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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: julio 2017

El trovador del dolor: José Alfredo Jiménez

29 sábado Jul 2017

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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José Alfredo Jiménez

“Cantar para recordar el amor perdido”: José Alfredo Jiménez.

De las 208 canciones que compuso José Alfredo Jiménez (al menos esas son las que aparecen en el Cancionero completo, publicado por Océano-Turner, en el 2002), hay tres ejes temáticos recurrentes que pueden ser las claves del mundo construido por el compositor dolorense. Teniendo como fondo sus rancheras, huapangos y corridos, adentrémonos en las letras de este poeta popular muerto a la edad de 47 años.

Marcado por el destino

“No es posible ganarle al destino”. El destino es implacable. El destino da: “cuánto me debía el destino que contigo me pagó”, pero, especialmente, quita: “el destino es decir adiós”. Se puede quebrar momentáneamente al destino pero al final éste es el que gana: “que al fin y al cabo algún día el destino quiera o no me ha de matar”. El destino viene y hay que tomarlo o quererlo como venga, porque “el destino todo cobra y nada olvida”. El destino “cambia la suerte”, el destino “lleva a otros rumbos”. Por eso, cuando se desconoce al destino, “se empieza a llorar a la mitad del camino”; y por esa misma razón, hay que “jugar al albur la propia vida, así el destino nos la haga perder”. A veces, en muy contadas veces, se tienen los ases, pero lo común es que la suerte nos falle, y la vida misma se pierda “en un abismo profundo y negro como la mala suerte”.

¿Y cuál es ese destino en las canciones de José Alfredo Jiménez? Es el destino de “morir por un querer”. Ese destino, esa “mala estrella” de José Alfredo confirma una ley de su existencia: “adorar para sufrir”. El compositor lo repite en muchas de sus obras: que su mala suerte es “después de una pena volver a sufrir”, es “estar perdiendo y volver a perder”. El destino es “maldecir y recordar las tristezas del ayer”. José Alfredo nos advierte que él no puede evitar ese destino porque “no tiene la culpa de tener corazón”, porque “no más pa’sufrir ha nacido y que de pena tiene que morir”.

La alternativa es jugar a la suerte, porque el desenlace se sabe de antemano: siempre la partida “ya está casi perdida”. El destino señala las cartas, ya está escrito. José Alfredo lo sabe: él en la vida “no trajo suerte”, “no tiene fortuna”, “nació con el santo de espaldas”. El compositor lo confiesa: “no nací pa’ vivir sin consuelo, todo el mundo me hiere y me olvida”. En fin, se nace o no con suerte, y en consecuencia, el destino nos obliga a “rodar y rodar” por el mundo, o usando otra imagen que le gustaba utilizar a José Alfredo, a “navegar por la vida”. Por eso también está el presentimiento de que en la indecisión de no saber cuál camino elegir, se tomará la peor de las alternativas: “escogeré del mundo el peor de los caminos”. Lo que queda es clamar a Dios o a la virgencita del cielo para obtener consuelo o “rezar una oración a ver si ella compone el propio destino”. 

Bohemio por una reina

Esa “bola negra de la mala suerte” conduce de manera inevitable a dos cosas: a la bebida y a la imposibilidad de ser feliz en el amor. José Alfredo siempre está “borracho y enamorado”, es  un “borracho de amor”. Lo que vive o espera es “un tequila y un beso el mismo día para andar de borracho y seguir queriendo todavía”. El compositor lo repite muchas veces en sus canciones: “en cada copa miro una pena y en cada pena miro un querer”. Y bebe una y otra vez, bebe como un cobarde “que ya no puede con su dolor”. En síntesis, “por ser desdichado en los amores es borracho y trovador”.

Por ser el destino cruel, “es necesario llevar muchas botellas de vino”. Se va a las cantinas “arrastrado por el mundo porque se quiere a una mujer” y, como su recuerdo persiste, “no se deja de beber”: “borracho de mezcal dicen que vengo, borracho de dolor debo venir”. En algunas ocasiones se deja servida la mitad de la copa, mientras aparece un nuevo amor, pero luego del desamor, se regresa a la cantina para tomar el resto de licor. “Los hombres no aguantan la traición”, dictamina el compositor mexicano.

A la cantina se va para desahogarse de una infidelidad, de un abandono: “y si me vuelvo borracho será por culpa de una traición”; pero a la cantina también se invita a un viejo amor para recordar una pasión que fracasó: “y estamos recordando nuestra historia nomás mientras tomamos cuatro copas”. José Alfredo, que “ha caminado en el mundo tras los placeres, entre el amor engañoso de las mujeres” tiene razones de sobra para “tomar cualquier licor”. Son tantas las mentiras, las promesas no cumplidas, que lo mejor es “agarrar una botella y acordarse de una ingrata y a salud de sus desprecios dedicarle una canción”. La cantina y el desengaño: esos dos ambientes se retroalimentan de manera progresiva: “estoy en el rincón de una cantina oyendo una canción que yo pedí; me están sirviendo orita mi tequila, ya va mi pensamiento rumbo a ti… yo sé que tu recuerdo es mi desgracia”. Es definitivo: “el mundo es una cantina tan grande como el dolor” en el que se dan al inicio copas de besos pero después se sirven solo desprecios.

La mujer es el inicio y también el final de las borracheras. El bohemio está “arrastrado por el mundo porque quiere a una mujer”, ese es el motivo; “no te importe que venga borracho a decirte cositas de amor, tú bien sabes que si ando tomando cada copa la brindo en tu honor”, ese es el resultado. Y la mayor petición de los que se juegan la suerte en una botella es que se comprenda que aunque digan que la existencia de un borracho es “una vida sin decencia ni moral” lo cierto es que es una opción de exaltación a las causantes de ese dolor: “yo me paro en las cantinas y a salud de las ingratas hago que se sirva vino pa’que nazcan las serenatas”.

El estilo Jalisco de hallar el olvido es ése: “alzar la copa y brindar por la que se fue”. El licor es la forma de enfrentar el desamor: “esta noche me voy de parranda para ver si me puedo quitar una pena que traigo en el alma que me agobia y me hace llorar”. José Alfredo espera que la mujer amada, al igual que él la evoca bebiendo, ella lo recuerde: “extráñame cuando te ofrezcan una copa, extráñame cuando te besen en la boca”. Sea como sea, por el motivo que haya, al bohemio enamorado deben perdonársele sus faltas ya que esa “noche venía muy borracho” y, especialmente, “por haber nacido mexicano y tener como orgullo echarse un trago a salud de una mujer”.

Con una espina en el corazón

El amor presentado en las canciones de José Alfredo Jiménez es una cruz, un sufrimiento interminable. No hay victoria en el amor, por eso él es “el derrotado”, el “vencido”. Por eso tanto llanto en sus composiciones: “y yo que la quiero tanto quisiera calmar mi llanto pero es inútil, no puede ser”. Si se quiere amar, hay que aceptar que “el amor tiene cosas de veras muy crueles”, que tarde o temprano “vamos a morirnos de amor”, y que “es bonito perder y llorar”. Las penas de amor no cicatrizan, continúan abiertas: “yo soy el mismo de siempre, sigue sangrando la herida que un día de la vida me dio tu querer”. La conclusión es perentoria para José Alfredo Jiménez: “las más grandes penas las debe a sus amores”.

La razón de este sufrimiento proviene de una paradoja: para el compositor mexicano el amor debe ser eterno, inmortal: “ni los años ni el tiempo ni nada ni nadie ha podido matar nuestro amor”, “nuestro amor es más grande que todas las cosas del mundo”. “No te acabes, amor”, parece ser la súplica de José Alfredo Jiménez. Pero, y de ahí proviene la tragedia, debido el destino, a la mala suerte, ese amor siempre acaba: “no hay amor eterno”. Lo cierto, la gran verdad del amor es el abandono o el olvido: “pero todo se acaba, la dicha grande también se va y nos deja no más recuerdos, recuerdos de ella que no vendrá”. Ese destino es el que maldice una y otra vez el compositor mexicano en sus canciones: “quién iba a decirme que amor tan seguro tenía que perderlo”. La única salida, entonces, es cantar para recordar el amor vivido, el amor perdido: “llorando no se curan las heridas, con llanto no se quita un cruel dolor, por eso voy cantando aunque me digan que llevo destrozado el corazón”.

La escapatoria es recordar o aspirar a que se borre de la memoria un nombre, una historia compartida, un amor: “mañana mismo te olvidas de mi nombre, que yo del tuyo también me he de olvidar”. Sin embargo, lo que sucede es todo lo contrario;  o bien por culpa de las copas o porque ella misma, “la que se fue” decide regresar, el olvido es inadmisible: “es imposible que yo te olvide, es imposible que yo me vaya”. Hay como una especie de condena por amar o haber amado. Para alguien que “quiere con devoción”, que puede “morirse de amor”, es imposible decir adiós: “es inútil dejar de quererte, yo no puedo vivir sin tu amor; no me digas que voy a perderte, no me quieras matar, corazón”.

Tal vez este sufrimiento se deba a que el enamorado “pone los ojos en una estrella que está muy alta” y lo que consigue con ello es la humillación, el desprecio o el aborrecimiento: “ya perdí por tu amor la mitad  de mi orgullo, tú que vuelas muy alto muy chiquito me ves”. En el mundo amoroso de José Alfredo Jiménez las mujeres “tienen la costumbre de no corresponder”, y “los hombres siempre pierden”. No obstante, por el mismo orgullo o por esa porfía del charro mexicano, se sigue queriendo a la “ingrata” aunque haya ofensas y humillación. Se llega hasta exhibir la cobardía, hasta perder la vergüenza: “me arrastré por el mundo por querer a una mujer”. Tan hondo es el sufrimiento amoroso que “duele hasta recibir la compasión”.

Son contadas las canciones en que se plantea alguna salida a esta desgracia en el amor. Como en las “cosas del querer no se perdona nada”, la posibilidad escasa es que la madre “consuele las negras penas”, que Dios “nos conceda la venganza” del desprecio o asumir la mentira para decir que se “ha triunfado en el amor y que nunca se ha llorado”.

Un alma perdida y sin fe

Mirados en conjunto estos tres ejes recurrentes en las canciones de José Alfredo Jiménez, leídas y escuchadas sus canciones, podemos concluir que son el testimonio de alguien que vivió errante con “el alma perdida y sin fe”. De un hombre que aunque contadas veces estuvo en las nubes “a pesar de todo recordaba el abismo”. La lección que nos dejan las canciones de José Alfredo Jiménez raya con el pesimismo: “como en esta vida no hay cariño sin falsedad, más vale no dar el alma y andar con calma pa’ no llorar”.

La filosofía de este hijo del pueblo es contundente: “el mundo es cruel”; “es injusto”, además. El camino de la vida es duro, “comienza siempre llorando y así llorando se acaba”. La suerte siempre nos falla y el ser que más amamos, “nos abandona el día que más lo queremos”. Quizá todo esto es lo que lleva a concluir al compositor mexicano que “la vida no vale nada” o que cuando se desea enfrentar al destino cara a cara, al final un albur nos vence. Todo parece predestinado: “árbol que nace torcido no se endereza jamás”. El futuro no existe. La única evasiva es el pasado recordado. Un ayer doloroso al que se anhela volver pero a sabiendas de que es imposible. Por eso lloran los hombres como si fueran niños; porque en la vida se pierden las ilusiones, porque “siempre hay alguien que nos hace mal” y porque hay seres que van por el mundo como si fueran “por un camino de penas sembrado”.

El valor de contar experiencias

23 domingo Jul 2017

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Ilustración de John Lawrence

Ilustración de John Lawrence.

«El narrador toma lo que narra de la experiencia,
sea la propia o una que le ha sido transmitida.
Y la transmite como experiencia para aquellos que oyen su historia». 
Walter Benjamin

 

A todos los seres humanos nos acaecen cosas; somos un sucedernos. Nos pasan cosas, nos pasa el tiempo. La experiencia, entonces, es el conjunto de cosas que nos van pasando. Pero no es sólo una sumatoria de hechos; la experiencia consiste en sacar enseñanzas de eso que nos pasa; convertir lo vivido en guía o consejo para seguir viviendo. La experiencia es, de por sí, aprendizaje desde la práctica. Sacamos conclusiones, sacamos conocimiento de eso que nos va pasando a lo largo de la vida. A veces es un suceso; otras, cierto lance o accidente el que nos dispone para sacar provecho de la experiencia. Tal vez una de las palabras que mejor recoge este proceder experiencial sea la de vivencia. Tener una vivencia es asumir a plenitud cierta circunstancia por la que pasamos. Tener vivencias es encarnar los variados hechos que nos tocan o nos impresionan. La vivencia es un grado de afectación, una marca particular que nos deja el mismo hecho de vivir.

De otro lado, la experiencia es personalísima. Cada quien asume y padece de manera diferente su vivir. Por eso es que la experiencia puede tomar la figura de «caso», de «historia» singular. Por supuesto, cada quien cuenta sus propias experiencias, pero también puede servir de mediador para contar las experiencias de otros (tiene no sólo la habilidad sino la imaginación para hacerlo). Veo en este punto de reafirmación de lo particular una clave para entender el valor de contar experiencias. Lo que se cuenta es, esencialmente, lo que a uno le ha sucedido. En este sentido, la anécdota corresponde a un testimonio directo de la experiencia. Sin embargo, el contador de experiencias tiene que transformar o adaptar –adecuar si se prefiere– esa materia prima para convertirla en relato; el producto que ofrece el contador de experiencias debe sufrir algunas transformaciones para poder ser transmitido. Y aunque su raíz sea oral, el relator necesita adecuar esa masa experiencial para hacerla más maleable: omitirá cosas, agregará otras, ampliará detalles y, lo que es más importante, aprenderá a dotarlas de cierto suspenso que espolee la atención o el interés de quien lo escucha. Este último aspecto es fundamental para entender el nacimiento o la aparición del contador de cuentos, de cierto profesional de la narración cuya mayor habilidad, así como la legendaria Sherezade, era la de saber cortar el relato, con el fin de motivar al oyente para que, al otro día, esperara ansioso la continuidad del cuento.

Pienso ahora que la narración fluye como un enorme río que exige una continuidad infinita: tal vez por eso la necesidad de escribir al término de un relato las palabras «the end». De pronto porque el contador de historias intenta vencer o superar la propia muerte. Es probable también, porque le es imposible tener la experiencia directa de ese último acontecimiento; o quizás, porque en ese aprender a cortar el fluido propio de lo narrado está lo medular de su oficio: saber capturar la atención de alguien y dejarlo suspendido durante un tiempo: el tiempo que dura la narración. Se me ocurre que narrar, como lo dijera García Márquez, consiste en capturar a un lector y mantenerlo agarrado hasta el final del relato. Esos profesionales del contar, que fueron primero grandes caminantes o grandes viajeros, profundos escuchas o insistentes preguntadores, terminaron acumulando un material experiencial tan rico, tan variado, tan disímil que, por su misma naturaleza, demandó en ellos ciertas estrategias de ordenamiento no sólo para poder recordarlas sino para hacerlas más interesantes, más variadas, menos aburridas. Valga decir de una vez que el enemigo más fuerte del narrador es el aburrimiento: si el oyente se desconecta o se sale del cauce del río del relato, esto fracturará el flujo mismo de la historia. En todo caso, el contador de cuentos necesita capturar toda la atención de quienes lo escuchan: sin esta condición, no hay posibilidad para que la narración fluya o logre sus condiciones óptimas. Extraño o no, es el silencio el telón de fondo necesario para que se desarrolle el discurrir de la narración. Entonces, esos primeros narradores fueron aprendiendo que una de las habilidades esenciales del saber contar era no decirlo todo, omitir ciertos pedazos, o ampliar otros más cuando la misma concurrencia así lo solicitaba. El oficio de saber narrar, por lo tanto, es un saber validado permanentemente por los mismos receptores. Un saber en el cual se combinan al menos tres cualidades: una gran escucha, una profunda observación del entorno y de los semejantes y, muy especialmente, cierta calidad de memoria, sin la cual no es fácil retener o guardar aquellas diversas experiencias.

Como puede inferirse, los seres más solicitados por su experiencia eran los ancianos. Un viejo es alguien del cual se espera que esté lleno de experiencias. Alguien que guarda, muy seguramente un cúmulo de experiencias dignas de contarse (o al menos de no dejarse perder, de conservarse). En esas personas, el contador de cuentos descubrió un tesoro o una mina riquísima de experiencias; hasta es posible que buena parte de los primeros narradores hayan sido esos mismos ancianos. Todo viejo, por lo demás, ha ido afianzando o afinando la experiencia hasta convertirla en consejo o enseñanza. Esa decantación del material vivido lo eleva a un sitio privilegiado desde donde puede apreciarse de mejor manera la extensa planicie de la vida. Digamos que un viejo, de alguna forma, está próximo al final y sabe, por lo mismo, la conclusión de ese relato iniciado con el nacimiento. Tal vez por estar muy cerca del final es que tiene una perspectiva excepcional para convertirse en referente de sabiduría. Y el narrador, ávido de experiencias, va en su búsqueda o acude a los recuerdos del anciano para, desde allí, elaborar sus relatos.

Salta a la vista que el narrador busca con su tarea no dejar morir o desaparecer lo vivido por una comunidad. El narrador, en ese sentido, es un guardián de las tradiciones, de los mitos, de las historias de los pueblos (la idea ha sido desarrollada ampliamente por Elias Canetti). Y ese cuidado del contador de historias por lo pasado, por lo lleno de sentido para alguien o para un grupo de personas, se le vuelve un imperativo o una necesidad vital. Surge, entonces, una paradoja: el narrador no quiere dejar morir la herencia de experiencias de una persona o una tribu pero tiene que, en algún momento de su narración, decir o escribir la palabra «fin». No obstante, a pesar de esa espada de Damocles que es el trabajar con el tiempo, el narrador convierte las experiencias, propias o ajenas, en una materia tan dúctil y fuerte con la cual puede construir los mojones más visibles para orientar una comunidad.

Volvamos al inicio. La experiencia es la vida vivida; los hechos convertidos en acontecimientos. Pero, de otra parte, esas experiencias son un pábulo precioso para que los contadores de cuentos las conviertan en motivo de enseñanza. En esa medida, el valor de relatar nuestras historias cumple una doble finalidad: primero, nos singulariza la existencia, nos afirma como individuos; segundo, nos pone en actitud fraterna, en disposición para compartir con otros lo que hemos vivido. A la par que refrenda ese hecho maravilloso de ser únicos e irrepetibles, también nos muestra que no estamos solos; que participamos de las experiencias de todos los seres humanos. Precisamente, la narración nos ubica en esa fraternidad temporal, en ese fluir de la vida en donde somos una única historia y al mismo tiempo un relato colectivo.

(De mi libro Ser viento y no veleta, Kimpres, Bogotá, 2010, pp. 197-202).

Del escuchar

16 domingo Jul 2017

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Aforismos

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Ilustración de Brad Holland

Ilustración de Brad Holland.

Escuchar pacientemente lo que no se oye, esa es la tarea excepcional de los dioses.

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En algunas ocasiones no son nuestras palabras las mal entendidas, sino la escucha de malísima fidelidad de nuestros receptores.

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Ciertas confesiones, tan íntimas y secretas, piden que la escucha sea tan silenciosa como en una “sala de conciertos”.

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Nos falta atender con más frecuencia los señalamientos de nuestra naturaleza: por una vez que hablemos deberíamos escuchar el doble.

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Escuchar es más difícil que hablar: demanda el esfuerzo interior de mantenernos callados.

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“Entrarle por un oído y salirle por el otro”: la escucha en su mínima intensidad; “ser todo oídos”: el umbral superior de los buenos escuchas.

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Lo difícil, a veces doloroso, es disponer de la paz y el silencio suficientes para escuchar nuestra voz interior. El corazón habla casi siempre en murmullos de baja frecuencia.

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En algunas ocasiones, escuchar es más efectivo que dar un consejo.

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Hay personas que oyen pero no escuchan. El oído capta las señales, pero es el interés genuino por el otro el que en realidad descifra los significados.

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Escuchar a los viejos es una manera de alargarles su existencia. El que recuerda extiende su vida hacia el pasado.

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El buen conversador es el que sabe escuchar las últimas palabras de su interlocutor para convertirlas en motivo de su nueva intervención. El secreto de conversar reside en saber cuándo estar callados.

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Aunque el diván del psicoanalista está hecho para que descanse el paciente, lo cierto es que es un sitio para que este último escuche sus propias palabras.

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Los escuchas críticos preguntan para acabar de entender y parafrasean para aclarar la información. El escucha crítico tiene diferentes recursos de captar lo implícito.

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El silencio y la escucha tienen una hermandad indisoluble: el primero es tierra fértil para que la segunda coseche sus frutos.

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El amor inicia y crece con palabras; pero hacia el final precisa de silencios para sobrevivir: “Es que tú, ya no me escuchas”.

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Los confesionarios de las iglesias deberían están insonorizados: solo el cura puede escuchar los secretos de los pecadores y los culpables.

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En ciertas ocasiones, tomar notas mientras habla otra persona es un signo de buena urbanidad del escucha. La escritura, en esos casos, es un tercer oído del oyente.

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“No hay peor sordo que el que no quiere oír”; dice el refrán. Eso es cierto: hay fanatismos y obcecaciones por la ira que provocan hipoacusia severa.

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Adulador: maquinador perverso de la falsa escucha.

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Aunque no siempre sea así, el que desea ser escuchado pide que nuestros ojos estén en contacto con los suyos. El oído confía en que la vista perciba lo que las palabras apenas insinúan.

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Empatía y antipatía: las dos tensiones emocionales que soportamos al escuchar a otro.

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Los fundamentalistas religiosos de tanto oír la voz de su dios, se vuelven sordos para escuchar otras creencias diferentes.

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El que escucha, según la etimología, monta guardia. Es un centinela del decir ajeno.

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El grito es hijo de la ira; la escucha tiene como madre a la paciencia. El primero posee la irracionalidad de las pasiones; la segunda, la reflexiva serenidad de las virtudes.

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La audiencia de los medios masivos de información oye poco. La novedad ensordece la escucha.

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La arrogancia y el orgullo son los mayores obstáculos para que fluya la escucha. La primera, porque desprecia el contenido del mensaje; el segundo, porque considera indigno al mensajero.

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“Aguzar las orejas” es tanto como sacarle punta a la atención.

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A veces, no se requiere oír todo para comprender una confesión: el corazón escucha más cosas que lo que el entendimiento percibe.

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El silencio activo es un gran validador de nuestra escucha. No siempre replicar es un buen indicador de que algo en verdad nos interesa.

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Las confesiones de amor más que ser satisfechas lo que piden es ser escuchadas.

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Buena parte de las vocaciones religiosas nacen de haber escuchado un llamado. Es el oído, entonces, el sentido más indicado para atender las demandas de lo trascendente.

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“El que no escucha consejos no llega a viejo”, dice el refrán. Es decir: el oído atento es el verdadero elíxir de la larga vida que buscaban los alquimistas.

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Interrumpir o no interrumpir: ese es el dilema del conversador atento. Si lo hace puede frenar la comunicación fluida; si no lo hace, el interlocutor terminará en un monólogo.

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El chismoso oye de manera parcial y malintencionada. Lo que más le interesa es entresacar de los asuntos oídos aspectos negativos que puedan afectar al emisor del mensaje. La murmuración es la perversión de la escucha.

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El verdadero pecado de Eva no estuvo en morder la manzana, sino en haber escuchado complacida la tentación de la serpiente.

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Nuestros prejuicios son el ruido que no deja escuchar bien lo que dicen los demás.

Entre apariciones y parecidos en la obra narrativa

08 sábado Jul 2017

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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San Lucas pintando la aparición de la virgen de Georges Vasari

«San Lucas pintando la aparición de la Virgen», de Giorgio Vasari.

De todas las pinturas realizadas sobre la aparición de la virgen a San Lucas, inspiradas en el relato de Jacobo de la Vorágine en la Leyenda dorada, hay una que me cautiva. Me refiero al cuadro de Giorgio Vasari. Dicha pintura me va a servir para reflexionar sobre las relaciones entre realidad y ficción, y los equívocos de los familiares y amigos cercanos del escritor cuando oyen o leen un cuento o una novela del artista.

En consecuencia, teniendo como referente el cuadro del historiador y pintor italiano, voy a hacer algunas puntualizaciones al respecto. Empezaré por señalar un hecho: el que está pintando no es san Lucas, sino Vasari. Así que, Vasari se vale de él mismo, como personaje, para hacer el papel de san Lucas. Es decir, traslada sus rasgos, su vestuario, su propia experiencia como pintor, a la figura de ese que “en verdad” contempló la aparición de la virgen. Vasari pinta a Vasari pero en el cuerpo de san Lucas. O mejor: el san Lucas que pinta es otro pintor, de otro tiempo, pero conocedor del oficio. Deduzco que esta astucia del pintor es análoga a la del novelista cuando usa un narrador en primera persona o un narrador testigo para contar un hecho, una experiencia o un suceso. Aquí habría que advertir a los familiares y amigos cercanos del autor que lo que leen no es una copia de lo que el autor vive o experimenta. La situación puede ser semejante, el acontecimiento cabe ser parecido, pero el narrador es un recurso, una interpuesta persona usada por el autor para sus fines literarios. Si se me presta la expresión, el narrador es una construcción, un invento del autor. Obvio, tiene gestos, posturas, hablas, que en algo evocan al autor, que en parte cumplen un papel mimetizador o de camuflaje.

Un segundo punto, evidente en el cuadro, es el asunto mismo que se está pintado. Se trata de una virgen con el niño en su brazo, rodeada de ángeles. Vemos en el cuadro que el pintor algo retoma de la “imagen referente” puesta en una triple dimensión, pero debe traducirla a las dos dimensiones del lienzo. En suma, para aplicarlo a la literatura, lo que se plasma es una traducción, una adaptación, una transformación de la realidad vista o vivida. El narrador como el pintor elige un ángulo, una perspectiva, un punto de vista. Algo edita, algo resalta, algo elimina de todo el conjunto que sus ojos o su memoria retienen. Pero lo más interesante es que, si uno baja la mirada, descubre que esa imagen de la virgen, no está de pie en un piso de mármol, sino que levita o se encuentra parada en una nube evanescente. Se comprende que lo que está pintando san Lucas (Vasari) es una “visión”, un sueño, una fantasmagoría. De nuevo, podemos decirles a los familiares o amigos cercanos del autor, que lo que leen en un cuento o una novela no es un calco objetivo de las vivencias del escritor, sino “visiones”, «imaginaciones”, «fantasías”, “espejismos”, “apariciones”, tanto más reales cuanto sea preciso y atinado el dominio de la palabra escrita. Porque esa es otra tarea: el que escribe debe convertir o traducir lo que ve o siente en un código hecho de grafías que aspiran a emular o transcribir sensaciones, emociones, percepciones, ideas. A veces esa transcripción será muy cercana a lo observado y, en otras ocasiones, muy lejana o nada parecida. Habrá matices o tonalidades frente a ese asunto. De allí que los familiares o amigos cercanos al autor descubran ingenuamente ciertas semejanzas de un personaje literario con alguien conocido, pero, a la vez, no se percaten de las fusiones, mezclas, mixturas o trasvases que el narrador emplea para hacer más interesante, más dramático un relato o el capítulo de una novela.

Un aspecto adicional tiene que ver con los observadores, con el público que mira la obra del pintor. Pienso que en el cuadro están reflejadas las posibles actitudes de los familiares o amigos cercanos vinculados con el autor: o bien pueden mirar la “visión” (y esto ya parece extraño, porque lo percibido por una persona no es idéntico para todos los demás); en otros términos, andan en función de ubicar lazos de filiación o puntos de similitud en las dos dimensiones: “ese personaje es igualito a la tía Rebeca”, dirán unos; otros, corregirán al autor cuando les lee un relato, porque le advierten que “el tío Apóstol no había estado en ese lugar o no usaba ese tipo de pantalones”. Hay otros lectores, el cuadro muestra a uno de ellos, que su acción esencial está en observar el lienzo mismo. No les interesa buscar el “parecido”, sino que disfrutan de la obra realizada. Quizá, a través de su observación, imaginen o construyan sus propias visiones. Tal vez agreguen o completen con sus personales historias zonas del cuadro que están en penumbra o ligeramente definidas. Nunca se sabe cómo impacta, cómo toca al lector un personaje, una anécdota, un diálogo en un relato.  

Observo el cuadro de nuevo y señalo dos cosas más: la primera, ejemplificada un poco en el personaje del fondo del cuadro, que la literatura es un oficio, un trabajo, una artesanía lingüística mediante la cual transformamos, adecuamos, mudamos, destilamos experiencias vividas o imaginadas usando el  alambique de la palabra. El día a día, los eventos donde el autor vive o trabaja, todo ello sirve de detonante, de masa, de campo de batalla o de coordenadas para que se elabore o se obtenga un producto distinto a los insumos o materia prima. Desconocer esto es limitar los alcances mismos de la ficción y la literatura.

Otra arista es la de la interpretación de un hecho o situación (real o imaginada) que el artista plasma en su obra. El cuento o la novela son un testimonio de la manera como el mundo, las personas tocan la sensibilidad o la inteligencia del autor. Es un registro de cómo ha hecho sentido para un individuo una pérdida, una decisión, una interrelación o una situación específica. El narrador, por lo mismo, entrega al público su versión de ese acontecimiento, su posición o traducción de una de las múltiples caras de la realidad. Por tanto, los familiares y amigos cercanos del autor tendrán que alejarse un poco (o muchísimo) de esas narraciones para poder apreciar en verdad qué tanto ha recreado el autor determinado hecho o experiencia, cuál es el aporte de su fantasía, o cuánto de lo que presenta corresponde al fino y elaborado tejido con las palabras.

Tal vez sea la cercanía al autor o el compartir un presente y un grupo de personas lo que lleva a confundir, cuando se lee una obra literaria, el mundo de la realidad con aquél otro de la ficción. Desde luego, si los lectores son de otras latitudes o si ya han pasado los siglos, y no hay testigos directos de lo que se cuenta, la narrativa será menos esclava del orden de las similitudes y podrá expandir sin obstáculos los fluidos poderosos de la inventiva, lo lúdico y la multiforme imaginación.

Cuatro ángulos gongorinos

02 domingo Jul 2017

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Góngora y Argote por Diego Velásquez

Góngora y Argote por Diego Velásquez.

I

“No es sordo el mar:
                                   la erudición engaña”.

 

¿Basta con tildar a un autor, rotularlo a una escuela para hallar su caldo creativo, su sabor único? Parece que no. Y más con Luis de Góngora y Argote. Fácilmente se lo clasifica como barroco, como cultista o como culteranista… hasta enrevesado y pedante. Pero el maestro cordobés sobrepasa los límites de un estilo, de una academia. Su poesía avanza por encima de los cánones arbitrarios que algún historiador de arte intuye y que determinada sociedad impone. Góngora es mezcla, pero es también diferencia. Sucede como con la poesía de Mallarmé: crea su espacio propio, el de la escritura que quiere devorar, gustar la esencia misma del ritmo. Góngora como Mallarmé son poetas de los extremos. Y la música es uno de los extremos de la poesía. Muchas de las aproximaciones al mundo gongorino adolecen de sensibilidad auditiva: a Góngora no se llega con el simplismo del erudito, sino con los ecos de las armonías ¡qué importa que sean tan sólo dos instrumentos! Góngora es un poeta de la palabra: de la música. Existen en su obra giros, líneas que más que una sumatoria de versos, de figuras, son partituras de una nueva notación… Es la notación predilecta de aquellos que exaltan la Naturaleza; escritura de la quietud. Luis de Góngora es el poeta de la Fijeza. Y es allí, en la riqueza de la inmovilidad, donde habita el mundo místico de la contemplación, donde se escuchan los acordes de una lira, tocada por los dedos sordos del aire, de un aire que es límite… “Si de aire articulado no son dolientes lágrimas suaves estas mis quejas graves, voces de sangre, y sangre son del alma”… de un aire que sopla como el mar en los oídos de los peces.

II

“Pasos de un peregrino son,
errante,
                                                                                   cuantos me dictó, versos,
dulce musa
en soledad confusa
perdidos unos, otros inspirados”.

 

Se ha dicho también que Góngora no es un poeta vital; que sus creaciones son juegos intelectuales, obras de erudición. Que su barroquismo es una barahúnda de latinazgos pasados de moda, neologismos carentes de sentido y una que otra rareza del viejo diccionario. Todo eso se ha dicho por querer leer en Góngora la vida pensada desde otro tiempo y con algunos prejuicios creados por la ciencia de la lingüística. Todo eso se ha dicho por buscar torpemente en los versos del poeta una dimensión exterior, científica si se quiere. Muy por el contrario de lo que se cree, Luis de Góngora es uno de los poetas más vitales que ha dado la poesía española. Vida en el sentido de unión primera, de unión mágica. Vida que es confusión de espacios y de mundos: caos que engendra. En Góngora no hay dicotomías (a no ser como recurso estilístico). Es un poeta que junta en el mismo joyel la porcelana, el madero o el cobre burdo. Si selecciona sus materiales no es por exclusión sino por condensación: de un espacio a una cualidad, de esa cualidad a una característica, de esa característica a un detalle, de ese detalle a un recuerdo, de ese recuerdo a una esperanza… Góngora es el poeta de la mirada continua, del parpadeo instantáneo. Y al captar de esa manera el mundo, ve también la vida. Al apreciar el movimiento exterior de las cosas (su fijeza) a la par del movimiento interno de las mismas (su acontecer), Luis de Góngora crea el lugar del hombre: el destierro. El peregrino es el eje vital de los naufragios: el errante buscador de cornucopias míticas.

III

“Mal te perdonarán a ti
las horas; las horas
que limando están los días,
los días que royendo
están los años”.

 

Ser poeta de la Vida es ser poeta del tiempo. Ningún tema obsesiona tanto a Luis de Góngora como aquel de las horas que pasan y que al mismo tiempo nos acaban. En la mayoría de sus obras abundan las alusiones al caballo, a las alas, a los leños; su poesía es un inventario de cosas viejas que no se resignan a morir engañadas. El cordobés intenta resucitar con sus palabras el destino fatal del existir. La manera de recobrar el tiempo es aceptándolo. Se sabe que el ser exterior de las cosas es una condena temporal: su duración; pero en el interior de las cosas –en el acto de ser o no ser, de estar o no permanecer– hay una salida: su vivencia. La vida no está más allá del tiempo, la vida misma es el tiempo. Todo tiempo apropiado es vivencia. Caer en la cuenta de este hecho básico en el mundo gongorino es comprender su situación de hombre maduro medieval que preludia una etapa moderna: el hombre en la encrucijada, en el abismo de ser un engaño perpetuo o una carne finita. Góngora por ende, rechaza el sueño, reniega de las sombras. Su afirmación nos lleva al sol, al astro que cada día cuando alumbra –aunque no nos demos cuenta de ello– es fugacidad. El sol es un cometa. La vida para Góngora es aspirar el instante, es recobrar el soplo primigenio que la formó. Hay tantas aves en la poesía gongorina… ¡hay tanto tiempo! Quizá Luis de Góngora no es otra cosa que el alción, ese pájaro familiarizado con el agua, que intentando recobrar lo que más ama mete sus alas en el fondo del fango.

IV

“Vanas cenizas temo al lino
breve,
                                   que émulo del barro le imagino
a quien
                                                                                  (ya etéreo fuese, ya divino)
vida le fió muda esplendor
leve”.

 

De todo lo que se ha dicho sobre Góngora, hay un elemento que finalmente me gustaría recalcar: su honda preocupación por lo metamórfico. Y es en este preocuparse donde Luis de Góngora y Argote sobrepasa su tiempo, su escritura. Ser custodio de las metamorfosis es ser consciente del ser mismo del arte. Si hay una finalidad en la poesía gongorina es no dejar ningún pedazo de realidad suelto. Cada cosa se convierte en otra y ésta última se metamorfosea en río, en árbol o en fuente. Volver al ciclo, al origen, esa es una meta artística para Góngora. Ahora bien, retornar no es necesariamente volver con el mismo rostro. Góngora no es un poeta que diga las cosas como son, sino más bien como las vemos y aún mejor, como nos las imaginamos. Góngora es un preludio del romanticismo y del simbolismo. Nada hay de renacentista –si es que ese término puede aplicarse a una manera de sentir– en él, nada hay de clásico en el creador de las “Soledades”, todo es un llameante subir de colores, brisas y armonías. Su escritura poética se asemeja al pintar del Greco. Subiendo en llamas… alcanzando la dimensión del fuego, de la hoguera, de la ceniza y la chamusquina. Las metamorfosis, los cambios que retornan, el hijo pródigo que vuelve, la vida que renace de sus propias cenizas: el fénix. Góngora es un poeta atormentado por el tiempo, mas no por la muerte. Góngora es un poeta subyugado por la belleza: vida y muerte que se juntan en un barro que al caminar siente frío y se derrite. Vida y muerte que se juntan en el hielo río evaporado de la cópula.

(De mi libro inédito: El vicio de Don Quijote. Lecturas y relecturas literarias).

 

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