Cada cosa fue dispuesta para la prueba vacuna. Nada podía quedar a la improvisación. La sábana para cubrir el lienzo, el cuaderno de notas, un trapero, por si acaso el mamífero expulsaba alguna materia que molestara a la concurrencia, el ambiente adecuado, la distancia propicia. Todo fue meticulosamente organizado para el experimento. Llegado el momento, los facultativos llevaron la vaca hasta el sitio previsto y, de manera rápida, descubrieron la pintura. Aunque los científicos no detectaron en el animal ningún movimiento o manifestación digna de registrarse, a pesar de no comprobar o invalidar ninguna de sus hipótesis, dejando de lado la tranquila e imperturbable presencia del cuadrúpedo y su actitud de rumiante sumiso, lo que no percibieron estos estudiosos del comportamiento animal fue la sorpresa de la vaca echada junto al árbol de la pintura, y el comentario que le hizo a la colega de pastizal:
—Por fin podemos ver el anunciado cuadro. Toda esta espera para nada extraordinario: una vaca muda y seis médicos ignorantes del arte.
La reflexión:
Los facultativos, los científicos del arte, esperaban que la vaca reconociera en el cuadro a sus congéneres. Pero eso es imposible. La vaca no puede hacerlo porque esos pigmentos o formas no tienen aire, no huelen a pasto, no mugen ni están impregnados de la tierra enriquecida de boñiga. La vaca es ciega para identificar en otra dimensión lo que ella vive en una diferente. La vaca es ciega para ese mundo del lienzo, es analfabeta. Tal vez le sean más familiares los científicos que la detallan con sus ojos extraños. Lo que ve o huele, lo que percibe, seguramente es el movimiento de las manos o los brazos, los cortos pasos que dieron antes y después de observarla largo rato. De resto, de eso que está frente a ella no puede dar mayor razón, como tampoco de la pared que lo soporta y la tela tirada en el piso. Por el contrario, las otras vacas, la echada y en pie junto al árbol, esas sí pueden mirar el esperado cuadro. Ellas ya están en otro lugar, han sido compuestas y ordenadas según la lógica de otro mundo; son seres dotados de otras manera de ver y decir. Esas rumiantes han logrado trascender el mundo de lo inmediato. Y aunque parecen estar quietas, es porque continuamos mirándolas desde este lado, desde el punto de vista de los facultativos, y no desde el lugar contrario. Las otras vacas ya son arte, y pueden por eso mismo, mirarnos a nosotros con cierta distancia comprensiva o reflexiva. Las vacas del cuadro deberían ser las pacientes más idóneas para el experimento; pero los científicos analistas del arte siguen mirando a la vaca del primer plano, ignorando las otras dos bovinas de atrás.
“Mujer, jardín de agave, tequila, México”, fotografía de George Holz, 1996.
“Con cuidado, con mucho cuidado”, advirtió la espina a la belleza. Pero ella, confiada en su hermosura, continuó caminando entre el cultivo de ramas amenazantes. La espina trató, por todos los medios, de evitar herirle sus brazos o sus piernas. Con sus fuerzas naturales, apartó una de sus agudas hojas para no tocar el vientre de la bella. Tuvo que luchar contra su propia constitución para no pinchar las rodillas de la hermosa que parecía ignorar el campo de púas a lado y lado de su cuerpo. La bella se amparaba en su pudor resplandeciente y en sus formas inmaculadas. “Permiso”, parecía musitar, como haciendo hablar a sus pies en lugar de su boca. “Disculpe”, volvió a susurrar, mientras apartaba con sus manos las puntas espinosas. Pero aquellas palabras parecían más el lenguaje del viento que, al contacto con su largo cabello, se volvía una cascada oscura de fascinación. La espina quiso ser enredadera, bejuco prensil para detener a la belleza. Después de apreciarla venir de frente, de maravillarse con el cuerpo, con los soberbios pechos y las recónditas sombras de esa figura, quiso retener para siempre aquella estampa; pero las huellas de un nuevo paso le advirtió que la belleza seguía de largo su camino. La espina la contempló entonces de espalda, se extasió con sus caderas y sus muslos interminables, y no supo si en ese momento debía echar mano de los pinchazos contenidos para que ella, la belleza transeúnte, se detuviera. “Mírame”, gritó la espina. “Aquí, aquí”, exclamó con sus ojos verdes y gelatinosos. No obstante aquel llamado, la belleza siguió de largo, ensimismada en sus pisadas de ángel, en su recorrido libre y silencioso. La espina pensó que la hermosura suprema es sorda, que no puede escuchar la voz de los que sufren por su cuerpo asesino, y que el único sentido apto para llegar a ella es la vista. Porque el tacto, el tacto que parece lo más inmediato, resultaría una agresión, una incisión feísima en tan esplendoroso paisaje de piel. “Adiós”, gritó la espina, al ver que la belleza se alejaba de sus dominios. “Cuídate”, volvió a exclamar. Pero no hubo respuesta. La hermosura ya estaba llegando al final del cultivo, a los límites de ese jardín de aguijones. El viento, que había sido testigo de aquel drama, se encargó de recordarle a la espina la aparición de esa belleza fugaz. Y al soplar en vaivén sobre la espina, al hacerla temblar con su fuerza invisible, le daba la alegría de rememorar la figura de esa diosa, pero, a la vez, el sufrimiento de tener clavado su recuerdo punzándole permanentemente el corazón.
Esta es la cuarta entrega de contrapuntos que me ha suscitado la lectura de Cartas a quien pretende enseñar del pedagogo Paulo Freire. Además de haber sido una experiencia grata y llena de incitaciones, el ejercicio me ha servido para repensar y revisar las variadas facetas del quehacer docente. Confío en que este contrapunteo logre provocar el mismo efecto en los lectores.
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Freire considera el “testimonio” como un “discurso coherente y permanente de la educadora progresista”; como la relación coherente “entre lo que la maestra dice y lo que la maestra hace”. De allí, de esa coherencia, es que se desprende la autoridad del educador, al igual que su credibilidad. Si hay incoherencia, lo más seguro es que el maestro no tenga “presencia” en clase y, para subsanarla, apele al autoritarismo. La coherencia es convencimiento, es “seriedad para enseñar unos contenidos”, es “compromiso y actitud en favor de la superación de las injusticias sociales”. Si uno es coherente con su profesión no “entra vencido al salón”, no deja que sus estudiantes “hagan de su debilidad o su miedo un juguete”. Hay una ética en esto del testimonio que nos interpela constantemente: ¿está nuestro proceder acorde con lo que proclamamos o decimos?, ¿podemos avalar con nuestra práctica la intención de nuestras palabras?
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“Las relaciones entre educadores y educandos son complejas, fundamentales, difíciles” y, por eso mismo, según Freire, debemos “pensarlas constantemente”. En esta relación está lo medular del trabajo del maestro. Y es ingenuo el que supone que dicha relación es fácil o inmediata, o que no tiene problemas o que es un asunto secundario. El vínculo entre educador y educando es algo que varía con la experiencia de los dos actores, compromete saberes, pero de igual forma, emociones, tradiciones y contextos tanto de uno como de otro. No es una relación “predeterminada” ni “invariable”. Es una relación perfectible y que presupone la reflexión y el diálogo permanente. El pedagogo brasilero nos recomienda que ojalá pudiéramos cada dos días analizar críticamente con los educandos “nuestro lenguaje, nuestra práctica”, y que de todo ello dejemos “registros” en los que “observemos, comparemos, seleccionemos y establezcamos relaciones entre hechos y cosas”. Dada la importancia de esta relación, Freire insiste en que debemos someterla a permanente “evaluación”.
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Si la educación, como pensaba Freire, es “un acto político”, el diálogo en clase se convierte en un escenario para formar y construir ambientes democráticos. Por eso, precisamente, el autor insiste en que no solamente hay que “hablarle al educando”, sino hablar con el educando”; es decir, favorecer “la escuela democrática formadora de ciudadanos críticos”. Hay que “oír al educando sin importar su tierna edad”, proclama Freire. Tal cometido favorece, por lo mismo, las hablas plurales, “el gusto por la pregunta”, la discusión, y riñe con el discurso autoritario del docente. Esto implica involucrar en el aula problemáticas de la realidad que se vive, en despojar a la clase de cierta asepsia por asuntos sociales; pero, de igual modo, demanda favorecer “el gusto por la tolerancia” y el “acatamiento de decisiones tomadas por la mayoría”. Por supuesto, tampoco se trata de caer en un ambiente licencioso o espontaneísta, que termina “abandonando a los educandos a sí mismos”; mejor es mostrarles cómo, escuchándolos, pueden aprender a “escuchar a otros” que piensan de manera diferente.
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Creo que el educador es un puente entre la tradición y el porvenir. Freire, de manera análoga, afirma que “no somos solo lo que heredamos ni únicamente lo que adquirimos, sino la relación dinámica y procesal de lo que heredamos y lo que adquirimos”. Mucho cuentan nuestras condiciones hereditarias y de clase social, harto influyen nuestras aptitudes y marcas genéticas, pero de igual forma importan nuestra voluntad, nuestro carácter, nuestra reflexión permanente. Freire lo dice de manera contundente: “porque estamos programados pero no determinados, condicionados pero al mismo tiempo conscientes del condicionamiento, es que nos hacemos aptos para luchar por la libertad como proceso y no como meta”. En esa tensión es que se instala la tarea política del educador. De allí que no podemos negarles una “educación de primera calidad” a los menos favorecidos económicamente, ni podemos “asumir una actitud paternalista” que los considera “naturalmente incapaces”. Los educadores no tienen que mostrarse ni superiores ni inferiores a sus educandos. Lo fundamental es que propicien el reconocimiento de esas herencias o de esas “marcas” que traen consigo una manera de ser, decir y percibir el mundo. Su posición no debe ser ni la de agresivo con los poderosos ni revanchista con los más débiles. El acto de educar es una “práctica comprensiva” sobre las visiones de mundo que entran en juego en la relación pedagógica y, sobre el esfuerzo crítico requerido para superar “esas herencias culturales”.
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En muchos apartados de las diez cartas de Freire se subraya la importancia de la relación “en todo lo que hacemos en nuestra experiencia existencial en cuanto experiencia social e histórica”. Esa relación es vital en el vínculo entre educador y educando, es esencial “entre nosotros y el mundo”, entre la teoría y la práctica. Pero lo que le interesa fundamentalmente al pedagogo brasileño es invitarnos a pensar esas relaciones de manera crítica, no “ingenua o mágicamente”. Apoyándose en la Dialéctica de lo concreto de Karel Kosik, Freire aboga por salir de “hábitos automatizados” que nos amodorran el espíritu. “Es revelando lo que hacemos de tal o cual forma como nos corregimos y nos perfeccionamos a la luz del conocimiento que hoy nos ofrecen la ciencia y la filosofía”, afirma Freire. Por eso es vertebral incluir el contexto práctico en cualquier análisis que hagamos, como también son fundamentales los contextos teóricos mediante los cuales los leemos. Lo prioritario es no perder de vista las relaciones entre uno y otro; e decir, en cómo el contexto teórico nos ayuda a ‘tomar distancia’ de nuestra práctica y el contexto práctico nos enseña a “pensar mejor”.
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La necesidad de disciplina escolar es otra de las insistencias de Freire a quien pretende enseñar. La disciplina que no es “obediencia castradora”, sino “movimiento contradictorio” con la libertad. Disciplina, sí, pero sin “inmovilismo” del educando; disciplina, sí, pero sin autoritarismo del educador. No hay educación democrática sin el seguimiento de ciertas reglas, como tampoco se forma en la ciudadanía sin luchas o reacciones de rebeldía. El maestro, entonces, tiene la obligación de llamar al orden, propugnar por el seguimiento de reglas, abogar para que los educandos sean responsables de sus actos. Tal labor se hace hoy mucho más difícil cuando la familia y la sociedad han terminado avalando lo permisivo e ilícito. No obstante, “no se recibe la democracia de regalo. Se lucha por la democracia”. Y esa es, en suma, la educación ciudadana: “una construcción inacabada que “implica el uso de la libertad”. Freire escribe: “la libertad precisa aprender a afirmar negando, no por el puro negar sino como criterio de certeza. Es en ese movimiento de ida y vuelta como acaba por internalizarse la autoridad y se transforma en una libertad con autoridad, única manera de respetarla en cuanto autoridad”.
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Me gusta la manera de cerrar Freire su libro Cartas a quien pretende enseñar. Es un llamado al crecimiento integral del ser humano, una voz de aliento para aquellas personas que desean o han dedicado su vida a la tarea educativa. Es una proclama a que cada maestro “reinvente su existencia” en variadas dimensiones: “crecer emocionalmente equilibrado”, “crecer en el buen gusto frente al mundo”, “crecer en el respeto mutuo”… “crecer en aprender”. Porque sobre eso podemos intervenir y porque ahí tenemos la posibilidad los educadores y educadoras de adquirir “cierta dosis de sabiduría”. Las últimas palabras de Freire reivindican la movilidad y la mente curiosa, la apertura a experimentar lo inédito. Quizá ahí estribe la vigencia de ser maestro.
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Vuelvo a mirar mis subrayados del libro de Freire y encuentro otras ideas fuerza que podrían dar pie a nuevos contrapuntos. Me quedo por ahora con varias de ellas resonando en mi mente y en mi corazón de educador: la “radicalidad del diálogo como sello de la relación gnoseológica y no como simple cortesía”; la tarea placentera y a la vez exigente del docente; la consigna de que “es importante luchar contra las tradiciones coloniales que nos acompañan”; la convicción de que “nadie lo sabe todo y nadie lo ignora todo”; o aquella idea de que “mi presencia en el mundo, con el mundo y con los otros implica mi conocimiento entero de mí mismo. Y cuanto mejor me conozco en esta entereza, tanto mayores posibilidades tendré, haciendo historia, de saberme rehecho por ella”.
El enorme tiburón andaba siempre al acecho de cuanto pez encontrara en el camino. Pero no cazaba piezas únicamente para saciar su hambre; cada vez necesitaba devorar, con sus abundantes dientes, a peces más voluminosos, mucho más grandes. Una pequeña piraña, que lo seguía de cerca, le hacía mínimos cortes, y rauda se alejaba. El gran cuerpo del tiburón apenas sentía aquellas heridas, así que toleraba la presencia de aquella insignificante intrusa. Su apetito iba en aumento: ya no eran suficientes los meros, los atunes; el tiburón quería también comer morsas y focas y hasta intentó atacar una ballena. Era un hambre que lo atormentaba desde las entrañas. La piraña continuaba al lado al tiburón sacándole con sus incisivos dientes mínimos bocados. A los pocos meses, el gran tiburón empezó a sentirse débil. Con sorpresa notó que le faltaban incontables pedazos a su aleta, varios pedazos a su lomo, muchísimos pedazos a su cola… Pero ya era muy tarde. Se supo débil para seguir nadando y comenzó a caer al fondo del océano. Un hilillo diminuto de sangre iba quedando en el mar, cada vez que la piraña le mordía fugazmente una porción minúscula del cuerpo al gran escualo.
Ilustración de Andreas Preis.
La rata y el espejo
Una rata, de esas de alcantarilla, gozaba hurtando diferentes objetos. A escondidas, oculta de los dueños de tales cosas, las arrastraba a su madriguera. Un día, vio un pequeño espejo de hermoso marco dorado que le fascinó. La rata quiso agarrarlo, pero cuando pasó frente a él oyó una voz que le decía: “¿Qué vas a hacer? ¡Aleja de mí tus manos!”. La rata, asustada, salió a esconderse en la oscuridad. Al otro día volvió a intentarlo con idénticos resultados. Hasta que en una de esas tentativas el espejó cayó de frente al piso y la rata pudo echarlo a sus hombros para llevarlo a su guarida. De allí que las ratas tengan que cargar los espejos hurtados por el respaldo, para evitar escuchar aquella vocecita.
Pintura tibetana Thangka.
El elefante y la mona enamorados
Aunque parezca inexplicable, como sucede en asuntos del amor, un elefante y una mona se enamoraron. Quizá la mona se prendó de las orejas enormes del paquidermo y él de sus velludos brazos. O de pronto el motivo principal fue las fornidas piernas del elefante o los largos brazos de la mona. Nunca se sabe. En todo caso, fue un amor a primera vista. No obstante, con el pasar de los meses, los reclamos empezaron a aparecer:
—Cuánto diera porque pudieras subir a los árboles—reclamaba la mona.
—No sé por qué necesitas refregarte en el barro —insistía.
El elefante miraba a la mona con inquietud. ¿Cómo podría él renunciar a su condición? ¿Acaso el amor lo llevaría a tales cambios?
—Yo no puedo romper las nueces con las manos y una piedra como tú —contestaba el elefante.
Después de continuas discusiones, una tarde la mona tuvo una salida a sus disputas:
—Si queremos seguir amándonos deberíamos tender puentes, hallar un punto intermedio.
—De acuerdo —asintió el elefante.
Esto fue lo que pactaron: el elefante se pararía en sus patas traseras para transformarse en un árbol vivo en el que la mona pudiera trepar. La mona, subida en el lomo del elefante, iría con él en sus correrías intensivas. La mona descubriría el poder de la barroterapia y el elefante aprendería a convertir su trompa en un cascanueces para romper las semillas más duras que deseaba comer la mona.
A pesar de no ser grandes cambios, el elefante y la mona descubrieron que el secreto de amar a alguien no está en comportarse según el propio punto de vista, sino en actuar teniendo en cuenta el punto de vista del otro.