
Ilustración de Jim Tsinganos.
He constatado durante varios años en muchos familiares y amigos que no tienen el empeño o la tenacidad para llevar a cabo sus propósitos. Fácilmente dejan de lado lo que parecía un gran proyecto o renuncian a un ideal cuando les aparece el primer obstáculo. Con varias de esas personas he conversado y aunque al inicio parecen reaccionar positivamente, apenas pasa un tiempo vuelven a su desidia de siempre acompañada, por lo general, de una disculpa justificadora. Mi conclusión es que esos hombres y mujeres carecen de fuerza de voluntad.
Entiendo que la voluntad es una facultad o una fuerza interior que nos impulsa a convertir nuestras querencias en genuinas acciones. La voluntad, que entre cosas no viene con nuestros genes, es algo que agregamos a lo dado por la especie o la naturaleza. Es una obra nuestra, un andamiaje de nuestra psiquis para acercar lo que parece lejano o domeñar lo que a todas luces resulta inconquistable. Algunos filósofos la consideran una virtud y otros psicólogos la ven como un atributo de la personalidad. En todo caso, considero que sin la voluntad estamos sometidos a la inmediatez de nuestras pasiones o los caprichos de las circunstancias.
Pensándolo con detenimiento, buena parte de poseer dicho atributo está muy relacionado con las particularidades de nuestra crianza. Si nuestros padres o nuestros cuidadores iniciales poco hicieron en templar nuestros apetitos, si tan sólo se dedicaron a complacer y proveernos de cosas, si no hubo una pensada forma de sortear las demandas del capricho, muy seguramente el resultado será una personalidad endeble, frágil y con un mínimo de autodominio o autodeterminación. Por el contrario, si lo que hubo fue una crianza en la que abundaron los retos, las carencias puestas como conquistas, la contención de los antojos, el aprender a vivir con lo estrictamente necesario, el producto final será un carácter férreo con la fortaleza suficiente para sortear los obstáculos o no renunciar a nuestras obras más queridas. Los criadores son definitivos para troquelar los hábitos, para gobernar adecuadamente las pasiones o para desarrollar los músculos de nuestra estructura moral.
Aunque dicha crianza tiene un peso significativo en nuestro desarrollo, también cuenta el tipo de educación que recibimos. Una escuela complaciente y permisiva, unos docentes poco cuestionadores o relajados con nuestro proceso formativo, traerán consigo estudiantes perezosos, cansados antes de empezar cualquier tarea, irresponsables para concluir lo que empezaron. En cambio, un escenario escolar con claras y definidas pretensiones formativas ayuda enormemente a que la voluntad de los estudiantes adquiera buenos soportes y, especialmente, discipline las pulsiones, enfoque los propósitos, ejercite el cumplimiento de tareas. Por eso es que, si bien es cierto que los conocimientos son importantes en un proyecto educativo, lo es aún más el acompañar a niños y jóvenes en su desarrollo personal, ayudándoles a contar con un medio adecuado y apto para ejercer responsablemente su libertad.
El otro ingrediente, el que tiene mayor injerencia, le concierne a cada persona. Es una labor de la que debemos ocuparnos individualmente. En este caso, y eso haría parte de la madurez de nuestro psiquismo, cada quien deberá ejercitar la voluntad hasta el punto de saberse autónomo, autorregulado, responsable de sus apetitos. Cabe decir acá, que no podemos llegar a una edad madura en nuestro cuerpo pero teniendo una voluntad en una etapa adolescente o infantil. Considero una fractura en el esqueleto moral de una persona el llegar a adulto con la incapacidad para mantener en alto un propósito, aletargado por cuanta cosa se le ocurre al mercado de las novedades y las lentejuelas, amodorrado y abúlico, sin tener un proyecto vital que jerarquice y sopese las vicisitudes de su existencia. Este cuidado de sí, incluye desde luego una educación de la voluntad.
Cabe preguntarse aquí, ¿y cómo se logra tal objetivo? Lo primero está en saber bien qué es lo que queremos con nuestra vida, con nuestro trabajo, con las múltiples posibilidades de nuestras dimensiones humanas. Si no está claro el fin, la meta, el objetivo, con gran dificultad sabremos hacia dónde llevar nuestros esfuerzos. La voluntad necesita avizorar tal cometido, eso la estimula, la espolea. Sobra decir que a veces esa diana está ya consolidada y, en otros casos, es apenas un ideal delineado en nuestra mente. En ambos casos cumple el mismo propósito: servir de detonante para que despunte la voluntad. El segundo asunto tiene que ver con caldear el espíritu de motivación, de ganas o interés. La meta visualizada requiere del calor de las emociones para que movilice los músculos de la voluntad. Finalmente, viene el punto más complejo, la etapa en que la voluntad como tal cumple su rol fundamental: pasar a la acción. Dar ese paso, empezar la tarea, elaborar una parte de un proyecto, disponer un ambiente… es lo que en realidad pone en escena la fuerza de voluntad. Porque lo común es que tengamos ilusiones, sueños; pero lo excepcional es que empecemos a hacer algo para alcanzarlas o realizarlos. La acción, en este sentido, es voluntad encarnada.
Hagamos un alto y advirtamos un asunto. A veces tenemos la voluntad dispuesta pero nos ponemos retos tan desmedidos, pretendemos alcanzar el objetivo de una sola zancada, que el resultado es la reacción contraria. Pasamos al desánimo, a la pereza o el desgano absoluto. Lo mejor, y ese es un consejo de utilidad cotidiana, es empezar por acciones pequeñas, por pasos que aunque parecen insignificantes, van fortaleciendo nuestra voluntad. Son esas pequeñas acciones repetidas, continuas, las que modelan los hábitos. Y los hábitos son una especie de voluntad automatizada; esa que no necesita demasiada vigilancia para que opere. Lo valioso en estas pequeñas acciones es que la voluntad se va haciendo más fuerte; y con mayor fortaleza puede enfrentar distancias más amplias, atreverse a sortear baches más grandes.
Dicho lo anterior, podemos retornar a nuestro planteamiento. Una vez dado ese pequeño paso, interviene otra dimensión de la voluntad: la de la persistencia. No es posible llegar a lo más lejano si no se persiste, si no se sigue dando otro paso y un paso más. Aquí es donde se requiere de fuerza: la voluntad genuina persevera, se mantiene. No baja la guardia. He visto que es en esta zona donde muchas personas terminan por abandonar lo que con tanta alegría y entusiasmo empezaron. Hay ideales y motivaciones que son fruto de un día. De allí que la persistencia demande vencer el cuerpo, imponerle un horario, sacarlo de su cómodo ambiente de la placidez, la comodidad y la satisfacción con las urgencias inmediatas. La persistencia es la manera como la voluntad enfrenta las tentaciones de la inconstancia, la veleidad, la flaqueza y la inestabilidad.
Hay cierto empeño ascético, de dominio de sí, en la fuerza de voluntad. Es en ese resistirse a los malos hábitos o en contenerse para no ceder a lo inmediato, como se mide el talante de nuestra volición. Tener el temple para decir que no, mantenerse en un propósito, cumplir sagradamente un plan de ejercicios, apropiar un nuevo hábito, son evidencias de lo que en verdad es tener fuerza de voluntad. Se requiere asiduidad y obstinación para no entregarse a las banalidades o al mercado de la ilusión de nuestra época que todo parece ponerlo en la bandeja de la facilidad o la inmediatez. Esta generación de la prisa y lo superficial riñe con el desarrollo de la fuerza de voluntad. Todo aquello que demande esfuerzo, perseverancia, tesón, parece relegado o sin valor. Tal vez por eso mismo son mayores la frustraciones y también por ello hay más hastío y una candidez frente a la realidad que raya con la sumisión y el borreguismo. Por no tener fuerza de voluntad es que los astutos engatusadores del comercio hacen su negocio, y los sectarios y fanáticos secuestran el juicio crítico y la autonomía de las personas.
La fuerza de voluntad, en síntesis, subraya la firmeza en nuestras decisiones y la constancia para ejecutarlas. Pone el acento en el dominio de los impulsos o los apetitos sensibles y aboga por el autocuidado, el autocontrol y la autodisciplina. Austeridad, contención, creación de hábitos y objetivos de vida claros son los mejores remedios para una abulia severa. Quien tiene y ejercita esa fuerza interior es el que logra una voluntad de hierro, con la cual hace menos dócil su espíritu a las demandas de la inmediatez y puede llevar a feliz término sus más lejanos objetivos.