Como una manera de celebrar el pasado día del maestro, he vuelto a leer el libro de George Steiner: Lecciones de los maestros (Siruela-Fondo de Cultura Económica: 2004). Lo interesante de esta obra, que está basada en las conferencias Eliot Norton impartidas por el autor en la Universidad de Harvard en el curso 2001-2002, es el análisis a esa compleja relación entre maestro y discípulo. Steiner, echando mano de ejemplos tomados del arte y, especialmente de la literatura, dibuja un cuadro –por momentos con visos históricos o filosóficos– de los no siempre felices vínculos entre un maestro y un aprendiz.
El libro está constituido por una introducción, seis capítulos y un epílogo. Además de una prosa rica en intertextos, hay profundas reflexione sobre este vínculo que por momentos bordea la admiración y en otros casos termina en el odio o la envidia más flagrante. El escritor y políglota judío pasa revista a diferentes facetas del rol del maestro, repasa su poder, se detiene en las particularidades de la seducción de enseñar y deja abiertas unas inquietudes sobre el valor o la importancia del maestro en una época como la nuestra en la que prima la irreverencia. Más que postular y defender una tesis a lo largo del libro, lo que hace Steiner es poner en alto relieve algunos problemas de la relación pedagógica, ilustrados con casos del mundo del arte, la ciencia, la filosofía o simbolizados en obras literarias.
El primer capítulo pasa revista a los orígenes de esa relación entre enseñanza y discipulazgo. Mediante los ejemplos de Empédocles, Pitágoras, Platón y Jesús, el autor entrevé una base oral de tal relación. Afirma que, a pesar del desprecio a los sofistas, fueron ellos lo que sentaron las bases de una “pedagogía sistemática”. Subraya, además, la importancia y el cuidado de la formación, ya que “enseñar con seriedad es poner las manos en lo que tiene de más vital un ser humano”. Todos los ejemplos mencionados ponen en evidencia que la relación del maestro con el alumno oscila entre la “confianza y la vulnerabilidad” y que, los casos por él relacionados, muestran que “la lealtad y la traición están estrechamente unidas”.
La segunda parte, siguiendo un hilo histórico, pone el acento de la relación maestro alumno en el entrecruzamiento de dos corrientes de larga trayectoria en Occidente: el cristianismo y el neoplatonismo. Se extiende en las particularidades de Plotino, Agustín, Dante y concluye con unas referencias a Fernando Pessoa. Lo que muestra este periplo por autores y obras es que desde la mayéutica socrática, pasando por los sermones agustinos, hasta el peregrinaje-aprendizaje cantado en la Divina Comedia, la relación de maestro y discípulo comporta aspectos no solo intelectuales, sino también estéticos y profundamente humanos.
El tercer capítulo, titulado “Magnificus” se enfoca inicialmente en Marlowe, Goethe y Valéry. El eje de la disertación está en las minucias entre aprendiz y maestro representadas en una obra como Fausto. Afirma Steiner: “Los brujos tienen aprendices, los maestros tienen discípulos y un ordinarius o profesor tendrá ayudantes”. Después, el autor analiza las tensiones de los vínculos entre Husserl y Heidegger, y entre Heidegger y Hannah Arendt. Como corolario, Steiner señala que existe un eros del discipulazgo, que lleva a que con facilidad en las relaciones entre un maestro y un aprendiz se pase de la absoluta admiración a la mayor antipatía.
El cuarto apartado, comienza en la Francia ilustrada y llega hasta el gran maestro Emile-Auguste Chartier, quien firmaba como “Alain”. La fuerza de este capítulo recae en el papel de los maestros para enseñar a pensar. Steiner recalca que enseñar es “despertar dudas en los alumnos, formar para la disconformidad”. Por supuesto, esto siempre comporta un riesgo: “enseñar sin un grave temor, sin una atribulada reverencia por los riesgos que comporta, es una frivolidad. Hacerlo sin considerar cuáles puedan ser las consecuencias individuales y sociales es ceguera”. Este capítulo concluye hablando de Nietzsche y de cómo “sólo un total aislamiento y soledad pueden generar un pensamiento de primera categoría”.
En capítulo siguiente está anclado en algunos maestros norteamericanos, pero en particular en la gran maestra de piano Nadia Boulanger, “la profesora más grande que ha habido desde Sócrates” y el entrenador Knute Rockne, creador de una escuela de entrenadores. Por las manos de la primera maestra pasaron Aaron Copland, Leonard Bernstein, Elliot Carter, y a todos ellos les interiorizó una consigna: “no os limitéis a hacerlo lo mejor que podáis. Hacedlo mejor de lo que podáis”. El caso de Rockne le sirve a Steiner para mostrar cómo la relación planteada por él, traspasa lo académico para entrar en zonas de lo familiar y lo personal de cada discípulo. Desde luego, al hacerse más íntima esa relación, mayores serán también los celos, las envidias y las irracionales pasiones humanas.
La última parte del libro comienza resaltando la especificidad de la relación pedagógica en el contexto de la tradición judía. Esa tradición, lo confiesa Steiner, es lo que ha preservado la identidad judía “incluso cuando las condiciones nacionales y materiales de la vida judía casi han sido aniquiladas”. Aquí sabemos del virtuosismo de la parábola del rabino Baal Shem y de sus discípulo Pinhas de Koretz. La segunda parte de este capítulo explora en el confucianismo chino y en las prácticas del zen. Steiner cierra su disertación deteniéndose en los seminarios de Popper y los conflictos con su antiguo discípulo Joseph Agassi.
En el epílogo, Steiner plantea el futuro de la relación maestro alumno, especialmente en una época de “astutos charlatanes” y culto a la celebridad. En esta sociedad “adicta a la envidia, a la denigración, a la nivelación por abajo”, el autor sigue creyendo positivamente en la vocación por enseñar, porque “despertar en otros seres humanos poderes y sueños que están allá de los nuestros” o “inducir a otros el amor por que nosotros amamos”, o “hacer de nuestro presente interior el futuro de ellos”, sigue siendo un oficio privilegiado.
El libro, como puede apreciarse en esta corta reseña, me parece una buena recomendación para los educadores y para los formadores de maestros; una obra para volver a reflexionar sobre la relación pedagógica tanto en sus bondades como en sus riesgos inminentes. Pero, también, el texto es un ejemplo de cómo imbricar el discurso propio de los filósofos y los historiadores con el conocimiento derivado de la narrativa, con ilustraciones precisas de novelas, poemas u obras de teatro. Steiner por momentos saca sus propias conclusiones pero sin un tono dogmático o perentorio. Es la prosa del ensayista maduro, que con una erudición no agobiante, nos invita a compartir sus lecturas, sus análisis incisivos y, desde luego, sus cuestionamientos.
La idea empieza a tomar forma. El pensamiento, rápido, escurridizo, le dice a la mano que vaya consignando su emerger de agua, su vaporosa forma evanescente. La mano quiere ir tan rápida como el pensamiento pero siempre va unos segundos atrás, a la zaga de los mandamientos de ese dios intangible.
Ahora la mano se detiene o quizá cese el pensamiento. Una y otro buscan una palabra o un enlace entre las ideas. Hay una zona de duda que el pensamiento usa para encontrar otras alternativas y la mano para dejar más claras las letras. Hasta ahora no hay tachones. Todo parece fluir sin obstáculos.
El pensamiento descubre una veta para profundizar en ella. La mano lo sigue. El filón es apenas una provocación o una incitación a adentrarse en un campo de interés o, al menos, que parece llamativo. La idea es sobre el mismo proceso de escribir y las peripecias para llevarlo a cabo. El pensamiento descubre que esa idea ya ha sido abordada por los estudiosos de la creatividad y reconoce en el motivo inicial o en el detonante de cualquier proceso creativo una multiplicidad de causas: la curiosidad, el recuerdo, las relaciones interpersonales, una emoción, un sentimiento, la imaginación. “¿Por qué empezamos a escribir?”, vuelve y se interroga el pensamiento. La mano quiere aportarle algunas respuestas pero se mantiene obediente en su tarea de amanuense responsable.
El pensamiento afirma que ese primer detonante, en este caso, es el juego. El juego con el lenguaje. La mano considera tal razón una posibilidad interesante, aunque hubiera preferido otras menos fáciles. El pensamiento se recrea en su propia materia germinante. Sabe que el lenguaje lo nutre y él, a su vez, amasa tal forma. Claro, esa convivencia se hace más fuerte en la medida en que se ejercita y pone en acto: en el acto de escribir.
La mano está atenta pero ha descubierto que el exceso de trabajo en el teclado del ordenador la ha vuelto perezosa para el dictado. Sin embargo, se obstina en no quedarse atrás. El pensamiento ha entendido esa voluntad o esa persistencia de la mano para seguirlo, y ha decidido quedarse como en blanco, para esperarla. Obvio, no es fácil para el pensamiento quedarse en blanco, hasta podría decirse que es imposible; pero aun así, ha hecho ese esfuerzo, como un gesto de cortesía o de simple consideración. La mano ha sentido tal gesto y ha expresado un “gracias”, sin decir nada.
El pensamiento después de unos segundos ha vuelto a su tarea de disparos y luces de palabras. “El motivo es sencillo: ver qué tanto puede sacarse de un tema lanzado al azar”. La mano le contesta, en silencio, que ya el escribir es una respuesta y, que al ir poniendo un signo detrás de otro, se va produciendo una línea de palabras tendiente a provocar un significado. El pensamiento afirma que el significado ya está predestinado; la mano replica que no: es al escribir como se va encontrando el mejor atuendo para el pensamiento. Que la idea necesita de la perfección de la mano; o que la idea no puede traspasarse al papel tal y como el pensamiento la crea o la imagina. El pensamiento alega que la mano no interviene en ese proceso; que ella apenas toma nota, que es una operaria, una oficiante servil. La mano siente que tal afirmación, además de ser ofensiva, no es justa con su tarea. Porque, murmura, ¿de quién son los tachones?, ¿y de quién las secretas modificaciones de un término cuando no es tan preciso? De ella, sin lugar a dudas. El pensamiento alcanza a escucharla y le dice que tales consideraciones no son ciertas: es él el que corrige y es él el que busca el mejor término para que armonice el sentido de una proposición. Lo que sucede, afirma, es que la mano es más lenta y no puede expresar “en directo” lo que acaece en sus dominios cerebrales. La mano insiste en que sin ella poco se sabría de todas esas “hermosas creaciones”; y que si no fuera por sus humildes aportes, buena parte de lo que el pensamiento idea o construye, sería menos que una sombra o una ráfaga de viento. Al pensamiento le parece que la mano está asumiendo un rol que no es el suyo. ¿No se escribe primero en la cabeza?, como dicen muchos expertos del escribir; al menos un ciego como Jorge Luis Borges, eso confesó en muchas ocasiones. La mano se queda en actitud de escucha y luego dice que sin las manos de la madre de Borges o las manos de sus secretarias, tal producción mental habría quedado en el olvido. “Se escribe también dictando”, afirma la mano con un tono lacónico. El pensamiento prefiere dejar las cosas así, es inútil explicarle a un ente físico cómo los entes inmateriales actúan. “Sí, sí, sin ti yo no tengo existencia”, le responde la mano, con un tono inconfundible de ironía.
La mano decide abandonar su tarea. El pensamiento se queda mirándola por largo tiempo. Ve los dedos y las uñas al final de cada dedo; percibe los nudillos y algunas manchas en la piel. La mano ha soltado el bolígrafo y se ha dedicado a hacer ejercicios de estiramiento con la otra mano. Las dos se han dado un fuerte estrechón de dedos. Después se han acariciado, como si estuvieran en un mutuo masaje. El pensamiento no ha dicho nada; se ha quedado como absorto. Enseguida, conocedor del sistema en que anda inmerso, toma la iniciativa y construye otra línea de pensamiento: “El inicio de escribir es múltiple pero el trato con las palabras es muy semejante”. La mano sabe que su amiga, la memoria, ha guardado esa confesión, pero conoce que no será por mucho tiempo. Más por solidaridad que por otra cosa, retoma el bolígrafo y consigna esa frase del déspota pensamiento. Acto seguido, mira la idea y empieza a corregir dos términos. “El pensamiento, por ser tan rápido, cae en las repeticiones, comete errores de incoherencia y muchas otras falencias”. El pensamiento acepta las críticas de la mano e intenta dictarle una nueva secuencia de ideas: “Las palabras son engañosas o mutantes, variables y esquivas”. La mano sabe que esta afirmación es totalmente válida, y tal afirmación la llena de motivos para seguir adelante. “La humilde mano es la que pule, la que desbasta, la que lima o quita las impurezas del pensamiento”. Luego, vuelve a revisar lo que ha consignado y cambia un término por otro. El pensamiento acepta tal ajuste pero se guarda para sí la razón mayor: él ha sido el que ha visto con anterioridad, cuando la mano escribía su pensamiento, ese nuevo término; y porque le ha parecido más preciso ha preferido modificarlo. La mano no lo sabe o parece ignorarlo.
En cada visita a la Feria del libro de Bogotá busco, como un cazador esperanzado, libros álbum que por su historia o por la propuesta gráfica me parezcan innovadores, sugerentes o con amplias posibilidades formativas. Esta labor me obliga a estar alerta a las novedades editoriales pero también a escudriñar obras que habían permanecido escondidas o refundidas entre los mostradores de las editoriales.
Es común, entonces, que revise y observe varias veces lo que Kalandraka, Lóguez, Bárbara Fiore, Juventud, Ekaré, Fondo de Cultura Económica, Océano, Kókinos…, traigan o exhiban en sus estantes. Por supuesto, hago mi paseo consabido por Fundalectura y Babel, y con expectativa espero ver qué traen los países invitados. Estos múltiples recorridos arrojan casi siempre una buena cacería que luego, en mi casa, releo y detallo con sumo interés.
Como sé que varios lectores de este blog son maestros o padres de familia preocupados por animar a sus alumnos o sus hijos a la lectura, me ha parecido conveniente compartir parte de mis hallazgos. Reitero que aquí referencio una muestra de los libros álbum “abatidos” en esta versión 30 de la feria y, en una próxima oportunidad, daré cuenta de otros descubrimientos bibliográficos.
Una primera obra que he seleccionado es de Ediciones La Fragatina, titulada La vaca que leía libros (2016), con texto de Adélia Carvallo e ilustraciones de Till Charlier. Este es un libro álbum centrado en el gusto por la lectura y, especialmente, en el valor de mantener firme una pasión a pesar de los comentarios negativos de los demás.
“La vaca que leía libros” de Adélia Carvalho y Till Charlier.
El segundo libro elegido lleva como título Dos personas (2009), de la polaca Iwona Chmielewska, es editado por Océano. La obra es una magnífica propuesta tanto en el texto como en el trabajo gráfico. Su tesis, desarrollada a lo largo de las páginas es sencilla y contundente: “convivir con otra persona hace que la vida sea más fácil o más difícil”. Un texto de honda meditación sobre lo complejo de conformar una pareja.
“Dos personas” de Iwona Chmielewska.
Mi tercer hallazgo es de editorial Lóguez: Para siempre (2015) con texto de la pedagoga alemana Kai Lüftner e ilustrado por Katja Gehrmann. Esta es una delicada propuesta sobre la muerte de los seres queridos y de cómo, a pesar del tiempo, permanecen en nuestra memoria. La imagen y el texto dialogan creativamente sobre los “retrasados”; es decir, sobre aquellos “que han perdido a alguien para siempre”.
“Para siempre” de Kai Lüftner y Katja Gehrmann.
Un cuarto libro álbum, en el que prima la fuerza narrativa de la imagen sobre el poco texto, es Moletown. La ciudad de los topos (2015) del ilustrador alemán Torben Kuhlmann, publicado por Editorial Juventud. Kuhlmann toma como alegoría a los topos para presentar el ingente crecimiento de las ciudades y hace un llamado a la conciencia ecológica sobre nuestro planeta.
“Moletown” de Torben Kuhlmann.
Mi última “presa bibliográfica” es el libro ganador del XVIII Concurso de álbum ilustrado A la orilla del viento (2015), del Fondo de Cultura Económica. Los ecuatorianos Roger Ycaza y María Fernanda Heredia son los autores de Los días raros. Tanto la ilustración como el texto crean una especie de atmósfera existencialista para mostrarnos esos días en que la angustia, la soledad o el aburrimiento pueblan nuestra vida. No obstante, es un texto con un final esperanzador.
“Los días raros” de Roger Ycaza y María Fernanda Heredia.
Miro y leo de nuevo estos libros álbum y confirmo que dichas obras no son únicamente para los más pequeños. Es un error suponer que son literatura menor o que están reservados para la enseñanza básica. Me reafirmo al degustarlos en otra cosa: la imagen tienes sus formas particulares de narrar y sirve de contrapunto, de amplificación o de metáfora a lo que los cortos textos comunican. Y los textos, han sido tan destilados, que guardan cierta semejanza con lo concentrado y preciso del lenguaje poético. En suma, una armoniosa conjugación expresiva para mover nuestras emociones y estimular el pensamiento.