
Ilustración de Lézio Júnior.
Esta es la cuarta entrega de contrapuntos que me ha suscitado la lectura de Cartas a quien pretende enseñar del pedagogo Paulo Freire. Además de haber sido una experiencia grata y llena de incitaciones, el ejercicio me ha servido para repensar y revisar las variadas facetas del quehacer docente. Confío en que este contrapunteo logre provocar el mismo efecto en los lectores.
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Freire considera el “testimonio” como un “discurso coherente y permanente de la educadora progresista”; como la relación coherente “entre lo que la maestra dice y lo que la maestra hace”. De allí, de esa coherencia, es que se desprende la autoridad del educador, al igual que su credibilidad. Si hay incoherencia, lo más seguro es que el maestro no tenga “presencia” en clase y, para subsanarla, apele al autoritarismo. La coherencia es convencimiento, es “seriedad para enseñar unos contenidos”, es “compromiso y actitud en favor de la superación de las injusticias sociales”. Si uno es coherente con su profesión no “entra vencido al salón”, no deja que sus estudiantes “hagan de su debilidad o su miedo un juguete”. Hay una ética en esto del testimonio que nos interpela constantemente: ¿está nuestro proceder acorde con lo que proclamamos o decimos?, ¿podemos avalar con nuestra práctica la intención de nuestras palabras?
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“Las relaciones entre educadores y educandos son complejas, fundamentales, difíciles” y, por eso mismo, según Freire, debemos “pensarlas constantemente”. En esta relación está lo medular del trabajo del maestro. Y es ingenuo el que supone que dicha relación es fácil o inmediata, o que no tiene problemas o que es un asunto secundario. El vínculo entre educador y educando es algo que varía con la experiencia de los dos actores, compromete saberes, pero de igual forma, emociones, tradiciones y contextos tanto de uno como de otro. No es una relación “predeterminada” ni “invariable”. Es una relación perfectible y que presupone la reflexión y el diálogo permanente. El pedagogo brasilero nos recomienda que ojalá pudiéramos cada dos días analizar críticamente con los educandos “nuestro lenguaje, nuestra práctica”, y que de todo ello dejemos “registros” en los que “observemos, comparemos, seleccionemos y establezcamos relaciones entre hechos y cosas”. Dada la importancia de esta relación, Freire insiste en que debemos someterla a permanente “evaluación”.
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Si la educación, como pensaba Freire, es “un acto político”, el diálogo en clase se convierte en un escenario para formar y construir ambientes democráticos. Por eso, precisamente, el autor insiste en que no solamente hay que “hablarle al educando”, sino hablar con el educando”; es decir, favorecer “la escuela democrática formadora de ciudadanos críticos”. Hay que “oír al educando sin importar su tierna edad”, proclama Freire. Tal cometido favorece, por lo mismo, las hablas plurales, “el gusto por la pregunta”, la discusión, y riñe con el discurso autoritario del docente. Esto implica involucrar en el aula problemáticas de la realidad que se vive, en despojar a la clase de cierta asepsia por asuntos sociales; pero, de igual modo, demanda favorecer “el gusto por la tolerancia” y el “acatamiento de decisiones tomadas por la mayoría”. Por supuesto, tampoco se trata de caer en un ambiente licencioso o espontaneísta, que termina “abandonando a los educandos a sí mismos”; mejor es mostrarles cómo, escuchándolos, pueden aprender a “escuchar a otros” que piensan de manera diferente.
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Creo que el educador es un puente entre la tradición y el porvenir. Freire, de manera análoga, afirma que “no somos solo lo que heredamos ni únicamente lo que adquirimos, sino la relación dinámica y procesal de lo que heredamos y lo que adquirimos”. Mucho cuentan nuestras condiciones hereditarias y de clase social, harto influyen nuestras aptitudes y marcas genéticas, pero de igual forma importan nuestra voluntad, nuestro carácter, nuestra reflexión permanente. Freire lo dice de manera contundente: “porque estamos programados pero no determinados, condicionados pero al mismo tiempo conscientes del condicionamiento, es que nos hacemos aptos para luchar por la libertad como proceso y no como meta”. En esa tensión es que se instala la tarea política del educador. De allí que no podemos negarles una “educación de primera calidad” a los menos favorecidos económicamente, ni podemos “asumir una actitud paternalista” que los considera “naturalmente incapaces”. Los educadores no tienen que mostrarse ni superiores ni inferiores a sus educandos. Lo fundamental es que propicien el reconocimiento de esas herencias o de esas “marcas” que traen consigo una manera de ser, decir y percibir el mundo. Su posición no debe ser ni la de agresivo con los poderosos ni revanchista con los más débiles. El acto de educar es una “práctica comprensiva” sobre las visiones de mundo que entran en juego en la relación pedagógica y, sobre el esfuerzo crítico requerido para superar “esas herencias culturales”.
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En muchos apartados de las diez cartas de Freire se subraya la importancia de la relación “en todo lo que hacemos en nuestra experiencia existencial en cuanto experiencia social e histórica”. Esa relación es vital en el vínculo entre educador y educando, es esencial “entre nosotros y el mundo”, entre la teoría y la práctica. Pero lo que le interesa fundamentalmente al pedagogo brasileño es invitarnos a pensar esas relaciones de manera crítica, no “ingenua o mágicamente”. Apoyándose en la Dialéctica de lo concreto de Karel Kosik, Freire aboga por salir de “hábitos automatizados” que nos amodorran el espíritu. “Es revelando lo que hacemos de tal o cual forma como nos corregimos y nos perfeccionamos a la luz del conocimiento que hoy nos ofrecen la ciencia y la filosofía”, afirma Freire. Por eso es vertebral incluir el contexto práctico en cualquier análisis que hagamos, como también son fundamentales los contextos teóricos mediante los cuales los leemos. Lo prioritario es no perder de vista las relaciones entre uno y otro; e decir, en cómo el contexto teórico nos ayuda a ‘tomar distancia’ de nuestra práctica y el contexto práctico nos enseña a “pensar mejor”.
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La necesidad de disciplina escolar es otra de las insistencias de Freire a quien pretende enseñar. La disciplina que no es “obediencia castradora”, sino “movimiento contradictorio” con la libertad. Disciplina, sí, pero sin “inmovilismo” del educando; disciplina, sí, pero sin autoritarismo del educador. No hay educación democrática sin el seguimiento de ciertas reglas, como tampoco se forma en la ciudadanía sin luchas o reacciones de rebeldía. El maestro, entonces, tiene la obligación de llamar al orden, propugnar por el seguimiento de reglas, abogar para que los educandos sean responsables de sus actos. Tal labor se hace hoy mucho más difícil cuando la familia y la sociedad han terminado avalando lo permisivo e ilícito. No obstante, “no se recibe la democracia de regalo. Se lucha por la democracia”. Y esa es, en suma, la educación ciudadana: “una construcción inacabada que “implica el uso de la libertad”. Freire escribe: “la libertad precisa aprender a afirmar negando, no por el puro negar sino como criterio de certeza. Es en ese movimiento de ida y vuelta como acaba por internalizarse la autoridad y se transforma en una libertad con autoridad, única manera de respetarla en cuanto autoridad”.
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Me gusta la manera de cerrar Freire su libro Cartas a quien pretende enseñar. Es un llamado al crecimiento integral del ser humano, una voz de aliento para aquellas personas que desean o han dedicado su vida a la tarea educativa. Es una proclama a que cada maestro “reinvente su existencia” en variadas dimensiones: “crecer emocionalmente equilibrado”, “crecer en el buen gusto frente al mundo”, “crecer en el respeto mutuo”… “crecer en aprender”. Porque sobre eso podemos intervenir y porque ahí tenemos la posibilidad los educadores y educadoras de adquirir “cierta dosis de sabiduría”. Las últimas palabras de Freire reivindican la movilidad y la mente curiosa, la apertura a experimentar lo inédito. Quizá ahí estribe la vigencia de ser maestro.
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Vuelvo a mirar mis subrayados del libro de Freire y encuentro otras ideas fuerza que podrían dar pie a nuevos contrapuntos. Me quedo por ahora con varias de ellas resonando en mi mente y en mi corazón de educador: la “radicalidad del diálogo como sello de la relación gnoseológica y no como simple cortesía”; la tarea placentera y a la vez exigente del docente; la consigna de que “es importante luchar contra las tradiciones coloniales que nos acompañan”; la convicción de que “nadie lo sabe todo y nadie lo ignora todo”; o aquella idea de que “mi presencia en el mundo, con el mundo y con los otros implica mi conocimiento entero de mí mismo. Y cuanto mejor me conozco en esta entereza, tanto mayores posibilidades tendré, haciendo historia, de saberme rehecho por ella”.