Sigo creyendo que escribir aforismos es una excelente forma para ejercitar el pensamiento. Un artefacto para obligarnos a reflexionar y darle salida a la producción de las propias ideas. Y es, de igual manera, una buena escuela para foguearse con las palabras, con su peso y su ritmo, con la precisión semántica y el esfuerzo para que esos signos mudos digan lo esencial. Por todo ello, he invitado a mis estudiantes de primer semestre de la Maestría en Docencia a que, durante quince días, consignen diariamente sus aproximaciones o circunnavegaciones sobre un tema específico.

A pesar de haber escrito en este blog al respecto, no sobra volver a insistir que la hechura de este tipo de textos además de ser una orfebrería de la concisión, es una posibilidad para construir estructuras lingüísticas altamente creativas que susciten la meditación, el autoexamen o la mirada crítica sobre las personas, la sociedad o el vasto mundo. En consecuencia, voy a dar otras pistas que puedan servir de referencia a los maestrantes enfrentados por primera vez a escribir estas diminutas obras capaces de derribar los lugares comunes o ser un antídoto para la candidez de la crédula mayoría.

Lo primero o fundamental es andar con el tema objeto de nuestra pesquisa para arriba y para abajo. Llevarlo como una preocupación de nuestra intelección a todas partes. Algo así como dejarse habitar por el tema. No soltarlo por ningún motivo. Hablar de él con amigos y conocidos, ponerlo en el menú de nuestras inquietudes cotidianas. Lo que se busca con ello es que nuestra cabeza se ocupe y se preocupe por esa temática. En esta inmersión el hacerse preguntas es definitivo. No sobra advertir que para unos óptimos resultados, hay que evitar el recurso fácil de acudir a internet o leer a escondidas un libro sobre dicho aspecto. Está prohibido copiar o transcribir a otros en esta etapa. La consigna es perentoria: cada quien puede decir o expresar algo sobre un tema sin tener que echar mano de muletas ajenas.

A mí me ayuda mucho, en este proceso de dejarme habitar por un tema, además de las preguntas, establecer relaciones o tender puentes o vínculos: ¿este tema con cuál otro podría relacionarse? O echar mano de unos recursos aprendidos del estructuralismo: ¿qué es lo contrario?, ¿qué es lo contradictorio? Así que, mientras camino o voy hacia el sitio de mi labor habitual, estiro la temática, lo amaso con esos recursos. A veces las oposiciones abren rutas de entrada inesperadas al motivo elegido. También me sirve explorar en el campo semántico del que participa mi temática; hago que emerjan o empiecen a aglutinarse esos términos asociados. Procedo por redes semánticas para darle más alcance a aquella semilla de reflexión.

A la par de este proceso de pensamiento voy pergeñando o esbozando las primeras escrituras. Redacto conatos de ideas; pongo listados de palabras; silueteo una frase, así sea balbuciente en el papel. Procuro hacer esto a mano; el ordenador no permite que el tachón saque de debajo esa otra idea reconsiderada. La mano es rápida para dibujar una flecha, redondear un término o escribir al lado de una incipiente línea varias alternativas lingüísticas. No me preocupa, en este momento, que los aforismos salgan bien hechos o estén cabalmente terminados. El propósito es otro: dejar que el flujo de pensamiento haga su trabajo;  ofrecerle la mediación de la escritura para que, al verse reflejado en ella, se reconozca o se percate de otras alternativas, otras posibilidades, otras vías de reflexión.

En algunas ocasiones una de esas líneas empieza a tomar forma de párrafo. Lo que hago es, por supuesto, dedicarme a ella. Leerla en voz alta y ver cómo encajan o armonizan las ideas. Miro con cuidado si esa organización es la más adecuada o si debo hacer un cambio en la sintaxis. Uso paradojas, contrastes, símiles; apelo a la metáfora, a la ironía o a la riqueza de las figuras literarias. Corrijo, enmiendo, tacho y recompongo. Presto especial atención a la puntuación y si no estoy muy seguro del significado de un término, lo señalo con un óvalo de color y dejo para más tarde consultar el diccionario. Aquí cuenta mucho no perder de vista el proceso de pensamiento de ese momento; ya habrá tiempo para precisar una palabra. Advierto esto porque el aforismo es una escritura profundamente rumiada, tachonada, tallada, pulida en todos sus elementos. Así que, no debe crearse la falsa ilusión de que basta un primer intento para ya obtener un aforismo perfecto. Puede suceder que alguno de esos aforismos incipientes, por más que uno lo martille, no logre adquirir la consistencia o la calidad que uno busca. En esos casos, lo mejor es abandonarlo por un tiempo y seguir con otra parcela de nuestros apuntes. Es casi seguro, que pasadas unas horas, o al otro día, hallemos la forma o el término preciso que logre encajar perfectamente en nuestra  pieza aforística.

Tengo siempre al lado mi diccionario de sinónimos y antónimos y el Diccionario de uso del español de María Moliner. Cuando estoy atorado en una línea, me gusta buscar determinado término para descubrir filiaciones semánticas que, muy seguramente, puedan sacarme del impase. Corroboro las definiciones de palabras específicas para estar seguro de que lo que deseo expresar, sí corresponde al sentido de ese vocablo. Desconfío de las voces trilladas, de las muletillas que han perdido su carga comunicativa y me esfuerzo por recuperar el sentido primero de ciertos términos. Cuando estoy en esta etapa, cuando pulso las palabras y su significado, aprovecho el momento para oírlas, para ver si tienen una mejor melodía al cambiarlas de lugar o modificarlas por una voz semejante. Me esfuerzo en eliminar cacofonías, en sembrar las líneas de variedad semántica y en utilizar estratégicamente la puntuación.

Me da buen resultado escribir una y otra vez lo que voy ganando en cada versión. La reescritura es una poderosa herramienta para acabar de pensar. No elimino las versiones o los diferentes vestidos por los que va desfilando el aforismo. He aprendido que, al volver a repasarlo, pude abandonar algo, un giro, un término, que mirado desde la última versión, resulta ahora más apropiado, así lo halla desechado en el segundo o tercer intento. Más tarde, cuando ya he terminado esta escritura a mano, comienzo a pasar los aforismos al ordenador. Después de transcribirlos los imprimo y los vuelvo a leer. Una vez más viene otro momento de corrección o de ajuste a lo que ya parecía definitivo. En ciertas ocasiones, elimino aforismos que aunque me gustaban cuando los redactaba, ahora no logran mantener su encanto o resultan poco sugestivos. De nuevo una cuidadosa revisión a la puntuación entra a desalojar giros innecesarios o a fortalecer el tono lapidario y enfático del buen aforismo. Hechas todas esas correcciones en papel vienen los ajustes respectivos al texto registrado en el ordenador. La relectura en la pantalla, en algunos casos, trae consigo nuevas precisiones.

Agregaría, finalmente, un propósito que atraviesa o está siempre presente en mis ejercicios aforísticos: me refiero a tener una postura crítica frente a cuestiones dadas por hecho, a poner en desnivel verdades aparentemente incuestionables, a fisurar ideas preconcebidas o a ejercer el derecho de sospechar, dudar, conjeturar, recelar. El aforismo es un buen recurso para ello. Por lo mismo, hay que meditar, pasar por varios filtros la opinión pública y el sentido común, tomar la distancia suficiente para analizar las propias creencias, y atreverse a disentir. Por supuesto, poniendo esas ideas de manera breve y sugerente, tallándolas como si fueran piedras preciosas. Al fin y al cabo, esos pequeños textos deben ser tan urticantes en su contenido como llamativos en su construcción para que logren el objetivo de despertar la mente impasible o apática del lector.