Ilustración de Joey Guidone.

La escritura es una herramienta poderosa para el reconocimiento. A través de ella, mediante sus signos –que operan como espejos– podemos ir dentro de nosotros, indagar en nuestro interior, bucear en zonas poco frecuentadas. Este papel de la escritura hace parte del cuidado de sí y, durante mucho tiempo, fue un recurso de hombres sabios. Pero, ¿cuál es la manera de alcanzar tal cometido?, ¿cómo logra la escritura este efecto en nuestra persona?

El procedimiento es, en apariencia, sencillo: la escritura permite objetivar el pensamiento, volverlo cosa visible, palpable. Así que, al escribir podemos darle fisonomía a lo inmaterial de nuestras ideas, al evanescente fluir de nuestra conciencia. Ya detenido y hecho cosa observable, nos queda fácil identificar lo que de otra manera seguiría difuso o inasible. Al volver sobre lo escrito tenemos la oportunidad de reconocer, valorar, enjuiciar, sopesar lo allí expresado. La escritura, entonces, sirve de traductor al lenguaje cifrado de nuestro interior. Esos signos hacen las veces de intérpretes a esas zonas incógnitas de nuestro psiquismo.

Esta mediación estratégica de la escritura es la más usada por las llamadas terapias narrativas. Cuando el interesado o afectado escribe una carta o hace su autobiografía, por ejemplo, lo que busca con ello es hallar reiteraciones, vacíos, adjetivaciones particulares, saltos o continuidades en su propia historia. Como se sabe, vivimos en un presente instantáneo en el cual es difícil apreciar el recorrido o el itinerario de una existencia. Pero, al apreciar lo vivido en las líneas de la escritura, logramos comprender los intersticios, las constancias; esos hitos significativos o los cambios de rumbo en el mapa de una vida. La escritura da extensión a lo vivido como casual o momentáneo. Por eso estas terapias hablan de que mediante estos ejercicios la persona logra hallar un sentido a su vida, tejer las coordenadas para ubicar el origen de un miedo, un trauma o una dolencia en el alma. Al hallar ese horizonte será más fácil aceptar un defecto, un vicio, una culpa y, en consecuencia, poder iniciar un proceso de cura o sanación interior.

En esta misma perspectiva resulta muy útil la escritura para revelar el rostro de nuestros miedos más profundos. Al escribir nombramos lo que a solas y en silencio no nos atrevemos a pronunciar. Poner en grafías lo que tememos o nos fractura el espíritu es un poderoso antídoto contra aquellos monstruos acrecentados por nuestras angustias y ansiedades. Escribir sobre lo que tememos es poder darle fisonomía a lo que nos paraliza; es tener la oportunidad de enfrentar “cara a cara” lo desconocido o sin forma definida. La escritura apuntala, define, delimita, otorga rasgos y señales a todas esas criaturas que amenazan nuestra tranquilidad o que, por muchas razones, nos negamos a aceptar como parte de nuestros haberes personales. Podría decirse que la escritura nos ayuda a reconciliarnos con esos otros rostros que también somos, pero que negamos o eludimos o queremos condenarlos a un exilio anónimo y secreto.

De igual manera, la escritura permite desahogar, vaciar o expresar estados emocionales molestos o tóxicos. Opera como un proceso de catarsis, de purgación, de limpieza espiritual. En este caso, escribir obedece más a las lógicas de la escritura automática de los surrealistas o de los flujos de conciencia de la novela moderna. No hay cortapisas ni prescriptivas; la idea es dejar salir lo que nos acucia o nos duele adentro; darle total apertura a la escritura para gritar o reclamar, imprecar o maldecir; abrir las esclusas del alma para que vocifere, se queje, así sea en forma desorganizada o con las reiteraciones de un lamento. Escribir de esta forma es contribuir al desahogo, a usar otro tipo de lágrimas para purificar el corazón atormentado. Lo fundamental en estas ocasiones es olvidarse por completo de la corrección idiomática o de las normas gramaticales, y sintonizar con las urgencias de nuestros afectos, sentimientos y pasiones. Escribir, en consecuencia, es un medio de liberación, de exorcismo o de desbloqueo a todo aquello que atenaza, constriñe u obstruye el espíritu.

Hay en buena parte de estos usos de la escritura como terapia una apuesta por conferirle a las marcas de esas grafías el portar huellas de nuestro inconsciente. Es decir, el escribir da indicios de otra dimensión de nuestro ser, no siempre legible por nuestra razón. A través de los signos de la escritura podemos, como detectives, hilar las pistas de una identidad, la laberíntica construcción de una forma de ser, actuar y pensar. De allí que, cuando escribimos, comunicamos mucho más de lo que creemos; también expresamos –como si fuera un aserrín– cosas diversas y contradictorias, asuntos que si logran tejerse adecuadamente, pueden entrever o revelar una parte esencial de nosotros. Y aunque no se detecte o se ubique cabalmente su significado, lo cierto es que con el tiempo o con el suficiente autoexamen lograrán darnos un mapa bastante cercano del territorio que somos.

Por todo lo dicho, es aconsejable de vez en vez empuñar la escritura no tanto para crear mundos fantásticos o ficticios, sino para explorar en los mares hondos de nuestra interioridad. A lo mejor, escribiendo, tendremos la oportunidad de desentrañar nuestro iceberg personal y, al mismo tiempo, comprender la causa de esas dolencias que tanto pueblan nuestro espíritu de preocupación y sufrimiento.