Cuánto nos falta aprender y defender que la justicia es el puente entre la ética y la política. Sin esa mediación estaremos indefensos ante el capricho individual o los intereses de determinado grupo de personas.
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La norma, que es genérica, necesita de la justicia para aplicarla a un individuo. Los jueces son, en últimas, los que dan un rostro particular a la efigie abstracta de la ley.
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Por andar tan ocupados en la guerra hemos ido relegando el valor capital de la justicia. Nos ha importado más mantener el poder que regular la sociedad.
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¡Hay tantas injusticias que se han hecho en nombre de la justicia! ¡Tantos justos que han terminado siendo desalmados justicieros!
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La política busca por todos los medios quitarle la venda a la justicia. Especialmente para que ella vea las monedas puestas en uno de los platos de la balanza.
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Ciertas personas piden justicia como si reclamaran venganza. No los mueve el Derecho, sino el resentimiento.
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Aunque la justicia pretende ser imparcial, en el fondo necesita ser persuadida.
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Es más fácil percibir y sentir las injusticias que hallar lo justo. Primero estuvo el crimen que la ley, primero la falta que la norma.
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Se necesitan ciertas cualidades excepcionales para hacer cumplir imparcialmente la ley. Al salón de la justicia solo entran los superhéroes.
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“Todos somos iguales ante la ley”, dice el soberano y poderoso; “la ley es para los de ruana”, contesta el humilde y discriminado.
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El juez debe investirse para impartir justicia. ¿Por qué? Porque ese tipo de dictámenes, los que ponen tasa a la libertad de los hombres, tiene cierto parecido con los designios de un dios.
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Sentencia: momento en que acaba con alegría un proceso judicial y se inicia, dolorosamente, una condena.
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Retórica legalista: “Hay que darle a cada quien lo que le corresponde”… lo que le corresponde según las normas establecidas.
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Ley: acuerdo entre los hombre para transgredirlo permanentemente.
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Los abogados con sus argumentos a veces buscan aclarar y, otras, confundir al juez. Impartir justicia demanda una cuidadosa lectura de las partes. Los abogados usan los recursos persuasivos de la retórica pero al juez le compete utilizar la lógica hermenéutica.
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Hay resultados en el deporte que no son justos; pero aun así hay que atenerse y cumplir con el reglamento.
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El árbitro de fútbol es un ejemplo de la justicia sin papeleo. Sus veredictos son expeditos, sin abogados, a la luz del sol. Y lo más importante: son sentencias validadas al instante por un auditorio masivo a través del abucheo o el aplauso.
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El derecho no tiene alma; la jueces, sí. Por eso la justicia es imperfecta y falible.
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“La justicia cojea pero llega”, afirma el refrán. Como quien dice, la justicia necesita de tiempo. No debemos perder de vista que Diké, era una de las Horas: una diosa vinculada con las estaciones.
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Juicio justo: no mirar los rostros, sopesar las acciones.
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¿A qué conduce la injusticia? Al resentimiento. Y una sociedad resentida es proclive a la vendetta y a la ley por la propia mano.
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Ley del talión: justicia homeopática de los primeros tiempos.
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En abundantes casos, pedir justicia es aplacar un instinto o una pulsión. Se acude a la justicia para diferir la violencia. La palabra es más lenta que el golpe.
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La justicia es el horizonte lejano del derecho. El ideal soñado por la ley.
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A veces se usa o se alude a la compensación de la justicia divina, para ocultar las irregularidades o los vicios de la justicia humana.
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A pesar de que todos pregonamos la igualdad cuando hablamos de justicia, lo cierto es que argumentamos razones particulares al momento de apelar a ella.
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Juez: un tercero imparcial para ayudar a resolver los conflictos que, entre dos, no logran solucionar.
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Difícil tarea la del juez: obedecer al mismo tiempo a las demandas de la ley y atender las razones morales de los implicados. Derecho y ética puestas en la balanza.
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Las influencias y el poder económico pesan más en la balanza de la justicia que las leyes porque la verdad es alada y transparente y la ambición densa y opaca.
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Si bien existen los códigos y se cuenta con detallados manuales de procedimiento, el juez depende de la deliberación entre las partes. La letra, aún con su poder, no es suficiente para impartir justicia. El juez confía especialmente en la agonística voz de la oralidad.
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Nuestra época: muchas leyes y poca justicia. Tenemos más habilidades para legislar que para regular la convivencia.
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Un país puede cumplir cabalmente con todas sus leyes y, sin embargo, estar en deuda con la justicia social. La observancia de la legalidad no suple las desigualdades sociales.
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Reivindicar y reclamar son dos verbos que convocan a la justicia: de algo hemos sido despojados, por algo nos sentimos vulnerados. Entre el reclamo y la exigencia deambula la justicia.
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En la alegoría de la justicia nos hemos fijado más en la balanza que en la espada. No obstante, es esta última la que infunde temor. La ley es poderosa porque puede herirnos.
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La justicia prevé en la ley lo que en algún tiempo futuro tendrá que enjuiciar. La ley tiene la misma piel trágica del Destino.
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Dilema del juez corrupto alzando la balanza: ¿a más pesos menos pesas?
Quisiera empezar esta entrevista preguntándole, así sea de manera muy general, ¿qué es para usted la semiótica?
Yo creo que la semiótica es antes que nada una manera particular de leer. Una actitud ante el mundo y la vida por la que sospechamos que lo que está ante nuestros ojos no es lo que es. Que lo inmediato nos engaña, que detrás de todo eso que llamamos natural se esconde un fino entramado, un tejido cultural. Estamos inmersos entre signos, somos consumidores y productores de signos, nos socializamos y nos educamos a partir de ellos. En fin, el mundo que habitamos ya es de por sí un mundo signado. Entonces, la semiótica viene siendo como una especie de alfabetismo para poder leer esa maleza sígnica que nos circunda, una habilidad para descifrar ese enorme texto de la realidad. O, para ser más precisos, la semiótica es el abecedario, la cartilla con la cual podemos leer la vida cotidiana.
¿Pero acaso hay alguien que no lea cotidianamente la realidad? ¿No podría pensarse que la semiótica es como una habilidad natural que se va perfeccionando con la propia experiencia?
Yo hago una distinción: una cosa es ser consumidor de signos y, otra, lector de los mismos. Todos, pienso, participamos de ese permanente trato con los signos; pero lo que se propone la semiótica es ir más allá del mero uso; con la semiótica dejamos de ser sujetos pasivos de la cultura. De allí que, cuando uno lee semióticamente, tiene que volverse extranjero de la misma parcela de realidad que se propone descifrar.
¿Por qué no nos amplía un poco más eso de volverse extranjero?
De acuerdo. Y voy a hacerlo a través de un ejemplo. Qué más natural que usar unos cubiertos cuando llevamos nuestros alimentos a la boca, qué más común y cotidiano. Sin embargo, y permítame recordarle el texto, El imperio de los signos, en donde Roland Barthes a partir de los cubiertos de otra cultura, descubre las diferencias entre los palillos y el cuchillo y el tenedor. O para decirlo de manera más recia: sólo cuando Barthes es extranjero ante las formas de mesa de otra cultura, descubre o cae en la cuenta de las formas de significar de la cultura de la cual hace parte. Ser extranjero, por lo mismo, demanda una capacidad de lectura en donde hay que remontar los límites de lo obvio, de lo natural, de lo dado por hecho. Leer semióticamente es aprender a sospechar.
Ha usado varias veces la palabra “sospecha”, ¿a qué se debe esa insistencia?
Sospechar es tomar distancia de los hechos, los eventos, las cosas, las personas. Esa toma de distancia nos ayuda a comprender asuntos que, por estar inmersos en ellos, no podemos apreciar a cabalidad. Sospechar es poner entre paréntesis para no ser crédulos o para aceptar como incuestionables verdades o ideologías. La sospecha ha sido una de las claves de la filosofía y un detonante para la investigación científica. Piense no más, en todos los “maestros de la sospecha”: Freud, Nietzsche, Marx, y cómo lograron leer en profundidad los signos de su época, fisurar los sistemas, escavar dentro de las cosmovisiones de su mundo. El semiotista, por eso mismo, cuestiona, pregunta, entrevé, intuye, conjetura, olfatea su entorno como si fuera un detective.
¿Y cómo se empezaría a ser un alfabetizado en la semiótica?
Pienso que exacerbando los sentidos, así como pedía Arthur Rimbaud a los poetas; mirando con cuidado, escuchando con atención, tocando el mundo, oliscando todos esos indicios que están ahí frente a nuestras narices, pero que la mayoría de las veces pasan desapercibidos. Lo otro, es estar atentos, alertas a la realidad circundante. Los semiotistas son vigías de los textos y los contextos, de los intertextos y los paratextos… Instalados en una atalaya del entendimiento, perciben relaciones, ven diferencias, aprecian los matices. Digamos que el fundamento del semiotista puede sintetizarse en un axioma de hondas raíces artísticas: mirar lo que todos los demás dan por visto.
¿La familia podría contribuir en algo a esta alfabetización semiótica?
Por supuesto que la familia es fundamental en esta cualificación de los sentidos. En mi caso, por ejemplo, fueron mis padres y mis familiares los que me cualificaron el entorno. Recuerdo la importancia de “atisbar”, de “distinguir”, de “poner la oreja” y “afinar el ojo”. Aunque esa primera socialización fue en el campo, creo que resultó muy efectiva, y ya estaba interiorizada cuando enfrenté el mundo citadino. La crianza genuina implica eso, ofrecer algunas claves para leer los signos de mundo y esos otros no tan evidentes como los sentimientos o las relaciones humanas. Quizá la crianza consista, como buena parte la educación, en depositar algunas claves de lectura de la vida y de la cultura para poder habitarlas y otorgarles sentido. Tal vez hemos ido perdiendo ese papel de ser hitos, puntos de referencia, con las nuevas generaciones; de pronto hemos supuesto que tales habilidades se aprenden sin ninguna mediación.
Hablaba usted de la educación, ¿la escuela también es fundamental en este propósito?
Su papel es esencial. Creo que los maestros y maestras, más allá de impartir conocimientos, tienen la función de proveerles a los estudiantes unos “miradores”, unos lentes para hacer legible el mundo que les toca en suerte. Y más en esta época, cuando hay tal avalancha de información, que no es fácil diferenciar una cosa de otra; una época en donde todo circula pero no se tiene el juicio formado para aquilatar lo valioso de la mera basura insustancial. Y lo que se llama hoy “lectura crítica”, sería una labor para todos los educadores de todas las áreas. Esa lectura, la que pone en relación la parte con el todo, la que coteja el texto con los contextos, la que aquilata diversos puntos de vista, la que saca a la luz las ideologías ocultas, esa lectura es, en sí misma, una propuesta semiótica.
Bien, ¿me gustaría que me dijera cómo empezó a familiarizarse con la semiótica?
Decía hace un momento que mis primeros años fueron en el mundo rural. Ese contexto te obligaba a leer sus signos muy rápidamente: el humo, las marcas de las bestias, la forma de los árboles, el canto de los pájaros, los cambios en el clima… cada cosa hacía parte de una cartilla amplísima. Ir con mis tíos de cacería era una clase de semiótica aplicada fascinante. Todas las cosas dejaban marcas, huellas, indicios. Y aquellos infinitos caminos y esa cantidad de árboles poseían rasgos de distinción, elementos para diferenciarlos. Después, mucho más tarde, vino mi interés por el dibujo y la imagen, por el diseño, y más tarde mis estudios de literatura y el descubrimiento del estructuralismo y, años después, aconteció mi vinculación con el campo de la comunicación. Fue allí, en la carrera de comunicación social en donde me dediqué a profundizar en esta disciplina y en la que tuve por varios años mi asignatura de semiótica en tercero y quinto semestre.
¿Y cómo eran esas clases?
El primer curso era de semiótica básica y el segundo de semiótica aplicada. Recuerdo que trabajábamos el Tratado de semiótica general de Umberto Eco, la Teoría de los signos de Charles Morris y a alguien muy importante para mí, Charles Sanders Peirce, con su obra La ciencia de la semiótica. Leíamos esos autores y aplicábamos sus conceptos a los medios de comunicación y a asuntos de la vida cotidiana; por ejemplo, analizar los telenoticieros, la moda de los estudiantes según las distintas carreras, los avisos publicitarios, las señales de tránsito o las páginas de un periódico. Eran clases enfocadas a proveer a los estudiantes de unos miradores, de un método, de un vocabulario mediante el cual analizaran aquello mismo que estaban estudiando en su carrera. Veíamos cine, leíamos textos diversos y desarmábamos el significado de una obra de teatro, de una pintura o de una novela.
Los medios de comunicación estaban en el ojo de sus preocupaciones, ¿por qué?
Por formar parte de los intereses profesionales de los estudiantes y porque son los medios los que construyen una forma de apreciar la realidad. No hay que olvidar que los medios “fabrican” una idea del mundo y de las personas; editan el entorno para dárnoslo organizado de una particular manera. En consecuencia, nos tocar volver a desmontar esa puesta en escena para saber qué han dejado por fuera, qué han sobredimensionado o qué intención implícita están fraguando. Para nadie es un secreto que la televisión, y más en aquel tiempo, es un agente socializador tan importante como la familia o la escuela. Así que, era un buen laboratorio para apreciar cómo se recepcionaban los signos y facilitarles a los estudiantes un lenguaje consciente para producirlos.
En lo que he podido averiguar, usted dirigió varias tesis de pregrado relacionadas con el tema de la publicidad, ¿a qué se debió ese interés?
Corresponde, precisamente, a esa época. Fue un reconocimiento de mis estudiantes a lo que hacía o provocaba en aquellas clases de semiótica. O eran la continuidad de los trabajos finales que los estudiantes realizaban a lo largo del semestre. Tengo en mi memoria los recursos de análisis ideados por Barthes, sobre “El mensaje publicitario” o aquellos otros señalados por Georges Péninou o Juan Magariños para desentrañar la lectura de la publicidad: símbolos, íconos, índices… y cómo las figuras retóricas creaban con el lenguaje propio de la imagen (punto, línea, plano, color, textura, color, escala…) una seducción o persuasión en las piezas publicitarias. Lo que me animaba al dirigir esas tesis era estudiar o diseñar con mis estudiantes máquinas de defensa conceptual para develar los mecanismos de seducción de las mercancías, del consumo.
De igual forma, dirigió tesis sobre los cómics, teatro, fotografía…
Esa era una apuesta didáctica de aquel entonces: todos los conceptos enseñados y discutidos en clase tenían que ser validados en la práctica, llámese una serie de televisión como el “El profesor Yarumo” a la cual le aplicamos los trece signos propuestos por Tadeus Kowzan para el teatro; o las ideas de Lorenzo Vilches las validábamos en la fotografía de prensa o los aportes de lectura de la imagen de Joan Costa se hacían evidentes en una tesis sobre la fotografía o los cómics. Cuánto leyeron mis estudiantes a Santos Zunzunegui y a Francesco Casetti y a Edward Hall, el gran analista del espacio… Trabajos y trabajos que los estudiantes consideraban arduos pero, al mismo tiempo, interesantes.
¿Qué otros libros lo inspiraron?, ¿cuáles fueron esos autores que sirvieron de iniciadores en este campo?
Un pequeño manual de Sebastià Serrano, titulado precisamente, La semiótica; el Barthes de Mitologías y el Sistema de la moda, la Semiótica del arte de Yuti Lotman, El sistema de los objetos de Jean Baudrillard… Muchos libros y otros tantos autores.
¿Cuándo publicó su libro La cultura como texto. Lectura, semiótica y educación?
Eso fue unos años después. Como resultado de todas esa experiencia tanto académica como de investigación durante esos años en la carrera de comunicación, en la carrera de Diseño industrial y luego en la Maestría en Educación de la Universidad Javeriana, fui ordenando y sistematizando varias de mis producciones relacionadas con esta disciplina. A mis anteriores inquietudes se sumaron los temas de la lectura y la escritura y el asunto de los métodos idóneos para hacer lectura semiótica. En el prólogo de ese libro hago un recorrido más detallado de esas búsquedas y saco en limpio muchas de las ganancias que la semiótica tuvo para mí y para alguien interesado en ser un activo participante de la cultura y no un simple y pasivo consumidor de signos. El libro fue editado por la Universidad Javeriana y tuvo muy buena acogida. Muy pronto haré una reimpresión bajo otro sello editorial.
¿Y qué cosas pudo sacar en limpio?
Por lo menos tres cosas. La primera, que la semiótica era y sigue siendo una poderosa herramienta conceptual para leer el mundo que habitamos. Una especie de metalenguaje traductor con el cual es posible desenredar los sendos hilos con que está tejida la propia sociedad y las ajenas. La segunda, que al ser hábiles lectores de signos, nos puede ser más fácil presentarnos como ciudadanos interculturales, capaces de cuestionar nuestras propias creencias y, lo más importante, más aptos para aceptar la pluralidad y la diversidad de otros conglomerados sociales. Creo que un buen semiotista es menos fanático y menos sectario. Tercera, que la semiótica permite apropiarse de una lógica para investigar o dar cuenta de un problema, un tema o un hecho social. Para mí ha sido fundamental tener un método, una especie de lógica para ordenar la cabeza. Tal esquema de pensamiento, en el que se conjugan la lógica, la antropología, la sociología, la psicología, las artes y la filosofía, ha sido estratégico para desentrañar los textos, en sentido amplio, y para enriquecer las aproximaciones al campo de la literatura.
Ese es un asunto que me interesa profundizar, ¿cómo vinculó usted la semiótica con la literatura?
La clave estuvo en juntar la idea de “semiosis” de Peirce con la hermenéutica, especialmente de todo lo que había aprendido de mi maestro Paul Ricoeur. Llamé a esa propuesta, precisamente, “semiosis-hermenéutica” y consiste en combinar dos momentos: uno de orden estructuralista para desarmar el texto o la unidad cultural y otro, de espíritu hermenéutico para recomponer eso mismo que hemos analizado. La primera etapa nos da elementos para la explicación y, el segundo, para la comprensión. Al juntar esos dos momentos logramos la interpretación del texto literario. Le sumé a esta propuesta una síntesis gráfica, que denominé “redes paragramaticales” en la que es fácil apreciar las relaciones entre las partes y el conjunto. Como puede ver, es un método depurado de lectura, para salir del impresionismo o el mero impacto emocional provocado por una obra literaria.
Pero usted también ha dedicado buena parte de sus investigaciones y sus escritos al campo de la educación, ¿ahí, qué papel ha cumplido la semiótica?
Ha servido para muchísimas cosas. Pienso en el valor de la proxémica y su utilidad para que los maestros descubran y saquen partido del espacio, de las distancias y el territorio en el que necesariamente se inscribe una clase; de igual manera, en los aportes de la Kinésica y sus hallazgos sobre el significado del cuerpo y la postura para el acto de enseñar, el valor de las manos o la mirada para que un mensaje sea motivador o facilite el aprendizaje. De igual modo están las contribuciones de la paralingüística, lo que tiene que ver con la entonación, las inflexiones de la voz, y su incidencia en el uso intencionado del discurso de los docentes… Además, está la conciencia que la semiótica logra ofrecernos sobre los objetos, sobre los vínculos entre maestro y alumno, sobre los indicios o las huellas en una evaluación, sobre la didáctica misma expresada en la producción de materiales, y en los múltiples usos de la imagen…
Por lo que entiendo, para los educadores es primordial aprender semiótica…
Desde luego que sí, pero no solamente a estos profesionales. Pienso en los administradores, en los profesionales de las ciencias de la salud, en todas las profesiones de servicio social, en aquellos que actúan o llevan a cabo alguna ciencia social, en todos ellos, además de los comunicadores y publicistas, la semiótica es una ayuda, un recurso, una maleta de primeros auxilios para favorecer la interrelación, el contacto, la vía arteria del diálogo o la socialización. Analice usted este mundo de las nuevas tecnologías y coincidirá conmigo en que sin una buena alfabetización semiótica no lograremos sobrevivir al caótico universo de información indiscriminada o a la avalancha capitalista de los mercados globalizados.
¿Y cuál cree usted que es el papel de la semiótica en las sociedades contemporáneas?
A lo mejor el papel de la semiótica en estas sociedades tenga que ver con todo lo que le he venido diciendo: una llave para develar lo que se obstina en esconderse; una herramienta de desmonte de lo que está sistemáticamente clausurado o vedado por el poder; un dispositivo crítico para ser algo más que consumidores de información; un modo de leer cualquier tipo texto, para asediarlo desde ángulos diversos y en diferentes niveles; una dotación de útiles ciudadanos a partir de los cuales podemos comprender lo que somos y, a la vez, convivir con lo distinto sin por ello entrar a violentarlo o destituirlo porque no lo comprendemos.
Siendo la semiótica de gran utilidad, ¿por qué, entonces, parece no estar en primer plano o en las agendas académicas de hoy?
La razón es apenas obvia: entre más obnubilados estemos por la sociedad de consumo, entre más cándidos e incautos seamos, más fácil será que nos portemos como consumidores ansiosos y demandantes. Eso de una parte. De otra, los medios masivos de comunicación, cada vez más aliados con los grupos de poder hegemónicos, tienden a la entretención fácil, a encantarnos con las sirenas de la banalidad y lo frívolo. A estos medios tampoco les interesa que desarrollemos habilidades semióticas, so pena de que su negocio fracase o pierdan considerables audiencias. Finalmente, parte del poco énfasis de la semiótica en el espacio educativo, está asociado a que la escuela (y no me refiero sólo a la básica, sino también a la educación superior) perdió de vista el norte de formar un criterio en sus estudiantes y se ha dedicado especialmente a pensar en pruebas censales o a favorecer unas competencias demandadas por el mundo de la empresa o el mercado, y no por la misión fundamental de todo acto educativo: liberar el pensamiento, generar autonomía moral, propiciar el juicio sobre lo dado con el fin de posibilitar la recreación de otros mundos, de otras realidades, de otras maneras de estar en sociedad. Ahí está el desafío y, de igual modo, la oportunidad para ofrecerle a las nuevas generaciones esta gama de útiles cognitivos para analizar su entorno o idear alternativas innovadoras para transformarlo.
El papa Francisco: la fuerza comunicativa del gesto.
Mirada en detalle la manera como el papa Francisco se interrelaciona y transmite sus mensajes, podríamos decir que parte de su liderazgo o de su atractivo para las grandes masas reside en el estilo de comunicación que emplea. Un estilo hecho de varios rasgos mediante los cuales reaviva los vínculos afectivos y pone a reflexionar a fieles creyentes o a ciudadanos del común.
Un primer rasgo tiene que ver con un gesto afable y una disposición hacia el abrazo. El papa es una persona que irradia alegría y que se anima apenas ve una oportunidad de establecer contacto con otra persona. Besa, abraza, saluda; mira con detenimiento, escucha con atención. Tales gestos crean una confianza y una familiaridad que es la que lo hace sentir una persona cercana, un hombre de fiar o de querer tomarse una foto para conservarla en el álbum personal. La gestualidad de la alegría y la acogida rompen las barreras del distanciamiento o todas aquellas aureolas de los poderosos y encumbrados dignatarios.
Otro rasgo se centra en la manera como están escritos sus discursos. No son largos parlamentos abstrusos o demasiado conceptuales. Habla con ideas cortas y usa muchísimas alegorías, símbolos o imágenes que permiten que la mayoría entienda. Intercala expresiones del país o la región en la que esté hablando y se nota una reapropiación de tales contextos. Utiliza ejemplos y echa mano de anécdotas para hacer más visible un concepto o hacer la exégesis de algún pasaje bíblico. Hay reiteraciones, focos de atención, redundancias puestas en diferente frecuencia. También intercala un antiguo recurso de la retórica clásica: la interrogación. Es decir, esos discursos no están elaborados para interpelar a teólogos, sino a personas comunes y corrientes.
Un rasgo adicional es la forma como lee esos discursos, los comentarios que hace cuando pone en voz alta los textos preparados con anterioridad. Lee pausadamente. Se nota que es un texto preparado, recitado a solas muchas veces. Usa una de las manos para apoyar o reforzar lo que dice. Utiliza pausas y silencios de manera intencionada, especialmente después de que lee una pregunta o formula a la audiencia interrogaciones de hondo calado. Su voz emplea matices, se vuelve íntima cuando así lo requiere o sube de intensidad cuando desea imprecar o asumir un “tono profético” de anuncio y denuncia. Su mirada no se queda en el papel, sino que recorre al auditorio. Y a pesar de estar detrás de un atril, logra que su cuerpo o su presencia física sea la que en verdad transmite el mensaje. Improvisa cuando lo estima conveniente, usa el humor, dotando de un lenguaje coloquial a ese otro lenguaje frío de la escritura.
Hay otro cuarto rasgo: entra en relación muy rápido con el extranjero o se mimetiza con facilidad a la cultura que vaya. El papa Francisco no se muestra temeroso del abrazo del que no conoce; por el contrario, entabla vínculos de manera rápida. Recibe con facilidad la acogida y no discute o se molesta porque alguien le quiera poner un sombrero, una ruana o terciarle un carriel. No teme al contagio o se incomoda porque uno de sus seguidores lo desee besar o entregarle una carta o abalanzarse para darle unas flores. Es una persona dotada para recibir; su cuerpo permanece abierto a los demás.
El quinto de los rasgos se puede evidenciar en su constante amabilidad, en los gestos cordiales y las palabras permanentes de agradecimiento. El papa Francisco saluda y agradece a todas las personas que le sirven o le ayudan; no hace diferenciaciones de rango o de oficio, de género o de estatus. Sea el más poderoso o el más humilde siempre es recibido o despedido con un gesto afable y con unas palabras de gratitud, bien sea por un trabajo ya ejecutado o por algún proyecto a realizar en el futuro. Además de las “buenas maneras” en las relaciones interpersonales, el papa Francisco establece continuos actos de reconocimiento a los demás.
Cabe referir un rasgo adicional, uno que atraviesa sus mensajes y con el cual concluye la mayoría de sus intervenciones públicas. Es su autoanálisis permanente, su confesión pública, su reconocimiento de no ser alguien excepcional, sino un hombre sencillo. Él también es pecador, él es igualmente frágil que los demás, él es un necesitado como todos los hombres y mujeres, él necesita que el prójimo rece por su alma o por todas sus fallas y flaquezas. El papa Francisco no se promociona como alguien distinto a la gente. No. Por el contrario, su ministerio no lo hace único o totalmente distinto. El resultado, por supuesto, es la empatía de la gente, la solidaridad con alguien de la misma condición. Es posible que este rasgo sea el que mejor toque los corazones y mueva las fibras de la sensibilidad o remoce el sentimiento religioso.
Por lo demás, los rasgos anteriores se fortalecen o se refuerzan con una genuina acción de estar con la gente, de confundirse con aquellos mismos que lo reclaman o lo solicitan. No es una persona encerrada, resguardada totalmente o clausurada en un hotel o en una residencia oficial. Como él mismo lo afirma, su fuerza comunicativa está en “callejear su fe”, en salir a buscar a los otros, a los enfermos, a los niños, a los necesitados. El papa Francisco multiplica su mensaje al mismo tiempo que reparte sus bendiciones. Una y otra vez sale al encuentro, saluda, interactúa con la gente a un lado y otro de una avenida, entrega rosarios, prodiga besos y abrazos, se ofrece para una fotografía. Su liderazgo no es de alto mandatario o de jefe de oficina, no es de puertas cerradas. El estar afuera es lo que determina su efectividad comunicativa. Su porfía de caminante entre las calles, entre barrios o en lugares tocados por el dolor o la pobreza, convierte su mensaje en un testimonio arrollador.
Sigo creyendo que escribir aforismos es una excelente forma para ejercitar el pensamiento. Un artefacto para obligarnos a reflexionar y darle salida a la producción de las propias ideas. Y es, de igual manera, una buena escuela para foguearse con las palabras, con su peso y su ritmo, con la precisión semántica y el esfuerzo para que esos signos mudos digan lo esencial. Por todo ello, he invitado a mis estudiantes de primer semestre de la Maestría en Docencia a que, durante quince días, consignen diariamente sus aproximaciones o circunnavegaciones sobre un tema específico.
A pesar de haber escrito en este blog al respecto, no sobra volver a insistir que la hechura de este tipo de textos además de ser una orfebrería de la concisión, es una posibilidad para construir estructuras lingüísticas altamente creativas que susciten la meditación, el autoexamen o la mirada crítica sobre las personas, la sociedad o el vasto mundo. En consecuencia, voy a dar otras pistas que puedan servir de referencia a los maestrantes enfrentados por primera vez a escribir estas diminutas obras capaces de derribar los lugares comunes o ser un antídoto para la candidez de la crédula mayoría.
Lo primero o fundamental es andar con el tema objeto de nuestra pesquisa para arriba y para abajo. Llevarlo como una preocupación de nuestra intelección a todas partes. Algo así como dejarse habitar por el tema. No soltarlo por ningún motivo. Hablar de él con amigos y conocidos, ponerlo en el menú de nuestras inquietudes cotidianas. Lo que se busca con ello es que nuestra cabeza se ocupe y se preocupe por esa temática. En esta inmersión el hacerse preguntas es definitivo. No sobra advertir que para unos óptimos resultados, hay que evitar el recurso fácil de acudir a internet o leer a escondidas un libro sobre dicho aspecto. Está prohibido copiar o transcribir a otros en esta etapa. La consigna es perentoria: cada quien puede decir o expresar algo sobre un tema sin tener que echar mano de muletas ajenas.
A mí me ayuda mucho, en este proceso de dejarme habitar por un tema, además de las preguntas, establecer relaciones o tender puentes o vínculos: ¿este tema con cuál otro podría relacionarse? O echar mano de unos recursos aprendidos del estructuralismo: ¿qué es lo contrario?, ¿qué es lo contradictorio? Así que, mientras camino o voy hacia el sitio de mi labor habitual, estiro la temática, lo amaso con esos recursos. A veces las oposiciones abren rutas de entrada inesperadas al motivo elegido. También me sirve explorar en el campo semántico del que participa mi temática; hago que emerjan o empiecen a aglutinarse esos términos asociados. Procedo por redes semánticas para darle más alcance a aquella semilla de reflexión.
A la par de este proceso de pensamiento voy pergeñando o esbozando las primeras escrituras. Redacto conatos de ideas; pongo listados de palabras; silueteo una frase, así sea balbuciente en el papel. Procuro hacer esto a mano; el ordenador no permite que el tachón saque de debajo esa otra idea reconsiderada. La mano es rápida para dibujar una flecha, redondear un término o escribir al lado de una incipiente línea varias alternativas lingüísticas. No me preocupa, en este momento, que los aforismos salgan bien hechos o estén cabalmente terminados. El propósito es otro: dejar que el flujo de pensamiento haga su trabajo; ofrecerle la mediación de la escritura para que, al verse reflejado en ella, se reconozca o se percate de otras alternativas, otras posibilidades, otras vías de reflexión.
En algunas ocasiones una de esas líneas empieza a tomar forma de párrafo. Lo que hago es, por supuesto, dedicarme a ella. Leerla en voz alta y ver cómo encajan o armonizan las ideas. Miro con cuidado si esa organización es la más adecuada o si debo hacer un cambio en la sintaxis. Uso paradojas, contrastes, símiles; apelo a la metáfora, a la ironía o a la riqueza de las figuras literarias. Corrijo, enmiendo, tacho y recompongo. Presto especial atención a la puntuación y si no estoy muy seguro del significado de un término, lo señalo con un óvalo de color y dejo para más tarde consultar el diccionario. Aquí cuenta mucho no perder de vista el proceso de pensamiento de ese momento; ya habrá tiempo para precisar una palabra. Advierto esto porque el aforismo es una escritura profundamente rumiada, tachonada, tallada, pulida en todos sus elementos. Así que, no debe crearse la falsa ilusión de que basta un primer intento para ya obtener un aforismo perfecto. Puede suceder que alguno de esos aforismos incipientes, por más que uno lo martille, no logre adquirir la consistencia o la calidad que uno busca. En esos casos, lo mejor es abandonarlo por un tiempo y seguir con otra parcela de nuestros apuntes. Es casi seguro, que pasadas unas horas, o al otro día, hallemos la forma o el término preciso que logre encajar perfectamente en nuestra pieza aforística.
Tengo siempre al lado mi diccionario de sinónimos y antónimos y el Diccionario de uso del español de María Moliner. Cuando estoy atorado en una línea, me gusta buscar determinado término para descubrir filiaciones semánticas que, muy seguramente, puedan sacarme del impase. Corroboro las definiciones de palabras específicas para estar seguro de que lo que deseo expresar, sí corresponde al sentido de ese vocablo. Desconfío de las voces trilladas, de las muletillas que han perdido su carga comunicativa y me esfuerzo por recuperar el sentido primero de ciertos términos. Cuando estoy en esta etapa, cuando pulso las palabras y su significado, aprovecho el momento para oírlas, para ver si tienen una mejor melodía al cambiarlas de lugar o modificarlas por una voz semejante. Me esfuerzo en eliminar cacofonías, en sembrar las líneas de variedad semántica y en utilizar estratégicamente la puntuación.
Me da buen resultado escribir una y otra vez lo que voy ganando en cada versión. La reescritura es una poderosa herramienta para acabar de pensar. No elimino las versiones o los diferentes vestidos por los que va desfilando el aforismo. He aprendido que, al volver a repasarlo, pude abandonar algo, un giro, un término, que mirado desde la última versión, resulta ahora más apropiado, así lo halla desechado en el segundo o tercer intento. Más tarde, cuando ya he terminado esta escritura a mano, comienzo a pasar los aforismos al ordenador. Después de transcribirlos los imprimo y los vuelvo a leer. Una vez más viene otro momento de corrección o de ajuste a lo que ya parecía definitivo. En ciertas ocasiones, elimino aforismos que aunque me gustaban cuando los redactaba, ahora no logran mantener su encanto o resultan poco sugestivos. De nuevo una cuidadosa revisión a la puntuación entra a desalojar giros innecesarios o a fortalecer el tono lapidario y enfático del buen aforismo. Hechas todas esas correcciones en papel vienen los ajustes respectivos al texto registrado en el ordenador. La relectura en la pantalla, en algunos casos, trae consigo nuevas precisiones.
Agregaría, finalmente, un propósito que atraviesa o está siempre presente en mis ejercicios aforísticos: me refiero a tener una postura crítica frente a cuestiones dadas por hecho, a poner en desnivel verdades aparentemente incuestionables, a fisurar ideas preconcebidas o a ejercer el derecho de sospechar, dudar, conjeturar, recelar. El aforismo es un buen recurso para ello. Por lo mismo, hay que meditar, pasar por varios filtros la opinión pública y el sentido común, tomar la distancia suficiente para analizar las propias creencias, y atreverse a disentir. Por supuesto, poniendo esas ideas de manera breve y sugerente, tallándolas como si fueran piedras preciosas. Al fin y al cabo, esos pequeños textos deben ser tan urticantes en su contenido como llamativos en su construcción para que logren el objetivo de despertar la mente impasible o apática del lector.
Herta Müller: “Lo que más te protege también es lo que más te quema”.
Acabo de terminar la larga y sesuda entrevista de la editora Angelika Klammer con la premio Nobel Herta Müller, titulada Mi patria era una semilla de manzana. El texto final, que fue corregido por la novelista, posee un tono sincero e íntimo y muestra el conocimiento profundo de la entrevistadora sobre la obra de esta escritora rumana asilada en Alemania desde 1987. Las más de doscientas páginas del libro publicado por Siruela en el 2016, resulta revelador para comprender libros como En tierras lejanas, El rey se inclina y mata, Todo lo que tengo lo llevo conmigo, Hoy hubiera preferido no encontrarme a mí misma o La bestia del corazón. Dice tantas cosas Herta Müller en esta conversación. Habla en extenso sobre el paisaje de su niñez en Nitzkydorf, sobre su madre y su gran amigo Oskar Pastior, sobre la constante persecución de los servicios secretos del dictador Ceauçescu, sobre el miedo y la soledad en un estado socialista, sobre su manera de entender la escritura… que me ha parecido conveniente sacar en limpio algunos de mis subrayados para compartirlos con los lectores de este blog. Escuchemos, entonces, a esta opositora de las medias verdades:
“La muerte siempre ha significado para mí que la tierra te come”.
“Al fijar la infancia sobre el papel se vuelve más terrible de lo que fue. La perspectiva del niño que recogemos en los libros encierra un truco literario. Es verdad que muchas cosas son reales, pero todas aparecen en palabras organizadas unas antes de otras, unas después o detrás de otras… sin embargo, en el momento en que se vivieron, todo estaba revuelto, superpuesto, amontonado o sucedía a la vez”.
“Uno hace lo que manda la superstición, pero siempre queda la duda de si lo ha hecho a tiempo o durante el tiempo suficiente… porque la superstición no es como el mecanismo de una puerta. Se hace lo que impone, pero la incertidumbre persiste porque procede de su dimensión poética y esa dimensión poética no puede controlarse”.
“Creo que la ternura inesperada te puede asustar igual que la violencia inesperada, por no decir que más todavía”.
“Lo que sigo sin saber es si acaso existe también una risa en negativo, por así decirlo, una inversión de la risa, mucho más demoledora, mucho más profundamente triste que el llanto”.
“La deportación puso fin a trescientos años de traje regional campesino, no hizo falta que lo decidiera nadie, como tampoco podría haberlo evitado nadie”.
“También las relaciones estrictamente personales de cualquier familia, hasta lo que hay en ellas de instintivo y no verbalizado, tienen una dimensión política, puesto que son una reacción al sistema político en que se enmarcan”.
“Creo que nunca sirven de mucha excusa los orígenes de uno, o haber tenido una infancia feliz o infeliz, o haber estado a salvo o haber sido víctima de la violencia. Por supuesto que cada uno es el resultado de algo, pero eso es responsabilidad suya”.
“La belleza de las frases era para mí una necesidad urgente y diaria, pero escribía para encontrar algo a lo que agarrarme yo frente a la miseria de la vida, no porque quisiera hacer literatura”.
“En mis ejercicios mentales con palabras me daba cuenta de que lo poético es real y de que el brillo centelleante de lo poético revela mejor que nada la mierda que es la vida”.
“En la cabeza de quienes blanden el concepto de patria como una ideología no cabe la idea de que se pueda amar lo que no se soporta, de que el amor y el hastío puedan ser lo mismo, de que hay cosas donde los contrarios se mezclan de una forma muy distinta de lo que se puede describir”.
“Para escribir una frase tengo que transgredir los hábitos lingüísticos de las palabras, y las palabras se recomponen de acuerdo con un ritmo y una sonoridad, se vuelven precisas de un modo inesperado y dicen por primera vez aquello que yo no sabía que sabía”.
“La arrogancia pobretona de los funcionarios comunistas y su lenguaje no verbal son siempre los mismos hasta en el último rincón del mundo, como lo son sus maneras entre untuosas y patosas”.
“La soledad no es un efecto secundario, sino el objetivo de los Servicios Secretos. Cuando eres víctima de acoso, el miedo y la soledad van de la mano”.
“Aquella fealdad omnipresente era la única igualdad que existía en el socialismo. Y era intencionada, formaba parte del programa de la dictadura”.
“La uniformidad de lo feo acaba deprimiéndote, hace que te vuelvas apático y que todo te dé igual, y eso era lo que quería el Estado”.
“Socialismo es sinónimo de expulsión de la belleza”.
“Yo creo que la belleza es un apoyo en la vida, te protege, te resguarda. Le feo hace que cualquier entorno inspire rechazo, no puedes sentirte en casa en él. Cuando la belleza falta por completo durante mucho tiempo, empieza a imperar la tristeza. La gente se vuelve a agresiva y se pone a la defensiva al mismo tiempo”.
“Y sigo convencida de que la mejor manera de distraerse es observando algo muy fijamente. Observar muy fijamente implica descomponer. Los detalles se hacen tan grandes que el conjunto que puedan formar desaparece de escena”.
“La estética no se limita a los ‘recursos estilísticos’, la estética es sustancia. Determina el contenido de todo, no solo el contenido de la frase que se escribe”.
“Fueron las metáforas las que me ayudaron a tomar conciencia de la realidad prosaica y sencilla de las cosas”.
“La estética aprendida no tiene nada que ver con la estética ya dada. La aprendida solo se puede emplear después de haberla inventado”.
“Cuando hablo de la escritura, estoy en la esfera de lo general, utilizo categorías y conceptos. Y justo eso es lo que no tiene cabida en la escritura. Y lo que pertenece a la escritura está fuera de mi alcance cuando no estoy dentro de ese proceso. Yo no sé hablar como escribo. Y sería un despropósito intentar hacerlo”.
“Las palabras no son solamente letras, sino que también te dejan una imagen en la cabeza. Las palabras se te pueden olvidar, pero las imágenes se te graban en la cabeza y permanecen”.
“No hay que olvidar que en los medios de comunicación estatales estaba prohibida la música popular auténtica, precisamente porque, como canta las alegrías o las penas, siempre se refiere al individuo al mismo tiempo que apela a lo universal. Esos contenidos no se los podía permitir el régimen. El folclore de verdad era subversivo por su autenticidad”.
“A los alemanes nos destrozó tanto el nazismo que ya no somos capaces de establecer ese vínculo tan natural y tan sano con el folclore. Cuando se ha envenenado algo tanto, nunca vuelve a restablecerse del todo”.
“Llevar una canción en la cabeza era tener un lugar donde esconderte, un escondite bello que iba contigo”.
“No es necesario llamar ‘poética’ a una palabra para sentir en ella la urgencia de la poesía”.
“El alcohol y la desesperación combinan muy mal, pero es muy típico del este de Europa”.
“La única rama de la economía que resultó productiva en el socialismo fue la producción de miedo”.
“Para mí las tumbas representan la desolación total. Nunca he entendido que la gente vaya al cementerio como si fuera al parque”.
“Es cierto que escribir es una necesidad interior y, al mismo tiempo, va en contra de una resistencia también interior. Siempre escribo para mí misma y en contra de mí misma”.
“En la escritura, lo vivido me mira de nuevo, con otros ojos. Con ojos vidriosos, no con una mirada natural”.
“Creo que hace años que confío plenamente en la escritura. Con el paso del tiempo, la escritura ha consolidado un hábito externo que consiste en intentar mirar la vida de nuevo con los ojos del lenguaje”.
“Yo no podría soportar la escritura si lo principal en mis textos no fuera esa verdad inventada del lenguaje en la que lo bello duele”.
“Percibir las cosas con tantísimo detalle es muy peligroso. Por otro lado, también es una tabla de salvación, pues el detalle permite agarrarse a lo pequeño en lugar de enfrentarse al todo. El detalle es un sustituto de la privacidad que te han robado, un trozo de voluntad propia dentro del sistema del campo, de ese sistema que solo se rige por órdenes y decisiones arbitrarias”.
García Márquez: “es una novela cuyo estilo parece el de un guión cinematográfico”.
Germán: Acabo de terminar el ensayo que nos pidieron en el seminario de “Autores colombianos” sobre El coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez. La lectura de esa novela y lo que investigué al respecto me lleva a una conclusión: es una obra magistral.
Rodolfo: Igual me pasó a mí. La figura del coronel está tan bien lograda. Es un personaje digno, de la misma naturaleza de aquel otro viejo memorable, ese pescador de Hemingway, quien sabía que perder una batalla no es perder definitivamente la guerra.
Germán: Considero que es una de las mejores novelas de García Márquez. Y los once borradores empleados llevan a una calidad y una economía en la prosa excepcionales; es una escritura meditada, precisa.
Rodolfo: Indagué que García Márquez la terminó a principios de 1957 y, luego, fue publicada en la revista Mito en 1958.
Germán: Lo esencial de la novela es ver cómo este hombre, agobiado por la espera de una carta, por el estreñimiento, por el hambre y la miseria, sin embargo, es capaz de sacar de esas mismas circunstancias la energía suficiente para hacer prevalecer lo más suyo, lo más íntimo. Según leí, en uno de los críticos de García Márquez, Donald Shaw, el coronel es el único personaje de Gabito que al encontrar su propia esencia no muere o se retira del mundo.
Rodolfo: Y el ambiente de la historia es otra de las claves para haberlo logrado. El pueblo triste y solitario del coronel, la gallera, el clima de la violencia, las secuelas de la guerra civil, esa guerra en la que todo excombatiente abría los brazos o apretaba los dientes, ansioso por ver llegar una pensión de veterano.
Germán: Me llamó la atención lo que piensa otro de los estudiosos de esta obra, Ariel Dorfman, él dice que el coronel es un hombre enfrentado a una masa que lo quiere manejar, a una cotidianidad que busca subyugarlo, y él, para no de dejarse dominar por esa realidad externa, asume el ideal, impone la burbuja de su propia persona. El coronel es un hombre que desde su interior entabla una lucha con la sociedad que intenta aniquilarlo.
Rodolfo: Un autor que encontré, Juan Manuel Ramos, afirma que el coronel es el símbolo de una espera colectiva de un pueblo amordazo y maltrecho, y en la que un gallo simboliza la oposición frente a un estado represivo.
Germán: El mismo Donald Shaw afirma que el coronel sintetiza el proceso de concienciación de un viejo combatiente, agobiado por el asesinato de su hijo, por la pobreza y por la enfermedad de su mujer, y quien descubre en el gallo de pelea de su hijo muerto, un símbolo de fidelidad a la vida y de resistencia a la opresión. Es decir, el coronel simboliza una forma de recobrar la conciencia clara de una vida miserable.
Rodolfo: Vargas Llosa comenta que el coronel es un clásico personaje de la novela tradicional, es decir, un rebelde inconsciente que aspira a un mundo limpio, a una vida auténtica. Pero la conducta del coronel se traduce en idealismo abstracto, él cree posible lo imposible, tiene fe en la eficacia de lo ineficaz, afirma con terquedad y casi con locura la existencia de algo que no existe en su mundo: la justicia, el respeto a la palabra empeñada, la vigencia de la ley, el funcionamiento de la administración. El coronel, siguiendo a Vargas Llosa, se situaría en la búsqueda demoníaca de valores auténticos llevada a cabo por un héroe en un mundo degradado.
Germán: El coronel cumpliría a cabalidad, según eso, el esquema trágico señalado por Lukács.
Rodolfo: Así parece.
Germán: Yo pienso que todas estas interpretaciones contribuyen a entender el significado profundo de esta corta novela. García Márquez confesó que el coronel tipifica, como otros personajes suyos, la soledad límite de un hombre. La soledad de un hombre quien, con su mujer y su gallo, esperan cada viernes una pensión que nunca llega. Esa imagen brotó, según Gabito, al ver un hombre esperando una lancha en el mercado de Barranquilla con una especie de silenciosa zozobra.
Rodolfo: A mí me parece que el coronel, además de representar un tipo especial de hombre enfrentado a la avalancha de la pobreza y la miseria, fuera de ser él una respuesta revolucionaria a un orden de violencia, además de convertirse en adalid de un pueblo amordazado, fuera de todo eso, es un ejemplo de dignidad humana. El coronel es de esa clase de hombres que aunque tengan la flora intestinal deshecha, sin embargo, son capaces de silbar y reír ayudados por una ilusión, llámese gallo, ruleta o golpe de suerte. El coronel es uno de esos hombres que, a sabiendas de la hipoteca de su casa, puede arriesgarlo todo a una carta, a un espuelazo, a un recuerdo memorable.
Germán: El coronel parece decirnos con Unamuno, “la vida es esperanza que se inmola y vivé así, inmolándose en espera”. El coronel repite con Heráclito, “si no se espera, no se dará con lo inesperado”. El coronel entona otra vez las palabras de Machado: “vivir es devorar tiempo; esperar; y por muy trascendente que quiera ser nuestra espera, siempre será espera de seguir esperando”.
Rodolfo: El coronel sabe que aunque la ilusión no se come, ella misma alimenta. Y sabe también que la pobreza genera la creencia o la fe en el milagro. El coronel se afianza en la vida, en la cosa mejor que se ha inventado; a veces miente, pero porque sabe que nunca es demasiado tarde para nada, ni siquiera para poner en su sitio la ilusión y diferenciarla de la mera realidad. El coronel, en síntesis, es el hombre de confiadas e inocentes expectativas, el hombre de la esperanza que llega a asumir el presente fascinante, sobresaltado y amargo del azar.
Germán: García Márquez en varias entrevistas habló de ese niño prodigio envejecido, loco y cuerdo a la vez, conmovedor y humano, maravilloso y tragicómico. Luis Harss escribió que el coronel no solo tiene una personalidad, sino un alma.
Rodolfo: Es digna de elogiar la elaboración, la hechura de la novela. El coronel no tiene quien le escriba es un ejemplo de ahorro, de precisión lingüística, una purificación del lenguaje literario. Vargas Llosa comenta que ese estilo objetivo y transparente es funcional porque se adecúa totalmente a su materia y, por eso, el lector tiene todo el tiempo la impresión de que la historia del coronel sólo podía ser contada así, con esas mismas palabras. Economía descriptiva, diálogos breves y sentenciosos, precisión maniática en la designación del objeto, fuerza significativa de las imágenes.
Germán: Otra característica de la novela es el manejo del humor, que bien pudiera ser concebido como un espacio de cinismo o compensación ante la desgracia. La risa, el humor del coronel, es como un martillo que demuele la lógica de su mujer y hace trizas la pena y la amargura. El humor es una envoltura que disimula los rasgos de la realidad, y nos permite acercarnos al coronel sin sentir absoluta lástima o total desconfianza. Los apuntes humorísticos del coronel logran sacarlo de su cotidianidad amarga, logran distanciarlo del mundo. Su humor garantiza su dignidad.
Rodolfo: El coronel, además, se ubica en el gran mito de Macondo. Macondo que es el lugar donde el pasado fue enterrado sin ser exorcizado, y ha vuelto como un remordimiento para convertirse en una pesadilla colectiva. Nadie duerme bien en Macondo. Hay guerrillas en el monte; el médico del pueblo distribuye volantes clandestinos; el peluquero, chismoso prototípico, trabaja bajo un cartel que dice: prohibido hablar de política; el cura está ciego y sordo: la sastrería es un nido de sedición. Macondo, tedioso y doliente, está en vísperas del holocausto. Luis Harss dice que García Márquez capta y fija en el momento de la espera. Nada ha sucedido todavía, pero de alguna manera ya ha sucedido todo.
Germán: Macondo y la fiebre del banano. El olor del banano que descompone los intestinos, el olor del banano que hizo huir al coronel de Macondo.
Rodolfo: Todo esto confirma que El coronel no tiene quien le escriba es una pequeña obra maestra que todos deberíamos leer o releer. Una novela para recordarnos que a pesar de la pobreza o la mala fortuna no podemos perder la propia dignidad.
Bibliografía esencial
Earle, Peter (editor). García Márquez. Madrid: Taurus ediciones, 1982.
Franco, Jean. Historia de la literatura hispanoamericana. México: Editorial Joaquín Mortiz, 1980.
Fuentes, Carlos. La nueva novela hispanoamericana. México: Editorial Joaquín Mortiz, 1980.
García Márquez, Gabriel. “El coronel no tiene quien le escriba”, en Mito (revista bimestral de cultura). Año IV, mayo-junio de 1958, Nro. 19.
García Márquez, Gabriel. El olor de la guayaba. Conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza. Bogotá: editorial La Oveja Negra, 1982.
Harss, Luis. Los nuestros. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1978.