
“Algo mágico está pasando en la biblioteca” ilustración de Julie Dillon.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.
Francisco de Quevedo
Me gusta creer que una biblioteca, desde la más familiar o reducida, hasta las enormes y completas como la de Alejandría o la Luis Ángel Arango de Bogotá, responden a un propósito esencial: ser guardianas de la tradición de la cultura. Y al disponer ese espacio de protección y de memoria, crean –al mismo tiempo– un lugar para la imaginación, el estudio y la creatividad. Es decir, a la par que custodian el pasado, son a la vez, escenarios proclives y orientados hacia el porvenir. Entender bien el sentido de la biblioteca, y más en este mundo tan obsesionado con las modas pasajeras y las prácticas consumistas del desecho, es de vital importancia para una sociedad, en general, y para el ámbito educativo, en particular.
Desde luego, una biblioteca escolar es un sitio para recopilar y acopiar información. Pero no digo con ello que sea un sitio frío de depósito, sino un espacio en que los productos de la cultura circulan, entran en discusión, se abren a las múltiples interpretaciones y se ofrecen como manjares intelectuales a la mesa de los estudiantes. En consecuencia, estos sitios no merecen la suerte de estar en la habitación más apartada o en el cuarto de san alejo; todo lo contrario: deben ser, como lo pensara el jesuita Alfonso Borrero, el centro de cualquier espacio formativo. La biblioteca debe irradiar memoria, recordación. Y los que aquí sirven no deben ser inferiores a ese propósito. Más que policías de los libros, los bibliotecarios son herederos de Hermes, el dios de la comunicación: tienden puentes, motivan, ayudan a que otros logren sus metas, abren mundos nuevos, invitan a los usuarios como si fueran magos de una tienda maravillosa. Entonces, decíamos, una biblioteca escolar es guardiana del saber y, como tal, exige cierto heroísmo persuasivo para atraer mentes y espíritus inquietos que la visiten y descubran sus tesoros.
Agreguemos algo más a la función formativa de este espacio. La biblioteca es, en sí misma, un modo diferente de acceder a la información de manera directa, sin intermediarios. De allí que cada día, como sucede en la magnífica biblioteca de la Universidad Javeriana, los estantes estén abiertos a los usuarios, que no haya demasiadas aduanas para acceder al libro. Que sea un gusto estar en la biblioteca y no, como ha sido habitual en las instituciones educativas, un sitio para el castigo o un espacio enfocado únicamente para hacer tareas. La biblioteca es más que un dispensario de libros de texto, mucho más que diccionarios y enciclopedias. Si uno piensa bien las cosas como maestro, la biblioteca responde a una idea de la formación personalizada, del aprendizaje autónomo y del goce libre y espontáneo por acceder al conocimiento. Y si la vemos, desde una perspectiva curricular, la biblioteca hace parte de esas otras asignaturas transversales, sin nota y sin déspotas evaluadores. De allí que debamos todos los vinculados con este repositorio de la cultura, crear o fomentar un clima diferente para entender la biblioteca como otro de los escenarios formativos de una institución educativa. Aún más: esto deberíamos contárselo a todos los actores de la comunidad educativa y a la localidad en la que irradiamos nuestro trabajo.
Mencionaba también que la biblioteca enfila su tarea de resguardo de la memoria hacia el futuro. Quien husmea en estos estantes, quien los frecuenta, quien sabe leer las pistas desperdigadas entre tal cantidad de información, logra avizorar o tener un mejor panorama de los saberes en germen o de la sociedad que nos espera. El futuro se hace leyendo con cuidado el pasado. La biblioteca, en este sentido, es catapulta, impulso, motor de la innovación, detonador para la creatividad. No visitamos la biblioteca para aferrarnos a lo que ya ha sido, sino a prepararnos, a liberar el espíritu, para afrontar lo que vendrá. Entonces, hay que dotar a nuestras bibliotecas escolares de materiales diversos, de videos, de cine, de libros actuales, de música; en fin, convertirlas en lugares de encuentro y de conversación, de debate y pensamiento crítico.
Subrayaría que la biblioteca, así entendida, hace que los maestros potencien las bondades del aprendizaje autónomo. O si se quiere entender de otra manera, a favorecer una educación que no solo centre su labor en la figura del que enseña, sino también en la dinámica del que aprende. A lo mejor, si empezamos a darle a la biblioteca su papel fundamental y estratégico, dejaremos de reducir la formación a las cuatro paredes de un salón de clase. Es necesario, de igual modo, propiciar el aprendizaje colaborativo: que se venga a la biblioteca a construir el conocimiento mancomunadamente, pasado por el filtro de las hablas plurales, de los disensos y los consensos. En consecuencia, es indispensable que bibliotecarios y maestros trabajen en llave, que la enseñanza de la lectura se aúne con la promoción y la animación de la misma. Que la biblioteca entre al aula, que se disemine su luz por toda la institución y que, dentro de los planes de formación de una institución educativa, ella misma constituya otro lugar con su agenda formativa.
Frecuentar la biblioteca hace parte de los hábitos que necesitamos encarnar en nuestros estudiantes. Eso demanda que los maestros demos testimonio de tal uso; que nuestros alumnos nos vean leyendo e investigando en la biblioteca es un ejemplo de su importancia, una evidencia de su menester. Los maestros tenemos que entender este lugar como un taller en el que, con un grupo de aprendices, fraguamos el diálogo con las voces del pasado y forjamos la propia voz de las nuevas generaciones. Aquí está el espacio para la tertulia, aquí el ágora para el debate, aquí la clase permanente de humanidades. Por eso los maestros debemos visitarla, enriquecerla, mantenerla al día; todas esas cosas hacen que, al estar con nuestros estudiantes en la biblioteca, ellos vayan incorporando lentamente la tradición y se sientan protagonistas de su propia historia.
Cierro estas palabras elogiando los libros. Ahí podéis verlos: silentes, dispuestos, abiertos a nuestras manos y nuestros ojos. Muchos hombres y mujeres nos rodean en una biblioteca; muchos esfuerzos del pensamiento y la inteligencia nos circundan. Este es otro templo. Entendamos algo de su sagrada misión, y celebremos, una vez más, el placer de la lectura y su aporte insustituible para el desarrollo humano.