• Autobiografía
  • Conferencias
  • Cursos
  • Del «Trocadero»
  • Del oficio
  • Galería
  • Juegos de lenguaje
  • Lecturas
  • Libros

Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: julio 2018

Regalo de luz

29 domingo Jul 2018

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Del diario

≈ Deja un comentario

4ccd9fe39db4be771e852cb7f6af33bd

Un rayo de luz entra por el resquicio de la ventana. Esplendoroso. El sol ha querido esta mañana darme ese regalo. La luz ha seguido rauda, inmediata, por encima de mi cama, tocó la esquina de un armario de madera y fue a estrellarse contra una pared de cemento. Allí se quedó mirándome y se mantuvo maravillado, supongo, del brillo de mis ojos. Luego se alejó por donde vino, despacio, muy lentamente, dejando tras de sí una estela amarillenta. Me quedé un tiempo en el lecho contemplando la magia de la luz, la fuerza de la vida, el regalo astral de ese día. Después me puse de rodillas sobre el lecho, abrí una de las hojas de la ventana y miré hacia las montañas. Aún quedaban rezagos de neblina en la parte más honda de la serranía, pero los grandes árboles ya habían dispuesto sus ramas para el canto de los pájaros. Una algarabía maravillosa entró también a mi habitación; gorjeos, trinos, melodías, decoraron parte de las vigas y se miraron en un espejo que había sobre la mesa. El sonido hizo que mi corazón se pusiera a tono con mi mente. También las gallinas sintieron sobre sus plumas los rayos del sol y comenzaron a bajar de un guanábano que les servía de dormitorio. Los gallos fueron los únicos que prolongaron con su canto el mensaje del sol: su quiquiriquí repetido convirtió el mensaje previsto para los ojos en un anuncio para los oídos. Este es un misterio de estas aves de cresta roja: transforman los rayos de luz en ondas de sonido. Por eso son símbolos de resurrección, porque logran mudar la materia de las cosas. Por eso están encima de las torres y por eso son buen augurio en momentos en que los hombres andan a tientas en las noches de su espíritu. Quiquiriquí… Mis ojos fueron más lejos, delinearon las montañas de otra vereda, subieron hasta el cielo que esa mañana estaba azul, muy diáfano en su textura, y volvieron a bajar hasta un sembrado de maíz y tomaron, imaginariamente, el camino real hasta llegar a la casa de don Manuelito y, de allí, bajaron hasta la zanja del Peñón y de un salto entraron por la puerta donde yo estaba arrodillado. Mis ojos me vieron la espalda sin que me diera cuenta. Fue por unos segundos. Porque al sentir mis propios ojos mirándome me di cuenta enseguida que debía voltearme para no quedarme ciego. Ese reencuentro fue un choque de luz iridiscente. Me senté en el lecho y puse mis pies en el cemento frío. Debajo de la cama seguía la noche. Allí la luz no había querido entrar o de manera esquiva ignoró mis zapatos y unas chanclas tendidas sobre una piel de venado. Quizá los venados muertos son un antídoto contra la luz, vaya uno a saber. El frío del cemento me devolvió la conciencia de que estaba de vacaciones, en la casa de mi niñez. Así que, sin pensarlo dos veces, a pie limpio abrí la puerta y salí a recibir con todo el cuerpo la luz del sol, el trinar de los pájaros y el canto de los gallos. Pero fueron las manos de mi tía las que me recibieron con un saludo de bienvenida, de buenos días, de si durmió bien, de si descansó, todo eso aromatizado con un pocillo de café oloroso a viejos recuerdos y nombres maravillosos: Caracolí, La Guásima, La Peña, Aguas Claras, Lomalarga… Vi un asiento naranja y allí me ubiqué. Los perros, siempre innumerables, fueron a juntarse a mi lado, moviendo la cola o poniendo sus hocicos como una mano húmeda. El humo de la cocina dio una pequeña vuelta y vino a saludarme de manera rápida antes de que la brisa mañanera lo alejara de mi lado. El humo y la brisa siempre han tenido sus rencillas en estas tierras hermosas, en estos parajes donde transcurrió mi niñez. Mi infancia más querida. En todo caso, mientras estaba sentado volví a mirar hacia las montañas y vi las palmeras y los grandes peñascos y divisé, o quizá lo soñé, que iban subiendo varias recuas de mulas y dos hombres, con sombrero, las iban arriando con un sonido seco y potente: ¡mula!, ¡mula! Gritaban. Y las bestias avanzaban con su carga de piña, porque eran piñas las que llevaban, de eso me di cuenta de inmediato, porque aunque el camino real estaba distante, era tal el aroma de esas frutas, que embargaba todo el bosque. O fue porque en ese momento mi tía me acercaba en un plato dos rodajas de piña: ¡coma, mijo! Cómo huelen las piñas en la mañana, justo después de que una peinilla tres canales les quita su cáscara de ojos y las deja desnudas para que puedan servirse en rodajas, así limpias en su propio jugo… Las manos tomaron una de las rodajas de piña pero los ojos volvieron al camino real a ver si seguía la romería de mulas… Pero ya estaban llegando bien arriba de la Señora Josefina, y no quedaban sino el reguero de boñiga de las mulas y el aserrín de los gritos de aquellos arrieros venidos del fondo de las montañas… Ahora los pavos y las gallinas, los palomos, los marranos entraron al concierto de sonidos. Mi tía trató de conjurarlos llamándolos a desayunar: ¡tico, tico, tico…! , les entonaba, a la par que sacaba de una totuma manotadas de maíz, esparciendo ese alimento como si fuera una lluvia amarilla… Plumas, gruñidos, zumbidos, bullicio, todo eso se desataba a los pies de mi tía, que ese día, como otros tantos, tenía un vestido lleno de flores. Los pasos largos de mi tío hacía tiempo habían llegado de despertar el rocío de los potreros y ahora, después de ordeñar, le entregaba una totuma con leche espumosa a su mujer, que estaba dándole vida con sus manos a las arepas y los plátanos, a la carne frita y el chocolate caliente, en medio del crepitar de la leña y el incesante zureo de los palomos… ¡Qué maravilla observar esas escenas tan sencillas y, a la vez, tan pletóricas de fuerza vital, de plenitud campesina! Creo que me quedaba extasiado contemplando estos paisajes del amanecer largos minutos, tantas veces como días tenían mis vacaciones. Porque ir a Capira y ver amanecer era sentir de nuevo la vida renacer a manos llenas, porque era una forma de recibir la libertad en mi pecho y llenarme de una alegría capaz de convertir el encierro citadino en cosa baladí. Allí, en esos momentos, observando y escuchando de nuevo cómo se gestaba el génesis de la vida, yo me sentía, aunque todavía muy pequeño, un gigante, un héroe poseedor de esos misterios. Un ser dotado de leyendas, poseedor de un mito que aún hoy, después de más de 60 años, sigue intacto en mi mente y rebosante de luz en mi corazón. 

El acto gozoso de escribir

20 viernes Jul 2018

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

≈ 4 comentarios

Ilustración de Joey Guidone

Ilustración de Joey Guidone.

Se escribe por placer, por el mero gusto de ver cómo van formándose las líneas, esas grafías producto de la imaginación y la mano atenta. Existe un goce especial en poblar un mundo con palabras, en dotar de límites o mojones el espacio blanco de lo ilimitado. Este goce, porque es del cuerpo y de la imaginación, es muy cercano al acto de gestar, de insuflar la vida –signo tras signo– con la lentitud de todo génesis. Pero escribir es también una manera de establecer lazos, de unir mentes y sentimientos. Cuando se escribe, así sea en nuestra cabeza, prefiguramos a otros, adivinamos el gesto de alegría o de sorpresa cuando reciba estos signos. Entonces, la escritura es ramo de flores, regalo, felicitación, solidaridad, compañía… Con la escritura iniciamos o mantenemos un vínculo, damos resonancia a una relación, rubricamos la certeza de una pasión o disolvemos el fantasma de la ausencia. Escribir, en este sentido, es decir a otro “aquí estoy”, “cuentas conmigo”, “no te he olvidado”, “aquí está mi brazo”, “no estás solo”, “dispones de mis manos”. Y todas esas cosas las pueden crear unos signos que, al juntarse de una especial forma, producen en el lector o lectora un efecto, un campo de irradiación tanto más potente cuanto necesario sea recibir dichas grafías. La escritura afecta, toca, conmueve, pone a pensar, remueve, exacerba los afectos, aguza la fantasía, reaviva la memoria. En algunas ocasiones se parece a un bálsamo y, en otras, es un potente revitalizador de nuestro ánimo.

Desde luego, escribir implica enfrentarse con las palabras. Ellas, que bien vistas son inagotables, inabordables, se ofrecen sumisas a quien bien las conocen o lleva muchos años tratándolas. De lo contrario, se esconden, fingen, parecen ofrecer sus favores cuando en verdad muestran su desentendimiento. Por eso escribir es una búsqueda con y a través de las palabras; una expedición al territorio del diccionario, una odisea entre tantos signos parecidos y extraños a la vez. Lo más seguro es que el producto final de haber escrito no sea sino el testimonio de dicha aventura en tales tierras, un diario de a bordo, un registro del encuentro con cada una de esas grafías. Y si logramos acceder a los borradores del escritor, descubriremos que tal odisea no fue solo cosa de hallazgos afortunados, sino también de escogencias equivocadas –por eso los tachones y las enmendaduras–, de tanteos o escarceos con las palabras. A lo mejor, como en todo goce genuino, escribir presupone un abandonarse a esta travesía por tierras desconocidas e inéditas. Dejarse llevar por el encuentro con las palabras, embriagarse con su ritmo; todo eso hace parte de la fascinación de escribir. Oír con atención cada palabra, casi que tocarla con los dedos, adivinar su peso o su alcance comunicativo, cada uno de estos actos –que son en sí mismos actos de amor– constituye la verdadera entrega al escribir. Por momentos es un acto mágico, sublime, de éxtasis prolongado; en otros, un rito que construye una zona sagrada para que emerjan las criaturas de la interioridad. De allí la necesidad del aislamiento para lograr a plenitud esta entrega: a solas es más fácil abandonarse a los placeres de la imaginación; cobra más fuerza el silencio, y en soledad puede uno escuchar las voces susurrantes del propio corazón. Esa parece ser la paradoja: el escritor se aísla para ir en pos de los vínculos; se aleja para delinear el rostro de la cercanía.

Cabe decir acá que a veces la escritura se resiste a estar con nosotros. Es esquiva de una manera radical. Y por más que se la busca o se la incita, a pesar de nuestro empeño por tenerla al lado y escuchar sus palabras, se mantiene impertérrita, silente, ensimismada en sus propios garabatos. Son los tiempos en que el escritor anda en “época de sequía” o que esta “bloqueado”. Nada parece útil para sacarlo de tal marasmo. Intentar escribir, entonces, es doloroso, angustiante. Miles de malos augurios desfilan por su cabeza y anda a tientas, desconcertado y abandonado de toda estrella polar. Aquí, querer escribir es divagar, vivir en un estado de nomadismo intelectual, padecer el naufragio de los dejados por la inspiración o los ángeles custodios de la creatividad. Durante estos períodos escribir es padecer la carencia de palabras. Por supuesto, siempre está la esperanza de que de pronto –de manera inesperada– reaparezcan vivas y esplendorosas, dispuestas a nuestro afán de retenerlas. Y por eso, así se esté en épocas de aridez productiva, los escritores seguimos raspando el espacio en blanco, como arqueólogos metafísicos, a ver si de pronto hallamos un motivo, un tema, un signo que nos lleve de nuevo a la veta de la producción, al valle imaginario donde reverdecen las ideas y cada pensamiento tiene su signo preciso. Tal es la esperanza, y por eso los escritores son noctámbulos, porque saben que en las noches es cuando hay la mayor posibilidad de que las escurridizas palabras salgan a ofrecer sus dones más preciados.

Retorno a mi inicio: escribir es un placer. Un acto de exploración íntima que busca ser complicidad; una elaborada alquimia en la que humildes grafías, en su justo calor y ebullición, logran transformarse en revelación de lo que somos, en espejo, en líneas tensadas para el encuentro. El goce de escribir se siente en la piel y, más hondo, en las fibras del espíritu. Por eso produce una emoción semejante a la felicidad y por eso, cuando el escribir se convierte en lectura, aparecen los cómplices, las almas gemelas, los amigos anónimos que comparten nuestra misma devoción por las palabras. En ese instante el placer se hace más intenso, porque gracias a la escritura logramos establecer un vínculo con otro ser humano, un lazo invisible capaz de trascender las fronteras y ser inmune al corroer del tiempo.

¿Vía arteria o una sola vía?

14 sábado Jul 2018

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

≈ 6 comentarios

Ilustración Guy Billout

Ilustración de Guy Billout.

Me encuentro a diario con dos tipos de personas: las que mantienen en su mente y en su corazón un celo por los demás, y otras que olvidan o no consideran de gran importancia el rostro del semejante. A las primeras las considero caminantes vía arteria y, a las segundas, viajeros de una sola vía. Tratemos de hacer un retrato de cada una de estas personalidades.

Las personas vía arteria por lo general piensan en los otros, en sus urgencias y necesidades, en sus gustos y preocupaciones. En la medida en que son sensibles al clamor ajeno, en cuanto atienden solícitas el rostro del prójimo, pueden actuar de manera anticipada: hacen una llamada justo cuando el otro ser más lo requiere; compran alguna mercancía, sin que se la exijan, porque conocen lo indispensable de tal objeto para alguien; se ocupan de los asuntos reales o de la sobrevivencia ajena porque piensan no tanto en el presente, sino en el bienestar futuro de tales personas. Al estar atentos a los problemas o situaciones adversas del amigo, ser amado, familiar, colega o vecino, tienen el tiempo suficiente para hacer la visita al enfermo, para acompañar a otro en una pena, para ofrecer las manos o los brazos en un evento apremiante. La personas vía arteria, por lo demás, algo traen para alguien cuando viajan; son capaces de deponer su cansancio o sus propios caprichos por satisfacer un pequeño encargo, un medicamento vital para otro ser. Cuando así actúan, las personas vía arteria consideran que han logrado uno de sus mayores cometidos: hacer feliz a alguien, ver cómo con su apoyo ese ser alcanza sus metas más anheladas. En síntesis, las personas vía arteria procuran evitar el dolor en los demás, son cuidadosas para prevenir el sufrimiento, y muy sensibles a la fragilidad de la condición humana. Son, por decirlo así, vigías de la otredad, centinelas de alteridad, protectores del prójimo. Son estas personas las que forjan convivencia, pareja, sociedad; son, en sí mismas, un medio o un símbolo del vínculo humano. Es posible que esta forma de ser y comportarse tenga mucho que ver con la crianza y con espacios de socialización claramente enfilados a la solidaridad y el mutuo afecto.

Las personas de una sola vía, por el contrario, anteponen sus necesidades a las ajenas; priorizan sus deseos, sus gustos y sus apetitos de acuerdo a su agenda existencial. Defienden a ultranza lo que quieren y, logran, a veces sin darse cuenta, herir, fracturar o menoscabar la dignidad de otros. Por tener una mirada de una sola vía se centran fuerte en el propio espacio y no logran entrever los escenarios a su alrededor. En consecuencia, les cuesta adivinar o intuir cuáles son las necesidades del amigo, del ser amado, del familiar o del vecino; poco revisan la historia vivida o compartida con alguien y con dificultad avizoran el futuro que de esas relaciones se deriva. No es que actúen así para provocar un malestar o infringir una pena; más bien es una incapacidad moral para desplazar o movilizar su yo hacia otros espacios distintos a su zona de confort. A las personas de una sola vía se les dificulta regalar, compartir hallazgos, abrir de par en par su corazón; les cuesta ponerse en la dimensión de la gratuidad. Quizá por eso mismo temen o se sienten vulneradas cuando alguien les reclama o les recrimina una omisión, una acción inapropiada, un gesto de socorro inadvertido, un descuido a determinado compromiso. Y al comprobar tales errores, en lugar de asumir el perdón o la disculpa, rápidamente se atrincheran en la justificación, se protegen tras una muralla de silencios o una premeditada lejanía. Las personas de una sola vía se sienten cómodas en las burbujas, en las torres aisladas, en los ambientes privados; prefieren no deberle nada a nadie, ni depender de otros para tomar sus decisiones. Son autárquicas, autosuficientes, autodeterminadas. Les cuesta someter su voluntad al parecer de otras voluntades o al criterio ajeno; temen que si lo hacen dejarán de ser ellas o serán sometidas por extraños. Las personas de una sola vía sufren los pormenores y las demandas de los vínculos. Quizás a las personas de una sola vía les hizo falta en sus primeros años la certeza de ser amadas o se fueron acostumbrando a no necesitar de afecto, o convirtieron con el pasar del tiempo esas penas y esas falencias en un escudo, en una caparazón protectora que, a la vez, les fue negando la posibilidad de mostrarse afables, tiernas, cariñosas hasta la médula.

Hasta aquí una distinción sucinta de estos dos tipos de personas. Por supuesto, –como sucede en toda tipología– hay matices; pero lo importante es la prevalencia de varios de esos rasgos. También puede suceder que una persona vía arteria termine, por diferentes experiencias negativas, asumiendo algunos rasgos de las personas de una sola vía. A lo mejor sea una manera de sobrevivir a ambientes adversos o negativos; sin embargo, en ellas prevalecerán varios de los rasgos arriba anotados. Igual transformación podría suceder con las personas de una sola vía, aunque tal desplazamiento implica una labor más dispendiosa: no es fácil domeñar el egoísmo cerrero y la individualidad enceguecida. Sin embargo, a través de experiencias amorosas o fraternas, mediante ejercicios contundentes de confianza, es probable que las personas de una sola vía empiecen a tener en la mente el rostro del otro, y aprendan a involucrar las necesidades ajenas dentro de sus itinerarios personales. Tal vez el pasar por situaciones de dolor o de profunda fragilidad también sea otro motivo para ese desplazamiento de perspectiva o, al menos, para caer en la cuenta de saberse incompleto, de requerir del prójimo, de necesitar ternura o acompañamiento para lograr sobrellevar el peso de la soledad o su vulnerable condición. Todo eso es posible. También cabe pensar, desde una mirada psicosocial, que los seres humanos vamos evolucionando desde nuestro primer egoísmo infantil hasta la adultez que permite albergar a los demás, con sus diferencias y sus tonalidades. A lo mejor, las personas de una sola vía aún siguen en su proceso de desarrollo humano; ese camino que, como se sabe, puede llevar todos los años de nuestra existencia.

El papel del moribundo

08 domingo Jul 2018

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Comentarios

≈ Deja un comentario

img150

Por recomendación de mi apreciada amiga Penélope Rodríguez quien, a su vez, había recibido la sugerencia de su hija Shalila, empecé a leer Ser Mortal. La medicina y lo que al final importa (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2018) del cirujano norteamericano Atul Gawande. Leer este libro ha sido una experiencia conmovedora y me ha puesto a meditar sobre la fragilidad de lo humano, la vejez, la enfermedad y la responsabilidad ética de los profesionales de la salud.

La obra mezcla la narración y el tono ensayístico. Gawande nos va llevando a través de la historia de sus pacientes y, a partir de tales testimonios, saca conclusiones sobre el papel de la medicina, las instituciones geriátricas y hace preguntas fuertes sobre esa última etapa de los seres humanos, cuando la enfermedad toma la delantera y se está en manos del saber médico, de los familiares y de una lógica social que poca atención presta a la dignidad del enfermo terminal. El cirujano echa mano de las voces de sus pacientes que enriquecen la descripción de los casos clínicos, ofrece estadísticas que avalan sus intuiciones, nos pone frente a los ojos el itinerario de los viejos, desde cuando luchan por mantener la independencia hasta el momento en que claman ayuda para poder “dejarse ir”.

Gawande, en una prosa limpia e interpelativa, pone sobre la mesa lo que implica la “experiencia de envejecer y morir”, pero señalando repercusiones éticas, dilemas morales, cuestionamientos sobre el papel de la familia y las instituciones de salud. A pesar de centrarse en el contexto norteamericano, los planteamientos y las conclusiones por él expuestas pueden ser aplicables a otras realidades y enfermos semejantes. Bien pudiera decirse que el hilo transversal del libro es una reflexión sobre el cuidado del otro, del otro cuando es radicalmente frágil y habitado por el dolor. En esta perspectiva, aunque a primera vista el tópico del texto sea la muerte, lo que soporta el núcleo del libro es el cuidado de la vida.

La obra es un descarnado e íntimo testimonio de la enfermedad terminal de un padre narrada por su hijo. ¡Hay tanta fuerza en dicho relato!, tanta sinceridad en los dilemas más íntimos de un médico con este tipo particular de paciente, que durante varias de sus páginas no pude evitar recordar mi propia historia, durante la enfermedad y la agonía del viejo Custodio. Quizá el libro sea un símbolo o un homenaje a su padre quien, a pesar de las circunstancias, “hizo todo lo posible para conservar la dignidad en aquellas circunstancias”.

Son agudas las críticas que hace Gawande a las casas geriátricas, a las salas de cuidados intensivos y a la falta de tacto de los médicos en la manera de acompañar tanto a los enfermos como a sus familiares durante esta etapa de “asumir la finitud”. Especial atención presta el autor al estilo de comunicación empleado por el médico y a las “conversaciones difíciles” que debe utilizar cuando a la par de hablar con verdad, también necesita estar dispuesto a favorecer las “decisiones compartidas” con el paciente. Tal vez por todo ello el cirujano ve con buenos ojos los cuidados paliativos en la medida en que, como dice él, “nuestra meta por excelencia no es una buena muerte, sino una buena vida hasta el final”.

Apenas para provocar la lectura de esta obra transcribo algunas de las ideas e interrogantes formulados a lo largo del texto: “Nuestra renuncia a examinar honestamente la experiencia de envejecer y morir ha incrementado el daño que infligimos a las personas, y les ha negado el consuelo básico que más necesitan”; “si, a medida que envejecemos, vamos apreciando cada vez más los placeres y la relaciones cotidianas en vez de los logros, lo que poseemos y lo que adquirimos, y si eso nos parece más satisfactorio, por qué esperamos tanto tiempo para hacerlo? ¿Por qué esperamos hasta que somos viejos?”; “el pavor ante la enfermedad y la vejez no es únicamente el temor a las pérdidas que uno no tiene más remedio que soportar, sino también el temor al aislamiento”; “los profesionales de la medicina se concentran en el restablecimiento de la salud, no en el sustento del alma”; “si ser humano es sinónimo de ser limitado, el papel de las profesiones y las instituciones dedicadas a la atención –desde la cirugía hasta las residencias geriátricas– debería consistir en ayudar a las personas en su lucha contra dichos límites”; “la física, la biología y el azar son los que se imponen en última instancia en nuestras vidas. Pero lo cierto es que tampoco estamos indefensos. El valor es la fortaleza de reconocer ambas realidades. Tenemos margen para actuar, para dar forma a nuestra historia, aunque, con el paso del tiempo, sea dentro de unos límites cada vez más estrechos”; “creemos que nuestra misión consiste en garantizar la salud y la supervivencia. Pero en realidad, es mucho más que eso. Consiste en hacer posible el bienestar. Y el bienestar tiene mucho que ver con las razones por las que uno desea estar vivo. Esas razones cuentan no solo al final de la vida, o cuando sobreviene la debilidad, sino a lo largo de toda nuestra existencia”.

 

Entradas recientes

  • Las guacharacas incendiarias
  • Fábulas para reflexionar
  • Nuevos relatos cortos
  • Relatos cortos
  • Minificción para leer en vacaciones

Archivos

  • enero 2023
  • diciembre 2022
  • noviembre 2022
  • octubre 2022
  • septiembre 2022
  • agosto 2022
  • julio 2022
  • junio 2022
  • mayo 2022
  • abril 2022
  • marzo 2022
  • febrero 2022
  • enero 2022
  • diciembre 2021
  • noviembre 2021
  • octubre 2021
  • septiembre 2021
  • agosto 2021
  • julio 2021
  • junio 2021
  • mayo 2021
  • abril 2021
  • marzo 2021
  • febrero 2021
  • enero 2021
  • diciembre 2020
  • noviembre 2020
  • octubre 2020
  • septiembre 2020
  • agosto 2020
  • julio 2020
  • junio 2020
  • mayo 2020
  • abril 2020
  • marzo 2020
  • febrero 2020
  • enero 2020
  • diciembre 2019
  • noviembre 2019
  • octubre 2019
  • septiembre 2019
  • agosto 2019
  • julio 2019
  • junio 2019
  • mayo 2019
  • abril 2019
  • marzo 2019
  • febrero 2019
  • enero 2019
  • diciembre 2018
  • noviembre 2018
  • octubre 2018
  • septiembre 2018
  • agosto 2018
  • julio 2018
  • junio 2018
  • mayo 2018
  • abril 2018
  • marzo 2018
  • febrero 2018
  • enero 2018
  • diciembre 2017
  • noviembre 2017
  • octubre 2017
  • septiembre 2017
  • agosto 2017
  • julio 2017
  • junio 2017
  • mayo 2017
  • abril 2017
  • marzo 2017
  • febrero 2017
  • enero 2017
  • diciembre 2016
  • noviembre 2016
  • octubre 2016
  • septiembre 2016
  • agosto 2016
  • julio 2016
  • junio 2016
  • mayo 2016
  • abril 2016
  • marzo 2016
  • febrero 2016
  • enero 2016
  • diciembre 2015
  • noviembre 2015
  • octubre 2015
  • septiembre 2015
  • agosto 2015
  • julio 2015
  • junio 2015
  • mayo 2015
  • abril 2015
  • marzo 2015
  • febrero 2015
  • enero 2015
  • diciembre 2014
  • noviembre 2014
  • octubre 2014
  • septiembre 2014
  • agosto 2014
  • julio 2014
  • junio 2014
  • mayo 2014
  • abril 2014
  • marzo 2014
  • febrero 2014
  • enero 2014
  • diciembre 2013
  • noviembre 2013
  • octubre 2013
  • septiembre 2013
  • agosto 2013
  • julio 2013
  • junio 2013
  • mayo 2013
  • abril 2013
  • marzo 2013
  • febrero 2013
  • enero 2013
  • diciembre 2012
  • noviembre 2012
  • octubre 2012
  • septiembre 2012

Categorías

  • Aforismos
  • Alegorías
  • Apólogos
  • Cartas
  • Comentarios
  • Conferencias
  • Crónicas
  • Cuentos
  • Del diario
  • Del Nivelatorio
  • Diálogos
  • Ensayos
  • Entrevistas
  • Fábulas
  • Homenajes
  • Investigaciones
  • Libretos
  • Libros
  • Novelas
  • Pasatiempos
  • Poemas
  • Reseñas
  • Semiótica
  • Soliloquios

Enlaces

  • "Citizen semiotic: aproximaciones a una poética del espacio"
  • "Navegar en el río con saber de marinero"
  • "El significado preciso"
  • "Didáctica del ensayo"
  • "Modos de leer literatura: el cuento".
  • "Tensiones en el cuidado de la palabra"
  • "La escritura y su utilidad en la docencia"
  • "Avatares. Analogías en búsqueda de la comprensión del ser maestro"
  • ADQUIRIR MIS LIBROS
  • "!El lobo!, !viene el lobo!: alcances de la narrativa en la educación"
  • "Elementos para una lectura del libro álbum"
  • "La didáctica de la oralidad"
  • "El oficio de escribir visto desde adentro"

Suscríbete al blog por correo electrónico

Introduce tu correo electrónico para suscribirte a este blog y recibir avisos de nuevas entradas.

Únete a otros 950 suscriptores

Tema: Chateau por Ignacio Ricci.

Ir a la versión móvil
 

Cargando comentarios...