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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: febrero 2018

Todos somos hijos de Pedro Páramo

25 domingo Feb 2018

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Fotografía de Juan Rulfo.

Quiero leer a Pedro Páramo sin buscar isotopías, sin detenerme a ubicar estructuras o en desentrañar influencias literarias. Voy a leer desde el goce, desde el mero deleite que produce y debe seguir produciendo la lectura. Y, además, quiero leer la novela de Juan Rulfo desde la óptica de alguien que necesariamente ve en las letras, en las letras de Pedro Páramo, su vereda, su pueblo, su continente latinoamericano. Voy, pues, al texto, pero también a mi memoria.

Deseo incluir como norte algunas frases de Juan Rulfo. La primera: “Los antepasados son algo que ligan a los hijos al pueblo, los hijos que no quieren abandonar a sus muertos. Llevan sus muertos a cuestas”. La segunda, y quizá la que más me interesa ahora: “El hombre de la ciudad ve sus problemas como problemas del campo (…) El 70% de los que vivimos en la ciudad hemos venido de la provincia. Entonces hay una población que no se adapta, el hombre que ha nacido y vivido en el barrio de vecindad”. Estas dos afirmaciones del novelista mexicano deseo tenerlas en mente durante el recorrido de la presente lectura de Pedro Páramo, porque pienso que hay en ellas una verdad del hombre latinoamericano, un sentido de la vida que, al mismo tiempo que convierte la novela en un testimonio humano y social, es también, de alguna manera, una propuesta de escritura.

En todo caso, deseo insistir en que en la obra de Juan Rulfo hay tanta amargura como esperanza, tanta sensualidad como locura, tanta religiosidad como apetito revolucionario, tanta soledad como barullo susurrante, precisamente por vivir los personajes de la novela –digamos mejor, nosotros mismos– entre el anhelo de aventura, el probar suerte y el retorno, o ese volver “a sentir el sabor del azahar de los naranjos en la tibieza del tiempo”.

Cómo hay de nubes, cómo de aire, cuánto sol hay en Pedro Páramo. Y cuánto recordar, cuánto partir y regresar, cuántas despedidas y otros tantos reencuentros. Para mí, hay una frase que resume toda la novela de Juan Rulfo: “Recuerdo días en que Comala se llenó de ‘adioses’ y hasta nos pareció cosa alegre ir a despedir a los que se iban. Y es que se iban con intenciones de volver”. En esa intención de volver está el rostro profundo del hombre latinoamericano. A veces puede transmutarse en ilusión y la ilusión, dice Rulfo, cuesta caro. Poco importa: “Dicen que los pensamientos de los sueños van derechito al cielo”. Esa intención de volver gira en dos sentidos, pero conservando el mismo ritmo histórico: de un lado, la manecilla del que quiere volver; del otro, la manecilla del que desea que los que se fueron, regresen… O si se me presta la analogía, una manecilla estaría en: “ver aquello a través de los recuerdos de mi madre” de Juan Preciado, y la otra manecilla en: “hace mucho tiempo que te fuiste, Susana” de Pedro Páramo.

Dolores –la madre de Juan Preciado– y Pedro Páramo tienen en común una mirada nostálgica hacia su pasado, hacia su niñez. Tanto una como otro viven anclados en el recuerdo de algo que olía a miel derramada: el color de la tierra, Comala; unas manos suaves, Susana San Juan. Para Dolores, el viento que mueve las espigas; para Pedro Páramo, el aire que hacía reír… Pero hay más. Juan Preciado y Susana San Juan viven también de otras nostalgias: Juan, la de su madre; Susana, la de Florencio. Tanto para el primero como para la segunda, ese pasado se torna sueño e ilusión: Juan Preciado vuelve a Comala en lugar de Dolores, porque ella, le dio sus ojos para ver; Susana San Juan vuelve al mar para purificarse, gracias al cuerpo de Florencio. Juan no puede salir de una promesa, Susana no quiere renunciar a su antigua felicidad… Los ejemplos podrían extenderse. Sin embargo, el recuerdo y la nostalgia se configuran en un gran símbolo: “Todos somos hijos de Pedro Páramo”, todos vivimos alguna vez en Comala. Este símbolo, representa los lazos que crean la tierra y la sangre con respecto al hombre o la cultura. “Todos somos hijos de Pedro Páramo”: en él, que es también Comala, quedó nuestra niñez, nuestra virginidad, nuestra juventud; allá, quedó nuestra historia. Ser “Todos hijos de Pedro Páramo” es tanto como tener un mismo destino. Por eso, al morir el padre, el pueblo, todo se desmorona, todo se derrumba. Entonces, para los que se quedan no hay sino la ruina o miseria, cuando no, la muerte; para los que vuelven, no hay sino un encuentro con los fantasmas. Irse es estar lleno de llanto y de venganza; volver es perderse; quedarse es aceptar la condición de ánima.

En tanto que distante, ¿qué piensa o rememora uno de su Padre, de su Comala, de su casa? Quizá, solo las nubes, el aire, el color del sol cuando atardece, el vuelo de los tordos… Siempre la Naturaleza. Idilio, dirán algunos; yo prefiero entenderlo como una forma de nombrar la eternidad: “La llanura parecía una laguna transparente, deshecha en vapores por donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá, una línea de montañas. Y todavía más allá, la más remota lejanía”… Al estar distante recordamos también la lluvia, la noche y el caer de las gotas de agua ¡Cómo llueve en el pasado! ah, y el murmullo de los grillos. Pero este recordar no es sino esperanza: “Esperé treinta años a que regresaras, Susana. Esperé a tenerlo todo”; este recordar no es sino el anhelo infinito de ver retroceder el tiempo para observar otra vez “la estrella junto a la luna”, “las nubes deshaciéndose”, “las parvadas de toros”, “la tarde todavía llena de luz”.

Comala o Pedro Páramo es una alcancía donde se guardan los recuerdos. Dorotea tiene razón: “El pueblo es la querencia. El lugar que se quiso. Donde los sueños se enflaquecieron. El pueblo, mi pueblo, levantado sobre la llanura… Sentirás que allí uno quisiera vivir para la eternidad. El amanecer; la mañana; el mediodía y la noche, siempre los mismos; pero con la diferencia del aire. Allí, donde el aire cambia el color de las cosas; donde se ventila la vida como si fuera un murmullo; como si fuera un puro murmullo de la vida…”. Y poco importa que haya pueblos que sepan a desdicha; vistos en la distancia, como decía Novalis, esos mismos pueblos, pobres y flacos, desdichados, se tornan poesía: “Y los gorriones reían; picoteaban las hojas que al aire hacía caer, y reían; dejaban sus plumas entre las espinas de las ramas y perseguían a las mariposas y reían. Era esa época”. Quizá, por eso, el volver, el acercarnos demasiado al pasado, produzca en nosotros una mueca amarga al ver la casa abandonada, el pueblo agonizante. Mejor, entonces, llenarse de sueños y darle vuelo a las ilusiones.

Cuando el hombre latinoamericano va a la ciudad, huyendo de la violencia, de la miseria o el desengaño, huyendo de sí mismo, siempre guarda un crujir de piedras bajo las ruedas de las carretas; conserva la imagen de los bueyes moviéndose despacio… Ese lugar seguro en el corazón, esas cosas de Susana San Juan que Pedro Páramo nunca llegó a saber, esas cosas que no se apagan, son las cosas que permiten volver a Juan Preciado o las que dan la resistencia a cualquier Abundio, a cualquier arriero del camino.

Todo padre, todo pueblo, cualquier Comala, reclama con lágrimas el retorno de sus hijos. Pedro Páramo sabía, de una parte, que “todos escogen el mismo camino. Todos se van”, pero entendía también que los sueños persiguen a los viandantes, a los que salen de casa. Los sueños, que son las palabras sin sonido. Los murmullos que matan. Por lo demás, al decir de Ambrosio, el pastor de marras de Don Quijote: “quien está ausente todos los males tiene y teme”. Comala nos pregunta: ¿Por qué ese recordar intenso de tantas cosas? ¿Por qué no simplemente la muerte –el olvido– y no esa música tierna del pasado? y nosotros, como hombres situados entre el descontento y la promesa –porque Pedro Henríquez Ureña también era hijo de Pedro Páramo–, responderemos: “recuerdo o vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre…”

Pedro Páramo desnuda al hombre latinoamericano, campesino aferrado a la niñez, sin regreso posible y, Juan Rulfo, desde su silencio ético, enseña que la literatura en América Latina no es un problema de escuelas, sino el intento por aclarar o resolver nuestros problemas fundamentales. Comala es como Macondo, símbolo de un continente que vive una tensión dramática, la lucha entre un ancestro mítico que no se quiere abandonar y un imperativo histórico que debe ser asumido.

Té chai y mendacidad

18 domingo Feb 2018

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Diálogos

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Ilustración de John Holcroft

Ilustración de John Holcroft.

Milena: Te he visto muy concentrado en estos días.

Juan José: Ando investigando sobre la mentira.

Milena: ¿Y eso?

Juan José: Es tal la avalancha de calumnias, de embustes que uno escucha en estas épocas electorales, que me ha entrado la curiosidad  por desentrañar este modo de actuar de los políticos.

Milena: Eso ha sido de siempre así…

Juan José: Es posible. Pero hoy se ha vuelto un arma habitual de descrédito, un recurso cotidiano para mancillar un nombre o poner astutamente a dudar a los electores sobre qué es verdad de todo lo que dicen sobre alguien…

Milena: Mi padre se sorprendía de que la gente sabiendo todo ese cúmulo de patrañas, de promesas falsas, sabiendo eso, votaran por esos personajes.

Juan José: Me cuesta aceptarlo pero, según leí, el pueblo no soporta la verdad; y que por eso es mejor venderle algo de ilusión, de fantasías para soliviar su pobreza o sus múltiples necesidades. Mejor el sueño que la realidad.

Milena: Doloroso pensar que es así, aunque hay muchos intereses de por medio. Tal vez lo que secundan a los mentirosos es porque conocen la doble faz de estos politiqueros. Saben que ese discurso promesero es puro barniz, porque en el fondo hay lucros esperándolos, fraudes dispuestos a sus apetitos personales.

Juan José: Una de las cosas que me ha llamado la atención de esta pesquisa es el rompimiento de la confianza, de los vínculos, que trae consigo la mentira.

Milena: Sí, es muy difícil confiar en alguien si esa persona nos miente. Uno queda en la incertidumbre, andando como a tientas en las relaciones.

Juan José: Y poco futuro puede construirse… Al mentirle a alguien paralizamos el presente. El engaño tiene el mismo veneno de la mirada de Medusa.

Milena: Eso me parece una idea sugestiva…

Juan José: Debe ser porque te encanta todo lo de mitología. ¿Sabías que hay un personaje relacionado con esto de la mentira en la mitología griega?

Milena: No… ¿quién?

Juan José: Casandra.

Milena: Cuéntame…

Juan José: El relato, en síntesis, es la historia de una ninfa hermosa que cautivó a Apolo; ella le pidió en contraprestación de su amor, el don de la profecía; Apolo se lo concedió. Sin embargo, una vez obtenido este poder, Casandra le negó sus favores al dios. Apolo le impuso este castigo: podría leer el futuro pero con la desgracia de que nadie creyera en tales vaticinios.

Milena: Interesante. Otra vez la negación del futuro, ¿no?

Juan José: Casandra les advirtió a los troyanos que el caballo de madera era una trampa, que el rapto de Helena iba a traer enormes desgracias, pero nadie creyó en sus profecías. Ese es el problema: una vez la mentira instaura sus dominios es difícil que el porvenir tenga lazos con lo creíble, con lo verdadero.

Milena: ¿Y qué otras cosas has encontrado en tu investigación?

Juan José: Tantas, que este té chai no va alcanzarnos para contártelas.

Milena: Al menos empezamos a deshacer el ovillo…

Juan José: Un aspecto más es que la mentira necesita de otras mentiras para mantenerse en pie. No es posible que una mentira se sostenga sola. Para justificarla o darle cierta credibilidad es necesario un coro de mentiras secundarias que le den consistencia.

Milena: Por eso dicen que el mentiroso debe tener buena memoria…

Juan José: Así es. Pero lo que me llama la atención es el lastre que esto provoca. Un mentiroso acumula falsedades, teje engaños, urde falacias de tal forma que lo que parece una defensa termina siendo su encierro, su cadena. Lo que en un momento era protección, con el tiempo, es su propia indefensión.

Milena: Más rápido cae un mentiroso que un cojo, afirma el refrán.

Juan José: Es como un círculo vicioso: el mentiroso miente para defenderse pero ese mismo escudo se transforma en un cilicio torturante…

Milena: Ahora que lo dices, me parece que el mentiroso se parece mucho a Sísifo. Una y otra vez lleva sus mentiras a cuestas, las carga hasta la cima de la verdad, pero no puede alcanzarla nunca, y, entonces, debe volver al inicio, con otra mentira, a ver si con ella ahora sí conquista su cometido. No deja de ser una forma de castigo…

Juan José: En lo que coinciden varios autores es en que la mendacidad fractura o fisura la confianza.

Milena: No cabe duda…

Juan José: Yo tengo la idea de que la piel de la confianza es frágil, de que es un ser que demanda mucho cuidado para no estropearlo. Y creo que esa piel se va haciendo más fuerte en la medida en que la nutrimos con la verdad.

Milena: Algo poética la manera de entender el asunto…

Juan José: Fíjate y verás que es así. Las relaciones se hacen más fuertes si las lubrica la sinceridad, la franqueza. Entre más veracidad, más fuertes los lazos, más hondos y permanentes los vínculos.

Milena: Hasta razón tienes. Y la lógica contraria sería igualmente válida: las relaciones serán más raquíticas, menos resistentes, si aumenta la mentira, el recelo, la prevención.

Juan José: Además, Mile, nos olvidamos de que el mentir, especialmente, cuando hay afectos de por medio, provoca sufrimiento en otro ser humano.

Milena: Lo sé, uno ha escuchado tantas historias…

Juan José: Hay mucho de egoísmo en el mentiroso o, por lo menos, una falta de consideración sobre sus semejantes. El mendaz ignora  el sentimiento de otredad.

Milena: Quizá, por eso mismo, nuestra época tan egoísta, tan poco solidaria, favorece y rinde culto a la mentira.

Juan José: Porque así el sufrimiento de la otra persona no aparezca mientras exista el encantamiento elaborado por la mentira, lo cierto es que cuando todo se devele, cuando el engaño sea descubierto, el dolor será más hondo, más demoledor. Los mentirosos, aunque no lo sepan, son dilatadores del sufrimiento ajeno.

Milena: ¿No crees, entonces, en las mentiras por amor? Hay personas que piensan que es mejor vivir engañadas… que prefieren, precisamente no saber, para no sufrir…

Juan José: Si viviéramos en un eterno presente, eso sería posible. Pero estamos hechos de tiempo, de memoria. ¿De qué sirve ocultarle la verdad, al ser que decimos amar, si al final las evidencias de la realidad lo llevarán a conocerla? Eso es como la muerte…

Milena: ¿Cómo así?

Juan José: Pues, sí, tarde o temprano moriremos. Esa es una realidad de puño. ¿Para qué mentirnos esa verdad? A pesar de que no quisiéramos, aunque nos neguemos a aceptarlo, alguna vez llegaremos a ese término. ¿No sería mejor, por lo mismo, asumir la vida desde esa certidumbre? De pronto al aceptar dicha verdad de lo que somos nos lleve a otorgar otro sentido a nuestra existencia, a jerarquizar de otra forma nuestras actuaciones, a asumir la libertad de otra manera. 

Milena: ¿No será que los seres humanos se niegan a aceptar esa condición finita y por eso necesitan de la mentira?

Juan José: Es probable. Credos e ideologías han acicalado este destino del ser humano. Pero considero que no podemos dejarnos engatusar por la idealización de la vida o por una metafísica a partir de la cual falsificamos nuestra condición mortal. Seríamos una farsa caminante.

Milena: Bueno. Te pusiste filosófico…

Juan José: Tú me picas la lengua… ¿o será por el jengibre del té?

Milena: A mí me parece que uno no aguanta toda la verdad… Se requieren dosis, tacto para decir esas verdades hondas y complejas…

Juan José: De acuerdo, pero eso no es lo mismo que ocultarla o convertirnos en falsarios de oficio. A mí me gusta mucho citar ese verso de Emily Dickinson: “Di toda la verdad, pero dila sesgada…” Y el sesgo tiene que ver con el tacto, con el cuidado con el otro. Con preservar su dignidad, a pesar de cualquier cosa.

Milena: Y ya que hablas de poesía, no son los literatos unos hacedores de engaños con palabras…

Juan José: Así parece. Pero ese engaño es para revelarles a los demás, precisamente, una verdad. Es una mentira que, al ser descubierta, lo que trae en su médula es la revelación de una verdad.

Milena: Sin embargo, al fin y al cabo, es un engaño…

Juan José: Pero con una diferencia de las otras mentiras de las que veníamos hablando. En la literatura, por ejemplo, esa mentira es un engaño acordado. El autor y el lector hacen ese pacto. Por eso el goce y no el sufrimiento, por eso la alegría y no la tristeza de saberse burlado…

Milena: Escuchándote pienso que para enfrentar la verdad se requiere valor, y la gente, en general, tiene mucho miedo.

Juan José: Totalmente de acuerdo. El exceso de miedo nos falsifica, nos quita la autenticidad, nos enmascara el cuerpo y el alma. De pronto, un pueblo amedrentado prefiere las mentiras a las verdades; por eso los políticos más astutos –y hay uno en particular que tú y yo conocemos– son los que saben administrar ese temor, inocularle a la gente ese flagelo para que se traguen enteras todas sus mentiras. El miedo nos hace cómplices de falsedades, de calumnias, de odios infundados…

Milena: Y si a eso le sumamos lo que hacen los medios masivos de comunicación o la ligereza de las actuales redes sociales, pues el miedo parece ser parte del ambiente…

Juan José: No cabe duda. Estamos en un campo de batalla de embustes y chismes, de engañifas y verdades a medias…  Por ello, con mayor razón necesitamos tener criterio para seleccionar la almendra de la pajilla vacía.

Milena: Hay mala fe en todos esos que prometen y luego no cumplen o en los que ilusionan y después se arrepienten de sus compromisos…

Juan José: Yo percibo un afán de dominio en el que miente. Con esos engaños lo que se busca es someter al otro, bien porque  se saca provecho de su ingenuidad o porque esa persona no alcanza a entrever que le están manipulando sus sentimientos. Pero eso no sucede solamente en la política. También en las relaciones humanas, el que se entrega o abre sus brazos sin malicia, de alguna forma se expone a que le hagan pedazos sus más íntimos anhelos…

Milena: Por lo que observo en nuestro mundo globalizado, las gentes simulan y disimulan demasiado. Hay exceso de apariencia y un absoluto abandono de la autenticidad.

Juan José: Ese es un estigma que a muchos envenena. Eso y el autoengaño, que es para mí la peor de las mentiras, porque convierte a las personas en remedos de sí mismos, en títeres de madera de sus propios embustes.

Milena: Me dejaste iniciada con el tema. Tienes por ahí una recomendación bibliográfica para continuar conversando en la distancia…

Juan José: ¿Has leído a El libro de los ejemplos del conde Lucanor?

Milena: No…

Juan José: Es un libro del siglo XIV. Hay allí un cuento, que bien parece un apólogo, titulado “Lo que sucedió al árbol de la mentira”, te lo recomiendo…

Milena: Lo buscaré, a ver si me sumo a tus indagaciones sobre la mentira…

Juan José: Me cuentas lo que te sugiere ese cuento…

Milena: Ya nos encontraremos muy pronto, te lo aseguro.

Juan José: Espero que no sea una mentira piadosa.

Milena: Claro que no. Después de esta conversación, me cuidaré de no prometer cosas que no puedo cumplir…

Sobre la mentira

11 domingo Feb 2018

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Aforismos

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Ilustración de Angel Boligán Corbo

Ilustración de Ángel Boligán Corbo.

Una mentira trae consigo, para justificarse, otra mentira, y así sucesivamente. El precio de mentir es continuar haciéndolo en una cadena interminable. Castigo de Sísifo que arrastra una roca cada vez más grande.

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Determinadas circunstancias nos llevan a mentir; otras, a practicar un tipo de disimulo. En el mundo de las relaciones humanas, cada rostro es un sinfín de máscaras.

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El embuste de los niños se origina, en gran parte, por el miedo; el de los adultos, proviene del cálculo. En el primer caso, tememos al castigo; en el segundo, nos solazamos con la premeditación.

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El poderoso tiene que lidiar continuamente con dos emisarias de la mentira: la calumnia y la adulación. Tanto una como otra son malas consejeras para la toma de decisiones.

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Mentir es fácil; lo difícil es mantener exacta y sin contradicciones la mentira. El talón de Aquiles del embustero es el tiempo.

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¿Por qué necesitamos mentir a los seres que decimos amar? Para no hacerlos sufrir, contestan algunos. Pero, tarde que temprano, cuando la verdad aparezca, veremos en ellos aparecer sus lágrimas. Mentir es, en esencia, prorrogar el dolor.

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La mentira siempre es ocultación: de lo que fuimos, de lo que somos, de lo que anhelamos ser.

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“La falsedad nos enreda en todos los errores”, afirmaba San Agustín. En el fondo, el mentiroso lo que busca es enredarnos; hacer que la verdad se pierda en los laberintos de la duda.

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De tanto mentir vamos construyendo una máscara que termina por empotrarse en nuestro rostro. El simulacro se convierte en nuestra verdad.

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Siempre se ha dicho que la mentira debilita a la verdad; yo diría que es más bien un corrosivo para la confianza.

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La mentira necesita del rumor para fortalecerse; el rumor de la mentira para parecer interesante.

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Es reprochable el hábito de andar mintiéndole a los demás; pero lo que resulta imperdonable es mentirnos a nosotros mismos. El autoengaño es la peor de las mentiras porque va creando, lentamente, una falsa conciencia de lo que en verdad somos.

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El engaño es la escenografía preparada por la mentira. El teatro de falsedades requiere de un decorado seductor.

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Aunque resulte paradójico, hay vidas humanas en las que lo único cierto han sido sus mentiras.

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La verdad corta como los cuchillos afilados; la mentira, como las espinas de las rosas. La primera nos duele en el cuerpo; la segunda, hiere profundamente el corazón.

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Es indudable que la cobardía lleva a que proliferen las mentiras. Si no hay valentía en nuestro carácter seremos incapaces para reconocer nuestras fallas y huidizos para alcanzar nuestros deseos.

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Ironía: melancolía risueña que siente la verdad por la mentira.

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Ciertos mentiras se inventan para, según se dice, no perder a quien amamos; pero, por esos mismos embustes, se termina perdiendo dicho amor.

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Los políticos han hecho de la mentira un arma para desacreditar a sus adversarios y un recurso retórico para disfrazar sus promesas. Es decir, con ella engañan tanto a sus opositores como a sus seguidores.

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Determinadas mentiras tienen el fin de tapar o enaltecer. A veces son maquillaje para cubrir defectos o vicios y, en otros casos, pedestales para glorias inexistentes.

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Ciertas amantes mentirosas suponen o esperan que el secreto de sus pócimas retenga para siempre a sus amados. Eso puede durar un tiempo. Al final, Ulises es más astuto que Circe.

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Algunas mentiras nos protegen y otras, aunque no queramos, nos exponen: difícil resulta siempre jugar a ocultar la verdad.

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Hipocresía: disimular lo que somos y simular lo que no somos.

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La persona mentirosa padece la maldición de Casandra: aunque pueda decir algunas verdades, jamás llegarán a ser creíbles.

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Para ser un mentiroso hay que tener excelente memoria. No es fácil tejer y tejer telas de araña y luego acordarse de los lugares exactos donde se enlazan los nudos.

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Hay cierta complicidad del engañado para que el mentiroso cumpla su cometido: entregar su confianza sin prevenciones o creer cabalmente sin recelos. Los brazos abiertos olvidan la suspicacia.

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Lo difícil al descubrir una mentira no es tanto el perdón en el presente, sino la fractura de la credibilidad en el futuro.

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Enfrentarnos a nuestras verdades demanda esfuerzo y valentía; maquinar ciertas mentiras apenas es una dejadez de nuestro carácter.

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“No mencionar la cuerda en la casa del ahorcado”, aconseja el refrán. Sin embargo, a veces cierta sinceridad ayuda a que el condenado reconozca sus mentiras.

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Disimulo: etiqueta de la mentira.

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El arte finge la realidad para que, mediante ese artificio, podamos reconocer nuestras verdades más profundas.

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Ser o parecer: ese es el dilema del mentiroso.

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La franqueza riñe con la política, porque esta última prefiere los afeites y las lisonjas de la mentira. Los políticos lo saben: al pueblo le gusta más escuchar promesas ilusorias que explicaciones reales.

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En la afirmación de San Agustín, de que “mentir es decir lo contrario de lo que se piensa con intención de engañar”, lo que se subraya no es tanto el contenido de la mentira como su deliberado propósito. No la flecha envenenada, sino la elección de la diana.

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Deberíamos aprender la lección del bufón medieval: decir las más crudas verdades como si fueran mentiras jocosas.

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El que no acude a las mentiras y se obstina en decir siempre la verdad es tildado de loco o de profeta. Por eso, la mayoría de los hombres hacen un pacto para ocultar sus genuinas intenciones o simular sus verdaderos propósitos. Vivir con otros es, en el fondo, compartir unas formas de mentira.

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Con la mentira pasa lo que con ciertos fármacos delicados, si nos equivocamos en la dosis podemos intoxicarnos o perder irremediablemente al paciente.

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El que miente quiere dominar: aprovecharse de la buena fe de otro, sacar ventaja de su ingenuidad o su abandono afectivo. La mendacidad, en sentido moral, tiene lazos con la humillación.

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Es mejor jugar con pocas cartas de la verdad para evitar blofear al barajar demasiadas mentiras.

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Si amar es compartir secretos, y los secretos entrañan una complicidad a toda prueba; entonces, cuando amamos constreñimos nuestra voluntad para evitar la traición o la mentira. Quizá el verdadero amor sea un acto de genuina valentía: la fidelidad a la palabra empeñada.

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Veracidad y mendacidad: estos son los dos caminos cuando entramos a relacionarnos con otros. Tal disyuntiva no es un asunto menor: en mentir o decir la verdad está la clave de los vínculos sociales.

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 “Oler la mentira como mentira”, pedía Nietzsche. Es decir, asumir nuestros límites, entrever nuestros abismos, aceptar nuestras falencias. En síntesis: nada de autocomplacencias.

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La mentira es leve, sale rápido de nuestra boca; la verdad es sólida y requiere de la prudencia de nuestros labios.

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La sinceridad es una mancha difícil de borrar; la mentira, en cambio, un mugre que cae al primer remojo.

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La obsesión por el poder trae consigo la facilidad para la calumnia, la irresponsabilidad  de envilecer a todo oponente. Las falsas imputaciones de los poderosos son la semilla del autoritarismo.

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Allí donde haya crédulos fervientes aparecerán ladinos mentirosos. La masa propicia en su frenesí tales engendros.

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Las redes sociales han hecho de la mentira una diversión peligrosa: cuando se junta la irresponsabilidad con la obsolescencia informativa lo más seguro es que la honra o la dignidad de las personas dependa del capricho del rumor colectivo.

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 “El reverso de la verdad tiene cien mil caras”, escribió Montaigne. Así que no quedan sino dos alternativas frente a las personas: o apostamos por confiar en ellas o vivimos en el permanente recelo.

 

El cronista y el etnógrafo

04 domingo Feb 2018

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Caricatura de Waldo Arturo Matus

Un maestro de la crónica: Carlos Monsiváis. Caricatura de Waldo Arturo Matus.

Bien miradas las cosas, mucho de lo que hace un cronista –hablo del consagrado a este oficio– se asemeja al trabajo propio de los etnógrafos. Veamos algunas de esas zonas de confluencia y saquemos algunas consecuencias para los procesos investigativos.

Lo primero, y quizá lo fundamental, es que cronista y etnógrafo realizan un proceso investigativo que combina la labor documental con el trabajo de campo. No es cuestión de transcribir alguna entrevista suelta o un fugaz contacto con algún personaje. Por el contrario, es un ejercicio de inmersión, de convivencia, de trato frecuente con el objeto de nuestro interés. De allí que se necesiten esos dos momentos: una labor de archivo, de hemeroteca, de lectura de declaraciones o libros, de rastreo iconográfico o de audio. Tal equipaje previo es como la reserva para ir luego al campo, al encuentro con los informantes para entrevistarlos en su contexto. Si no hay una juiciosa y abundante tarea documental pocos serán los dividendos al estar “cara a cara” con nuestra persona seleccionada.

Y, en ese mismo sentido, tanto el cronista como el etnógrafo realizan un tipo especial de indagatoria con el informante principal: la llamada entrevista en profundidad. Es decir, necesita varias sesiones de diálogo con el entrevistado para ir ahondando en su personalidad, en su actuar, en su forma de ser y comportarse. Estas sesiones de entrevista están, por lo general, espaciadas en el tiempo y pueden hacerse en diferentes escenarios en los cuales se desempeña el entrevistado. Sobra decir que realizar este tipo de entrevista demanda una escucha atenta, un trabajo de sigilo y unas habilidades interpersonales para crear confianza en el otro. En suma, la entrevista en profundidad no es la realización de un cuestionario frío ni casual.

Es oportuno precisar aquí la importancia de la grabadora y la libreta de notas. La primera, por supuesto, para no dejar perder el contenido y los matices de la voz del entrevistado, y la segunda para anotar el poder silencioso del gesto, los énfasis trasladados a los ademanes, las vinculaciones del habla con los objetos, la indumentaria o para consignar determinadas afirmaciones que sirven como bisagras de interés para continuar el diálogo. Gracias a la grabadora nos ocupamos de mantener un diálogo genuino y no andar como escolares copiando un dictado; y gracias a la libreta de notas atrapamos indicios del personaje, “detalles del natural” que pueden ser de utilidad al momento de redactar el texto final.

Un segundo punto de confluencia es el relacionado con el valor de los detalles tanto para el cronista como para el etnógrafo. Precisamente, el historiador Carlo Ginzburg llamó la atención sobre la importancia de los detalles en una investigación y recalcó el proceso mental de la abducción para formar hipótesis con informaciones mínimas. Más aún, puso en alto relieve los detalles secundarios o marginales. Son estos nimios asuntos los que anuncian o prefiguran un campo de actuación o descifran toda una vida. El cronista y el etnógrafo, entonces, son sabuesos de los detalles, de indicios, de pistas. En este sentido, aunque son cualificados profesionales de la escucha, mantienen en su espíritu una reserva de sospecha para no creer todo lo que las personas dicen. Por eso, cotejan, entrevistan a distintos implicados, triangulan la información recogida, ponen en tensión posiciones opuestas. En todo caso, el cronista y el etnógrafo saben que la percepción de la realidad depende mucho de las emociones y los intereses de la gente. Y al igual que los detectives o los médicos saben que cualquier indicio puede llevarlos a descubrir el mayor enigma o resolver el más intrincado problema.

Un tercer asunto que vincula a cronistas y etnógrafos es el respeto a las voces de los informantes. No se trata de convertir unos testimonios en un pretexto para decir cualquier cosa o en tratar de embellecerlos porque molestan o poco gustan. Por eso es que abundan los entrecomillados en las crónicas y en los informes del etnógrafo. La fidelidad a las voces de los entrevistados, posee por lo demás otra virtud: la de dotar al producto final de verosimilitud. El cronista y el etnógrafo necesitan o tienen la obligación con el lector de hacer creíble lo que cuentan o dicen los informantes. Más que la interpretación de un hecho o la impresión de determinada persona, lo que buscan es mostrarnos sin intermediarios o falsificaciones el retrato humano o el cuadro de un acontecimiento. La credibilidad o validez de lo que muestren dependerá, en gran medida, del cuidado y fidelidad a las voces de los informantes.

Todo lo anterior no es sino la fase preparatoria de la crónica o el informe del etnógrafo. Ahora viene la segunda etapa en la que una y otro necesitan poner lo visto y escuchado en un texto llamativo, sugerente, amigable para el lector. Ese segundo momento es el de la reconstrucción narrativa. En un lado quedan los hechos y, ahora, –mediante la filigrana de la escritura– se convierten en acontecimientos. El cronista y el etnógrafo saben que en este instante se juegan los días o los meses de investigación previa. De lo que se trata en esta etapa es de organizar o de articular todos esos elementos encontrados mediante la mirada perspicaz, la escucha empática, la documentación exhaustiva. A veces resulta afortunado hilvanar la información manteniendo un hilo temporal, o puede resultar útil usar subtítulos como si fueran escenas de una película. La idea de montaje –tan definitiva en el cine– le viene bien a cronistas y etnógrafos. Uno y otro, en la sala de edición o en el cuarto de redacción, se dedican a armar el rompecabezas, a darle una unidad a lo que durante la investigación fueran momentos fragmentados o discontinuos. Esta labor de “ensamblaje” combina elementos propios de la narración (el suspenso, la tensión, el cambio de perspectiva), con otros tiempos para la descripción y el acopio de testimonios. Por lo demás, demanda un tacto especial para elegir lo vital de la información y sopesar el peso real del material recolectado. Y ni qué decir de la preocupación por la elección de las palabras adecuadas, la puntuación precisa y el aplomo para poner los adjetivos. Dicha preocupación al redactar es lo que provoca la emoción en los lectores, el vínculo secreto que da las crónicas o los informes de los etnógrafos su carácter altamente comunicativo.

Como se ha podido apreciar, el cronista y el etnógrafo se emparentan en el enfoque de investigación, en la referencia a un método y en buena parte del uso de instrumentos específicos. Ambos se nutren poderosamente de la observación, del uso de entrevistas y del trabajo de campo. Los dos aspiran a desentrañar lo que a primera vista parece insustancial o poco llamativo, con el fin de hacernos más sensibles a la compleja condición humana. Cronista y etnógrafo, además, mantienen un lazo de sangre con la narrativa. Los productos terminados que ofrecen –las crónicas o informes– son una reconstrucción intencionada en la que es fundamental tocar la zona emocional del lector, provocar o mantener viva su sensibilidad. Quizá por eso tanto los cronistas más consagrados como los etnógrafos de largo aliento continúan nutriéndose de la tradición de la literatura. Ella sigue siendo, su fuente de inspiración y también su punto de llegada.

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