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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: mayo 2018

Carta a un nuevo directivo

27 domingo May 2018

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Cartas

≈ 11 comentarios

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Ilustración de Julio Carrión Cueva, «Karry».

Sirvan estas letras para saludarte y celebrar tu nuevo nombramiento. De seguro, el puesto que ahora ocupas, es el resultado o la consecuencia de tu tenacidad, tu talento o el conjunto de variadas habilidades profesionales. Esto ya es de por sí motivo de elogio y admiración.

No obstante, me he atrevido a enviarte esta misiva por la responsabilidad que entraña tu nuevo puesto de mando. Y lo digo, por el número de personas que ahora dependen de tus decisiones. Cada cosa que hagas o que digas tendrá un efecto mayor a las hechas y dichas anteriormente. Así que, amparado en nuestra amistad, he sentido la confianza suficiente para compartirte algunas sugerencias y dejar a tu buen criterio la puesta en práctica de varios consejos.

Lo primero, y este es un asunto que ha sido profusamente recalcado por estudiosos de la política, es que las personas cambian cuando tienen poder en sus manos. Unos, mudan su carácter y su comportamiento; pareciera que desdibujaran su ser para adquirir otra figura, otra forma de comportarse. También hay otros que al tener poder, se vuelven indolentes, arbitrarios, cabalmente insensibles. Es como si ese atributo o ese cargo les hicieran olvidar su esencia, su frágil condición humana, sus aspiraciones y limitaciones. En consecuencia, se tornan inflexibles, autoritarios, implacables en sus dictámenes o en el trato con las personas. Por eso, mi primera advertencia, es que no dejes que ese puesto pervierta lo que eres, que no caigas en la tentación de sentirte tan superior que olvides tu propia condición. Lo mejor, entonces, es entender que ese poder es pasajero, circunstancial, y que tarde que temprano volverás a tu condición esencial, con los tuyos, a seguir el curso normal de tu existencia. Toma ese poder no como un enaltecimiento o cambio de personalidad, sino como otra tarea de las muchas que has tenido a lo largo de tu vida.

Hablando del poder, seguramente ya habrás notado que cuando se tiene algún cargo de mando, aparecen los intrigantes, los chismosos aduladores. Recuerda que esos áulicos que tanto te exaltan y lanzan vítores por ti, son los mismos que luego hablarán mal de tu gestión o propagarán un rumor venenoso. Evita a estos personajes; esos zalameros son mala influencia y crean una energía negativa para tu gestión. Y si algún chisme traen, si una información ponzoñosa sobre alguien te llevan, escúchala con una oreja, pero si tomas una decisión hazlo con la otra. No te confíes. Esos individuos algo ocultan, algo traman. Te recomiendo no promover el rumor; trata de no entrar en esa lógica de las habladurías y el chismorreo que terminan por afectar el clima laboral y la confianza entre un grupo de personas. Otra cosa, no hables mal de las personas que diriges, ni de tus antecesores en el cargo. No trates de enaltecer tu labor embarrando la memoria de los ausentes. Deja que sean tus acciones las que muestren dónde hubo una carencia en el pasado, dónde un desacierto, dónde una falta significativa. No sobra repetírtelo, cuida tus palabras, ellas son el termómetro de tu mismo prestigio.

Conociéndote, sé que ya estarás pensando hacer muchos cambios en tu lugar de trabajo. Eso está bien. Una innovación, si obedece a un análisis sesudo del contexto, seguramente rendirá buenos dividendos. Pero no te apresures a modificar todo, ni desorganices la empresa o institución por el mero capricho de parecer novedoso. Observa primero a aquellos que diriges o gobiernas. Busca aliados entre ese grupo. Escucha a la gente, con mucha atención. Reconoce lo que se ha hecho y retoma varias de las iniciativas que ya llevan un recorrido y merecen continuarse. No perturbes todas las aguas; no rompas lo que funciona bien ni cambies todo el cuadro directivo de tu unidad o espacio de trabajo. Ten presente que los cambios necesitan tiempo para la adaptación de la gente y el concurso de un grupo de aliados que puedan impulsar con ahínco lo que es apenas una iniciativa tuya. Lo olvidaba: comunica esos cambios en todos los niveles y a todas las personas; no te calles. Especialmente si lo que tienes en mente implica modificaciones estructurales o toca la médula de la organización. No estigmatices a aquellos que no comparten tu sueño o a esos otros que no lo entienden: Explica. Es bueno alimentar el diálogo, el debate de ideas. No temas a los que se oponen a tus proyectos; óyelos, a lo mejor te dan pistas para corregir esa utopía que tienes entre manos; de pronto en sus opiniones está la respuesta a ciertos interrogantes que te quitan el sueño. No permitas que tu gestión se convierta en una logia de simpatizantes serviles y sin criterio. Eso, que parece un logro en el corto tiempo, es la ruina de los equipos a largo plazo. Asesórate con frecuencia; acoge diversos puntos de vista.

Sé un facilitador, un punto de apoyo, una mano que impulsa o colabora para que todos los miembros de tu área pongan sus proyectos en primera línea. Presta tu inteligencia y el lugar estratégico donde llegaste para que los que están bajo tu mando, crezcan, se potencien o saquen a la luz lo que es semilla u obra apenas esbozada. No creas que lo único significativo y valioso son tus proyectos o tu ruta de acción. También cuentan los de aquellos que ahora están bajo tu tutela. Contigo no empieza el mundo; ni a partir de ti se construye lo valioso. Hay personas que ya llevan un recorrido, hay iniciativas de hondo calado que te preceden, y lo mejor es mantenerlas o potenciarlas aún más para que lleguen a cimas inusitadas. Párate, como decía el gran inventor Thomas Alva Edison, sobre los hombros de gigantes para que tu sueño llegue más alto. Si lo consideras conveniente, cede la prioridad de tu sueño a esas otras personas; después ya verás cómo ellas mismas serán el soporte para tus ideales. No tengas ningún temor en reconocer a los que te superan en algo o tienen talentos que tú no posees. Por el contrario, aprende de ellos. No te muestres avaro ni prepotente; y, por favor, no invisibilices a aquellos hombres y mujeres que parecen hacerte sombra. Ya habrá tiempo y ocasiones propicias para que muestres tu luz. Lucha por despojar de ti la envidia, la antipatía infundada y los celos profesionales. A veces olvidamos que el prestigio o el renombre de un colega no es producto del azar sino es el resultado de muchos años de dedicación y empeño en un propósito.

Disculpa si te digo otra cosa que considero vital para tu labor directiva. Es recomendable hacer un esfuerzo sobre el conocimiento y dominio de tu carácter A mí me ha ayudado bastante el discernimiento, como lo entienden los jesuitas, el autoexamen o el cuidado de sí, al decir de los filósofos. Conocerse, inspeccionar la forma de proceder de la propia conciencia, es primordial cuando uno tiene bajo sus hombros la orientación de otras personas. ¿Cómo manejas tus emociones, tus pasiones o tus sentimientos?, ¿qué tan aquilatado y maduro está tu espíritu para ser juez o consejero de otras conciencias? Te comento esto porque he visto cómo ciertos directivos terminan desvirtuando sus proyectos al ser aguijoneados por la ira, el resentimiento, el odio o el orgullo más obcecado. Y del mismo modo me he percatado cómo otros jefes o líderes terminan amilanados o en minusvalía de mando porque su atuoestima es endeble, o son muy afectables por la maledicencia o el vituperio infundado. Todas esas cosas no son de segundo orden. Si no se tiene un ajuste de cuentas con la propia personalidad, si escasea la autocrítica y la formación moral, actuarás de manera impulsiva, atropellada y sin medida. En últimas, te faltará la prudencia, el tacto y la paciencia, hijas de la sabiduría, que no son lo mismo que poseer demasiados conocimientos.

Un asunto que amerita un desarrollo más largo es el de cómo vas a conquistar la autoridad. Por ahora te digo que el simple poder derivado de tu cargo no es suficiente. La autoridad proviene de quienes diriges o lideras. Es como el reconocimiento que ellos hacen de tu forma de mandar, de relacionarte, de apoyarlos. Crece en la medida en que tu ejemplo los contagia, en la manera como los dignificas y en la confianza que generes; depende de tu discreción, de la ayuda oportuna que ofrezcas y de la lealtad a cada miembro del equipo. Esa autoridad se va ganando poco a poco con el testimonio de los dirigidos por ti; es una especie de validación en positivo de todas tus acciones. Y si logras esa autoridad, lo más seguro es que tendrás el respeto, cierta obediencia y una colaboración a muchas de tus decisiones.

Otra cosa más deseo compartirte. Una en especial, sobre la que tardarás en hallar el justo medio: la de estar en la mitad de dos demandas: la de tus jefes y la de tus dirigidos. Si te pliegas demasiado a un lado, parecerás un servil mandadero de tus superiores; si sólo satisfaces a tu grupo de influencia, parecerás ineficaz para la institución o la empresa a la que sirves. Te recomiendo acudir a tu buen criterio para reconocer cuándo las demandas de uno y otro lado son las adecuadas o las más convenientes. Si te han elegido como directivo es porque puedes tomar algunas decisiones y hacerte responsable de ellas; así que no subvalores tu cargo, ni conviertas tu gestión en un simple espacio para acatar órdenes. Ese nuevo rango te da el salvoconducto para proponer, ofrecer otros modos de hacer las cosas, deliberar sobre el modo de aplicar determinados lineamientos institucionales o argumentar sobre decisiones de las altas directivas que resultan nocivas para la misma organización. No confundas lealtad con servilismo. Si tienes conocimientos, habilidades o competencias hazlas valer al momento de aplicar normas o procedimientos. Pero otro tanto deberás hacer con el equipo bajo tu cuidado. Será necesaria una fluida comunicación para explicarle razonadamente lo que no es viable, mostrarle las bondades de un nuevo procedimiento, hallar alternativas colegiadas sobre un ajuste en las políticas o las estrategias administrativas. Ni a todo podrás decir que sí, como tampoco renunciar a defender como propias iniciativas de tus dirigidos. En eso consiste también el alcance y responsabilidad de tu cargo.

Deseo cerrar esta carta reiterándote mi fraternal ayuda. Tengo confianza en que pondrás lo mejor de tu inteligencia y tu sensibilidad para hacer de este nuevo nombramiento un espacio de crecimiento personal para ti y los que vas a liderar. Te auguro resultados óptimos en tu gestión, y que tus valores y virtudes sean el viento favorable que oriente el sentido de tus proyectos. Buen viaje, estimado amigo.

Custodio: dieciocho años más presente

20 domingo May 2018

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Del diario

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Hace dieciocho años murió mi padre. Todo ese tiempo ha pasado desde que abandonó este mundo y sólo ha quedado su presencia magnífica en mi memoria y en mi corazón. Los recuerdos de los últimos meses de su sufrimiento, soportado con un estoicismo digno de los habitantes de Capira, han perdido su peso doloroso y amargo, dejando paso a la profundidad de sus enseñanzas, a las loables proezas de su ejemplo y a una particular forma de entender y enfrentar la vida.

Lo que más me sorprende de mi padre fallecido es lo presente que está en mi vida de todos los días. Lo tengo en mi mente cuando camino a solas por las calles, acudo a él cuando alguna decisión difícil me ronda en mi trabajo, me pongo tras sus alas de ángel cuando empiezo un nuevo proyecto. Su muerte fue una poderosa semilla que ha ido dando fruto a medida que pasan los años. No fueron en vano ni sus luchas de campesino desplazado por el bandolerismo, como tampoco su tenacidad y su anhelo por construir un hogar digno y pletórico de tranquilidad. La cosecha de ese hombre ha sido buena y abundante; valió la pena emplear sus setenta y dos años quebrándose la espalda trabajando honestamente y trasegando sin maldecir las dificultades que fueron desfilando a la par de sus pasos. Con alegría de hijo puedo ver que todos sus actos rinden hoy sus mejores beneficios.

En mí mismo noto lo hondo de su crianza. Como él, considero el trabajo una forma de realización y no un peso o una maldición; de igual manera y muy cercano a su proceder, pago mis deudas a tiempo y mantengo un cuidado con mis ahorros. No gasto más allá de mis ingresos y no necesito aparentar ni sobre mí ni sobre las cosas que poseo. Cuánto aprendí de mi viejo de autenticidad. Ese es un legado invaluable: no autoengañarme, no fingir, no andar simulando o huyendo de mi propio rostro. Mi padre me enseñó que la humildad tiene su riqueza y que se requiere cierta valentía para aceptar lo que uno es o lo que en verdad quiere. A él le debo, en gran medida, la talla de mi carácter y una fortaleza interior que me ha permitido sacar a navegar mis propios sueños. Son sus consejos y sus actos los que me han hecho amar el poseer un techo propio, los que me han hecho pródigo para el agradecimiento y sensible al sufrimiento ajeno. Porque mi padre fue un hombre solidario, servicial y dispuesto a ofrecer su ayuda al desvalido; porque nunca olvidó de dónde venía y, por eso mismo, comprendió desde el fondo de su alma los gestos demandantes de la necesidad.

También tengo de mi viejo un ánimo optimista o por lo menos un espíritu emprendedor. No soy fatalista, como él; no soy fanático, como él; no soy presumido ni “balaquiento”, como él. Los dos valoramos profundamente la amistad y tenemos el don de la confidencia. Considero que le heredé su talento para establecer relaciones, para tejer vínculos de manera rápida con cualquier persona; ni él ni yo miramos por encima del hombro al menesteroso ni sentimos vergüenza de interactuar con los que ostentan demasiado dinero o poder. Por él soy buen vecino, por él confío en el colega, por él tengo en profunda estima la lealtad. De él, sin lugar a dudas, es mi observante respeto por el otro; de él, mi vocación de servicio encarnada en la docencia.

Las lecciones que recibí de mi viejo fueron siempre a través de historias o relatos. Usaba los cuentos que le habían pasado en su infancia o su adolescencia como una cartilla oral para que yo sacara mis propias conclusiones. Fue un padre severo, pero siempre amoroso. Su salón de clase era la mesa del comedor; allí contaba historias y, con ellas, todo un amplio libro de sabiduría proveniente de la propia experiencia o de la experiencia de otros. “La familia, cerca y lejos”, decía siempre que alguna parentela intentaba inmiscuirse en nuestro hogar; “no hay como la tranquilidad en el hogar”, repetía, cuando estábamos reunidos alrededor una delicia culinaria preparada por mi madre; “cuide esa boca”, advertía cuando alguien hablaba mal de otra persona ausente; “ahorre, mijo, ahorre para la vejez”, insistía cuando le compartía el logro de mis primeros trabajos. Era un hombre prudente, y un gran observador. También era muy ingenioso y creativo; un artesano y un múltiple hacedor de oficios. Tocó tiple cuando era joven, pero luego la ciudad le borró ese talento de sus manos. Le gustaban los valses andinos, los tangos y cantaba o silbaba las canciones más cercanas a su alma de hombre de montaña: “te espero, allí donde tú sabes; lo quiero, porque tenemos que hablar…”

Son innumerables las deudas con el viejo Custodio. Forjó mi disciplina, talló el tesón y la continuidad en los propósitos, hizo de mí alguien con sentido de la responsabilidad. Me dio luces y herramientas para manejar la realidad, con todo lo que tiene de arisca y sorprendente. Cada acto suyo, cada forma de enfrentar un escollo vital, me fueron afinando las maneras y las actitudes para no ser un tránsfuga o un cobarde ante la dureza de la existencia. Pero, al mismo tiempo, me prodigó la alegría y el entusiasmo de seguir adelante a pesar de las dificultades, la certeza de que la penosa subida a las montañas vale la pena para lograr aspirar el aire fresco y ver en la distancia los paisajes más hermosos. Por mi padre sé que, si bien uno no puede perder de vista sus sueños, debe eso sí tener bien puestos los pies en la tierra. Así eran sus lecciones: sencillas, como él, pero forjadas en el yunque de la sobrevivencia.

Mi padre fue un cuidador como su mismo nombre. Guardo como si fuera un tesoro la primera biblioteca que me mandó hacer, en cedro macho, cuando yo hacía mis primeros años de primaria. Ese mueble prefiguraba lo que sería mi pasión muchos años después: la literatura. Ahí guardé mis primeros libros de colegio y fue lo primero que consideré como propio. Tal vez mi padre, con esa intuición que únicamente los seres que nos aman en verdad poseen, adivinaba o prefiguraba el destino de su hijo. De pronto, así como en tantas otras cosas, creó un escenario futuro para mis actuaciones; fue un constructor de mis posibilidades. Precisamente, en este sentido, hay otras palabras que guardo con profundo cariño: “mijo, claro que usted puede”, “mijo, usted lo va a lograr”. Esa confianza absoluta, esa fe de roca y de apoyo a mis proyectos, cada abrazo de ánimo, siguen vivos en mi pecho, a veces pareciéndose a un escudo y otras, semejando un estrella que ilumina mi camino.

Dieciocho años hace que murió mi padre. No dejo de sentir un dolor en mi alma. No obstante, es más fuerte lo que conservo de él, lo que mis recuerdos mantienen intacto e imperecedero. Sirvan estas letras como una invocación a su nombre de ángel protector y como un homenaje a su crianza y su acompañamiento maravilloso durante cuarenta y cinco años.

Homero Manzi: «un alma en orsái»

13 domingo May 2018

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Libretos

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Homero Manzi

Homero Manzi: «el poeta de las cosas que fueron».

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LOCUTOR A: Hoy, con el ritmo del bandoneón, del fuelle, el olor a barrio, las caras pintorreteadas de minas y palastrunes, con el brillo de lunas y el humo y el calor particular de las noches del viejo Buenos Aires, vamos a acercarnos a la figura del poeta Homero Manzi.

LOCUTOR B: Homero Nicolás Manzioni, el poeta de las cosas que fueron, según lo definió Enrique Santos Discépolo.

LOCUTOR A: Manzi, nacido en 1907 en Añatuya, un primero de noviembre; sexto de ocho hijos, estudiante de derecho, profesor de secundaria; adaptador y guionista cinematográfico y, sobre todo, uno de los mayores poetas populares de la Argentina. Popular por su amor al terruño, por su lucha por lo tradicional, por su pasión por lo argentino, por su nostalgia al Buenos Aires de ayer.

LOCUTOR B: Influenciado por Evaristo Carriego –el mismo Carriego a quien Borges dedicó un estudio memorable– y José González Castillo, apoyado por la excepcional calidad de músicos como Aníbal Troilo, Sebastián Piana, Hugo Gutiérrez y Lucio Demare y lleno de las lunas garcialorcanas, Homero Manzi logró captar en sus obras el sentir y el pensar del hombre de Buenos Aires durante veinte años, de las décadas de 1930 a 1940.

LOCUTOR A: Pero, además, fiel a la poesía emocionada, de cuño cotidiano y de contenido social, Manzi enalteció una serie de personajes suburbanos como el viejo ciego, el organillero, la solterona, el mayoral del tranvía, el payador, el cochero, el marinero sin puerto donde anclar, o la cancionista del bulín: Malena.

LOCUTOR B: Y desde un tono descriptivo Manzi también se detuvo en los objetos del barrial, en el terraplén, en el farol, en la taza de café, en el pucho de cigarro, en la mesa y los espejos, en las calles y el tren. Todas estas cosas fueron enaltecidas por Manzi, convirtiéndolas en verdaderos poemas y no en simples letras de tangos o milongas.

LOCUTOR A: Homero Manzi, Cadícamo y Discépolo, melancolía del tango lento que acompaña la soledad; paisaje inspirado en los arrabales, hecho con la angustia del pasar del tiempo. Tango canción o pensamiento triste que se puede bailar.

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LOCUTOR B: “Paisaje”, el vals que acabamos de escuchar, con música de Sebastián Piana, interpretado por la orquesta de Pedro Laurenz y cantado por Alberto Podesta, nos ubica de lleno en el mundo poético de Homero Manzi. “Paisaje” nos sitúa en una constante suya: el pasado o, lo que es lo mismo, el dolor de abril.

LOCUTOR A: Para Homero Manzi la vida verdadera es un paisaje lejano, colgado al frente del retrato de la amada –un retrato que por lo demás ella se ha llevado–. La vida verdadera es, o mejor fue, un paisaje con marco dorado –bella manera de decir un pasado heroico– y con tono otoñal; es decir, de la vida que entra en la vejez. La vida verdadera para Manzi es un paisaje perdido entre el tono velado, gris y brumoso del olvido, un paisaje que angustia y, ante el cual, no cabe más que llorar con la lluvia de abril, recordando los buenos años. Para Manzi el pasado es la primavera que se opone lastimosamente al otoño del pinar.

LOCUTOR B: De ahí la importancia de la memoria o del recuerdo para Homero Manzi. “La vida no pasa de ser un costalado de recuerdos”, dice Ernesto Arango, el malevo de Aire de tango de Manuel Mejía Vallejo. El olvido no existe para Manzi, no existe olvido para el tango. El olvido es una mala trampa del amor. Las cosas, los amores, no se van de uno; ellos, como recuerdo, lo bañan a uno en su orín, contagiándonos ese “ir buscando a ciegas olvido adentro”.

LOCUTOR A: Manzi creía en esa metafísica del tango, en ese empuñar en el aire cosas que se fueron. Manzi repetía con Gardel “te acordás hermanos qué tiempos aquellos…” y evocaba a Jorge Manrique para decirnos que, allá, en un tiempo remoto, tan remoto como nuestros años “cualquier tiempo pasado fue mejor”. José Gobello escribe que esta idealización del pasado, esta nostalgia, este retornar al dolor, es una actitud romántica. Y agrega: “si el tango es sentimental por esencia, forzosamente tiene que ser romántico porque lo romántico es, precisamente, la propensión a lo sentimental”.

LOCUTOR B: Desde luego, el romanticismo del tango brota del choque brutal con la realidad y no de la abstracción de la misma. Es la vida de carne y hueso, de sexo y puñal, la que se pone como costal de recuerdos; por eso mismo, la vida hay que sufrirla, para que se nos quede íntegra en la memoria, porque de otra manera la olvidaríamos y, sin recuerdos, no hay verdadera vida.

LOCUTOR A: Y hay otro vals, “Desde el alma”, con música de Rosita Melo y con letra de Homero Manzi y Víctor Piuma Vélez, que refleja perfectamente lo dicho hasta ahora: Manzi es un alma que se niega a olvidar, un alma que llora lo perdido y llama lo que murió. Homero Manzi o el deseo de volver a la antigua ilusión, Francisco Canaro, su orquesta, y la voz de Nelly Omar.

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LOCUTOR B: Para Homero Manzi, el pasado –la “triste ceniza del recuerdo” – es “nada más que ceniza, nada más”; por eso la palabra “adiós” posee tanta importancia para él. “Adiós es el misterio que siembra el tren”. Adiós es el instante definitivo, es el momento en que se divide en dos la historia de un hombre: adiós es la forma como el tiempo nos muestra su rostro. Entonces, ante la angustia y el dolor de la pérdida o la ausencia, Manzi propone una salida al corazón: eternizar los recuerdos, aunque sea “triste vivir en ellos”, aunque “cause tanto escuchar ese rumor”. El adiós, por lo mismo, se vuelve definitorio y, gracias a ese recurso, Manzi logra definir y aclarar el presente. El adiós es el amor que pasó por ser cobarde, y vive eternamente sólo entre sueños.

LOCUTOR A: Desde este punto de vista, el adiós se asocia irremediablemente con la mujer. “Las sombras son tus ojos, las flores son tu piel, me siguen los recuerdos, me duele tanto ayer”, dice el tango. Los recuerdos de la mujer son una ausencia que se alarga y que tiene gusto a fruta amarga, a castigo y soledad. La mujer, para Manzi, es un punto de referencia en el tiempo; cierto, pero distante. En otras palabras, la amada es un retrato que no se cuelga en el muro, es una voz de sombra, es una pena de bandoneón. La mujer, para Manzi, tiene ojos oscuros como el olvido y tiene labios apretados como el rencor. Lo que cuenta de la mujer es la herida de su traición o las cartas con promesa de amor eterno; por eso el tango habla de hombres solos y es para hombres solitarios.

LOCUTOR B: La amada, que deberíamos llamar mina, la querida del lunfardo, la percanta o la paica, se asemeja al barrio; o mejor, ella forma parte de él. Todo barrio por lo mismo es un romance. Un romance que ya pasó. El barrio es luna y misterio, callejas lejanas, viejos amigos y, por supuesto, es también Juana –la rubia–, la que tanto se amó o enseñó a amar. El barrio, el pedazo de barrio con sus noches, es la otra piedra de toque de la poesía de Homero Manzi. Barrio que, como las otras cosas que venimos anotando, es visto desde el recuerdo.

LOCUTOR A: Al barrio se lo evoca porque al regresar a él ya no están las cosas donde estaban, ya no están los amigos donde siempre bebían… “¿Dónde está mi barrio, mi cuna maleva, dónde la guarida, refugio de ayer? … El asfalto de una manotada ha borrado la vieja barriada que nos vio nacer”. Cuando se vuelve al barrio, cuando se quiere ir del presente al pasado, nos hallamos con que él ha sido destruido o remodelado y su calor y colorido ya no nos pertenece. Manzi recoge en sus poemas, según afirma Juan José Sebreli, la nostalgia del que retorna y recuerda, en medio de la fiesta en que ahora vive el barrio de la infancia, el antiguo patio del conventillo, aquella vieja casa de vecindad o de inquilinato.

LOCUTOR B: Escuchemos, entonces, a Roberto Goyeneche, interpretando “Barrio de tango”, música de Aníbal Troilo y letra de Homero Manzi.

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LOCUTOR A: El barrio en Manzi es el dolor de no saber olvidar, es una elegía. Y, hablando de esta suma de mujer y barrio, corroídos y conservados por la sal del recuerdo, hay un poema canción compuesto en 1948 por Manzi y Aníbal Troilo: “Sur”. En esta composición Manzi retrata la amargura del sueño que murió, al decir de José Gobello.

LOCUTOR B: “Sur” puede parecer reaccionario, desde el punto de vista social, ya que en él se prefiere la esquina del herrero a la esquina del taller de mecánica; ya que en él se opta por el barro y la pampa en lugar de la urbanización. Sin embargo, “Sur” podría interpretarse mejor como una vuelta amarga al barrio Nueva Pompeya en 1922 o 1932, cuando era una suma de lagunales rellenos con tierra, cuando el farolito plateando el barrio iluminaba un organito que molía un tango, según escribe González Castillo.

LOCUTOR A: Y Manzi –nos reitera José Gobello– no canta únicamente al barrio, canta a su alma, canta a sus emociones; se canta a sí mismo.  No canta a Nueva Pompeya, sino a su juventud que transcurrió en ese barrio. Pompeya es el decorado de la historia; el protagonista, Manzi. O parafraseando a Borges, el barrio crea a Manzi y es recreado por él.

LOCUTOR B: Oigamos a Eduardo Rivero interpretando “Sur”, ese tango de Aníbal Troilo y Homero Manzi; un tango que de alguna manera evoca al “Barrio pobre” de Jiménez y Belvedere, el barrio reliquia del pasado, el barrio que esconde en sus portones el amor… Barrio arena que la vida se llevó.

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LOCUTOR A: Hemos dicho que para Homero Manzi todo retorna al recuerdo, todo se abisma en el pasado o, si se quiere, que los recuerdos persiguen al pasado. Hemos dicho también que la mujer en Manzi se asemeja al sueño más querido y, por ser así, es el sueño que más nos hiere, el que nos duele más. De otra parte, hemos anotado que la nostalgia por el barrio viejo, con su último organito, hace de la poesía de Manzi una criatura abandonada que cruza de pronto el barro de algún callejón. Digamos algo ahora sobre la manera como Homero Manzi construye sus poemas.

LOCUTOR B: Manzi es un maestro de la metáfora y lo es, precisamente, por cumplir a cabalidad la petición de Lautréamont, aquella de poner en comunión las realidades más distantes. Manzi reúne en un solo verso lo más orillero con lo más celeste, lo más arrabalero con los más cristalino. Manzi aproxima lo insólito creando a su paso versos como “la lluvia sutil que llora el tiempo” o “sobre el mármol helado, migas de medialuna” o “la sombra que es más fuerte que la muerte” o aquel otro, poéticamente lunfardo: “el trago de licor que obliga a recordar si el alma está en orsái”.

LOCUTOR A: Manzi vincula, por ejemplo, las cartas de la amada con las palomas, pero asociándolas en el huir del campanario. Manzi escribe: “hecho pedazos se nos muere en los brazos… el ayer”; habla de los “pasos apagados”, del “destino de percal” o de “la angustia de novia ausente” o de “los sapos redoblando en la laguna”. Manzi construye versos únicos, dada la súbita carga de las palabras encontradas: “en aquella noche larga maduró la fruta amarga de esta enorme soledad”.

LOCUTOR B: Y aunque no faltó quien le asignara el propósito de intelectualizar el tango y le reprocharan el tono garcialorcano de sus versos, Manzi, según opinión de José Gobello, logró desasirse de la realidad sobrevolando las cosas y descubriendo entre ellas relaciones ocultas y sutiles. Luego, tomó su costal y cargando en él sombras y recuerdos entonó tangos y milongas: “yuyos amargos de arrabal, pieles oscuras, voces de sangre”.

LOCUTOR A: Enumeraciones y descripciones precisas hicieron de Homero Manzi el poeta genuino y espontáneo del Buenos Aires de 1940. Un poeta que no quiso escribir meramente en lunfardo porque sabía que por más que se escondan las penas salen sin llamarlas, cumplidas como el sol y la muerte. Precisamente, sobre este exilio voluntario en la manera de escribir, Manzi en un poema titulado “Treinta años”, firmado en noviembre de 1937, le decía a su mujer:

“Volví a la convivencia de la barriada burda

Dejé perder la gloria de mi destino grande

Tomé la calle angosta y le canté a la luna

Y la gente del barrio se detuvo a escucharme”.

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LOCUTOR B: De otra parte, sabemos que Homero Manzi aguardaba su muerte. Dicen que el tango es un entrenamiento para la muerte, y ésta le llegó un 3 de mayo de 1951. Tenía entonces 44 años el poeta de Añatuya. En el sanatorio donde esperaba la muerte Manzi escribió varios poemas, entre otros “Discepolín”, dictada por teléfono a Aníbal Troilo y convertido luego en un tango sin par. Y, además, escribió otro poema magistral, premonitorio si se prefiere. Manzi lo tituló “Definiciones para esperar mi muerte”. Este poema resume perfectamente lo que fue el poeta y su mundo. Retomando las palabras de Manuel Mejía Vallejo, este poema cierra el recorrido de un hombre de tango, de esa clase de hombres que comprenden que sólo hace falta morir para haber vivido una vida completa.

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LOCUTOR A: Hasta aquí este homenaje a Homero Manzi, al poeta de las cosas que fueron. Manzi, un poeta que conocía el sabor de las palabras, su campo de sonidos; un compositor que al pensar de Osvaldo Rossler, realzó el suburbio e ideó nuevas criaturas para el tango.

MURMULLAR BIBLIOGRÁFICO

Fernando Assuncao: El tango y sus circunstancias (1820-1920), Buenos Aires: Emecé editores, 1974.

Horario Ferrer: El libro del tango, Buenos Aires: editorial Galerna, 1977.

José Gobello: Conversando tangos, Buenos Aires: A. Peña Lillo editor, 1976.

Manuel Mejía Vallejo: Aire de tango, Bogotá: Plaza & Janés, 1979.

Osvaldo Rossler: Buenos Aires dos por cuatro, Buenos Aires: Editorial Losada, 1967.

Juan José Sebreli: Buenos Aires, vida cotidiana y alienación, Buenos Aires: Siglo XX, 1979.

Los libros, mis libros

02 miércoles May 2018

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Del diario

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Ilustración de Jungho Lee

Ilustración de Jungho Lee.

Son silentes, aunque hablan en otra frecuencia a nuestra mente y nuestro espíritu. Callan, pero si uno los sabe tratar, dicen cosas a nuestra hambre de conocimiento o a nuestras necesidades vitales. Son pacientes, dóciles, extrañamente pasivos, a pesar de su poderoso contenido o sus libertarios mensajes. Están ahí. Son una presencia, un referente, un mojón de la cultura. Dependen de otro, de alguna mano que los traslade o los cambie de posición. Pero en esa parálisis, en ese gesto estatuario, saben que pueden ser buscados, reclamados, íntimamente necesarios. La pasividad en ellos tiene un toque budista o una sabiduría ancestral. Tienen el don de la presencia, la certeza de saberse un lugar, un refugio, una fidelidad al alcance de la mano. Son celosos, pudorosos; guardan y conservan; no gritan, no promulgan estruendosamente sus secretos. Al contrario, en su murmullo silencioso, en su melodía muda, cifran parte de su encanto y de su seducción. Son, en realidad, monumentos del silencio, oráculos abiertos a la ansiedad de una pregunta, a la desazón de una inquietud o, simplemente, al inquieto divagar de la curiosidad. Desempeñan muchos papeles o cambian de forma como Shiva, el dios hindú de la naturaleza: a veces, son augures descifradores del universo; otras, chamanes que invitan a un viaje interior; y, en la mayoría de los casos, hacen las veces de aedos o contadores de historias maravillosas… Fascinan, inquietan, divierten; contagian emociones, despiertan la mente, agudizan los sentidos; rompen las cadenas del que tiene muchos miedos, multiplican el mundo al fanático y preso de una única ventana, guardan la sabiduría de los hombres destilada a través de las generaciones y los pueblos… Les gusta juntarse. Detestan estar solos. Por eso les fascina la arquitectura de las filas, las columnas, las pirámides; aunque también les gusta estar por ahí, tirados sobre una silla o desparramados en una alfombra, así como si fueran gatos de cuatro lados. Juegan a perderse o desaparecer de su dueño. Hay una lúdica en refundirse que marca su destino, o un azar que ellos mismos invocan o son su santo y seña. Disfrutan ese desaparecer por momentos, dotan a sus páginas de un halo fantasmal o fantástico. Pero, una vez reaparecen, apenas vuelven a su lugar originario, se engolosinan con la sensación de ser criaturas reencontradas, hijos pródigos, familiares recuperados después de un éxodo de pocos días. Temen a la intemperie, al abandono, al polvo que no es más que otro nombre del olvido; se apartan del agua que los debilita, del sol que los opaca, del fuego que los asesina. Aguantan, resisten, se resguardan como ovejas del lobo del tiempo; confían en que unas manos los cuiden; aspiran a ser eternos, a pesar de estar hechos de una materia frágil y corruptible. Los libros…

Mis libros… Cuánto los quiero, cuántas horas con ellos, cuántos ahorros para tenerlos cerca. Son mi tesoro, mis confidentes, mis amigos incondicionales, mis consejeros de cabecera. A ellos voy si me apremian las preguntas, a ellos acudo si pocas luces parecen iluminar un problema, de ellos me nutro para entrar en relación con las voces del pasado. Son mi puente, mi mantra, mi talismán. Los he subrayado, los he marcado con mi propia historia, los he organizado según los avatares de mis búsquedas y la sinuosa evolución de mis gustos. Cada uno, todos ellos, tienen algún vínculo con las peripecias de mi vida. No están ahí o han aparecido sin que haya un motivo, un acontecimiento, un evento personal que los imbuya de sentido. Pueblan mi entorno, habitan conmigo, me circundan, ocupan más de una habitación. Han crecido en número y, con el pasar de los años, han construido una fortaleza, un castillo de papel, dispuesto en varios anaqueles, inexpugnable para muchos, cierto y claro para mis ojos y mis manos. Me resguardan, son mi ejército callado que presta guardia a todas horas; los veo en filas, atentos a mi llamado. Los hay gruesos y pesados, como también delgados y pequeñitos; comparten un apellido de sus marcas de nacimiento o la filiación de una tribu temática. La mayoría ya tienen las cicatrices propia del uso y otros exhiben, anhelantes, la virginidad de sus páginas. Son muchos, pero a pesar de ello, puedo recordar a cada uno como si fuera un hijo muy querido: sé en qué lugar habita, en qué sitio me espera. Cuando los miro, formando ese coro multicolor de la catedral de mi biblioteca, pienso que son el mayor de mis bienes, mi fortuna secreta, mi herencia incalculable; y, al mismo tiempo, creo que son mi otra familia, mi sangre elegida y conservada. Y, en este sentido, les debo a ellos un cuidado especial, una devoción por su suerte y su manutención. Ellos son una fuente de mi felicidad, una geografía abierta a mis alas de creador, unos compañeros fieles de mis aventuras intelectuales. Todos los días tengo que ver con ellos: los cultivo, como el hortelano con su tierra de labranza; los socavo, para encontrar alguna piedra preciosa en las laderas de sus páginas; los navego, y siempre traigo algo a mi existencia cuando vuelvo de recorrer sus inmensos mares.

Mis libros… los libros: heraldos o vestales del fuego de las ideas; antídotos eficaces contra la barbarie y la ignorancia; obras del ingenio humano para contrarrestar el aburrimiento y la desmemoria.

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