Siendo un viajero solo, largo tiempo estuve de pie
Mirando uno de ellos tan lejos como pude,
Hasta donde se perdía en la espesura;
Entonces tomé el otro, imparcialmente,
Y habiendo tenido quizás la elección acertada,
Pues era tupido y requería uso;
Aunque en cuanto a lo que vi allí
Hubiera elegido cualquiera de los dos.
Y ambos esa mañana yacían igualmente,
¡Oh, había guardado aquel primero para otro día!
Aun sabiendo el modo en que las cosas siguen adelante,
Dudé si debía haber regresado sobre mis pasos.
Debo estar diciendo esto con un suspiro
De aquí a la eternidad:
Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo,
Yo tomé el menos transitado,
Y eso hizo toda la diferencia.
He vuelto a mirar el poema de Robert Frost, “El camino no elegido”, en la traducción de Agustí Bartra, y me ha entrado el deseo de hacer algunos comentarios sobre este texto, en la perspectiva del proyecto vital.
El título nos da una pista para comprender el eje significativo del poema. En medio de las “dudas” y los “quizá”, lo que nunca sabremos es qué hay en ese otro camino no elegido, qué pasaría si la elección hubiera sido esa. Nunca conoceremos si habría sido una mejor opción que la del “camino menos transitado”. Y no sería una buena práctica de vida lamentarnos por eso; o imaginar lo que habría pasado si hubiéramos regresado sobre nuestros pasos para cambiar de ruta.
El poema de Frost, aunque nos habla de las disyuntivas que tenemos las personas a lo largo de nuestra vida, a pesar de reiterar que hubiera sido lo mismo elegir una u otra opción, lo que recalca es la elección por el camino menos transitado, el que a todas luces era el más incierto o, por lo menos, el más “tupido”. Lo que el poema subraya es que la preferencia fue por el más desconocido, el menos familiar o común. Quizá el poeta quería señalar que en medio de las opciones, a veces es mejor –para establecer una diferencia notable– tomar el sendero menos previsible a pesar de no tener una absoluta certeza o una evidencia positiva de tal alternativa.
Eso parece ser lo deseable. No obstante, queda la pena de no poder vivir al tiempo las dos posibilidades, los dos derroteros. Porque ejercer la libertad es, de alguna manera, disolver la discrepancia y optar por uno de los dos. Algunos dirán que lo mejor es recorrer uno primero y luego el otro. Sin embargo, nadie nos puede garantizar que tengamos el tiempo suficiente para hacerlo o que pasados unos años sintamos el mismo deseo o la misma atracción por la vía no seleccionada. A veces acontece que la preferencia de un camino termina por hacernos olvidar otras posibilidades; ya ni pensamos en dicha disyuntiva. Lo seleccionado tiene tal riqueza o interés que termina sellando otras opciones.
Claro, también están los que descubren que esa vía no era la suya; que por ser un camino menos transitado, exige un esfuerzo mayor, una tenacidad o una resistencia en el viaje que no todas las personas tienen o desean adquirir. Entonces, la vuelta atrás parece inevitable. Ese retroceso puede tener un final feliz, a pesar de que al volver sobre nuestros pasos no encontremos igual lo que parecía otra salida a nuestro proyecto vital. O quizá, ya pasó su fascinación o no contamos con la edad suficiente para asumir ese viaje. Todo eso es posible. De pronto todo el proyecto vital de un ser humano se basa en eso: elegir o renunciar.
Puede que el éxito sea un buen indicador de que la predilección valió la pena; o puede que ese mismo éxito no garantice nada sobre la elección correcta. En todo caso, al tomar un camino, al seleccionar esa ruta en medio del “bosque amarillo”, no nos queda otro recurso que seguir avanzando, abriendo trocha, creando con cada uno de nuestros pasos un itinerario de valoración. Solo al final, bien al final, sabremos si esa decisión fue la más acertada o si, definitivamente, fue un largo equívoco. El sentido del camino está al final, ese es el problema y ese el enigma de toda existencia humana. Hay que hacer la travesía para validar el acierto o el error de un escogimiento.
En consecuencia, por más que nos llenemos de “suspiros”, por lastimeros que sean nuestros lamentos de cara a una alternativa equivocada, lo cierto es que esa fue nuestra opción, nuestra toma de partido. A lo mejor es aconsejable optar por los caminos menos transitados, pero nadie puede garantizarnos que seremos felices o cabalmente afortunados. El proyecto de vida de un ser humano consiste en trasegar, en ir enfrentando disyuntivas, en ejercer cotidianamente nuestra libertad. Es en el culmen de nuestra vida, hacia el ocaso de nuestro proyecto vital, que sabremos el peso o la valía del camino elegido.
“Mujer leyendo con naranja”, pintura del ruso Georgy Kurasov.
Encontré a La Lectura envolviendo regalos, en una de las librerías al norte de Bogotá. Me aceptó esta entrevista contagiada quizá por el espíritu navideño que, según ella, tanto la beneficiaba. Hacia el mediodía compartimos un capuchino en una cafetería situada en el patio interior de la librería. De manera afable contestó a mis interrogantes. Aunque sigue siendo joven, es una mujer madura; su vestuario es más clásico que moderno, usa zapatos de tacón mediano que combinan muy bien con una pañoleta de seda china. La montura de sus lentes tiene visos dorados.
—Una primera pregunta, apenas obvia por lo que estamos viendo en estos tiempos, ¿cree usted que se está leyendo menos que hace unos siglos?
—Es posible. Hay una pereza y una apatía por leer en buena parte de las nuevas generaciones que ha mermado el interés por mis servicios. Usted sabe que no soy fácil para ofrecer mis favores; quien me requiere necesita concentración, paciencia y un interés continuado.
—¿Las nuevas tecnologías la han desplazado?
—Un poco, si se refiere a acceder a mí en el formato libro. Pero las gentes me siguen utilizando en otros medios y soportes; bien parece que aún no hay alguien que me substituya cabalmente. Pienso que estas nuevas tecnologías me han convertido en algo muy operativo, muy pragmático. Cuánto extraño a esas personas que me dedicaban su tiempo con total devoción. ¡Qué dicha era tener tantos adoradores de tiempo completo!
—¿No habrá influido la familia? Es evidente que padres y madres no leen frente a sus hijos por andar engolosinados con la televisión.
—Sí. Esa es una buena razón. Son contados los hogares en los que mi presencia sea central para la crianza o como parte de un proceso formativo. Lo común es que no logre encarnar en hábitos ni que me consideren un artículo de primera necesidad.
—¿Y la escuela?
—La escuela ha sido mi aliada, mi gran defensora, mi más querido benefactor durante siglos. ¡Qué sería de mí sin las aulas, sin el apoyo incondicional de los maestros y maestras! Yo me siento a gusto allí. Los escenarios educativos son un lugar propicio para desplegar mis alas; son un vivero, un hábitat ideal para que echen raíces mis posibilidades, mis riquísimos frutos. Yo les debo tanto a los maestros, ellos son los que me recomiendan, los que me sacan de anaqueles claustrofóbicos o de vetustas bibliotecas. Por ellos permanezco en la memoria de los más pequeños y a pesar de la desidia de los estudiantes tengo un encuentro, así sea intermitente, con ellos.
—Noto que son las generaciones mayores las que más velan por su continuidad.
—No crea. Hay unos cuantos jóvenes que me buscan con asiduidad. La curiosidad y el placer son un buen aliciente para no abandonarme. A veces creo que mi adeptos y seguidores con seres excepcionales o no tan comunes. Más bien son espíritus sensibles, inquietos, preocupados por el sentido del mundo y de la vida. Claro, también están los que anhelan poblar su ocio de aventuras o de fantásticas situaciones para escapar de un mundo cada vez más repetitivo y desesperanzador.
—A propósito de esto, ¿qué consejos le daría usted a alguien que a pesar de intentarlo, se priva de conocer sus favores?
—Le diría que halle su “nicho” de interés, que encuentre un tema, un motivo que lo inquiete y, desde allí, que se anime a buscar un libro, una revista, un sitio en internet que esté conectado con dicha zona de su gusto. Hecho esto, que por mera curiosidad visite una librería, que se deje incitar por ese ambiente. Y que en medio de todas esas voces mudas, indague por algún texto relacionado con su tema. Que lo compre y lo lleve a su casa como una provocación. Después viene lo difícil: que lo empiece a leer y logre terminarlo. Para ello le aconsejaría que no intente llegar al final de una vez; que vaya por partes, dosificando, luchando con el sueño y con la televisión. Es más: que se desconecte de ese aparato unos minutos y los trueque por mi compañía. Le diría, además, que hable con los amigos y amigas de aquello que va encontrando durante nuestras citas silenciosas.
—Parece retadora la invitación…
—Yo ofrezco manjares que merece la pena conocerlos. Aunque pueda parecer al inicio un tanto exigente, pertenezco a las abanderadas y defensoras de que lo demasiado fácil empobrece el espíritu.
—Por qué no nos comparte algunos de sus más grandes beneficios…
—Lo intentaré, aunque debo confesarle que no es fácil hablar de mí con tanta vanidad. No obstante, enumero seis de los que parecen mis mejores atributos: Primero: soy la posibilidad para que las personas vayan del pasado al futuro sin moverse de su casa. Mi piel es un infinito mar o un camino interminable. Segundo: soy un alimento para desarrollar la imaginación y, según sé, contribuyo a que la vejez no deteriore tan fácilmente el cerebro de las personas. Mis fluidos mantienen viva la red eléctrica de los cerebros humanos. Tercero: soy una compañía especial para las almas solitarias, para los amantes de la interioridad, para los que los atenaza la enfermedad o están constreñidos por muros inexpugnables. Presto mis brazos o mis ojos o mis manos para que el esclavo tenga alas, para que el solitario se sienta acompañado y para que el abandonado recupere la atención necesaria para sobrevivir. Cuarto: soy una magnífica cómplice de sentimientos, de pasiones, de proyectos y sueños. Me encanta contribuir para que los labios se junten, las promesas tomen cuerpo y los afectos hallen la palabra justa para convertirse en confesión o testimonio. Me gusta ser la celestina de los vínculos entre las personas. Quinto: soy una moneda valiosa para el diálogo entre los seres humanos. Por momentos sirvo para el trueque de asuntos cotidianos y, en otras ocasiones, soy en sí misma motivo de encuentros, charlas, tertulias y pláticas… Por eso tengo gran afecto por el vino, la bohemia, por los cafés y los sitios reservados. Sexto: soy, además, maestra silenciosa. Enseño, guío, muestro cosas y asuntos tan variados como complejos. Por mi sangre corre el deseo genuino de educar, y me llena de absoluta alegría ver cómo el ignorante se hace un poco menos rudo y el más necio adquiere para sí un poco de sabiduría.
—Escuchando todos esos beneficios, resulta extraño que haya personas que se priven de conocerla, o de apropiar esos favores.
—A lo mejor es porque no tuvieron buenos iniciadores, o porque el culto a la frivolidad de este tiempo hace que mis beneficios parezcan cosas densas o de gran esfuerzo… o quizá sea porque viven demasiado en función de la prisa, porque están tan obsesionados por la utilidad inmediata que se privan de beneficios de más larga duración.
—Y sobre esas campañas de los gobiernos para motivar a conocerla, sobre los planes estatales para fomentar su presencia, ¿qué piensa?
—En mucho ayudan. Especialmente a aquellos que por diferentes motivos han estado lejos de mis brazos. Estoy muy agradecida con esas voces que impulsan un encuentro con mi mundo. Por supuesto, a nadie se lo puede obligar; ni ayuda mucho la imposición. Siempre he creído que mi mayor aliada es la libertad, el acto libre por escogerme sin que haya castigos u obligaciones morales. Al final de cuentas, el vínculo que ofrezco nace como una relación amorosa.
—Algunos han escrito que usted mantiene una relación cercana con la muerte, que permite el diálogo con los ya fallecidos.
— Es cierto, gracias a mí hablan los que ya no tienen sangre en sus venas. Mis ojos son como la barca de Caronte que pone en comunión dos mundos. Y lejos de preocuparme por esta filiación con los difuntos debo decirle que me enorgullece en cada una de mis actuaciones recuperar para los vivos aquellas voces consumidas por el polvo y el olvido. Por eso creo que al desplegar mis ojos y mi memoria lo que hago es un homenaje a esas voces que merecen salvaguardar de la recordación.
—Y otros han dicho que si uno frecuenta demasiado sus favores se enloquece…
—Si por locura entienden lo que le pasó a mi devoto amigo Don Quijote, hay que decir que sí. Pero fíjese que su locura consistía en salir al mundo a resolver entuertos y luchar por los más desvalidos, en defender su amor de malandrines y en restaurar la edad de oro de la poesía. Si a eso llevan mis encantos, pues bienvenida sea la locura.
—Ha hablado de devotos, de sus adoradores excelsos, ¿qué rasgos tienen o deben tener?
—Ah, esos cómplices perfectos, que los hay, necesitan antes de cualquier cosa, visitarme todos los días. Algunos lo hacen como alondras en la mañana y otros prefieren, al igual que los búhos, visitarme durante las noches. Este es un rasgo esencial de mis adoradores: cortejarme todos los días. El otro aspecto que mis devotos admiradores poseen es una buena memoria para retener lo que mis ojos les confían. Mi amante ideal guarda mis palabras como si fueran tesoros. No sabe lo que disfruto comprobar la manera en que mis confesiones se convierten en frases memorables en la boca de mis fervorosos seguidores. Me parece que esas personas son fieles hasta el punto de volver a mí varias veces. Bueno, ese podría ser otro rasgo: disfruto enormemente que mis adoradores recorran de nuevo mi piel, que me redescubran, que repasen mi ser como si fueran caminos inexplorados. En este punto, soy una convencida de que solo los ritos dan trascendencia a las cosas que hacemos.
—No puedo dejar de preguntarle por esa otra señora admirable, La Escritura, ¿cómo son sus relaciones?
—Usted sabe que ella es una hermana para mí. Gracias a sus cuidados crecí saludable y por ella he multiplicado mis alcances. Nos vemos a cada rato, intercambiamos informaciones diversas y nos enorgullecemos de lo mucho que hemos conseguido juntas. Desde luego, ella es más seca, más silenciosa, más fría, si usted quiere, hasta que entra en diálogo conmigo; entonces, da gusto observarla en su locuacidad, en su manera de contar anécdotas, en su forma de cantarle a la vida, al mundo, al universo. Por momentos calla, hace una larga pausa, me mira expectante, y vuelve a narrarme eventos o aventuras de hace mucho tiempo. Cuando está en ese estado, me pide que la acompañe un poco más, que no deje de estar pendiente de sus ademanes y sus signos acompasados. Ella es mi hermana mayor, y la necesito como a mis propios ojos.
—Como sé que debe volver a su trabajo, déjeme terminar este diálogo haciéndole tres preguntas. La primera, ¿por qué la pintan a usted asociada con las alas?
—Tal vez porque disipo la pesadez de los espíritus. O porque yo misma soy pura imaginación. Y ahora que lo pienso mejor, me figuran alada por lo que tengo de evanescente o incorpórea; porque soy como un viento refrescante o porque mi ser está hecho de la misma materia que los ideales o los sueños.
—La segunda, que fue la que tuve la tentación de hacerle al principio: ¿por qué el libro sigue siendo su mejor carta de presentación, su heraldo irremplazable?
—Me toca usted un asunto del cual podríamos gastar muchas horas conversando. Pero, para no impacientar a los clientes que desde hace rato me miran ansiosos, le diré que los libros son una especie de medios para comunicarme; son el ropaje que mejor me sienta. Un espacio en el que respiro con facilidad y me hace desplegar toda mi energía. A veces pienso que por ellos me he hecho más cercana a hombres y mujeres, a niños y jóvenes; gracias a ellos tuve rostro y fisonomía reconocible. Los libros son mi soporte, mi sangre, mi herencia. Y aunque actualmente hay otros adalides electrónicos, me sigue gustando mucho esa forma rectangular hecha de papel y tinta. Me encanta vestirme con esas manchas, con ese atuendo artesanalmente encuadernado.
—Por qué no me regala, como cierre de esta entrevista, una frase que podamos convertir en consigna para invitar a otros a conocerla y disfrutarla.
—No es una frase propia, sino de un pensador que fue un adorador incansable de mis goces, René Descartes: “La lectura de todos los buenos libros es como una conversación con los mejores ingenios de los pasados siglos que los han compuesto”. Como ve, mi forma de ser ha sido y sigue siendo una invitación a conversar.
A finales del año pasado salió el libro Amanecer alado y otros cuentos, mi segundo libro de relatos, publicado doce años después de aparecer Venir con cuentos. La alegría de esta nueva cosecha de palabras es inmensa, y más tratándose de un género que ha estado cercano a mis búsquedas literarias.
El cuento, lo sabemos, es un aliado para recuperar las vicisitudes de hombres y mujeres durante su larga o corta existencia. Es un género con el dinamismo de la flecha, según pensaba Horacio Quiroga, y es el resultado de un ojo perspicaz de fotógrafo, al decir de Cortázar. Los hay de diversa temática: fantásticos, maravillosos, policiales, realistas o de ciencia ficción. Pero a pesar de esta variedad siempre tienen una fuerza narrativa condensada que los hacen interesantes o apetitosos como para devorarlos en una sentada.
Más no es de la historia del cuento de lo que me interesa escribir en esta ocasión. Quisiera profundizar en el proceso creativo que se lleva a cabo para lograr estos artefactos narrativos. Me interesa exponer las etapas del proceso de composición de muchos de los cuentos que he escrito, guiado por el deseo de hacer legible lo que a primera vista parece un acto espontáneo o venido de no se sabe qué zona del subsuelo psicológico.
El detonante siempre está en una anécdota. No sobra recordar que una anécdota es un hecho singular o interesante, un incidente, algo que me ha sorprendido o llamado poderosamente la atención. Esa anécdota puede provenir de muchas fuentes: un amigo que me cuenta la inexplicable infidelidad de su pareja; el conflicto de una mujer madura por tener un hijo a sabiendas de la pasada pérdida de un embarazo anterior; la muerte en soledad de un familiar; la resonancia del pasaje de una lectura; una situación cotidiana que aunque banal pone en evidencia el carácter de una persona; una coincidencia en un hecho realizado en tiempos diferentes; una frase lapidaria y contundente oída de paso; una imagen conmovedora vista o recordada; un conflicto sutil entre sentimientos; una situación posible o fabulada de un personaje histórico; una obsesión entrevista en un sueño o persistente en la duermevela… en todo caso, esa anécdota es el disparador, el fogonazo con que se inicia mi proceso creativo.
Casi siempre escribo esa anécdota en mi libreta de notas, o la pongo en mi “Despertario”, un cuaderno que tengo en mi mesa de noche. Hay anécdotas que devienen rápidamente en una historia y otras que permanecen hibernando por días o meses. También sucede que hay anécdotas que nacen y se quedan encerradas en un argumento y, otras, que de una vez lanzan sus primeros párrafos de manera rápida y sin contención. Lo común es que la anécdota vaya madurando en mí por días, hasta que ayudado por la memoria y la imaginación puedo atenderla con dedicación en la escritura. Me sucede, de igual modo, que hable sobre esa anécdota con amigos o familiares; se las relato sucintamente e invito a esas personas a que manifiesten sus opiniones al respecto. Es una especie de diálogo dirigido sobre un asunto que sigue bullendo en mi cabeza y que necesita ser atizado, enriquecido, azuzado por la conversación.
En algunas ocasiones la forma de extender o darle densidad a esa anécdota es la investigación, la lectura de libros o fuentes relacionadas con dicho motivo. Sin embargo, al igual que con las personas con que charlo al respecto, estas lecturas tienen la función de aumentar el campo de resonancia de la anécdota; explorar en las particularidades de un sentimiento; afinar la mirada y el vocabulario para nombrar algo que me interesa; conocer el simbolismo de un color; ahondar en una época, un estilo, una obra específica. Investigo para que la anécdota tenga un escenario de verosimilitud, para recoger información útil en esta etapa de incubación y rumia de la ficción.
La maduración de la anécdota trae consigo el desarrollo de un conflicto. Me complace explorar en aquellos asuntos medulares de la historia, pero cuidándome de no parecer aleccionador o moralista. El conflicto me lleva a perfilar los personajes que van a encarnarlo. Le gasto un tiempo a caracterizar estos seres de ficción aunque tienen elementos de diversas personas que les han servido de referencia. Me ocupo de describir tales personajes, ahondando especialmente en su forma de hablar, en los objetos que usan o los acompañan y en los gestos que hacen constantemente. Más que la descripción de los conflictos interiores busco que sus palabras los definan. Todo ello va gestándose en mi cabeza y se enriquece en la medida en que comienzo a redactar la historia.
El primer párrafo de un cuento es otro aspecto vital en mi manera de escribir. Si tengo ya esa entrada lo otro viene poco a poco; a veces son más los intentos fallidos que el acierto inmediato. Una vez cuaja ese primer párrafo los que siguen se desgranan como cosecha madura. Sigo creyendo que ese primer párrafo, como creía Umberto Eco, define el tono y el ritmo del cuento. En ciertos casos necesito, y de eso igualmente hablaba Rulfo, varios párrafos para encontrar el que mejor exprese lo que deseo narrar. Es una especie de búsqueda a partir de la misma escritura; una labor de socavamiento, de ir escarbando entre el mismo surco de las palabras.
Hay momentos en que el cuento avanza sin dificultad hasta lograr su fin. Esta escritura no está todavía corregida, afinada totalmente. Es una redacción en bruto que anhela descubrir su cierre. Otras veces, y el recurso era usado por Borges, la narración avanza hacia un final que ya tengo previsto pero que no sé con claridad cómo voy a conseguirlo. La narración se desplaza en pos de ese final, explorando alternativas para alcanzarlo. No obstante, y creo que eso me ha sucedido en la mayoría de mis relatos, el cierre corresponde a las propias fuerzas del conflicto, a las vicisitudes por las que van pasando los personajes. Prefiero que ciertos finales queden abiertos por la misma situación narrada o por el conflicto allí relatado, y eso lo he aprendido de observar con cuidado la sinuosa y variable condición humana. El final a veces queda como en punta, abierto al múltiple juego de las posibilidades o a la imaginativa interpretación de los lectores.
Finiquitado ese primer trayecto, henchido de un furor creativo, viene el lento proceso de la corrección. Esta etapa que se repite varias veces y en distinto tiempo aboga por la precisión semántica, por suprimir las voces repetidas, por un cambio de un signo de puntuación, por la inclusión o supresión de un detalle en uno de los personajes… Es una labor más de poda que de adiciones. Me agrada hacer esas enmiendas en horas de la mañana, y por lo menos durante una semana. En ese tiempo les leo el texto a personas cercanas para escuchar sus comentarios, aunque lo esencial es poner esa escritura en la voz de la oralidad. Al entonar esas grafías aprovecho la circunstancia para descubrir algo que no funciona cabalmente o detectar un signo de puntuación que necesita cambiar de lugar. Al oralizar el cuento recobro para la escritura la viveza de la palabra hablada, esa con la cual encantaba el primer narrador.
Pasados varios meses o años vuelvo a leer el cuento. La distancia ayuda a madurar la ficción, es su natural proceso de depuración. Por lo general encuentro algún detalle que amerita limarse o descubro un pequeño giro en la sintaxis que le permite a la prosa alcanzar un ritmo menos cacofónico o redundante. El tiempo ayuda a convertirme en crítico de mi propia producción. Al igual que Mempo Giardinelli, trato de ser inclemente con esa escritura, procuro leerla como algo ajeno, viendo en ella más las carencias que los aciertos. Concluida esa labor de curaduría en la composición me olvido de tal narración y me ocupo en otros proyectos. Transcurridos unos años, cuando noto que la carpeta en la que voy guardando estos diversos relatos contiene un número considerable, recupero cada cuento y lo someto otra vez al escrutinio de la relectura. Ahora desde la perspectiva de formar parte de un futuro libro, de ajustarse a la lógica de una publicación. Al organizar los cuentos desde esta óptica, varios de ellos se mantienen intactos y, otros, exigen unos pequeños retoques. Cerrada esta fase, envío a un corrector amigo los relatos para que los revise. Esas correcciones son la oportunidad para volver a inspeccionar lo que parecía definitivo. Después de otros meses el libro ya está listo para empezar la etapa de diagramación.
Por disfrutar este aspecto del diseño gráfico empleo varias jornadas en la selección de la fuente, en la caja tipográfica, en la ideación de las páginas maestras y en la concepción de la carátula. Una y otra variante desfila por la pantalla del computador hasta que una de esas opciones me deja satisfecho. Cuando ya está terminado el diseño hago una impresión, la anillo y me dispongo a hacer la última lectura de la obra. Al finalizar esta labor, con bolígrafos o marcadores de color hago los ajustes respectivos. Todo parece ya listo para enviar el material a la imprenta. Una vez me llegan las pruebas de la editorial hago una última revisión, confiando en que no encuentre ningún error de esos que por más que uno vigila, siempre quedan por ahí, como un testimonio de las incorrecciones escurridizas. Aprobadas estas pruebas no queda sino esperar la llegada de esos cuentos en la hermosa forma de un libro. Un libro que, para mi gusto, debe imprimirse en un buen papel, estar cosido, mostrar cuidado en el empaste, e incluir solapas y colofón.
Sobre lo que sigue ya no tengo mayor dominio. Hay que llevar el libro a las librerías para que sean los lectores lo que hagan su dictamen; que compren el libro, lo lean y les produzca alguna experiencia estética significativa, entretenida, insospechada. Ese ha sido el modo como la literatura ha construido su camino; esa es la dinámica entre los que tratamos de escribir y esos otros cómplices que, como declaraba Cervantes en El Quijote, podemos llamar desocupados lectores. Son ellos los que terminarán dándole validez positiva o negativa a esos textos, culminando así el proceso de la composición de un libro de cuentos.