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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: diciembre 2018

Acción de gracias

31 lunes Dic 2018

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Del diario

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Marie Cardouat

Ilustración de Marie Cardouat.

El día de acción de gracias, tan celebrado por estadounidenses y canadienses, es una fecha en la que se rememora el festival de la cosecha y se dispone el espíritu para el agradecimiento. Aunque sea en un día diferente al elegido por estos pueblos del norte de América, me ha parecido oportuno no dejar terminar este año sin reflexionar sobre algunas cosas que me han pasado, analizar determinados acontecimientos relevantes y ofrecer un sincero gesto de agradecimiento a las personas que han contribuido a seguir construyendo mi proyecto vital.

Acción de gracias por la certeza y el cobijo de mi familia. No acabaré nunca de agradecerles el cariño genuino, la solidaridad y los cuidados en mi enfermedad, la escucha en los desvelos y las palabras de aliento cuando más lo necesitaba. Sé también que sus oraciones son una fuerza intangible tan potente como el más eficaz medicamento. Me llena de regocijo saberme protegido por esos brazos y esas manos, por la ternura y el amor, que me mueven a levantarme y seguir de pie frente a las adversidades.

Acción de gracias por mis amigos y amigas que logran darle a la lealtad el rostro de la permanencia. Son pocos, pero son la zona de vínculo fraterno en la que puedo confiar sin tener la ambigüedad de los intereses o las maquinaciones engañosas. Esas amistades son como mis hermanos o hermanas, y representan una riqueza tanto más valiosa cuanto más pasa la edad. Varios de ellos me han mostrado grandeza cuando mi salud está quebrantada o los problemas se multiplican. Ahí estuvieron sus llamadas permanentes, sus mensajes de aliento, sus remedios caseros. Sentí que había siempre una voz, una presencia convertida en empuje vivificante.

Acción de gracias por mis estudiantes, especialmente los de la maestría en Docencia de la Universidad de la Salle. Había pasado mucho tiempo sin sentir que le hacía tanta falta a varias personas; me vi reconocido por ellos, y en sus ojos o en las saludes enviadas por colegas, los adiviné haciendo fuerza para que pronto apareciera en su salón a ofrecerles mi saludo y pasión por la docencia. Fueron los abrazos de mis estudiantes los que me sanaron la garganta para volverles a hablar; fueron ellos, los que me dijeron que la cosecha había sido buena y que no debía preocuparme por mi retiro de la universidad. Gracias a todos ellos, a los de Bogotá, a los de Casanare, a los de Pasto y a todos esos otros que mantuvieron su calidez y su preocupación; para todos mis estudiantes, y especialmente para los egresados, les reitero mi gratitud y me enorgullezco de haberlos tenido como alumnos. Cuánta humanidad hay en sus abrazos, cuánta abundancia en sus corazones.

Acción de gracias por las personas que durante este año me acompañaron en la realización de propuestas laborales, en la conquista de sueños profesionales o en el trasegar propio de mi ejercicio formativo. A través de su colaboración, de su gestión o de su confianza, varias ideas se cristalizaron en cursos, seminarios o conferencias. De igual modo, a mi equipo de trabajo más cercano, a quienes durante trece años hemos trajinado compartiendo un mismo objetivo de formación académica responsable y de calidad. Ese equipo merece toda mi gratitud, por su compromiso, por su lealtad, por su solidaria manera de convertir una experiencia de trabajo en una cálida camaradería llena de amistad y mutuo respeto.

Acción de gracias por los cómplices de camino, por esos seres que me entregaron como un regalo especial sus confesiones, sus historias, sus angustias más preocupantes. A esas personas, por departir las peripecias de la vida al lado de un café, por hacerme parte de su existencia, por caminar conmigo muchas calles, a ellas, no solo les debo gratitud, sino un especial afecto por haberme hecho parte de su cotidianidad, por dejarme entrar a sus corazones, por ofrecerme un lugar privilegiado en sus elecciones y preferencias. Mi agradecimiento se transforma en silente discreción y generoso cuidado; solo así se puede corresponder a quien bien tiene ofrecernos la desnudez de su alma.

Acción de gracias por el reconocimiento que los hermanos de la Salle y la Universidad en la que he trabajado por más de una década, hicieron “a una vida dedicada a la formación de maestros y a la invaluable producción intelectual en relación con la lectura y la escritura como ámbitos esenciales para el desarrollo del pensamiento crítico”. Este honor lo tomo como un reconocimiento a todos aquellos que siguen izando la bandera de la docencia como una forma de construir esperanza para las nuevas generaciones y de contribuir a la formación de un país menos inequitativo y más propenso para la convivencia. A los hermanos de la Salle les agradezco el haberme respaldado en muchas de las iniciativas, eventos y publicaciones que posibilitaron la acreditación de alta calidad del posgrado a mi cargo. A los hermanos de La Salle mi gratitud por haberme ayudado a entender la importancia de la relación pedagógica, el valor del acompañamiento formativo, y el sentido hondo de la democratización del conocimiento.

Acción de gracias por la ayuda ofrecida de mis colaboradores cotidianos, de mis aliados incondicionales, de esas personas acuciosas y solícitas para convertir ideas en obras, utopías en realidades. Todas esas manos y todas esas voluntades han aligerado el peso de mis retadoras empresas y han sido garantía para los buenos resultados. Sin esos brazos, sin esos consejos, sin ese patrocinio hecho de saberes y oficios, difícilmente mis proyectos más esenciales hubieran podido finalizarse satisfactoriamente.

Acción de gracias, finalmente, a las divinidades protectoras de la vida por permitirme gustar de otro año de existencia, por los múltiples y variados aprendizajes y por dejarme seguir sorprendiéndome de la maravillosa experiencia de ser y convivir con otros en esta parcela de mundo. Del mismo modo, a mi ángel custodio por cubrirme con sus alas en las situaciones adversas o librarme del peligro de la desesperanza. Y al benigno azar o a la estrella de la fortuna por los enriquecedores viajes y por transformar lo inesperado y extraño en un magnífico regalo envuelto en la odisea de cada día.

Novena, día 9: La vida

24 lunes Dic 2018

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Gerard van Honthorst

«La adoración de los pastores» de Gerard van Honthorst.

Poner en el centro de las celebraciones navideñas la figura del nacimiento de un niño es un símbolo de exaltación a la vida. Asistimos o acompañamos, día tras día, el milagro de la natividad. La vida recobra su trascendencia y celebramos mancomunadamente la alegría de acudir a tal evento. Más allá de creer o no en esta conmemoración de la religión católica, resulta significativo poner de nuevo nuestra atención sobre el sentido y la relevancia de la vida humana.

Llegar a la vida es un acto, en sí mismo, maravilloso. La conjugación de los imperativos de la biología y la complicidad entre dos seres permite que entremos al mundo. Y aunque no pedimos o determinamos cómo hacerlo, una vez ya logramos estar en este universo, nos aferramos a él con todas nuestras fuerzas. Participar de la vida, de su desarrollo, del ciclo que nos hace niños, adultos y luego viejos, es un viaje que nunca pierde su fascinación. A pesar de las vicisitudes y los problemas, de las angustias y las reiteradas luchas por la existencia, la experiencia de vivir o haber vivido largo tiempo, es un acontecimiento digno de recordación y de agradecimiento. La vida es un don, un regalo de las estrellas, una odisea de permanentes descubrimientos. 

Por ser algo espléndido y excepcional, por darse de manera única e irrepetible en cada uno de nosotros, merece todo nuestro cuidado. Cuidar la vida es atender nuestra salud, ser preventivos y no meramente curativos; cuidar la vida es tener una vigilancia sobre nuestros apetitos y nuestros pasiones; cuidar la vida es también saber elegir nuestras relaciones y el modo como atendemos o satisfacemos nuestros afectos y nuestros sentimientos. No sobra repetir esto: el cuidado de la vida empieza con el cuidado de sí mismo. Pero no es solo un asunto del cuerpo, de igual modo tenemos que cuidar nuestra alma, nuestros valores, nuestra ética. Si nos cuidamos es porque tenemos, como lo pedía el sabio Sócrates, un continuo examen sobre nosotros mismos; porque no vivimos en función de la inmediatez de nuestras pulsiones, sino guiados por la reflexión y la prudencia.

Y ese cuidado de la vida conlleva, aún con mayor responsabilidad, al cuidado del otro, del prójimo. Si valoramos la vida propia, si la tenemos en alta estima, con mayor razón deberemos vigilar para que la vida del semejante sea siempre digna, respetable. Cuidar al otro es ofrecerle siempre un trato amable, deferente, nunca grosero; cuidarlo es empezar por escuchar sus razones y comprender sus diferencias. La vida de los demás nos demanda reverencia y freno a nuestros caprichos. Porque cuidamos a los otros es que observamos y cumplimos las normas y los acuerdos sociales, aprendemos a ser mejores ciudadanos y nos hacemos más tolerantes, más solidarios. El cuidado de los otros es, en últimas, un compromiso con la no agresión, con la no violencia.

De otra parte, la vida trae consigo una cuota de responsabilidad. Si bien es cierto que bastaría con degustarla de cualquier manera, a la topa tolondra de las circunstancias, la vida exige que le demos una dirección, que la convirtamos en un proyecto. Eso es lo que dota de sentido a la sobrevivencia. ¿Qué deseamos hacer con nuestra vida?, ¿hacia dónde queremos conducirla?, ¿cuál es la razón fundamental que inspira nuestras acciones? Para responder a esos interrogantes es necesario elegir un norte en nuestra existencia: a veces, esa estrella polar está en los hijos, en una causa noble, o en un motivo personalísimo. La vida, así iluminada e imantada, halla un camino orientador y colmado de importancia. Vivimos por algo, para algo; dejamos de subsistir y nos volvemos protagonistas de nuestra historia.

Precisamente, porque la vida adquiere un significado mayor al de la subsistencia es que no vale la pena empobrecerla con el pesimismo amargo o el desánimo desesperanzador. Siempre habrá más motivos para celebrar la vida que para maldecirla: tener una familia, ser amado por alguien, poder disfrutar el renacer de un nuevo día, ocuparnos en un oficio, caminar o conversar con los amigos, compartir un alimento, atrevernos a empezar una aventura… El optimismo hacia la existencia, hacia sus posibilidades y sus revelaciones inéditas, continúa siendo la mejor prueba de que la vida es más poderosa que la muerte. Velar para que la vida conserve su feliz irradiación es una de las tareas cotidianas que cada ser humano tiene sobre sí mismo y debe proteger especialmente en los demás.

Novena, día 8: La fe

23 domingo Dic 2018

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Manos rezando

«Manos rezando» de Alberto Durero.

Dice el adagio que la fe mueve montañas y que sin fe muchas cosas negativas no logran tener solución. También se afirma que la fe genuina presupone el fervor y que la fe ardiente y entusiasta convoca al milagro. Pero sin entrar a complejas divagaciones teológicas, lo que resulta significativo en el contexto de la fiesta de la natividad es reflexionar sobre el sentido y los alcances de la fe, es permitirnos el autoexamen y sopesar qué tanta fuerza real tienen nuestras creencias religiosas y de qué modo contribuyen a cualificar nuestro ser y el convivir con nuestros congéneres.

La fe, como se sabe, es una actitud vital acorde a unas creencias, que se convierte en garantía para actuar de una especial manera y relacionarse con los demás. Ese convencimiento íntimo se evidencia en la práctica de unos valores, en la convicción de seguir unas virtudes o en la devoción por determinadas divinidades trascendentes. A pesar de ser una manera individual de convencimiento es, de igual modo, un signo de participación social. La fe regula, direcciona, da soporte, busca la asociación, afianza sentimientos profundos.

La fe, en sentido estricto, es la adhesión inequívoca hacia una religión. Profesar esa fe es compartir un conjunto de creencias y dar testimonio de las mismas. No es un asunto solo de ideas metafísicas, sino especialmente de acciones y relaciones vivas. Se profesa una fe cuando hay concordancia entre lo que se cree y como se actúa, entre el escenario de la oración y la beatitud y ese otro que acaece con nuestra pareja, en el hogar, en el vecindario. Si algo pide la fe es coherencia en nuestra vida; si algo exige es atestiguamiento, pruebas de que aquello en lo que creemos puede certificarse con nuestro proceder cotidiano. La fe nos compromete, nos implica, nos suscribe a un orden moral y, en muchos casos, a abrazar y defender un tipo de ética.

En otra perspectiva, menos sagrada, la fe también es una extraordinaria forma de confianza en uno mismo, de certeza íntima en alcanzar una meta, lograr atravesar una situación adversa o ir más allá de los propios límites. La fe, así entendida, es un refuerzo a la voluntad, un vigoroso estímulo para la acción y la continuidad en los propósitos. Sin esa fe renunciaríamos al primer escollo que apareciera cuando llevamos a cabo un proyecto; sin fe fácilmente sucumbiríamos al veredicto desesperanzador de una enfermedad; sin fe nos conformaríamos con la suerte o con las condiciones que a bien tuvo darnos la naturaleza. La fe hace que nos atrevamos a vencer muchos temores, a no desistir de una posible curación, a sobreponernos del infortunio, a intentar vencer nuestras restricciones o dificultades físicas.

No obstante la importancia de tener una fe incitante y reguladora, deberíamos tener cuidado para que ella no se vuelva motivo de conflicto con las otras personas. La fe madura no quiere ser fanática; la fe adulta es incluyente. Y menos aún, convertirse en un sectarismo acusador. Entender la diversidad de creencias es un mandato de la sana convivencia y de una ciudadanía saludable. No podemos, por la piedad exaltada o la idolatría apasionada, ir a todas partes pregonando la equivocación de los demás, denunciando y tachando el pecado ajeno y considerándonos en la única vía de salvación. Una fe prudente riñe con la intolerancia y la intransigencia. Cuando la fe alcanza su mayor nivel de desarrollo moral deja de ser una lucha de supremacía por convertir al descreído y se convierte en un motivo para el diálogo ecuménico y la solidaridad fraterna.

En todo caso, la fe es muy importante para mantener equilibradas las fuerzas de nuestro espíritu o nuestro psiquismo. Cuánto le deben los enfermos desahuciados y los marginales empobrecidos a la fe; cuánto los solitarios y proscritos en una cárcel; cuánto los que están atribulados por las dificultades y los problemas enloquecedores. Es mediante la fe como los seres humanos recuperan la esperanza, es con fe que se vuelve a sembrar la semilla en la aridez de la existencia, y es con la ayuda de la fe como se soporta la vejez y se hace más llevadero el tránsito hacia la muerte. Por lo tanto, no es un asunto banal el tener o no tener esa convicción suprema, esa certeza en nuestro corazón. 

Novena, día 7: La confianza

22 sábado Dic 2018

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Julia Solans

Ilustración de Julia Solans.

En un mundo que ha acentuado la competencia y la deslealtad para lograr el éxito, en una sociedad cada más escéptica del vecino, es bueno volver a poner en el centro a la confianza. Por ser ella una especie de esperanza firme en las personas, por considerarla la base de muchas modalidades de relación interpersonal y porque sin ella se arruina el tejido de la sociabilidad y se malogran los vínculos de lo íntimo. Necesitamos que la confianza sea un eje ético a partir del cual podamos abrir nuestro corazón sin temor a ser engañados o abrir las puertas de nuestras casas sin el miedo a ser asaltados en nuestra hospitalidad. Requerimos que la confianza y no la delación sea el soporte de nuestra civilidad, y que confiar sea el modo como recuperamos la fraternidad y el espíritu solidario.

Y para evitar las objeciones de parecer cándidos o ingenuos frente a este cometido, deberíamos proveernos de mucha autoestima y de una fe interior que apacigüe la duda y nos aquiete los prejuicios. Para atrevernos a confiar es indispensable conocernos bien, habernos examinado para saber lo que somos en verdad, y tener la suficiente abundancia de corazón como para que nuestras elecciones no dependan del fluctuar de los demás. Además, si nos atrevemos a confiar es porque las coordenadas de nuestro proyecto vital están bien definidas, y en consecuencia podemos deambular por las peripecias de los afectos ajenos sin que perdamos el rumbo de lo que queremos. 

Es importante recordar que la confianza se conquista: con nuestra prudencia, con nuestras actuaciones, con nuestro cuidado al hablar o con la discreción. Se requiere sabiduría e integridad para que alguien nos considere dignos de confianza, al igual que entereza de espíritu para mantenernos fieles y leales a los acuerdos y los juramentos. Así digamos y proclamemos que somos personas confiables, será nuestro comportamiento cotidiano el que evidencie o testimonie tal afirmación. Porque son los otros los que rubrican tal calidad moral, son las personas más allegadas las que avalan tal certidumbre. La confianza no se presume; nos la reconocen.

¿Y cómo se gana la confianza?, podemos preguntarnos. Seguramente la primera respuesta está asociada a la lealtad o la fidelidad a un compromiso, a una relación, a un proyecto. Al ser firmes en ese empeño, en ese pacto o en esa asociación, iremos ganando más y más confianza. Si con nuestros comportamientos damos prueba de que no defraudamos a los demás, que podemos mantener una adhesión a pesar del paso de los años, o que no abandonamos al amigo o compañero apenas tiene un revés de la fortuna, el resultado será que nos consideren personas confiables. La otra causa proviene de la sinceridad o la franqueza, de la transparencia en el trato. Confiamos en alguien porque no nos dice verdades a medias o anda astutamente en dobles aguas. Es por esa sencillez generosa y por la limpidez en sus afectos que una persona logra inspirar confianza y hacerse depositaria de toda nuestra credulidad.

La confianza se defrauda, se erosiona, se quebranta. Es decir, pierde su consistencia, su fuerza relacional, por muchos motivos. El más frecuente de ellos es la traición: el engaño, la perfidia o la delación ponen en vilo lo que era compacto o resistente; lo que parecía imposible de romper o que poseía la firmeza de las promesas hechas con sangre, muestra su falsedad, su impostura o su inconstancia. Se fractura la confianza cuando divulgamos un secreto puesto en nuestras manos como una sagrada confidencia; cuando pervertimos el sentido hondo de un compromiso amoroso; cuando la astucia y la mentira pueden más que la familiaridad y el cariño.  Otro de los motivos es la falta de honradez. Cuando la ambición o la codicia fisuran o rompen el saco de la confianza es porque nuestra voluntad o nuestros valores son inferiores a la tarea de custodia que nos ha sido encomendada. La falta de probidad o de conducta intachable transforma la confianza en recelo, suspicacia o prevención.   

Ojalá podamos, en nuestras relaciones personales o en nuestro trabajo, ser dignos de confianza. Que las acciones que hagamos, que nuestra discreción o nuestra lealtad nos permitan concitar ese sentimiento de seguridad. Si tal fe logramos provocar, si los demás se sienten tranquilos para ser como son, si hallan en nosotros la suficiente reserva como para hacernos partícipes de su intimidad, habremos logrado ser garantes de los vínculos sociales y ejemplo de que la certidumbre es más provechosa que el miedo o la sospecha.

Novena, día 6: El diálogo

21 viernes Dic 2018

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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JOSÉ LUIS ÁGREDA

Ilustración de José Luis Ágreda.

Es posible que el exceso de rencillas, la exagerada violencia entre parejas o entre los miembros del grupo familiar se deba a que hemos ido perdiendo la costumbre de dialogar, de tratar de acudir a la conversación, como un recurso para expresar nuestras molestias o nuestros desacuerdos. Al no darle a la conversación esa importancia nos hemos quedado con el estallido de las emociones y con el ambiguo significar de los sobreentendidos o los irresponsables prejuicios. Si no abogamos por las bondades del diálogo nos iremos acostumbrando a la agresión alevosa o al aislamiento emponzoñado.

El diálogo se deriva de nuestro gusto por el encuentro, por establecer lazos afectivos, por renovar relaciones. Dialogamos para conocer a otras personas y para afianzar determinados vínculos. El diálogo es una de las claves de nuestra sociabilidad y un medio inigualable para que las desavenencias no prosperen o los malentendidos logren subsanarse. Sin el diálogo, sin la conversación, estaríamos condenados al mutismo de la soledad o al ostracismo de los apátridas; mediante el diálogo desahogamos las penas, pedimos ayuda, nos hacemos copartícipes de experiencias ajenas y construimos un relato capaz de darle sentido a nuestra historia y a la de los demás. Quien tiene por hábito dialogar alberga o guarda menos pesadumbre en el corazón y mantiene abiertos los brazos para lo comunitario.

La conversación presupone que la otra persona con quien nos juntamos la consideremos un interlocutor válido. El diálogo empieza con ese reconocimiento y prospera en la medida en que le damos la oportunidad a otro ser para que nos enriquezca, nos interpele, nos amplíe nuestros horizontes. Conversamos para expandir nuestras fronteras y favorecer la retroalimentación, que sigue siendo la mejor forma de vencer nuestro individualismo ególatra. Al dialogar, el “tú” de los demás entra a formar parte del “yo” hasta tornarse en un “nosotros”. Y son los demás, cuando así los aceptamos e incorporamos en la conversación, los que pueden sacarnos de las cárceles del dogmatismo o la testarudez. Porque somos seres dialógicos sabemos que la polifonía es más provechosa y más fértil que el monólogo.

Pero saber dialogar requiere una gran capacidad de escucha. Se es un buen conversador en la medida en que lo que dicen o comentan los contertulios sea significativo e interesante para nosotros. El diálogo no depende tanto de lo mucho que decimos, sino de la paciente escucha que podemos ofrecerle a otra persona. Porque sin esa atención intensa y empática es muy difícil que se logre traspasar la barrera de la confianza. La escucha es la garantía para que en el diálogo aflore la intimidad, se produzca la confesión y se pueda hacer “catarsis” de los dolores que aquejan el alma. Dialogar, por lo mismo, es una asociación espontánea en la que dos o más personas deciden libremente escucharse entre sí para aliviar las cargas de la existencia, compartir un logro, discutir un tema o solazarse, con un buen vino, en los goces de la lúdica de la palabra.

De todas las bondades del diálogo, la más valiosa o más necesaria es la de ser un medio para evitar o resolver los conflictos. Si tenemos la voluntad de dialogar difícilmente recurriremos a la violencia física o a la agresión denigrante; por el contrario, tenderemos siempre a pasar los desacuerdos por el filtro de la conversación. Procediendo así se disipan las dudas, se atenúan las maquinaciones, se buscan soluciones colegiadas. El diálogo es un fármaco efectivo para contrarrestar la incomprensión y la no siempre fácil lógica de los sentimientos y los afectos. El mutismo o la indiferencia no son buenos consejeros cuando del corazón se trata. Conversar es más provechoso, más sanador y contribuye a que la confianza vuelva a su cauce. Por eso es esencial dialogar a tiempo, no dejar que los resentimientos hagan nido en nuestra alma, atender oportunamente el inicio de la animosidad o el rencor.

En resumidas cuentas, nos hace falta en esta época dialogar más, romper la burbuja del ensimismamiento de las nuevas tecnologías, ofrecer el coloquio cara a cara para celebrar, vivificar las relaciones y sentirnos parte de una colectividad. Es urgente dejar por unas horas la dependencia de los aparatos y revivir la grata reunión con seres de carne y hueso. Tenemos que recuperar la práctica de la tertulia, mantener el rito de compartir un café, o hacer en familia la novena de navidad, como maneras de darle al diálogo su potencial interactivo y contribuir a que el aislamiento de nuestro tiempo no siga propagándose en nuestros hogares.

Novena, día 5: El reconocimiento

20 jueves Dic 2018

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Joao Fazenda

Ilustración de João Fazenda.

Las épocas de cierre laboral o de fin de año, la gratitud que circula como viento dadivoso en la época navideña, el anhelo de ofrecer felicidad y bienaventuranza a manos llenas, todo ello debe llevarnos a reflexionar sobre la relevancia del reconocimiento y su trascendencia para los seres humanos. Ponernos en esa actitud de agradecimiento o retribución a los que nos sirven, con quienes trabajamos o comparten día a día nuestra existencia, es una bella manera de enaltecerlos y dignificar su contribución o su apoyo amoroso a nuestras metas más queridas.

El reconocimiento nace de hacer un balance sobre las personas que a diario nos acompañan o de esas otras que, hombro a hombro, dan forma a una familia o ponen el plato de alimento caliente en nuestra mesa. Ese ajuste de cuentas, que por la costumbre o la cercanía dejamos de efectuar con frecuencia, es el que nos lleva a ofrecer palabras de elogio o a simbolizar en un regalo nuestra retribución por los favores recibidos, por la compañía incondicional, por la certeza de una presencia. Dichas exaltaciones dicen de nosotros que estamos en deuda con esas personas y que necesitamos rubricar con gestos su valía en nuestra existencia. Al reconocerlas ponderamos su esencial contribución a nuestro proyecto vital o la incidencia que tienen en nuestros logros.

Por eso son tan esenciales los ritos: ellos ayudan a que el reconocimiento tenga una mayor trascendencia, que despliegue cierto aroma sagrado a partir del cual lo más cotidiano o banal adquiera el tinte de lo significativo o digno de grandeza. Y aunque esos rituales sean llevados a cabo en la mesa familiar o en los recintos más humildes, a pesar de no contener en sí mismos cuantiosas sumas de dinero, son poderosos porque muestran nuestra preocupación para que la otra persona se sienta importante y sea atendida como bien lo merece. Los ritos de reconocimiento hacen que lo sencillo, el detalle más insignificante, adquiera una relevancia mayúscula, tanto como para anclarse en forma de recordación y crear en el espíritu de los reconocidos una alegría por la tarea cumplida o el vínculo establecido.

Reconocer es ponerle a la cara anónima un rostro personal y único. Quien así procede es porque no vive o convive con seres desconocidos o indeterminados. Por el contrario, se esfuerza por reconocer en cada quien lo que tiene de singular. Por momentos, reconocer es evocar a una persona y conservarla viva en nuestra memoria; en otros casos, el reconocimiento consiste en buscar a alguien específico para darle un abrazo, hacerle una llamada, invitarlo a una comida. Las personas que proclaman y ofrecen reconocimiento poco hablan de clientes o de estadísticas impersonales; están más bien inclinadas a propiciar el diálogo fraterno, la visita renovadora de las relaciones interpersonales, la poderosa fuerza del encuentro.  Cuando se reconoce al semejante la historia personal substituye a los guarismos abstractos.

Reconocer a los más cercanos es lo más difícil. Bien sea porque nos habituamos a sus mimos y cuidados o porque de tanto contar con su presencia terminamos por pasarla inadvertida. Esa parece ser la paradoja en la que se mueve el reconocimiento: si está muy cerca el ser que nos importa y nos sirve denodadamente, nos parece que no necesita tal estímulo afectivo; pero si ya no está con nosotros, si su muerte o su lejanía nos interpela, entonces sí parece digno de nuestros elogios y de muestras de gratitud. Tal vez deberíamos cambiar la perspectiva y no esperar a que la ausencia de determinados seres nos revele lo que ya sabemos: que gracias a ellos nuestra existencia es menos dura y la soledad más llevadera, que por ellos nos hemos recuperado con prontitud de una enfermedad, que sin ellos buena parte de nuestras metas habrían quedado a medio camino.

A veces el orgullo o la soberbia, cuando no la ingratitud altanera, son los causantes de nuestra falta de reconocimiento a los demás. Pensamos que realzar o encomiar al amigo, al ser querido, al trabajador o colaborador, nos hace dependientes o nos subordina el espíritu. Equivocadamente creemos que “no debemos deberle nada a nadie” o que nuestra estima se rebaja si nos mostramos humildes o agradecidos. Nos falta sutileza moral para entender que los actos o expresiones de reconocimiento brotan de la grandeza de espíritu y no de la pequeñez de nuestros egoísmos o la tacañería de nuestros afectos. Reconocemos a otros porque tenemos amplitud de corazón, porque nos sabemos necesitados, y porque vemos a las personas no como fichas utilitarias sino como aliados insustituibles.

No perdamos, entonces, la oportunidad de reconocer a los que más nos sirven o nos entregan cotidianamente su amor, no nos cansemos de reiterarles nuestro aprecio y gratitud. Convirtamos ese reconocer en un mensaje de paz y concordia decembrina.

Novena, día 4: La sinceridad

19 miércoles Dic 2018

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Javier Jubera García

Ilustración de Javier Jubera García.

En un contexto en el que abunda el encubrimiento, la trampa y la mentira campea por doquier, mostrarnos sinceros es una tarea de primer orden de nuestro carácter y una garantía para la permanencia en el trato con las personas. Si nos comportamos de esa manera, si hay franqueza en nuestro decir y autenticidad en nuestro actuar, en mucho ayudaremos a destronar el imperio de la hipocresía y la artificialidad que nos ronda como una atmósfera asfixiante.

La sinceridad empieza por no perder nuestra espontaneidad; en asumir tranquilamente, con naturalidad, un pasado, un origen, unas marcas de identidad que se traducen en un modo de hablar o de pensar. Si nos libramos del esclavismo del “qué dirán”, si no falsificamos nuestra esencia por la apariencia y la vanagloria, seguramente seremos más felices y haremos más plenos a otros. Si somos espontáneos en la manifestación de nuestros afectos, si menos elucubramos la expresión de nuestros sentimientos, tendremos un mejor escenario para hallar el amor, mantener una amistad o consolidar los lazos de confianza entre familiares o  con colegas de trabajo. Cuando los demás perciben nuestra sinceridad abren una vía para la lealtad y lo fraterno, para el abrazo abierto y la mano sincera.

Al actuar de otra manera, al construirnos una personalidad artificial; al elaborar sofisticados montajes sobre lo que no somos, o aparentar lo que no tenemos, terminamos desfigurando nuestro ser, lo vamos diluyendo en una gelatinosa figura tan poco confiable como carente de certidumbres. La falta de sinceridad nos va llevando al autoengaño, a volvernos solapados y a tener lo postizo como moneda de trato cotidiano. Lo engañoso y disfrazado, la mascarada,  termina por imponérsenos como el propio rostro. Olvidamos la gran lección de Rubén Darío, el poeta nicaragüense, quien nos había dicho que “ser sinceros es ser potentes” y que “de desnuda que está, brilla la estrella”.

Por supuesto, la sinceridad y la verdad van de la mano. Es muy difícil ser sinceros cuando detrás de nosotros no tenemos sino la sombra de la mentira. Pero no es únicamente la veracidad la que avala el ser sinceros, también están la honradez y la rectitud. Esas otras virtudes, o esos otros valores, son los que respaldan un actuar leal y abierto, franco y cordial. Porque no hay nada de qué avergonzarse, porque se tiene la conciencia limpia, se puede ser sincero y manifestarse sin hipocresía alguna. Aquí es oportuno decir que la sinceridad impone un cuidado sobre el itinerario de nuestra historia personal, una vigilancia sobre nuestra vida privada y, especialmente, sobre nuestra vida pública. Si ese recorrido vital es íntegro, si hemos logrado, como dicen los filósofos, llevar una “vida buena”, podremos obtener el derecho a ser sinceros, tendremos la autoridad moral para manifestarnos sin eufemismos y con verdad.

De otra parte, la sinceridad nos impone una valentía o una fuerza interior capaz de sobrepasar los miedos o las angustias de expresar lo que pensamos o sentimos. No es aconsejable callarse lo que a todas luces fractura nuestra alma o nos apesadumbra el espíritu. Por eso, para ser sinceros se necesita vigor en el corazón, decisión y coraje en la voluntad para no “atragantarse” o soportar con hondo rencor lo que nos ofende, humilla o mortifica. Declarar, decir, confesar, descargar con sinceridad la culpa o la afrenta que nos quita el sueño o descompone nuestras vísceras es una forma de “mayoría de edad” de nuestras emociones. Lo peor es –por cobardía o pusilanimidad– hacer como si nada, dejar que las cosas sigan su “curso normal”, fustigar la fiera herida del resentimiento. Si hay coraje íntimo, la sinceridad apacigua los odios y el resquemor que lleva a la desconfianza.

Es probable que al actuar con sinceridad se nos diga que somos ingenuos o que nos falta suspicacia para adivinar el maquiavelismo del prójimo. O que nos tilden de cándidos por no prever los efectos nefastos de los marrulleros y taimados. O que nos censuren por querer agrandar los problemas y sacar a la luz lo que debería permanecer encubierto. Todo eso es posible. Pero aun así, a pesar de tales críticas, la sinceridad nos debe permitir ser genuinos, mantenernos sencillos, abrir con claridad las ventanas de lo que somos. Mejor ser y proceder de esa manera, que deambular como fingidores o farsantes en el teatro brumoso de la falsedad.

Novena, día 3: El respeto

18 martes Dic 2018

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Miramiento a nuestros mayores

Todo lo que hagamos por reivindicar o destacar el valor del respeto es fundamental para la sana convivencia y el fluir de las relaciones humanas. Sin ese lubricante se atascan los vínculos, se dificulta la vida en pareja y en familia y se está siempre abocado al conflicto o la agresión interpersonal. El respeto es la base de la interacción entre personas y uno de los pilares fundamentales para construir comunidad. Por ello es significativo ponerlo como un propósito de actuación pacífica y como un emblema de los tiempos de fraternidad navideña. 

Aprender a respetar a nuestros padres es el primer mandato de la crianza genuina. Gracias a tal consigna las nuevas generaciones tienen un lazo con la tradición y se permiten una continuidad con sus descendientes. Respetar a los progenitores, resulta esencial si queremos que el legado moral del pasado no se haga trizas o se desvanezca entre la insolencia y el desacato. El respeto parte de la consideración a los que nos dieron la vida, a los que formaron nuestra primera salvaguarda para nuestra endeble existencia y a los que nos prodigaron un techo y un alimento. No podemos ser groseros o irreverentes ante esos brazos y esas manos amorosas, y menos cuando han permanecido ofreciéndonos cuidado y apoyo a lo largo de muchos años.

Este imperativo del respeto se hace extensivo a nuestros mayores. Los abuelos, los más viejos del clan familiar, son otros depositarios de nuestra deferencia y nuestra atención. Si somos amables y considerados con ellos, si observamos ciertos modales de cuidado y escuchamos sus palabras, muy seguramente honraremos y enalteceremos su valía como personas. Porque seguimos admirando y dignificando la presencia de nuestros mayores es que les debemos gratitud y solicitamos sus consejos sabios o su voz orientadora. Respetar a los ancianos de la tribu es reconocer que nuestra verdadera fuerza está en las raíces que nos soportan y en el legado cultural tejido a lo largo de muchas estirpes.

Pero el respeto no solo abarca al núcleo familiar; cobija de igual modo a los demás, llámense vecinos, semejantes o personas de nuestra comunidad. Respetar a las otras personas es uno de los principios de la buena ciudadanía. Es respeto tiene que ver con la zona sagrada de su intimidad, con sus credos o sus preferencias sexuales, con sus inclinaciones, sus gustos o sus particulares maneras de entender la vida. Si somos respetuosos, en consecuencia, somos más tolerantes y grandes defensores de las minorías. El respeto nos hace proclives a entender el pluralismo, la divergencia, los matices y el abanico de las diferencias. Por tener enarbolado en nuestro espíritu el respeto somos más incluyentes, menos fanáticos y altamente participativos.       

Pero ese imperativo del respeto no cubre solo a los individuos, también incluye los pactos, las leyes, los acuerdos sociales. Si somos respetuosos de las normas tendremos menos conflictos y podremos facilitar la convivencia; si no buscamos profanar o desobedecer los preceptos que garantizan un orden dentro de la vida en común, mayor será nuestra confianza en nuestros gobernantes; si acatamos las observancias con las que la vida cotidiana nos regula, disminuirán los motivos de conflicto o los conatos de violencia que tanta sangría provocan en transeúntes y paseantes citadinos. Respetar las normas o los mínimos códigos de lo público es la garantía para que nuestro propio mundo sea respetado por los demás.    

Desde luego, el respeto a los otros no puede darse sin el respeto a nosotros mismos. Al sentirnos dignos, valiosos, cabales, nos debemos un miramiento y un aprecio especial. Por querernos y tener una alta autoestima no nos denigramos ni nos sometemos a la humillación condescendiente. Por sabernos más que un cuerpo finito es que nos llenamos de espíritu trascendente y voluntad alada, y por eso somos respetuosos de los ideales y los sueños imposibles. Sin el respeto a nosotros mismos, sin ese cultivo de sí, sería imposible considerarnos dignos de ser amados o necesarios e importantes para nuestros congéneres.

Resulta oportuno en este tiempo, al menos como una ofrenda decembrina, procurar el respeto con nuestros gestos y nuestras palabras. Que merme la grosería entre parejas o familiares, que no agobiemos al vecino con nuestros escándalos, que reverenciemos cariñosamente a nuestros ancianos, que no desperdiciemos nuestra vida en acciones denigrantes o conduzcamos nuestro ser a relaciones vergonzosas.   

Novena, día 2: La caridad

17 lunes Dic 2018

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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San Juan de Dios salvando a los enfermos

«San Juan de Dios salvando a los enfermos del incendio del Hospital Real», pintura de Manuel Gómez-Moreno González.

A la par de las festividades y el ambiente de jolgorio, de la alegría y el deseo por vacacionar, sería conveniente y necesario tomarnos un tiempo para ser caritativos. Albergar en nuestro corazón el deseo de compartir un pan, de acompañar al solitario o al postrado por la enfermedad es una de las tareas esenciales de las fiestas navideñas. Que las luces del regocijo o los excesos de la parranda no nos hagan sordos para sentir y reflexionar sobre el dolor o el sufrimiento ajeno.

El primer mandato de la caridad es de orden sensible: que podamos compadecernos ante los menos favorecidos, que los anónimos seres mendicantes tengan rostro, que nos interpele el anciano o el niño abandonado. Se es caritativo, en un primer nivel de afectación, cuando sentimos el clamor del prójimo, del vecino, del colega. Cuando el otro, en sentido profundo, no nos es indiferente. Esta sensibilidad social se transforma en solidaridad, en asistencia, en protección o defensa de los empobrecidos, de los alicaídos, de los maltrechos por la desgracia o por el paso de los años.

Qué sencillo es ser caritativo con los enfermos, por ejemplo. Visitarlos, estar con ellos, ofrecerles nuestro abrazo o nuestras palabras para mitigar un tanto su pena. Llevarles el regalo de nuestra presencia y nuestra escucha, ofrecerles el consuelo fraterno y la siempre necesaria esperanza. Si procedemos así es porque comprendemos el lado frágil de lo humano, lo deleznable de nuestra condición, el súbito trabajo del corroer del tiempo, como decía el poeta Eduardo Cote Lamus. Esta forma de ser caritativos tiene mucho que ver con nuestro talante humanitario, con nuestra capacidad para no abandonar al desvalido, con nuestro compromiso, como seres comunitarios, de cuidar a los débiles de cuerpo y alma.

O llevar un poco de alegría a los ancianos, participarles algún alimento o una prenda que caliente sus huesos. La caridad, en estos casos, demanda desposesión. Porque no se trata de regalar lo que ya no usamos o de despojarnos de las vejeces que no sabemos dónde ponerlas. La caridad nos impone un mandato de dignificación: el otro no puede merecer nuestros desechos. Por el contrario, si en verdad somos caritativos es porque podemos despojarnos de algunos de nuestros bienes para compartirlos, para prodigar felicidad a otras personas que no tienen con nosotros ningún lazo de sangre o ningún vínculo interesado. Aquí la caridad se emparenta con la filantropía y el desapego. Si podemos ofrecer alimento y cobijo, si contribuimos a que los viejos no sean tratados como residuos improductivos o trastos inútiles, nuestra caridad será como una cena esplendorosa en la que brillen lo inesperado, la generosidad y lo gratuito.

A pesar de que nuestras arcas no estén rebosantes, más allá de que el dinero nos sobre, es bueno albergar en nuestro pecho el sentido de la donación, el impulso por contribuir a causas sociales que merecen todo nuestro respaldo. Hay tantos desplazados, tantas criaturas abandonadas, tantos desamparados que no podemos apretar nuestros puños como avaros indiferentes. Ser caritativos es aprender a compartir, a mermar el atesoramiento egoísta, a poner un puesto de más en nuestra mesa. Las donaciones hacen parte del simbolismo del regalo, pero con una variante: ya no es el obsequio personal por un motivo específico, sino que se trata de una ofrenda anónima para una causa común. Quizá este tipo de caridad sea de los más profundos, porque consiste en producir bienestar a otros sin esperar retribución ninguna.

De otra parte, sería bueno manifestar nuestra caridad mediante cualquier forma de voluntariado. Poner nuestros conocimientos, nuestra experiencia o nuestro trabajo al servicio de causas sociales, de protección civil o de ayuda con los excluidos, marginados o incapacitados es un modo efectivo de cooperar para solucionar en algo los problemas vitales de nuestros semejantes. Cuando actuamos como voluntarios nuestra caridad se transforma en participación ciudadana, en una fuerza colectiva que rebasa las obligaciones de la beneficencia estatal.  

O podríamos también hospedar al peregrino, que es una de las más antiguas maneras de mostrar caridad.  En este caso, al albergar al “extranjero”, al abrirle un espacio dentro de nuestra casa, lo que hacemos es ampliar las fronteras de nuestra parentela familiar, extender los vínculos humanos hacia la fraternidad universal. Hospedar a otro, llámese vecino o invitado, es un acto profundo de confianza, de poner a raya nuestra prevención o nuestros recelos infundados. La hospitalidad es acogida, resguardo para el visitante, asilo al perseguido. Al ser hospitalarios nos convertimos en guardianes y defensores de la dignidad de los demás.

Dejemos, entonces, que el espíritu de la caridad llegue a nuestras casas y se instale en nuestros corazones. Mostrémonos compasivos con los que padecen cualquier tipo de encierro, benevolentes con los culpables, solícitos con los hambrientos o sedientos, generosos con los que por alguna razón han sido o se sienten abandonados. Que nuestra caridad sea el mejor regalo con nuestros semejantes, el aguinaldo amable brotado de nuestro pecho solidario.

Novena, día 1: La comprensión

16 domingo Dic 2018

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Rafa Alvarez

Ilustración de Rafa Álvarez.

Debería ser un propósito en muchas de nuestras relaciones interpersonales el tratar de comprender a los demás. Detenernos para analizar o entender por qué las personas con las que vivimos o trabajamos hablan o actúan de una determinada manera, antes de juzgarlas o favorecer el nacimiento o prolongación de un conflicto, una desavenencia o una enemistad. Quizá tendríamos que poner esa consigna al lado de las peticiones al árbol de navidad o entre nuestros empeños del año que comienza.

Comprender a otro ser humano requiere disposición y voluntad. Disposición para albergar en nuestra alma y en nuestra mente a otro ser humano con sus particularidades, su temperamento, sus ideas y convicciones. Es decir, permitir que seres diferentes entren a nuestras fronteras sin que por ello nos sintamos amenazados o débiles. La disposición es un acto profundo de buscar empatía, de tejer vínculos, de percibir en el semejante una hermandad de espíritu. Porque nos reconocemos en el otro, llámese familiar, colega o amigo, es que estamos dispuestos a tratar de comprenderlo. Digamos que por más extraño o diferente que sea, siempre habrá algunos rasgos comunes a partir de los cuales es posible desplegar el afecto, la confianza o determinado tipo de vínculo social.

Lo segundo, decíamos, es la voluntad. Porque para comprender a otra persona se requiere el esfuerzo de nuestro entendimiento, de nuestras emociones, si queremos domeñar la inmediatez de lo que no nos gusta o a simple vista nos parece detestable. Sin voluntad de comprensión, sin esa fuerza de nuestro carácter, el prójimo será siempre visto como una amenaza o como algo que merece nuestra repulsión o nuestro vituperio. Comprender es, entonces, una meta que demanda esfuerzo moral. Presupone tiempo y una concentración de nuestra atención para percibir las minucias, los matices, los detalles con que otros individuos se comportan o expresan sus sentimientos. Al darle a nuestra voluntad ese norte, muy seguramente descubriremos que las personas actúan así por una causa razonable o tienen motivos justificados, inadvertidos si solo los miramos desde el juicio apresurado.

Pero, además de eso, la comprensión presupone un resguardar la agresión, la ofensa o la descortesía. Quien busca comprender procura por todos los medios dejar a un lado el sarcasmo, la ironía burlona o el comentario venenoso. La comprensión nos impone dejar de ser groseros con el semejante, nos obliga a pensar muy bien lo que vamos a decir o replicar. En este sentido, la comprensión es un ejercicio del cuidado de la palabra y de los gestos denigrantes. Si uno ansía comprender a otro ser humano menos serán sus injurias, reducidas serán sus habladurías y nulas las difamaciones sobre dicha persona. La comprensión pone límites a la lengua y nos obliga a tener prudencia, a desarrollar el tacto para guardar silencio o la amabilidad suficiente ante situaciones hostiles.

Existen demasiados motivos o causas que nos llevan a comprender el comportamiento de otra persona. A veces son las marcas de crianza o de ambiente, la misma educación que ha tenido, las peripecias por las que ha pasado, las marcas que la vida le ha impuesto en cada una de sus experiencias, el conjunto de ideas que rigen su existencia, su credo religioso o sus convicciones políticas… todo eso confluye y configura una personalidad. Y es tan variado ese capital cultural, tiene tantas tonalidades, que es muy difícil comprender a alguien en unos minutos o en contados días. Hay que convivir, dejarse habitar, compartir un camino, para conocer un poco a otra persona y entender su fisonomía íntima, la cartografía que lo funda y lo define.

De allí que sea tan importante para comprender a alguien darle cabida a la escucha. Sin esa actitud, la comprensión es imposible. Escuchar es darle importancia al otro, dignificar su historia, considerar valiosa su presencia en nuestro mundo. La escucha empática, esa que nos permite atravesar las vallas de lo público, es una de las acciones que más contribuye a que nuestros prejuicios o nuestros miedos dejen de ser infundados y podamos entrar en relación con otros de manera más espontánea y en franca concordia. La escucha, por lo mismo, acrecienta la comprensión y contribuye de manera rotunda a enriquecer nuestra sabiduría.

Roguemos para que cada día aumente el caudal de nuestra comprensión sobre los seres que nos rodean, insistamos en anteponer la lentitud de la comprensión a la rapidez de nuestros odios, esforcémonos para hallar en las personas diferentes a nosotros un motivo de enriquecimiento y no una causa para empobrecernos con nuestra intransigencia.   

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