además estar segura de que alguien, sin importar el momento o el lugar, también me pondrá a prueba y la humildad que debe acompañarme me permitirá ver mis propios errores y la voluntad y la disciplina harán la diferencia. 4) Estoy llamada a mejorar las relaciones con mis estudiantes, ellos son la razón de ser de mi labor, de otro modo no tendría sentido; se logra con dedicación, ética, escucha, libertad y coherencia”.
Otra reflexión de esta profesora está consignada en estos términos:
“En algún momento de mi labor docente pude atreverme a decir que todas las formas de disciplina son positivas. Freire en esta carta me enseña lo contrario.
Existen buenas, como la disciplina académica o intelectual, existen obligatorias y conscientes como la disciplina política y la social, pero existe una en particular que castra libertades y lesiona la democracia: es el autoritarismo disfrazado de disciplina.
Existe un punto en el que se puede ser coherente pidiendo a nuestros estudiantes seguir el camino de la disciplina y es aquél cuando existe una razón de ser para ella y el estudiante la conoce y comprende que ella le da el poder para cambiar su mundo.
El extremo contrario, la inmovilidad, nos vuelve irresponsables, injustos e indiferentes ante las necesidades de quienes nos rodean, nos quita autoridad, nos quita la posibilidad de educar para la libertad”.
Un segundo caso para destacar son los apuntes de Aidé Cortés Bernal:
“La labor docente es una tarea compleja, puesto que está en medio de las disposiciones de quienes dirigen el sector educativo y de quienes reciben la educación y sus familias. De igual manera se debe ser amorosa y a la vez exigente, se debe luchar con lo poco que se tiene pero se deben entregar buenos resultados, como dice Freire: ‘La tarea del docente es placentera, pero a la vez exigente’.
En mi labor docente trato de inculcar en mis estudiantes el amor por el conocimiento, explorar sus ideales y orientarles a ser defensores de sus derechos y para ello les guío como “maestra”, como una profesional del sector educativo y no como en algunos países quieren mostrarlo, como la ‘tía’ alcahueta de sus maloshábitos y de la desidia por aprender y enfrentarse al mundo.
Para los jóvenes es más fácil seguir el juego de los dirigentes de la nación, apuntarle a una educación sin reprobados aunque no aprendan, que cualificar sus saberes y defender sus ideales. Ser maestra es una tarea difícil en una sociedad que no tiene sueños, una sociedad facilista que sin darse cuenta beneficia a las grandes élites”.
Resultan igualmente valiosas y pertinentes estas otras reflexiones de la profesora:
“Es muy cierto lo que nos dice Paulo Freire sobre algunos docentes que no sienten amor por su profesión. En mi camino he visto muchos compañeros así y lo más triste es que afectan a sus estudiantes. Es que la labor docente no es una tarea fácil, al contrario es de mucho amor, paciencia, dedicación, orientación; es contribuir en la formación de niños y niñas que traen diferentes maneras de ser y de pensar, que culturalmente son diferentes a nosotros.
Somos un país atrasado debido a que dejamos que las cosas pasen, no nos gusta nuestra profesión, por lo tanto no luchamos por formar a nuestros estudiantes. Para lograr que Colombia sea un país de progreso, debemos formar estudiantes críticos. Pero además amorosos, sociables; no podemos seguir permitiendo que los mandatarios derrochen los recursos y el dinero que reciben por los altos impuestos en obras inacabadas, en desfalcos, con políticos en la cárcel. Como afirma Freire: ‘debemos formarnos, capacitarnos, para exigir que cumplan sus promesas, evaluarlos con rigor’, y de esta manera tener una esperanza de una sociedad justa”.
Una tercera estudiante del posgrado, Carol Murillo, presenta estas interesantes reflexiones:
“Es primordial amar la docencia, ejercer la práctica por decisión personal y voluntaria y no por obligación o resignación. Como educadores tenemos el poder de tocar la vida de la gente para bien o para mal y no quisiéramos que por causa de nuestra irresponsabilidad, mala preparación o desidia contribuyéramos al fracaso de nuestros educandos.
A pesar de que las condiciones sociales y políticas afectan la tarea de educar, nuestra consigna debería ser educar con alegría, con responsabilidad, con calidad, haciendo nuestro mejor esfuerzo para conseguir esta meta”.
Y en otras páginas de la libreta de apuntes expresa lo siguiente:
“Como docentes debemos ayudar al estudiante a que construya una disciplina intelectual, ya que ésta es primordial para el trabajo intelectual, para la lectura de textos, para la escritura, para la observación y el análisis de los hechos. Esto es lo que finalmente permitirá la adquisición de una adecuada conciencia social, la democracia y una verdadera justicia social”.
Los lectores críticos son hijos de Descartes: dudan. Y los mejores, dudan metódicamente.
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Siendo fieles a la etimología, el lector crítico separa, diferencia, discrimina. Un lector crítico es un experto en el uso del colador, los filtros y los cedazos.
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Los lectores críticos experimentados conocen que el sentido literal es la pista falsa que deja el significado después de tramar un texto.
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Los lectores críticos exhuman sentidos implícitos, tácitos, enterrados. Algo tienen, entonces, de arqueólogos o de antropólogos forenses.
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El lector crítico asume los textos con brío e intensidad extrema. Pregunta, hace conjeturas, busca relaciones aquí y allá. Es decir, disfruta a plenitud el hiperactivismo del significado.
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El lector crítico debe tener, como Jano, dos caras: una para ver el texto y, otra, para entrever los contextos.
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El lector crítico visitó al oráculo, y éste, ante la pregunta de aquél sobre cuál era la clave para desentrañar un texto, le contestó: “Profundiza… profundiza”.
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Los lectores críticos, que conservan en su alma algo del espíritu infantil, saben que los textos siempre dejan migas de pan a lo largo de sus páginas, pero escondidas entre la hojarasca de palabras. La moraleja es obvia: leer críticamente es descubrir el camino oculto a partir de unas pocas moronas de significado.
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Cuando un texto es llevado al tribunal de la lectura crítica, el lector pregunta como un fiscal acusador: “¿Tiene respaldo para esas aseveraciones?”, “¿no hay intereses personales que sesguen sus planteamientos?”, “¿qué tan válidos y fiables son sus testigos?”
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El lector crítico es un paleógrafo de palimpsestos: raspa el sentido literal de la superficie de los textos para encontrar el sentido encubierto debajo de esa escritura.
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La pericia de un lector crítico depende del grueso de los agujeros que use para cernir la información.
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Los medios masivos de información –tan plegados hoy a los intereses económicos– hacen montajes cotidianos de la realidad. La tarea del lector crítico, en consecuencia, es recuperar aquellas escenas inéditas que fueron censuradas u omitidas por el editor. Mostrar ese “detrás de cámaras” es lo propio de la lectura crítica.
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El lector crítico tiene mucho de eremita, porque se aparta de la opinión de la masa; y también de profeta, ya que sus anuncios riñen con la credibilidad de la mayoría.
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El lector crítico no busca los textos para obtener algunas respuestas, sino para hacerles bastantes preguntas.
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Una persona, cuando somete su tradición a la lectura crítica, cambia al menos su forma de pensar; si son varias, constituyen un movimiento renovador: y si son demasiadas, transforman radicalmente una sociedad.
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¿Por qué el poder teme tanto a los lectores críticos? Porque ellos pueden propagar la clarividencia en un mundo cegado por el conformismo y la credulidad.
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Aunque el lector crítico centra su atención en un texto, su mirada abarca otras páginas adjuntas. Los libros retomados por un lector crítico desdoblan sus hojas para enlazarse con otros textos.
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En el mundo de la velocidad y la inmediatez poco interés suscita la lectura crítica. Este tipo de lectura, como la concebía Nietzsche, es para espíritus rumiantes.
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El trabajo de un lector crítico es un oficio artesanal de muchísimo cuidado: separar por capas sucesivas, depurar por destilación, separar por peso y tamaño, entretejer hilillos sueltos.
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Puede que no sean muchos los títulos académicos de un lector crítico; es posible que sus conocimientos no sean los más eruditos; pero una cosa sí debe saber bien: las leyes de la lógica.
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El humor sigue siendo la forma más sutil de la lectura crítica. Es tan fino el escalpelo del humorismo que apenas sentimos sus heridas.
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Lector crítico: eterno insatisfecho del sentido común.
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Lo que la publicidad proclama como necesidad, el lector crítico lo considera un ardid de comerciante.
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Los lectores críticos conocen que debajo de cada palabra de un escrito se proyectan las creencias del autor. En esta perspectiva, son las sombras del significado el objetivo de su develamiento.
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“Nada está suelto”, dice el lector crítico; “todo está relacionado”, vuelve y exclama, mientras busca entre la maraña de palabras lazos de semejanza o hebras de filiación. “Todo texto es un tejido”, repite, continuando con su tarea de hilandero de significados.
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Algunos lectores críticos infieren que para llegar a la esencia de los textos hay que bucear entre corrientes encontradas o excavar en los yacimientos subterráneos del contenido.
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Relectura: estrategia irremplazable de los lectores críticos.
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Lector crítico chef: el que coge grumos de información, por lo general apelmazados, los pasa por el cedazo del análisis, con el fin de eliminar impurezas y quedarse con la esencia de un mensaje.
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Los lectores críticos tienen un ojo de águila y otro de pescado. Con el primero detectan los detalles; con el segundo, perciben el paisaje en su conjunto. Esta especial bifocalidad es la que los convierte en sagaces escudriñadores de los textos.
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De todas las letras del abecedario de los lectores críticos, cinco son las más importantes: la S de “sospechar”; la A de “analizar”, la C de “contextualizar”, la D de “deducir” y la T de “tomar conciencia”.
Es una fuerza o un deseo interior el que nos impulsa a escribir. Desde adentro, de lo más profundo, tal presión nos impele o nos lleva a emborronar cuartillas. Tal ímpetu va como dibujando nuestra existencia para delinear una opción de vida, para perfilar ciertos temas obsesivos o un tono particular para expresar aquello que nos acomete. No es una presión que se pueda identificar con toda claridad o que podamos datarla en un tiempo específico; son tantas las condiciones que la afectan o la enriquecen, tantas las variaciones y transformaciones a la que está expuesta, que uno termina aceptándola como si formara parte de su piel o de su destino. Esa fuerza interior por escribir es algo que, a pesar de nuestras obligaciones o nuestros propios impedimentos, abarca todos y cada uno de nuestros nichos vitales.
Podría pensarse que ese deseo tiene antecedentes claramente definidos. Una tierra de origen, una historia personal, cierto tipo de experiencias, alguna disposición o talento, pero todas esas posibles respuestas son apenas indicios de algo mucho más fuerte y vigoroso. Se escribe, al menos en mi caso, por una necesidad. Desde luego es importante el contexto y el tiempo en el que estoy inmerso; de eso no cabe duda. Pero no es un determinismo. Bastaría tan solo observar a todas esas otras personas, familiares o coterráneos, que aunque fueron marcados por esas mismas condiciones, no han sentido esa necesidad de escribir que yo siento. Además del ambiente, de la familia, de las experiencias, el deseo de escribir está muy vinculado a una forma personal de percibir y sentir la vida. Y así como para muchas personas el mundo y su acaecer poco o nada importan, para otras, ese mismo escenario puede convertirse en su lugar de preocupación, en su mesa de trabajo. Hay algo íntimo en esto de la necesidad escribir; a lo mejor, en cualquier arte. Por eso, a pesar de las cualidades o los defectos, más allá de las búsquedas por el éxito, el que escribe tiene un compromiso consigo mismo, con sus urgencias interiores, con sus preguntas fundamentales, con su conciencia, si se quiere. Se es escritor, se es artista, porque se renuncia al autoengaño, porque se mira de frente al fondo de lo que irremediablemente somos.
Cabe decir aquí, de una vez, que ese deseo, que ese magma del espíritu, necesita de ciertos conductos para lograr su mejor explosión, para alcanzar su mayor plenitud. A esos caminos, andados y desandados por la tradición literaria, algunos los han llamado técnicas del oficio. Son tan variadas como extensas; se aprenden leyendo y viéndolas encarnar en otros escritores; se dominan enfrentándose a ellas cotidianamente, haciendo que nuestro cuerpo obedezca las bridas de nuestra mente. Pero el mero dominio del oficio de escribir no es garantía para saciar o calmar el deseo por escribir. Muchas veces, aunque los conductos no sean los idóneos, aunque sean torpes los recursos literarios, uno puede notar cómo la fuerza de expresarse, el deseo de gritar, se sobrepone a tales debilidades en la gramática, y saca su boca y su lengua y sus palabras para no reventarse por dentro, para no explotar, para continuar viviendo. Dígase lo que se diga de una obra, guste mucho o poco, lo cierto es que dicha expresión es el testimonio de un ser humano, agitado y convulsionado por su propia caldera espiritual, por un personal y profundo movimiento tectónico.
Por supuesto, esta necesidad de expresión anhela encontrar algún lector con el cual sea posible comunicar o compartir una angustia, un dolor, una esperanza. Tal vez de esa manera la convulsión personal de escribir sea una faena menos solitaria y, al mismo tiempo, se produzca ese lazo mágico, ese estrechón de manos invisibles que es toda lectura. Allí, en ese encuentro, el deseo abrasador de escribir logra, en cierta medida, aplacar su fiebre o servir de motivo para que otros seres se conduelan, se entusiasmen, reflexionen o reconozcan las variadas y ricas experiencias de que está hecha la vida.
Quizá, sea ese el sentido profundo que hay detrás de publicar una obra: el de ofrecer a otros ojos y a otros corazones una señal, un llamado, un gesto escrito capaz de convocar —alrededor del fuego de un libro—, los brazos solidarios, las afinidades del espíritu, el placer del reencuentro entre hermanos de la tribu. Sólo así, sentados alrededor de esa lumbre personal que es también un fuego común, la palabra circulará de nuevo y el narrador de cuentos podrá, con alegría y placer, llenar de significado el silencio y la oscuridad de la noche.