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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: diciembre 2017

Doce deseos para celebrar el año nuevo

31 domingo Dic 2017

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Son variados los augurios con los que se despide la noche vieja y se celebra la llegada del nuevo año. Desde los baños y sahumerios, pasando por el uso de determinadas prendas, hasta el acopio de granos y la conocida tradición de adquirir y guardar en el hogar las espigas de trigo. Todas esas maneras de celebrar el cierre de un ciclo y el inicio de otro, abogan para que haya salud, prosperidad, abundancia, y la buena fortuna cobije los doce meses venideros. Aunque en esos agüeros hay raigambres de superstición, lo cierto es que se han convertido en prácticas populares que reúnen a la familia y promueven la alegría colectiva. Así que, embriagado por una vela aromatizada de canela, con un buen vino en la mesa, empiezo a comer mis doce uvas y formulo mis deseos para el año que comienza:     

Primer deseo: para que la paz en nuestro país deje de ser una presea política y se convierta en un genuino propósito de todos los colombianos. Que entendamos que hacemos paz en el trato digno con los demás, en las relaciones respetuosas, en la forma de resolver los conflictos.

Segundo deseo: porque merme la agresión cotidiana entre las personas, y no andemos con una piedra en cada mano y supongamos que así resolvemos los problemas. Que asumamos con todos los que nos relacionamos un pacto de no violencia convencidos de que la convivencia es un deber fundamental de todo ciudadano.

Tercer deseo: porque todos los medios masivos de comunicación mermen la información incendiaria y el chismorreo injurioso que tanto daño hacen a la opinión pública. Que se sopesen y verifiquen las fuentes noticiosas para no terminar amplificando la incertidumbre y contribuyendo a la polarización de nuestra nación.

Cuarto deseo: para que todo aquel que tiene un cargo público o es funcionario, considere que cualquier acto de corrupción deteriora su nombre,  el de su familia, y le quita recursos a los verdaderamente necesitados. Que todo corrupto asuma, aunque la ley no se lo exija, la vergüenza social y con ella el ostracismo propio de los traidores y renegados de su patria.

Quinto deseo: para que los corazones rencorosos y revanchistas sanen sus heridas y puedan abrir los brazos para la reconciliación. Que el resentimiento deje de ser el carburante de los enardecidos por un credo, una ideología o una doctrina, y el fanatismo el alcahuete de sus necedades y obcecaciones.

Sexto deseo: para que sea un delito moral menospreciar a los viejos, a los inválidos, a los que han cumplido un ciclo vital o laboral. Que haya respeto y consideración para los mayores, así ya no sean útiles económicamente y parezcan una carga para sus familiares. Que aprendamos de su experiencia y los hagamos sentir necesarios de alguna manera.

Séptimo deseo: para que los niños sean una “zona sagrada” que se debe cuidar, proteger y atender en su proceso natural de desarrollo. Que la mano del maltratador o abusador sea uno de los crímenes de lesa humanidad. Que nadie le quite a un niño o a una niña el espacio de ser libre, de preguntar y explorar lúdicamente. 

Octavo deseo: para que todo el que tenga un puesto de poder o de mando no lo convierta en un trono para la humillación y las venganzas personales. Que todo jefe renuncie al autoritarismo y la soberbia del déspota y promueva el liderazgo participativo.

Noveno deseo: porque cada ciudadano entienda que debe atender a sus deberes, y que el cumplimiento de las normas debe prevalecer sobre la justicia por la propia mano. Que respetemos las figuras de autoridad así no favorezcan nuestros caprichos. Que prescindamos de las argucias del atajo, de la trampa simulada, para eludir el camino recto previsto por la ley.

Décimo deseo: para que padres y madres de familia acepten con responsabilidad la educación de sus hijos, y no la deleguen en la escuela. Que entiendan la crianza como una práctica amorosa e ineludible. Que cada hogar asuma lo que le corresponde en su labor de crear hábitos, maneras de comportarse y pautas de relación. Que se esté continuamente atentos sobre los modos de proceder, de relacionarse y actuar de los hijos. Que los hogares no sean hostales de paso, sino verdaderas casas de acogida y diálogo formativo.

Undécimo deseo: para que el cuidado personal y de los otros sea una tarea de todos los días. Que convirtamos dicho cuidado en una higiene del alma. Que la indiferencia frente al vecino, al colega de trabajo o al prójimo, se cambie por la fraternidad acuciosa, el apoyo oportuno y el diálogo solidario. Que en lugar de la sospecha y la maledicencia asumamos como consigna el servicio y la diligencia.

Duodécimo deseo: para que la ética sea la consejera interior de todas nuestras acciones, y las virtudes hagan parte de nuestra zona de perfeccionamiento y mejora continua. Que saquemos tiempo de las otras obligaciones laborales para el discernimiento y la autorreflexión, con el fin de no perder de vista nuestro proyecto vital y poder así, con sabiduría, llevar una vida buena, digna y feliz.

Meditación navideña nueve: la cena de navidad

24 domingo Dic 2017

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Me fascina en el tiempo navideño la forma como las gentes llenan su mesa de alimentos en abundancia. Hay galletas, bebidas, dulces, carnes y platos típicos que despliegan su aroma y su color tanto en las casas más humildes como en los apartamentos de los más pudientes. La mesa se decora, se llena de frutas y de comidas en una bandeja generosa y multicolor. Hay en tal hecho un símbolo de celebración de los lazos familiares y un gesto de bienvenida para los peregrinos o visitantes inesperados.

La mesa ha sido un lugar privilegiado. Es sitio de reunión, lugar para el encuentro, espacio para la conmemoración y escenario vital para el diálogo, la confraternidad y las relaciones interpersonales. Sentarse a la mesa es, de alguna manera, además de disponernos para tomar un alimento, entrar en la zona de los vínculos humanos: socializarnos, escuchar a otros, decir nuestras propias palabras. La mesa nos reúne, nos convoca, nos llama a estrechar los lazos de la sangre o esos otros de la fraternidad y los proyectos compartidos. En la mesa recibimos lecciones de vida, muestras de afecto, testimonios de hondas angustias  o sueños profundamente ansiados.

Por supuesto, en la mesa acaece un evento vertebral de las fiestas decembrinas: la cena de navidad. El propósito es reunir a todos los miembros de la familia para celebrar los vínculos afectivos, la solidaridad y los buenos propósitos. Las viandas son el pretexto para congregar a los reticentes, a los que habitan lejos, a los que han empezado a perder de vista la fuerza de los lazos de la sangre o de la convivencia. Por eso mismo, la mesa servida, la abundante cena navideña, es sí misma un festivo reencuentro. Cómo se habla y se comenta, cuántas informaciones recientes se sirven a la par de manjares diversos. Sabemos que el encuentro reaviva los sentimientos y nos pone en una dimensión histórica; al escuchar a tíos y abuelos contar anécdotas  pretéritas recuperamos pedazos de nuestra propia vida y poblamos de sentido nombres que en un primer momento no significan gran cosa. Estar juntos disfrutando de la cena es también una oportunidad para que haya cruce de generaciones, para que los invitados más ajenos participen de los relatos fundacionales de un núcleo familiar.

Además, la cena tiene un sentido de acción de gracias que toca a todos los invitados o comensales. La reunión tiene mucho de rito tribal, de celebración comunitaria. Concluida la cosecha, pasado el tiempo del trabajo duro, viene el momento para levantar los brazos hacia el cielo en un gesto de infinita gratitud. Reunidos en torno a la mesa llega el momento de retribuir en algo todas las bendiciones o dones recibidos. Se canta, se conversa en exceso y se prueban colaciones y platos variados. También se bebe, brindando por los logros o los proyectos terminados; por los familiares que, a pesar de los años, siguen compartiendo y sirviendo de puente amoroso; o porque ha habido salud y el milagro de la vida prosigue en cada uno de nosotros. Por todo se agradece, a la par que se ríe y se comparte el alimento. A veces, como corresponde a la dinámica profunda de los ritos, también se baila. Pero el centro de todo este jolgorio ha provenido de la mesa, de lo que allí estaba dispuesto como un símbolo de participación de la cosecha y de retribución por los frutos recibidos.

Por eso, estas fiestas nos invitan a recuperar el espacio de la mesa, a salir de la burbuja personal o del bunker del cuarto privado para estar con los nuestros, con los amigos, con los compañeros de trabajo, o con aquellos otros que, aunque extraños, pueden llegar a ser nuestros conocidos. Animarnos a dejar el teléfono móvil, el correo electrónico, el chat incesante, y mirar a los ojos a quienes están al lado nuestro, es una petición o un rito que nos pide la mesa, un llamado a que forjemos con nuestras palabras y nuestra escucha la figura de la familia, del techo protector del hogar, de la alianza de ser comunidad. Aceptemos entonces, con entusiasmo y expectativa, la invitación a compartir el pan aliñado del afecto. Celebremos el regalo sensible de tener un grupo de personas que siguen siendo un sitio sagrado para resguardarnos, para renovar nuestras fuerzas o para multiplicar el alcance de nuestros brazos.

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Meditación navideña ocho: las tarjetas de felicitación

23 sábado Dic 2017

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Felicitación Original de Cartero en Navidad. Época Alfonso XIII.

Es tal el regocijo que produce la navidad en nuestros espíritus que deseamos compartir ese estado con familiares, amigos, viejos conocidos y colegas de trabajo. Para ello empleamos tarjetas de felicitación y ahora mensajes a través de nuestros celulares y correo electrónico. Pueden ser frases divertidas, ingeniosas o consignas teñidas de trascendencia. Son saludos para compartir ese sentimiento de alborozo, cortas fórmulas para extender bienestar o un augurio de prosperidad.

Considero que tal práctica vale la pena mantenerla y fortalecerla. Primero, porque es un gesto comunicativo para ofrecer bienestar y no tanto de propagar negativamente las malas noticias. Es una especie de red de optimismo y de confluencia positiva de los astros. Segundo, porque nos obliga a pasar revista a aquellos seres que consideramos merecedores de nuestro mensaje. Esto nos hace recordar a personas a las que seguimos debiéndoles muchas cosas; en ese sentido, cada postal es como un reencuentro con nombres significativos en nuestro derrotero existencial. Tercero, porque los mensajes navideños invitan también a elegir un motivo, una ilustración y un mensaje específico acorde a las particularidades del destinatario.

Y ya que lo menciono, valdría revisar o cambiar esas tarjetas o esos “memes” que al ser tan virales ya no tienen rostro ni persona definida. Tendríamos que ser más originales, diseñar o escribir nuestras propias notas, enfocadas a delinear la fisonomía moral de un individuo, de atinar a describir algo de esos rasgos que diferencian a las personas y que las hacen únicas. Porque ahí está la clave de estas felicitaciones o saludos de navidad: las mejores son aquellas que retratan bien a un individuo o se sintonizan con un aspecto particular de su carácter. Esa es la difícil tarea de redactar esas pequeñas dedicatorias o esos mensajes sentenciosos: que lleguen al centro del corazón de un ser humano.

Pienso que estas postales son otra modalidad de regalo. Un regalo especialmente hecho de escritura. Lo que está en el fondo es redactar el texto mejor elaborado, bien pensado, reescrito y afinado para que diga lo que en verdad deseamos expresar. Por lo demás, las tarjetas de felicitación anhelan, por su belleza, por la calidad o la sutileza del lenguaje, ser guardadas. Son como páginas únicas de una historia personal o hacen parte de nuestro baúl de los recuerdos. Como quien dice: damos estas tarjetas para que perdure lo que allí se augura, ofrecemos esos parabienes para que al releerlos, renazca como un ave fénix lo que se desea. Podríamos decir que son amuletos de la buena fortuna o talismanes, consignas para que continúe el alborozo.

Bien miradas las cosas, estos mensajes de felicitación cumplen en navidad la función de un santo y seña para participar o estar en sintonía con el espíritu de las fiestas decembrinas. Son la forma de saludar cuando lo que anhelamos es el goce común, el bienestar de todos. Al recibir esas postales somos partícipes de una dicha ajena que, al hacerlo, empieza a encarnar en nosotros; luego, como si fuera una cadena de favores, necesitamos hacerla extensiva a otras personas. Esas felicitaciones, miradas en la lógica de lo imaginario, son los buenos días para entrar a la fiesta decembrina.

Por todo lo anterior, si aún no hemos enviado esas felicitaciones de participación de la alegría, si hemos sido demasiados olvidadizos o abiertamente desagradecidos, lo mejor es dedicar un tiempo para escribir ese mensaje, para sorprender al antiguo compañero de aventura con una nota que recuerde su brazo incansable y su fortaleza para no dejarnos en el camino; o redactar un breve reconocimiento a esos cómplices afectivos a los que les debemos no solamente momentos de placer, sino algunos hitos fundantes de nuestra historia. Todo eso lo podemos ofrecer en las modernas tarjetas virtuales o en las ya clásicas postales de papel. Los destinatarios sonreirán cuando las reciban y sabrán que otros seres los siguen guardando en su corazón a pesar de la distancia, y que, a través de esa escritura sucinta, casi cabalística, pueden acceder a la arrebatadora felicidad.

Meditación navideña siete: el árbol de navidad

22 viernes Dic 2017

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Bien sea como resonancia de tradiciones nórdicas o de ritos agrarios para celebrar los cambios de la naturaleza, lo cierto es que el árbol ya forma parte del decorado navideño. Junto a él se reúne la familia y debajo de sus ramas se ponen los regalos. Este árbol, engalanado con moños, bolas multicolores, follaje plateado y figuras decorativas, tiene un sinnúmero de simbolismos que no podemos olvidar.

El primer significado para subrayar, especialmente por sus hojas perennes, es que dicho árbol es una exaltación a la vida. Después de que ha permanecido guardado en cajas por un año le llega el momento de desplegar sus ramas y su verdor. La familia participa en este rito como un anuncio del renacimiento de la fiesta, de la alegría decembrina. Todo renace, cada cosa se limpia y vuelve a ponerse, con delicadeza, en derredor de esta figura triangular. Allí, las bolas doradas; más allá, unos diminutos osos, y arriba, la infaltable estrella. Lo que estaba resguardado renace en todo su esplendor; la vida que estaba en hibernación recobra su brío y plenitud.

Y cada adorno, cada guirnalda, lo que hacen es subrayar el deseo de prosperidad. Signos o augurios para que no falta el alimento, el trabajo, lo necesario para que la vida siga su curso inagotable. Por eso se decora con ese barroquismo, de allí el deseo de que el brillo del árbol sea como un altar tornasolado. Y por eso también, debajo del árbol se ponen los regalos, como si fueran frutos de ese mismo arbusto. Sean grandes o chicos, todos esperan que en ese lugar haya un obsequio con su nombre; que nadie quede sin parte de esa cosecha. Así que, semejando una verde cornucopia,  del árbol van saliendo muestras de agradecimiento, de afecto, de reconocimiento a los vínculos y la existencia compartida.

En este sentido, el árbol es también un símbolo de amparo, de protección. Confiamos en que esa figura nos resguarde o nos proteja de la desfortuna, de la desunión, de la orfandad. Quizá el gesto de rezar una novena, a la sombra del árbol, sea lo que mejor ilustra tal gesto de cobijo. Bien parece que en el árbol de navidad hay refugio para todos: para el familiar que persiste en una rencilla tonta, para el hijo que llega de muy lejos, para el vecino solitario, para las personas más queridas y para aquellas otras que casi ya no reconocemos… Juntos, cantando villancicos, al lado del frondoso e iluminado árbol construimos una hermosa fortaleza para guarecer los afectos y ratificar los lazos profundos de la convivencia fraterna.

Pienso que, de igual modo, el árbol comporta otro simbolismo. Me refiero al cultivo de la esperanza. Así no se diga en voz alta, el que es invitado a una casa en época navideña, espera que por allí esté algún detallito para él. Confía en que el olvido allí no tenga cabida. Y ni qué decir de los niños y niñas que miran y revisan los diferentes paquetes para ver cuál tiene su nombre, o tratan de adivinar por la forma del regalo, lo que hay dentro de ellos. Y todos esos pequeños quieren abrir inmediatamente aquellos paquetes, pero el ritual consiste en esperar hasta una fecha específica. Así pasan las noches, alimentando la ilusión y la fe, confiados en la promesa de una carta escrita al niño dios o al papá Noel. El árbol es el centro de tal expectativa; es un símbolo de la espera no hecha del consumo rápido de las mercancías, sino del tiempo lento como se adquieren las cosas que llegan al corazón.

Terminada la navidad, el árbol volverá a un lugar reservado u oculto. Otra vez la familia ayudará a descolgar, envolver, acomodar y empacar cada elemento de ese arbusto ritualizado. Los muebles de nuestras casas volverán a ocupar su lugar habitual, y la vida seguirá su curso cotidiano. Pero lo valioso de haber vestido ese humilde tronco durante unos días es su mágica atracción para convocar a familiares y conocidos, permitiéndonos renovar los lazos de la sangre y los del cariño sincero. Quizá ese sea otro de sus simbolismos: el de reunir y congregar, el de llamar a hombres y mujeres para recordar el sentido y la importancia  de las tradiciones.

Bajo la sombra del árbol de navidad confirmemos nuestra exaltación a la vida, celebremos con regocijo las manifestaciones de la gratitud y confiemos en el cumplimiento de las promesas. Que su copiosa decoración sea un buen presagio de la abundancia y el bienestar futuros; y que la intermitencia de sus luces nos advierta de la incesante renovación de la esperanza.

Meditación navideña seis: el amor

21 jueves Dic 2017

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Ilustración de Valeria Petrone

Ilustración de Valeria Petrone.

Hay en navidad una sobreabundancia de muestras de afecto, de fraternidad, de amor. No se escatima en abrazos, en frases de cariño y en deseos porque la alegría, la buena fortuna o la prosperidad colmen los corazones y habiten en las familias. Una ola de simpatía inunda los rostros, y las manos están dispuestas para la afabilidad o la reconciliación.

Esa es parte de la magia de estas fiestas de fin de año. Hay una inclinación positiva para llegar al otro, para ponernos en actitud de escucha y socorrer al más necesitado. La fuerza del amor resuena con la misma efusividad de la música decembrina, y en todos los ambientes se respira un clima de convivencia. Hay una actitud favorable para la cercanía, para la renovación de los compromisos, de la amistad o el afecto que se conjuga con los alumbrados y las decoraciones multicolores.

Pensar en la fuerza vivificante del amor no deja de ser un motivo interesante. El amor abre caminos donde ninguna obligación puede hacerlo; el amor tiende puentes sobre el vacío de lo imposible; el amor da fe al descreído y esperanza al desesperado. Su vigor está en proveernos de un ímpetu para sortear lo que la enfermedad o el dolor ponen como obstáculos insalvables. El amor nos impulsa a sobreponernos y a entrar en comunión con el rechazado o tocado por la desgracia. Quien ama no denigra; quien ama tiene siempre ante sí a un hermano. Es del amor entrever semejanzas más que diferencias. Quien bien ama crea escenarios para que otro sea en plenitud; sin egoísmos ni regateo de esfuerzos. El amor, cuando es genuino, libera y no esclaviza; abre horizontes, cultiva sueños ajenos, mantiene complicidades esenciales entre los espíritus.

Es sabido que una de las claves para llenar nuestro pecho de esta fuerza amorosa está en el hogar, en la crianza. ¡Qué importante es ofrecer y decir lo mucho que queremos a los hijos!; esas criaturas deben saberse amadas para que, después, establezcan relaciones altruistas, se sientan generosas para ofrecer cariño y ternura a los demás. Es en el hogar donde se construyen los cauces para que después fluya el amor sin prevenciones, sin talanqueras. No hay que escatimar, entonces, brindar en esos primeros años manifestaciones de amor a borbotones. Volverlo gesto, caricia, reconocimiento. Esta impronta de ser amados nos acompañará toda la vida y otros serán los beneficiados de tal certidumbre.

Tendríamos que ser menos parcos en manifestar el amor que sentimos. Atrevernos a extrovertirlo sin temor al ridículo o la burla. Reiterárselo a nuestros padres que, en la medida que envejecen, más lo necesitan; recordárselo a nuestra pareja, especialmente cuando pasan los años; hacerlo extensible a los que nos colaboran o a aquellos que son un brazo permanente para alcanzar nuestras metas más importantes. Aquí el amor toma el rostro del agradecimiento. Decirlo, escribirlo, volverlo rito, compartirlo… Todo ese amor es esencial para que circulen los vínculos humanos y se mantenga en movimiento, sin oxidarse, el mecanismo sensible de la sociedad.

Aunque deberíamos también, y más en estos tiempos de la prisa y lo desechable, abogar para que el amor no se contamine de lo utilitario. Defender a como dé lugar los compromisos y la lealtad, la sinceridad y el mutuo respeto. No es bueno corromper o dejar que el amor se vuelva cualquier cosa, que terminemos confundiéndolo con el placer casual o la satisfacción inmediata. Cuando es verdadero, el amor nos compromete e implica una fidelidad a nuestras elecciones; no salimos indemnes de una relación amorosa si en ella ponemos nuestra historia y nuestros secretos. Porque amar, en esencia, es abrirnos, descubrirnos, desnudar el alma y quedar, de alguna forma, indefensos. Por eso cuidar el amor que ofrecemos o recibimos es hoy tan necesario; porque es escaso, y porque si se siente rebajado huye de nosotros.

Dejemos que este clima amoroso de la navidad llegue a nuestros hogares; permitamos que este aire bienhechor airee nuestros corazones solitarios; celebrémoslo con los brazos abiertos: por la gratuidad del encuentro, por la certidumbre de una promesa, por el milagro de poder confiar en otra persona, por la alegría de compartir nuestra esquiva libertad.

Meditación navideña cinco: la sencillez

20 miércoles Dic 2017

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Me gusta pensar que el nacimiento del “mesías” en un pesebre, en un lugar pobre y sin boatos, es un signo de humildad, pero especialmente de sencillez. Como sencillo es el acontecimiento y como sencillos fueron los pastores que acompañaron aquel hecho. Esa sencillez cobija toda la existencia de ese hombre y puede ser una lección de vida para muchos de nosotros.

Y lo afirmo porque, especialmente en esta época, todo parece ir en contravía de la sencillez. Un solo caso: las demandas del mercado y de una obsesión por el consumismo han ido llenando nuestra mente de necesidades inútiles. Cada día nos atiborramos de cosas, a sabiendas de que en poco tiempo serán caducas o inservibles. Y ni qué decir, de la copia apresurada de modelos ajenos, de un esnobismo por estar a la moda, pero sin saber bien el beneficio o las consecuencias de tal remedo. Nos hemos impuesto el sobrepeso de la apariencia, perdiendo la autenticidad.

La imagen del pesebre, decía, puede ayudarnos a reflexionar sobre el valor que damos a los productos que compramos de manera innecesaria. ¿Realmente necesitamos lo que adquirimos con tanta ansiedad? Tal vez deberíamos incorporar a nuestra voluntad una fuerza de contención para no ceder tan fácilmente a lo que ofrece la propaganda en los múltiples canales. Privarnos de comprar lo suntuario podría ser una prueba a la que sometamos nuestro espíritu. Saber vivir con lo necesario, restringirnos, con el propósito de sacar un mejor provecho de otros asuntos diferentes a la posesión de mercancías.

Aprender a disfrutar, por ejemplo, de cosas sencillas como las actividades espontáneas qué tanto hemos dejado de hacer por andar corriendo detrás de lentejuelas y baratijas. Gozar de ver crecer los hijos, de compartir un humilde alimento, de caminar con alguien que amamos, de ver el esplendor de algunas tardes o la maravilla de un nuevo día. Disfrutar de una charla íntima y sincera que, en su misma simplicidad, comporta la satisfacción de lo esencial y duradero. Regocijarnos por tener aún vivos a aquellos que nos dieron la vida o gozar las bondades de la buena salud. Todo eso no requiere de grandes inversiones, son cosas tan sencillas de hacer o alcanzar y, lo más importante: son asequibles a todas las personas.

Obvio, vivir sencillamente, descubrir el goce de lo esencial, es volver a jerarquizar nuestras opciones y nuestras necesidades. ¿Qué es lo fundamental?, ¿qué vale la pena priorizar?, ¿dónde está lo importante, que merece protegerse y esforzarnos por alcanzar? Si esta actitud tomamos, muy seguramente descubriremos que hemos estado viviendo vidas prestadas o que hemos empleado los mejores años de nuestra existencia en asumir roles o maneras afectadas, en perder nuestra “esencia”, en entrar en una dinámica de imitaciones que han ido vulnerando y pervirtiendo nuestra sinceridad. Pero si la sencillez está en la médula de nuestro carácter lograremos resistirnos a las tentaciones de la apariencia.

En ese mismo sentido, ser sencillos en el trato con los demás, sencillos y francos, sirve para que las otras personas no se sientan excluidas o despreciadas. Cuando la sencillez está en la manera de relacionarnos, en el modo de comportarnos con nuestros semejantes, brota el trato digno y la simpatía. Muchas veces, son nuestras posturas altaneras, pomposas, las que conducen a que el colega o el vecino se sientan menospreciados. Tal vez no nos damos cuenta, pero el negar un saludo, presumir de nuestras riquezas, ignorar al pobre o humillar al que tiene un cargo subordinado, va creando una semilla para el resentimiento, para la agresión y el desquite soterrado.

Retornemos a nuestro punto inicial y recapacitemos en esto: las personas sencillas procuran ser auténticas; no ostentan, viven de acuerdo a sus ingresos económicos; tampoco simulan ni entran en el juego del quedar bien. Sus acciones están en concordancia con sus posibilidades y sus limitaciones. Las personas sencillas son menos influenciables por el cotilleo del qué dirán y no tienen vergüenza ni de su origen, ni de su país, ni de sus costumbres. Las personas sencillas merman el exceso de “refinamiento”, de artificio social, para no complicarse tanto el día a día, para hacer más leve la travesía existencial y descubrir la riqueza de las personas y el regalo de la vida.

Meditación navideña cuatro: la paz

19 martes Dic 2017

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Ilustración de Jim Tsinganos.

Estar en concordia, inermes, abiertos al diálogo y la camaradería, totalmente solidarios, ese parecer ser el clamor de los cantos y los villancicos que pululan en navidad. Días y noches de paz entre los hombres es la consigna venida de los cielos, y que la reconciliación diluya el ácido corrosivo de nuestros odios.

Pregonar la paz, convertirnos en mensajeros de la convivencia parece ser el mejor regalo que podemos ofrecer a otros. Basta de injurias, de agresiones con ironías o burlas denigrantes. Dejemos de propagar tanta inquina, tanto rumor divisorio y alarmista. Pongámosle un alto a la carcoma de la envidia y a la venganza producto del resentimiento. Aunque no demos otros obsequios, procuremos ofrecerles a los familiares, a los colegas de trabajo, a nuestros semejantes, un trato digno, una actitud conciliadora y limpia de agresiones.

Esa paz empieza en nosotros mismos: a veces nos castigamos demasiado fuerte por una falta o nos avergonzamos hasta el escarnio por un defecto, y terminamos no aceptándonos, riñendo con nuestros sentimientos, con nuestros afectos o nuestras pasiones. Hay tantas intranquilidades en nuestra alma, tantas angustias en nuestro corazón, que nos convierten en seres amargados, irascibles, con el sarcasmo en los labios y la disociación a flor de piel. Es tal la lucha con nuestros miedos que desembocamos culpando a los demás o subvalorando al que percibimos como una amenaza. Por eso es difícil ser emisarios de paz, porque no hemos resuelto las contiendas en nuestro propio pecho.

Pero si el discernimiento nos habita, si acudimos con frecuencia a la autorreflexión, si el autoexamen tranquilo guía nuestro proceder, seguramente nos quedará más fácil trabajar por la paz cotidiana; por esa paz que está al alcance de nuestras manos. Por ejemplo: haremos paz si mantenemos control de nuestra boca injuriosa, haremos paz si intentamos comprender antes de juzgar, haremos paz si aprendemos a perdonar, haremos paz si a aquellos con quienes convivimos o trabajamos los respetamos, haremos paz si gritamos menos y cumplimos las mínimas normas de convivencia.

Es necesario, de igual modo, convertirnos en mediadores de paz. Contribuir de manera efectiva a que los pequeños disgustos entre vecinos no crezcan o que el conflicto entre padres no se propague en toda la familia. De nosotros depende que el incendio se extinga o que las llamas del conflicto terminen por devorar nuestro techo. Mediar es ofrecer un consejo oportuno, darle al enfurecido razones tranquilizadoras; y, también, es alejarnos de los que desean contagiarnos su fanatismo, es usar el buen humor para aplacar los ánimos caldeados y ofrecer siempre esperanza a todos aquellos que nos interpelan con su pesimismo conflictivo.

Considero que actuando así retornará la alegría a nuestra vida, y dejaremos de ser tan gruñones, tan belicosos, tan recalcitrantes con nuestros credos y opiniones. La paz contribuye a que aumente la simpatía, la confianza, el buen trato. La paz va de puerta en puerta saludando y ofreciendo solidaridad. La paz nos permite ver a lo lejos, al futuro deseado, y no tanto quedarnos anclados en los problemas o las heridas del pasado. La paz permite que cada quien saque a flote sus talentos y muestre sin temor sus predilecciones. La paz dinamiza, vincula, da cabida a la utopía personal y colectiva.

Sobra decir que ser proclamadores y mediadores de paz es una labor inacabada, de trabajo permanente; siempre hay escollos imprevistos y el camino está lleno de obstáculos. Nada es definitivo cuando buscamos que la paz sea un principio, un derecho, un modo de vivir. Cada día tenemos que enfrentar nuestros monstruos y los del prójimo, a cada momento tenemos que cuidarnos y cuidar las relaciones. Ahí estriba lo más complicado: mantener  este espíritu navideño de serenidad y concordia durante los días por venir. Seamos vestales de la luz de la paz para que siga encendida después de estas fiestas decembrinas.

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Meditación navideña tres: la confianza

18 lunes Dic 2017

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Ilustración de Gianni de Conno

Ilustración de Gianni de Conno.

Todos sabemos que la celebración de la natividad es el cumplimiento de una promesa. Lo que fue esperanza, al nacer el “mesías” se convierte en cumplimiento. Pero lo más interesante de este hecho es la confianza tenida por un pueblo, por una comunidad, en esa palabra empeñada, en ese pacto resguardado por la tradición. Así que, sin esa confianza, no es posible que encarne la ilusión, no es probable que renazca la fe.

Confiar es difícil porque buena parte de nuestra socialización ha estado marcada por la sospecha, por cierta malicia para sacar provecho de los demás, por las argucias de la manipulación y por conseguir nuestras metas sin importar demasiado los medios empleados. Todo eso hace que la confianza no tenga un terreno propicio para crecer. Y, si a eso le sumamos una prevención suprema a no sufrir, a no entregarnos, a no colocarnos en actitud de indefensión, pues todavía resulta casi irrealizable confiar despreocupadamente.

Claro. La confianza se hace más complicada porque abundamos en mentiras, porque nos cuesta decir o enfrentar la verdad. A veces por miedo o porque en realidad no queremos aceptarnos como somos; por eso, tejemos una tela de embustes y apariencias que terminan por minar en las otras personas la credibilidad en lo que decimos o hacemos. Nuestra falta de transparencia, esa manera soterrada y brumosa de comportarnos, nos desdibuja, nos pone en la cuerda floja de la falsedad. Cuánto perdemos por no ser auténticos, por andar cambiando de máscara, por disfrazar una carencia, una falta, una decisión equivocada.

De igual modo se torna esquiva la confianza porque no somos honestos con nosotros mismos; porque preferimos el autoengaño que un valeroso balance con nuestras limitaciones. Así que, después de estar muchos años representando esa mascarada, terminamos por no saber lo que en verdad queremos o lo que da sentido a nuestra existencia. Por andar en esa simulación, suponemos que los demás actúan de la misma manera y, en consecuencia, nos privamos de los vínculos genuinos, de las relaciones duraderas, de los compromisos reales. Dicha falta de honestidad con nuestra alma es la que termina por dejarnos varados en la soledad, el aislamiento o la antipatía agresiva.

Sin embargo, a pesar de todos esos obstáculos, vale la pena arriesgarnos y abrir nuestro corazón a manos llenas, servir desinteresadamente, ofrecer un afecto, una amistad, un amor, basados esencialmente en la tranquilidad de nuestras elecciones y en la seguridad que nos produce el actuar limpiamente. Si somos fuertes en nuestro interior, si hay una certeza esencial que nos orienta la libertad, podremos aceptar que una estrella nos guíe, que la palabra empeñada siga viva así sea en un juramento, que los vínculos sobrepasen el paso de los años. Porque el que así confía reconoce en el semejante unas condiciones como persona, mayores a sus defectos o temores; porque es tal su abundancia de ternura, de solidaridad o compromiso, que logra completar en otro ser lo que le falta para alcanzar la gratuidad, el amor genuino, la franqueza de corazón.

Es probable que pasemos por ingenuos o cándidos al actuar así; no obstante, son preferibles esos epítetos a los de resentidos o recelosos. Para qué vivir siempre a la defensiva, poniendo la malicia o la desazón ante cualquier manifestación de afecto o la suspicacia frente a determinada confesión. Mejor confiar y lanzarnos a la realización de lo imposible que permanecer encarcelados por nuestros resquemores.

Inspirados, entonces, por la tradición navideña podemos intentar confiar más en los que nos rodean. O podemos invitarlos a que se quiten por un tiempo las espinas  para que sea posible el abrazo auténtico y la reconciliación. Es recomendable sanar los vínculos, hablar abiertamente de nuestros miedos al mismo tiempo que reconocemos la necesidad de compañía; es vital que apartemos de nosotros la desconfianza, la duda ponzoñosa, las aprensiones transmitidas como si fueran otra sangre, para dejar que crezca la posibilidad de la esperanza, de la ilusión que nos hace siempre mejores de lo que somos. Confiar es permitirnos recuperar la condición fraterna que nos distingue como seres humanos.

Meditación navideña dos: la fragilidad

17 domingo Dic 2017

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Ilustración de Benjamin Lacombe

Ilustración de Benjamin Lacombe.

Nuestra condición humana está signada por la fragilidad. Basta un accidente casual, una enfermedad, el paso del tiempo, para mostrarnos la delicada materia de que estamos hechos. Y a pesar de nuestra altivez o nuestro orgullo moral por no reconocerlo, lo cierto es que por ser frágiles estamos necesitados de cuidado, de protección, en muchos sentidos. Reconocer nuestra flaqueza, nuestra debilidad existencial, es subrayar la humildad, que para la tradición católica puede simbolizarse en un pesebre.

Mirarnos a nosotros mismos como seres frágiles es permitirnos aceptar los errores, las fallas, los desaciertos. No somos perfectos, no estamos terminados. Parte de nuestro desarrollo, tanto físico como espiritual, tiene que ver con este aprender de nuestras torpezas y nuestras falencias cotidianas. De igual modo, sabernos frágiles es revalorar el error no desde la perspectiva de la mancha o la culpa, sino desde la aceptación de un proceso formativo  vital. Mirarnos como seres frágiles es, además, cambiar el filtro para ver a los otros seres humanos; es permitirnos entender que convivimos o establecemos relaciones con seres falibles y desatinados.

Pero tal reconocimiento nos debe llevar también a sopesar la manera como tratamos a nuestros semejantes. Si somos frágiles, si los otros también comparten esa materia rompible y deleznable, con mayor razón tenemos que cuidar la forma como los tratamos, el lenguaje que usamos. ¡Qué definitiva es la comunicación entre los seres humanos! ¡Cómo cambiamos de actitud, según nos traten de una u otra manera! Vale la pena reflexionar, de igual modo, sobre el tipo de juicio que hacemos sobre los otros: son tan apresurados, tan incompletos, tan llenos de prevenciones, que la mayoría de las veces terminan en la calumnia o el descrédito. Porque falsamente nos percibimos como perfectos o intachables, andamos señalando al prójimo con un rasero que poco ayuda al otro y menos aún a la convivencia.

Esta constatación de nuestra delicadeza es también una oportunidad para quitarnos el lastre de las corazas, de una soberbia que raya con la altanería. Si somos débiles, si nos sabemos necesitados, es porque nuestra constitución primera, la que nos hace sociedad, estriba en la petición de ayuda, de socorro, de apoyo, de complicidad, de amor. No basta con nuestras manos. Es necesario para sobrevivir, para salir de un problema, para sortear un gran obstáculo, contar con nuestros semejantes. Es probable que esta falta de humildad –que no es humillación– responda a cierta incapacidad para comprender la inestabilidad del barro de nuestros miedos o a una necedad para cubrir nuestras debilidades más profundas. Vale decirlo fuerte: si aceptamos nuestra debilidad nos será más fácil relacionarnos y podremos depender de otros sin por ello sentirnos indignos o sumisos.

Siendo esto tan evidente, a veces es una dolencia o una desgracia la que nos pone a cavilar sobre el ser delicado de nuestra humanidad. Y aunque podría ser el resultado de nuestro propio discernimiento, son estas circunstancias adversas las que ponen un espejo ante nuestros ojos. Piénsese no más en una enfermedad que nos postra o nos incapacita para las tareas cotidianas. En esos momentos descubrimos que nos hace falta una voz de aliento, que unas manos son definitivas para aliviar un dolor, que nuestra piel es vulnerable, que podemos desmoronarnos con un viento adverso. Somos seres quebradizos en un doble sentido, porque nuestra materialidad no es irrompible ni insensible y porque nos afectan las circunstancias. Quizá esto mismo nos hace menesterosos, inseguros, transitorios.

Si nuestro cuerpo y nuestro espíritu pueden astillarse, si hay espinas que nos hieren el corazón y dolencias que nos postran, bien podemos meditar en este tiempo sobre nuestras propias fragilidades y, muy especialmente, atender las de otros seres humanos. Me gusta pensar que la Navidad nos llena el espíritu de una alegría especial para despojarnos de vanidades e ínfulas ridículas, y nos dispone el espíritu para la hermandad, para la cofradía, para la amistad sin miramientos de clase, condición o credo. Tal vez sea este reconocimiento de nuestra flaqueza personal el que nos lleve también a aprender a perdonar.

Meditación navideña uno: el cuidado

16 sábado Dic 2017

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Ilustracipon de Tomasz Alen Kopera

Ilustración de Tomasz Alen Kopera.

Sigo creyendo que la Navidad, especialmente por su vínculo profundo con la infancia, es un tiempo para cuidar a otros. Un viraje de nuestro continuado desinterés por los demás a una actitud preocupada y abierta al necesitado o empobrecido. Cuidar parece ser el mandato supremo de este tiempo para lograr suturar heridas, resarcir esperanzas, darle el justo valor a la dignidad de las personas.

Por momentos ese cuidado puede ser con los más cercanos, con los familiares o amigos que de tanto compartir la cotidianidad casi no los vemos. Cuidarlos significa ofrecer una palabra de agradecimiento, hacer una invitación para reiterarles nuestro cariño o nuestro reconocimiento por sus brazos dispuestos y su acompañamiento permanente. Cuidarlos es buscar algún detalle para sorprenderlos o escribirles un mensaje “personalizado” con el tono genuino de la sinceridad. Cuidarlos es atender sus urgencias, producto de la enfermedad, la vejez o la soledad.

Desde luego, el cuidado no acaba en el círculo personal o de la parentela. Va más allá. Están nuestros vecinos o esos que denominamos “conocidos” que habitan por fuera de nuestra geografía familiar. El prójimo se convierte en otra dimensión del cuidado para llevar nuestras manos a aquellos que ya parecen sucumbir a lo soportable y no les queda sino la dimensión maravillosa del milagro.  En este caso, el cuidado del otro reverbera en Navidad porque nos sentimos capaces de albergar al peregrino o porque logramos salir de nuestro refugio para socorrer o extender el brazo solidario, la palabra de aliento, el gesto fraternal de apoyo ante la adversidad.

Cuánto ganaríamos como sociedad si cuidáramos más los unos de los otros; cómo repercutiría esto en favorecer los vínculos sociales y recomponer el tejido social. Si el cuidado del semejante remplazara a la animadversión, si nuestro cuidado estuviera primero que la ofensa o el odio prematuro, si eso hiciéramos, recuperaríamos la confianza. Y sabemos que sin confianza no es posible establecer lazos humanos, sin esa base poco crece el afecto y todo termina en la sospecha, la inquina y la maquinación para desmoronar al otro. Si uno se siente cuidador conjuga más la persona del plural que la primera persona; se conduele y deja de ser espectador de los problemas ajenos. Sentirse cuidador es propugnar por la paz entre los hombres y mujeres; es abogar para evitar las lágrimas del resentimiento social; es contribuir para que las inequidades no se perpetúen con nuestra indiferencia.

Cuidamos, en todo caso, porque la otra persona, el amigo, el conocido, el ser que amamos, nos importa en verdad. Porque nos sentimos corresponsables de su suerte o de las vicisitudes por las que ha pasado. Cuidamos porque ese otro ser merece no solo respeto, sino consideración. No vemos en él un medio, un útil o una mercancía; por el contrario, nuestra actitud es de reverencia o enaltecimiento. Cuidamos porque no sacamos provecho de las debilidades del alicaído o maltratado; cuidamos porque nos convertimos más bien en resguardo para sus angustias, en antídoto para los venenos de sus temores más profundos.

Volvamos al inicio para reiterar que estos días navideños son una buena oportunidad para cuidar a las personas. Pongámonos, entonces, en la actitud del que socorre, del que vigila, del que hace un turno de guardia para que alguien pueda dormir un poco en sus desvelos de infortunio. Seamos generosos, no escatimemos en derrochar nuestra energía para que alguien recupere un poco de su fuerza. Seamos solícitos, ocupémonos en contribuir en algo para que allí donde haya una lágrima pueda estar nuestra voz de aliento. Seamos previsores, ofrezcamos los primeros auxilios a aquellas almas silentes que a bien tienen confesarnos su más alta fragilidad.

 

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