
Ilustración de Craig Frazierr.
La condición del escritor es un asunto ajeno y distante para el observador casual. Lo que se aprecia al final es la obra hecha, limpia de impurezas. El revoltillo de sangre, esfuerzo y papeles revueltos nunca aparece; la bruma de los intentos, de la soledad y la vigilia queda sepultada por el brillo de una “criatura resplandeciente”. El lector no se percatará de esta transmutación dolorosa. Para él lo único que vale es el material postrero; cuenta la calidad de la edición, lo interesante del contenido. El lector no siente ni percibe la escisión entre el “tormento del fiat” y la concreción de esta orden creadora. Quizá por esto mismo uno de los ángulos más olvidados de la crítica literaria es este mundo paralelo del escritor. Demasiadas lecturas hablan de estructuras y textos; pocas, demasiado pocas, rescatan la desangrante alquimia vivida por un hombre de carne y hueso.
Pero, además, si el acto de engendrar, de preñar el caos, es ya de por sí distante para la masa, la comprensión e inteligibilidad del mismo es la otra ausencia, la otra guillotina soportada por el artista. El escritor anhela “compartir sus nostalgias, sus olvidos, sus hambres”, pero ellas son infinitamente propias –cuando son sinceras– que resulta casi imposible hallar un eco fiel, una resonancia hermana. Escasamente podrá encontrar una respuesta vertida en comentario.
Cómo no referir las largas y extenuantes noches de trabajo; esas, donde el artista se enfrenta al repiqueteo de su máquina de escribir… y espera no la inspiración, no la musa marchita y falsa, sino lo otro, la placidez-quietud de todo creador. A veces, pasan horas, días, semanas… en que todo contamina el momento preciso; en que la exterioridad ahoga la voz clarísima y sin mancha de la creación. Nadie puede imaginarse la espada de Damocles, esa espada de pensar en la “castración temprana de la frase o el verso preciso”. Nadie ve el sonambulismo del poeta que yendo de ventana en ventana, de puerta en puerta, quiere encontrarse con la piedra de Jacob… para así poder forjar su escala, subir a las alturas, combatir el ángel y gritar su victoria de sueños. Nadie podrá sentir el ahogo de acostarse presintiendo la incapacidad de las manos, la falta de fuerza para lograr en cada paso la huella en la arena seca de la página… Sólo el artista lo vive y lo comprende. Solo él sufre la posibilidad de sentir mutilada su inspiración.
Ni qué decir de los gestos insuficientes del amigo o la amada al mostrárseles la última criatura, dada a luz entre sufrimientos y alegría. Cómo no ver en sus actitudes una cierta extrañeza, un desconocimiento. Porque son necesarias demasiadas cosas para compartir un poema; porque a veces no basta el gesto cariñoso del abrazo o el beso; porque el arte exige a quienes desean compartir su hechizo la prueba de la complicidad íntima y profunda. Y son muy contados los amigos y amantes que se atreven con el escritor a bajar al reino de las sombras. Prefieren la seguridad de la barrera, el facilismo no comprometido de los burladeros del toril… Otra vez la soledad del escritor, de nuevo la brisa que no halla la floresta para compartir su ritmo.
El escritor busca, entonces, en los anaqueles de las librerías, las mismas librerías que lo abruman con los precios desorbitantes, una complicidad. Retoma a los muertos ya que los vivos no osan acompañarle. Casi siempre los encuentra libres para él, para su deliquio de sótano y telarañas. ¡El lector tampoco sabe lo que cuesta adueñarse de estos interlocutores de papel! El público da por hecho la biblioteca, no puede adivinar las angustias monetarias, las fieles manos familiares que se desviven por ayudar al poeta. ¡Son tantas las necesidades del artista, que el solo referirlas las haría interminables! En fin, el escritor alimenta su ansiedad de lectura esperando adquirir esos mudos compañeros de camino. Y cuando puede comprar el libro ansiado, cuando las circunstancias le permiten vestir de blanco a su deseo, pasa con él toda la noche, subrayándolo, degustando su secretos de imprenta. Luego, el escritor contará a sus amigos o familiares el precioso botín hallado en sus trasnochos. Ellos escucharán su agitada voz, pero jamás intuirán por qué el artista se apasiona, se arrebata y transforma, refiriendo una simple y repetida noche bibliográfica.
Quedan, de otra parte, las hojas sueltas, los bosquejos, los versos inconclusos… ¡Papeles empapelados! De ese material tampoco nadie da razón. Va marchitándose al lado del escritor, se vuelve viejo como él y hasta llega a perderse en un descuido del aseador de turno. Cada papelito, con una única palabra, tiene una carga de gravedad escritural invaluable. Perderlo sería morir, pues lo que él contenía es irrepetible. De pronto es esta una de las razones por las cuales al poeta le gusta vivir en soledad. No es que repudie la compañía, es que la interferencia producida por los “extraños”, estropea o arruga la mágica cajita de la creación. El artista se va llenando de resabios, de manías inconfesables: allí, unos específicos lápices de colores, un marcador a determinada distancia; más allá, unas hojas dispuestas de una especial manera, unas fichas de diverso tamaño. El ojo que llega no percibe esta lógica del espacio o esta organización particular. El extraño entrometido en el cuarto del poeta piensa que las cosas deben estar en orden y cumplir una única finalidad, pero se equivoca. Desmantelar este tipo castillo de cartas siempre será fácil para el intruso. Hace falta ser como Dédalo para saborear el encanto de los laberintos, es necesario ser escritor para deambular por la huerta de la poesía sin ajar ni estropear sus tiernos frutos.
Sirva la advertencia: el artista es tocado de una manera diferente por el contexto en que vive. El poeta no pertenece a las catacumbas ni tampoco a las torres de marfil; comparte con otros seres de carne y hueso una sobrevivencia representada en pan, casa y lecho. En eso no hay lugar para las distinciones. Sin embargo, las actitudes y las circunstancias cotidianas no acontecen de igual manera para él; por eso mismo es creador, por esa monstruosidad sensitiva. Por eso logra percibir una lágrima donde los demás no ven sino la risa. Esta es otra faceta, oculta aún para los más cercanos compañeros. Las personas que frecuenta al poeta no se percatan que muchas “nimiedades” van tejiendo, sin proponérselo, un lugar lírico. El anecdotario de todo escritor sería interminable de describirse; y esas mismas vivencias del artista en la obra se refunden, se confunden y, en la mayoría de los casos, se pierden. Lo que el lector desprevenido encuentra es una muñeca inmaculada sin historia, un maniquí dorado sin señales de vida.
Aceptémoslo o no, hay otra historia paralela a la pública del escritor. De esa casi nunca tenemos su figura; a lo mejor los diarios del artista o las cartas nos ayuden a encontrarla. Pero la vida del artista es una polvorienta momia que tarda mucho en descubrirse. Tarda lo que dura una vida. Kafka vivió otro proceso con Felice; Rimbaud fue dueño de otras Iluminaciones más ácidas o menos visionarias… De esa otra cara del artista nadie quiere tener noticia. Si se presenta la oportunidad, el chismorreo periodístico reducirá una obra gigantesca a una anécdota banal o una manía del autor. Por estas y otras tantas razones el escritor es un solitario hacedor de soledades. Un desconocido sin rostro del cual pretenden todos tener el gran retrato.