Las veladas poéticas, como la organizada por el colegio Santo Tomás de Aquino de Bogotá, eran y siguen siendo eventos de gran importancia formativa. En estas jornadas se declaman, escenifican o se recuerdan poemas y se enaltece la magia de la palabra hecha verso. Además, maestros y padres de familia, congregan sus esfuerzos para que los más más pequeños representen lo que leen, y los jóvenes estudiantes muestren sus propias producciones literarias, a la vez que superen el miedo escénico y muestren sin vergüenza su espíritu sensible. Volver a estar en una de estas veladas me ha hecho reflexionar sobre el sentido de la recitación y el papel de la poesía en los procesos educativos.
Una primera evidencia, la más notoria, es que estos eventos son una buena oportunidad para convocar a los diversos actores de una institución educativa. Ahí están los padres listos a preparar y dar ánimo, a filmar y celebrar con sus hijos sus primeras presentaciones. Los padres se convierten en colaboradores efectivos, en aliados de una intencionalidad formativa. Y también están los profesores y profesoras que con paciencia y dedicación motivan, corrigen, practican y afinan los gestos y las palabras de los más pequeños. Los maestros se sienten satisfechos al ver que sus esfuerzos culminan con éxito en esos cortos minutos que dura la presentación de sus alumnos. Y están también los directivos o los coordinadores académicos que asisten a estas veladas no solo para apoyar el evento, sino para disfrutar al ver cómo se desarrolla ante sus ojos y sus oídos otra dimensión del desarrollo humano. La misma parte administrativa y de servicios se siente feliz de colaborar y contribuir a la decoración del auditorio, de disponer la mesa para un café o un pequeño refrigerio, de las luces, del sonido, de toda la escenografía necesaria para una evento solemne y digno de recordación.
La confluencia de estos actores hace que estas veladas se constituyan en verdaderos ritos educativos. El rito, lo sabemos, además de actualizar un relato genera un aura de participación, crea un ambiente de comunidad; construye, por así decirlo, un clima fraterno dentro del cual cobra sentido el estudiante protagonista de la declamación. En cuanto rito, la velada demanda hacerse con alguna regularidad –para el caso al que me estoy refiriendo esta es la versión XIX–, convoca un tiempo asociado a algún hecho significativo que, por lo general, es el día del idioma, y presupone una puesta en escena especial: hay frases celebratorias, portadas de obras representativas, símbolos alusivos a algún autor literario. Todo ello confluye en un decorado que aviva el certamen tan esperado. Por supuesto, hay maestros de ceremonias y música y premios y certificaciones. Sin esas cosas, que no son menores o de poca valía, el rito quedaría sin trascendencia, pasaría por las instituciones educativas como otra de las muchas actividades cotidianas. Pero no es así. Las veladas poéticas quieren ser recordadas, fijarse en la memoria de los protagonistas y de los asistentes, y conseguir estampar en el corazón de los participantes un cariño especial por la poesía, por esa música particular de las palabras dispuestas en versos.
La recitación misma, el acto de declamar un poema, le otorga a un grupo de versos una dimensión mayor que la que puede apreciarse cuando solo los observamos con nuestros ojos silenciosos. La recitación, por ser una práctica oralista, le devuelve a los signos fríos de la escritura, la viveza, la entonación, el ritmo, la emoción primaria con la que nacieron. Y si a eso le sumamos los disfraces de que se valen los estudiantes para darle una mayor verosimilitud al poema que interpretan, el resultado es un espectáculo de voces vivas, un teatro colorido en el que se recupera la palabra de la tribu, aquel rito que hacían nuestros ancestros primitivos al lado del fuego. Al declamar los poemas vivificamos las letras; al recitarlos, recuperamos para ellos su música; al pasarlos por el cedazo del gesto, al apropiarlos desde un cuerpo, los convertimos en mediadores para conmover, para despertar los sentimientos. La recitación, en esta perspectiva, se parece bastante al talento de un músico que transforma una partitura en un canto o una interpretación personal con el fin de producir en el auditorio emociones hondas y perturbadoras.
Por lo demás, al recitar un poema, al guardar esos versos en la memoria, estamos interiorizando también un tipo particular de lenguaje. Las palabras con que está hecha la poesía son la mejor cosecha del idioma. Lejos del limitado uso del habla cotidiana, de la procacidad a la que reducimos la riqueza de un lenguaje, la poesía ofrece un repertorio de términos que pueden sazonar y darle vuelo a nuestra comunicación y nuestro pensamiento. Y no hablo de palabras “bonitas” o de vocablos rebuscados, sino de un abanico de términos que nos permitan ser más precisos al nombrar el entorno, desplegar con amplitud nuestra competencia lexical, enriquecer la expresión de nuestros afectos, multiplicar los puntos de interacción para el diálogo o la interacción con otros. Quien se lanza a recitar un poema va incorporando otro tipo de lenguaje, va sembrando de buenas semillas el campo fértil de su pensamiento.
Cabe decir otras cosas sobre esto de la recitación. Una, sobre el ejercicio de la memorización. No hay declamación genuina sin esta previa labor de ir, verso por verso, estrofa por estrofa, guardando esas palabras en nuestra mente. Al hacerlo, lubricamos uno de los atributos de nuestra inteligencia, hacemos que nuestro cerebro, con su múltiple red de conexiones eléctricas, recupere una de sus posibilidades maravillosas. Entonces, memorizar el poema es “enseñar a recordar”, que es uno de los aprendizajes que hemos ido dejando al garete en la escuela, por la facilidad que tenemos hoy de ciertas tecnologías. Desde luego, cuando nuestros estudiantes aprenden de memoria un poema también están consolidando o reiterando unos esquemas mentales que más tarde les servirán de vías para retener otro tipo de conocimientos. El contenido es apenas una parte de lo que se retiene, porque al memorizar un conjunto de versos a la par estamos troquelando en nuestra mente hitos, zonas, “lugares” que luego podrán ser ocupados por nueva información. Otra cosa para subrayar es el vínculo de la recitación con la lectura en profundidad de un texto. Porque para declamar con calidad un poema, para lograr comunicar su sentido cabal, hay que haberlo comprendido en verdad. No es tarea de repetir por repetir, sino de hallar lo medular del mensaje, la vía que lo hace inteligible. Por eso, quien declama un poema es un lector que ha sobrepasado el sentido literal y puede dar cuenta de la relación entre las partes y el conjunto, del mensaje que esconden algunas metáforas, de la organización del poema y su efecto lírico. Ese es otro beneficio académico para quien se lanza a declamar en público un poema: desentrañar el significado de lo mismo que desea memorizar.
Concluyamos reiterando el papel de la poesía en los procesos formativos. La cartilla que ofrecen los versos está concebida para educar nuestras emociones, para proveernos de otros miradores que nos permitan degustar y apreciar lo que por descuido o prisa dejamos de lado. La poesía, con sus símiles y metáforas, con su música, con su lenguaje finamente elaborado, es un medio de expresar o conocer las peripecias de nuestra existencia. En esto, participa de la finalidad de otras artes y, por eso también, contribuye a cumplir uno de los objetivos fundamentales de la literatura: servir de ayuda para reconocernos y entender los asuntos complejos de la condición humana.
Entrevistador: Empecemos por lo obvio: ¿cómo empezó usted a investigar?
Investigador: Debo contestarle que desde muy niño, por haberme criado en el campo, mis mayores me enseñaron a seguir las huellas de los animales, a leer el contexto, a diferenciar marcas y signos del entorno. Ir de cacería con uno de mis tíos, por ejemplo, era de por sí una clase maravillosa de atender los detalles, de percatarme de sutiles diferencias, de hacer inferencias y estar atento a las pequeñas variaciones en un camino, en un cultivo, en las ramas de los árboles. El verbo que mejor resume ese estado de alerta y perspicacia al ambiente era: “atisbar”. Desde luego, esas no eran investigaciones que pudiéramos llamar académicas, pero ya en ellas estaba el germen o el gusto por la pesquisa y la curiosidad de desentrañar lo que a primera vista parece irrelevante. Mi entrada muy joven al periódico El Espectador fue otro punto valioso para responder su inquietud. Ver a los periodistas cómo buscaban la información, cómo contrastaban las fuentes y, finalmente, cómo la convertían en una noticia o un reportaje, tuvo un alto impacto para mí. Los primeros archivos que conocí fueron los de ese periódico, no solo de fuentes escritas, sino también de fotografías. Creo que después, la investigación se centró en el lenguaje y en sus posibilidades: mi interés y fascinación por las palabras, me obligaron a husmear en los diccionarios, en las interrelaciones entre esos signos que se concretaban en crucigramas, en dameros, en el cifrado mundo de los juegos de lenguaje. Pero fue al hacer mi carrera de literatura cuando tuve una experiencia investigativa documental, y más al tener la responsabilidad de hacer los libretos semanales para un programa de radio llamado “Detrás de la palabra”. Era un investigación intensiva, multidisciplinar y con una enorme voluntad comunicativa, pues todo lo consultado y leído debía ser transformado en un lenguaje ágil y fuertemente interpelativo. Más de cien emisiones, más de cien libretos me ayudaron a hacer habitual lo que parecía excepcional y lejano. El otro filón importante fue mi relación con la semiótica, con el campo de la comunicación social, el que en propiedad me acerca a la investigación, entendida como formular un problema, tener unos objetivos y disponer de un método para alcanzarlos. El escenario de la semiótica, la de los telenoticieros, la de los objetos, la del consumo cultural, la de la imagen, se convirtieron para mí en preocupación de enseñanza y de muchísimas direcciones de trabajo de grado. Ahora que me lo pregunta, las investigaciones semióticas son las que me dieron aliento para entrar a otro campo fascinante, la educación. Dentro de ese campo, mis investigaciones se concentraron en los procesos de la lectura y la escritura que, siguen siendo una veta de mis investigaciones actuales. La experiencia me ayudó a afinar un método, a cualificar los instrumentos y a saber buscar fuentes pertinentes y oportunas. El ángulo que asumí y sobre el cual produje varios artículos fue el de la investigación etnográfica, que algunos rubrican como de orientación cualitativa. Muchos estudios de caso, trabajo a fondo usando el diario de campo, preferencia por la entrevista en profundidad y la observación sistemática.
Entrevistador: ¿Así que son muchas las raíces, y muy diversas?
Investigador: Desde luego que sí. Al menos en mi caso, la investigación ha estado asociada a mis campos de trabajo, a mis búsquedas profesionales y a mis preocupaciones vitales. ¿Qué quiero decir con esto? Que, para mencionar solo un aspecto, durante un tiempo estuve dedicado a enseñar semiótica en la carrera de Diseño industrial de la Universidad Javeriana; entonces, mis investigaciones buscaron hacer legible ese universo, me sumergí en la sintaxis, la semántica y la pragmática de los objetos; indagué con mis alumnos en el nacimiento, evolución y significado de los objetos, me adentré en autores y metodologías propias de este lugar docente. O, para mencionar otro caso, dado mi interés por los procesos de composición escrita en autores de larga trayectoria o considerados expertos, por más de 20 años le fue siguiendo la pista en diarios, cartas, entrevistas a esos escritores con el fin de aprender los trucos del oficio, las técnicas, los recursos de ese arte de hacer mundos posibles con palabras. Fruto de ese largo proyecto de investigación está mi libro Escritores en su tinta. Lo que me interesa subrayar con estos dos ejemplos es que la investigación no ha estado por fuera ni de mi trabajo, ni de mis inquietudes intelectuales. O para decirlo de otra manera, no soy investigador porque me lo demande un contrato laboral, sino por una necesidad interior que me lleva a hacerme preguntas, a someter a prueba algunas conclusiones; porque me produce felicidad descubrir, conocer más allá de la obvio o lo dado por hecho.
Entrevistador: ¿Siempre hay esa felicidad en usted, cuando investiga?
Investigador: Casi siempre. Por supuesto, también hay incertidumbres. He escrito que uno investiga, precisamente, porque su zona de incertidumbre es mayor que la de sus certezas. Hay etapas de duda, de andar como a tientas, sin saber muy bien a dónde se va a llegar. Más esto, con el tiempo, hace parte del goce de investigar. Hay investigaciones difíciles, complejas, que exigen paciencia y una persistencia a toda prueba; y otras, que parecen más cercanas a nuestras manos, salen a nuestro encuentro como si fueran familiares muy queridos.
Entrevistador: Hablemos un poco de sus maestros de investigación… ¿Los hubo?, ¿qué particularidades tenían o tienen?
Investigador: Ahora que me lo pregunta, no tengo en mi memoria un nombre específico. Yo creo que buena parte de los profesores que tuve en mi formación básica y luego en la educación superior eran grandes sabedores de contenidos pero no tanto me marcaron en su personal manera de investigar. Pero obras escritas, testimonios de investigadores, sí han servido de referente para mi trabajo investigativo. Pienso ahora en el historiador Georges Duby y su texto autobiográfico, La historia continúa. En ese libro obtuve claves para aprender a investigador y, muy especialmente, para ser acompañante de esa labor. El otro autor, fue un Umberto Eco: por su manera de estudiar las prácticas, los objetos o los discursos de la vida cotidiana. Recuerdo, especialmente, sus estudios sobre los cómics. En esa misma perspectiva, considero que leer y estudiar los trabajos de investigación de Roland Barthes, me dieron elementos de análisis y ejemplos de indagar con rigor y sistematicidad: El sistema de la moda, Sarracine, Mitologías. Un maestro indirecto, que ha sido uno de los más cercanos a mi sensibilidad intelectual, fue y sigue siendo Paul Ricoeur. Me ofreció muchos rudimentos para la pesquisa al detalle, me mostró como las disociaciones pueden ayudar a construir teorías, y cómo ahondar en los textos y cómo interpretarlos. Mucho más adelante, leí a dos autoras, Goetz y Lecompte, que me adentraron, con claridad y lucidez, en el mundo de la investigación etnográfica, en sus vericuetos y toda la utilería necesaria para abordar los espacios y los actores de la escuela, en un inicio, pero también de otras parcelas de la realidad. Digamos que han sido más los investigadores que he leído y no tanto los maestros investigadores que he escuchado, los que han contribuido a formarme como investigador.
Entrevistador: ¿Y a qué atribuye usted eso?, ¿por qué escasearán los maestros investigadores?
Investigador: Por muchas razones. Se me ocurren por ahora dos, que son las más recurrentes: una, porque muchos de los educadores se concentran en su tarea de transmisión y descuidan la de la investigación. Se centran en sus clases y van con el tiempo, cubriéndose de una pátina sobre lo ya sabido, van adquiriendo esa seguridad sobre determinado campo de saber, que los hace inmunes a los cuestionamientos, a la pregunta, a la incertidumbre, que son los que movilizan al investigador. Y si a ese trabajo se le suma la cantidad de horas de clase y de estudiantes a su cargo o la proliferación de formatos exigidos por la burocracia administrativa, pues, cada vez se aleja más el dedicarse a una investigación. La otra razón, muy relacionada con la anterior, es la relación que una gran parte de los maestros establecen con el conocimiento. Me refiero a ser excelentes replicantes de información ajena, pero poco productores de saber. Nutren su oficio de lo hecho por otros, con un mínimo aporte personal. A lo mejor esto corresponde a cierto temor a exponerse, o a mantener en su pensamiento un “subdesarrollo intelectual” que los hace siempre vicarios de ideas foráneas, débiles para publicar, tímidos para entrar en discusión con la tradición y leerla creativamente. Aunque mirando esas dos razones, que en algo explican lo que me pregunta, considero que la que más pesa en los maestros para no ser investigadores es ese exceso de certeza sobre el conocimiento, esa actitud de no fisurar o poner en cuestionamiento lo que parece un saber acabado o definitivo.
Entrevistador: ¿Cuéntenos de sus primeras investigaciones?, ¿cuál podemos considerar su trabajo pionero?
Investigador: Mis primeras investigaciones, de corto alcance, estuvieron enfocadas a la lectura de textos literarios, usando a veces instrumentos de la estilística o echando mano del arsenal estructuralista y semiótico. El símil en la obra narrativa de Juan Rulfo, el mundo de la imagen en Lezama Lima… Del mismo modo, hubo varios trabajos de investigación documental: sobre el arte colonial, sobre las novelas de caballería, sobre la mujer en la Comedia de Dante. Después vinieron trabajos de mayor alcance, como un estudio semiótico sobre los telenoticieros, el consumo cultural de los jóvenes universitarios, las particularidades del libreto para radio… Pasados varios años empecé a concentrar mis investigaciones en el campo de la lectura y la escritura, que siguen siendo vetas inagotables de mis actuales indagaciones. Mire, usted, no más, el largo trabajo de investigación sobre cómo escriben los escritores expertos, que me llevó por lo menos diez años de pesquisa. O ese otro proyecto de investigación sobre la escritura argumentativa o uno más sobre las particularidades del texto poético.
Entrevistador: ¿Y cómo ha logrado mantener esa producción investigativa al tiempo de tener clases?
Investigador: La clave ha sido vincular lo que investigo con lo que enseño; o lo que enseño no desligarlo de lo que investigo. Me esfuerzo para establecer ese vínculo, para poner trabajos o tareas no desligadas de lo que son mis filones de investigación. Otra cosa que he hecho es aprender a guardar registros de mi labor como docente, a tener archivos o documentos que luego puedo analizar o comparar. De igual modo, y esto sí que es fundamental para un investigador, he adquirido el hábito de escribir –así sean textos pequeños–sobre una actividad, un proyecto, o sobre asuntos derivados del quehacer educativo. Reflexionar sobre lo que se hace es, sin lugar a dudas, uno de los secretos para enfilarse como investigador. De allí que use mi libreta de notas o mi diario de escritor a la manera de un artefacto de etnógrafo, o parecidas a las bitácoras de quien viaja y se sorprende de lo que observa a su alrededor. Por lo demás, no dejo de seguirle la pista a determinado problema a lo largo de varios años; lo coyuntural no logra desviarme de mis búsquedas personales o de mis preocupaciones más sentidas. Esos pequeños textos, esos mismos productos derivados de procesos o proyectos de investigación, los hago circular con mis estudiantes y, al dialogarlos con ellos, los voy validando, enriqueciendo, puliéndolos en su contenido y en su calidad comunicativa. Puesto de otra forma, mi trabajo cotidiano está atravesado por mis inquietudes investigativas en una doble vía, tanto al diseñar un syllabus o preparar una tarea, como en la reflexión continuada sobre las peripecias del mismo oficio de enseñar. En esto, el caso de un maestro investigador como Vigotsky es digno de imitar.
Entrevistador: Compártanos un ejemplo de cómo es su proceso de investigación, ¿cómo son sus rutinas de trabajo, su técnicas, sus estrategias?
Investigador: Voy a echar mano de una de ellas, la que realicé sobre las técnicas de escritura de los escritores expertos. El motivo empezó con varias preguntas que me rondaban fuerte en mi cabeza: ¿cómo escriben los escritores expertos?, ¿qué han dicho de ese oficio?, ¿cuáles son las técnicas que emplean? Esos cuestionamientos estaban asociados, por supuesto, a mis propias preguntas como incipiente escritor. Quería desentrañar lo que era una vocación pero aún torpe para manifestarse. Yo había leído el “Manual del perfecto cuentista” de Horacio Quiroga y algunas cartas de Flaubert a su amada Colet, pero nunca me había propuesto de manera continuada y sistemática dar alguna respuesta a esas inquietudes. Entonces, lo que fui haciendo fue recopilar en mis agendas, frases que iba encontrando sobre ese punto. En esa búsqueda me encontré con un libro para mi pesquisa: El oficio de escritor, en el que se recopilaban varias entrevistas a escritores literarios de prestigio, publicadas originariamente en The Paris review. Ese encuentro bibliográfico me llevó a adentrarme, como fuente primaria de mi investigación, en las entrevistas dadas por escritores. Allí empecé a encontrar que los entrevistadores, aunque no siempre, les hacían preguntas relativas al mismo objetivo de mi investigación, es decir, ¿cómo escribían?, ¿qué manías eran las frecuentes en su labor?, ¿qué técnicas empleaban? Me propuse por lo mismo adquirir la colección Confesiones de escritores, publicada por editorial El Ateneo, de Buenos Aires, en la que se compilaban dichos testimonios de autores de novela, de cuento, de poesía, latinoamericanos y europeos… Esa fue una primera base para recolectar información. Luego, casi al mismo tiempo de lo anterior, descubrí los diarios, los diarios de los escritores. En esas páginas obtuve una mina muy valiosa para mi pesquisa. Una vez más, la lectura concienzuda me llevó a hallar pequeños apartados de escritores como Virginia Woolf, Cesare Pavese, Ernst Jünger, Franz Kafka, en los que referían cómo enfrentaban su labor creativa y las minucias del oficio literario. Otra fuente de datos la obtuve en libros y en revistas –tengo en mi memoria las portadas blancas de la Revista de Occidente y las de Cuadernos Hispanoamericanos–, en las que pude ubicar ensayos o textos en los que los propios autores hablaban de su oficio. De igual modo acudí a cartas de los escritores y a biografías en las que se recuperaban testimonios sobre su tarea de construir mundos posibles con palabras. Sobra decir que toda esta labor de ubicar y recolectar información me llevó varios años. Ya con ese material, procedí a analizarlo a partir de unos criterios: los puntos de partida, los trucos del oficio, las maneras de corregir, los consejos específicos sobre redacción, las técnicas tanto en la planeación como en la producción… Tomé, entonces, toda la información que ya tenía pasada en mi máquina de escribir, cita por cita en hojas independientes, y fui a mano señalando si hacían parte de uno u otro criterio. Fui haciendo paquetes o carpetas rubricadas con cada uno de estos tópicos. Más adelante, empecé a discriminar dentro de cada paquete los pormenores o a elaborar un segundo tamizaje que me permitió descubrir minucias y habilidades específicas de cada autor que, al mirarlas en conjunto con otras de otros escritores, me permitieron descubrir las recurrencias y las variantes a determinado aspecto de la artesanía escritural. Un primer fruto de ese trabajo fue mi artículo “El oficio de escribir. La creación literaria a través del testimonio de escritores consagrados al oficio”. Proseguí con esa tarea por otros años, recopilando y filtrando, analizando y agrupando, escudriñando y analizando, haciendo índices analíticos y revisando la información recolectada… Por fin, toda esa investigación se agrupó en mi libro Escritores en su tinta. Consejos y técnicas de los escritores expertos.
Entrevistador: Son muchos años dedicados a un mismo asunto, ¿verdad?
Investigador: Sí. La investigación genuina, la que nos convoca desde el fondo de nuestras preocupaciones, no es algo circunstancial; permanece, se enriquece con el tiempo. Pienso que esos “nichos” continúan resonando a lo largo de nuestra existencia, independientemente de las circunstancias o las obligaciones laborales. Si usted quiero saberlo, sigo recolectando esas citas, esa información de los escritores sobre su propio oficio. A lo mejor ahí se esté caldeando un nuevo artículo o un nuevo libro. Y si a eso le sumamos la nueva bibliografía existente, pues las respuestas que obtuve en un momento ya se han convertido en otras preguntas que aguijonean mi curiosidad y movilizan mi pensamiento.
Entrevistador: Entiendo que usted le da mucha importancia al análisis de la información recolectada en una investigación, ¿por qué?
Investigador: De nada sirve recopilar información, si uno no la destila o la pasa por los filtros del análisis. Creo que ahí es donde realmente uno aporta algo al esclarecimiento de un problema o ahonda en el conocimiento de una temática. Ahora bien, analizar la información, que parece una etapa natural para el que investiga, presupone unas habilidades de pensamiento que desafortunadamente no se enseñan o, lo más grave, se presuponen. Piense no más en qué es clasificar y qué codificar, sin mencionar la dificultad de categorizar un conjunto de datos. Considero que si uno no tiene una buena formación en lógica, en semiótica, los resultados son lamentables. El investigador cuando analiza la información es cuando en realidad aporta algo a un asunto, es el momento en que construye un campo explicativo o comprensivo a un problema. Por eso hay que prestarle tanta importancia y por eso, también, es necesario enseñar a elaborar este tipo de análisis, a partir de criterios, de recurrencias, de campos semánticos y cuadros categoriales.
Entrevistador: Según leí en un artículo suyo, ha propuesto otras maneras de presentar los resultados de una investigación diferentes a los formatos ya establecidos, ¿puede ampliarnos de qué se trata?
Investigador: Lo que sucede es que nos hemos acostumbrado ahora a una única manera de divulgar o hacer pública nuestras investigaciones. Hay una especie de estandarización que no ayuda en nada a la riqueza y la diversidad de las investigaciones, en particular de un campo como las ciencias sociales. No digo que no sean una posibilidad de socializar los resultados; lo que afirmo es que es terriblemente reductiva y que, al igual que la leyenda del lecho de Procusto, termina tergiversando o constriñendo lo que en realidad hacen los investigadores. Piense no más en el uso del diario, al estilo de Darwin, para dar cuenta del proceso y los hallazgos de un tipo de pesquisa, o el valor de la crónica para narrar la variedad de voces y de perspectivas de un acontecimiento, como lo hizo de manera excepcional Carlos Monsiváis en México; o la eficacia del relato para contar, en viva voz, los sentimientos y la experiencia de vida de unos sujetos. No todo puede expresarse en un único canon, con la excusa de parecer más objetivos y más científicos. En este mundo globalizado, también hay transnacionales que con su parafernalia formalista pretende invisibilizar la diferencia y homogenizar lo que a todas luces reclama su propio orden discursivo.
Entrevistador: Usted nos habló antes de su aprendizaje en investigación leyendo libros, ¿cuáles serían esos textos recomendados para alguien que desea aprender a investigar?
Investigador: Es muy amplia la bibliografía disponible y muy diversos los campos de trabajo. Pero para echar mano de mi propia experiencia como maestro, voy a centrarme únicamente en la investigación en ciencias sociales, advirtiendo que esta ruta es una de las posibles. Un libro que recomendaría, como caldo de cultivo para motivar a los futuros investigadores, es Los descubridores de Daniel Boorstin (Crítica, Barcelona, 2000). Esta obra contribuye enormemente a entender qué es eso de investigar, cómo se lleva a cabo una pesquisa de largo aliento y, lo más importante, cuáles son las particularidades o las condiciones de esos seres que pueden dedicar toda una vida para descubrir la tabla periódica, las leyes de la herencia o la circulación de la sangre. Me parecen útiles, y eso es un gusto personal, los textos: Cómo se hace una investigación de Loraine Blaxter, Cristina Hughes y Malcolm Tigh (Gedisa, Barcelona, 2000); Metodología de las Ciencias humanas de Sylvain Giroux y Ginette Tremblay (Fondo de Cultura Económica, México, 2004) y Más allá del dilema de los métodos. La investigación en Ciencias sociales de Elsy Bonilla-Castro y Penélope Rodríguez Sehk (Uniandes-Norma, Bogotá, 1997), por su manera didáctica de expresar y mostrar con ejemplos los diferentes aspectos de un trabajo de investigación. Finalmente, le daría un lugar destacado a dos libros: La escuela por dentro. La etnografía en la investigación educativa de Peter Wood (Paidós, Barcelona, 1998) y Trucos del oficio. Cómo conducir su investigación en Ciencias sociales del sociólogo Howard Becker (Siglo XXI, Buenos Aires, 2009), que más allá de ser manuales sistemáticos de investigación, son un repertorio de pistas, alternativas y recomendaciones para el quehacer cotidiano del investigador.
Entrevistador: Conversemos ahora, un poco, de su experiencia como tutor de investigación, ¿cómo es su manera de hacerlo?
Investigador: Mire que este tema es uno de los que más me ha interesado en los últimos años, entre otras cosas porque nace de muchas presuposiciones o sobreentendidos. A qué me refiero: a que las personas dedicadas a tutorear investigación, en gran parte, no han hecho investigaciones; son tutores de metodología de la investigación pero sin pruebas concretas de lo mismo que demandan o reclaman en sus tutorados. Sumado a una indefinición o línea de operatividad sobre cómo investigar. De allí el fracaso o los tiempos indefinidos a los que someten a sus pupilos. Me he dado cuenta de que tutorear es una destreza que demanda experiencia, contención en el saber, claridad en las tareas, corrección y acompañamiento permanente, y una habilidad especial para motivar y fomentar la confianza. No es una actividad como la docencia en la que sea suficiente el dominio de un área del conocimiento. Aquí se trata más bien de una labor hombro a hombro en la que la confianza se junta con la prodigalidad académica para logar que alguien inexperto e inseguro en sus búsquedas, pueda abrirse camino y alcanzar unos objetivos. Para mí, y eso lo que he confirmado con los años, un buen tutor de investigación empieza por contagiar a otros de un problema, invitarlos a meterse de lleno en el asunto y, luego, apenas toman vuelo, ayudarles a que dominen un método para alcanzar de la mejor manera lo que se condensa en una pregunta de investigación. He escrito que esa tarea implica, a la vez, cercanía y lejanía, presencia continua y actos de manumisión, entrega de una ruta prefijada y posibilidad de experimentar desvíos… Mi forma de ser tutor trata de cumplir eso que le vengo diciendo, aunque también depende mucho de quién es el tutorado y qué tanto está comprometido con una investigación.
Entrevistador: A partir de esa larga experiencia investigativa, ¿qué consejos le daría a alguien que está empezando a hacer una investigación?
Investigador: Lo primordial, que más allá de cumplir unos requisitos académicos, considere su trabajo de grado o su tesis como una oportunidad para responderse esos cuestionamientos que lo acucian o que son esenciales en su trayectoria formativa. Así, pues, antes de las teorías y los métodos, está la actitud y la disposición para investigar. Que no se desespere o se desanime cuando empiece su proyecto; serán muchas las dudas, las inquietudes que aparecerán en el camino. En la labor investigativa a veces se avanza un poco y, pasos adelante, hay que volver atrás para corregir o tomar una vía más idónea. Por eso hay que persistir, insistir y no claudicar al primer escollo o dificultad. De igual modo le recomendaría leer fuentes primarias o, en su defecto, consultar editoriales confiables. Que lea siempre atendiendo los otros textos mencionados y a la letra menuda citada en las notas a pie de página o referenciada en la bibliografía. Que haga lecturas de estudio, con notas a la mano, sacando en limpio preguntas, inferencias, desarrollos derivados de su pesquisa inicial. Le diría, además, que lea bien un texto de técnicas de investigación, acorde al campo de su interés. Pero que lo haga con intención de dominarlo, de aprender en serio dicho repertorio de instrumentos. Desde luego, le sugeriría que atienda lo que dice su tutor, que se deje guiar, pero no asumiendo un comportamiento pasivo y acrítico, sino llegando preparado a cada sesión, para que se dé una conversación productiva, interesante y con enorme ganancia para su proyecto. No sobraría advertirle a ese aprendiz de investigador que tenga presente una ética en los datos que obtenga y en la confidencialidad de los mismos, que respete a sus informantes y que no adultere o saque conclusiones apresuradas de la información recolectada. No sobrará insistirle a esa persona que piense bien en el impacto social de su pesquisa y cómo, desde su proyecto de investigación, contribuye a la solución de un problema o a la mejora de cualquiera de las dimensiones del ser humano.
Entrevistador: ¿Y qué recomendaciones le haría a quien empieza su tarea de tutor de investigación?
Investigador: Lo primero, y quizá lo más importante, que lea concienzudamente lo que sus tutorados producen; que no devuelva informes de avance sin haberlos analizado y glosado. Esto es vital para ganar en el tutorado un compromiso y lograr reconocimiento al rol de tutor. Lo segundo, que no trate de que sus pupilos dominen una información para la que él ha necesitado años para lograrlo. La dosificación en lecturas es una de las cualidades de un tutor experimentado; aprender a seleccionar esas lecturas puntuales, ofrecerlas en el tiempo adecuado, saber ubicar la información pertinente y precisa, constituye parte de la experticia del que guía un proyecto y que luego repercutirá en los avances del mismo. Tercero, que sea paciente pero al mismo tiempo exigente; que no sea tan laxo como para dejar que los tutorados hagan cualquier cosa, ni tan autoritario para no permitirles tomar sus iniciativas. De otra parte, le diría que lleve registros constantes de las sesiones de tutoría realizadas tanto para evitar la dispersión como para concretar las tareas y las responsabilidades; es sabido que la oralidad, por su fugacidad, tiende a la desmemoria y si no pasa por el filtro de la escritura, se termina repitiendo lo ya dicho o empantanados en la confusión de los malentendidos. Y un consejo adicional, que ayuda a favorecer el dominio teórico o la fundamentación conceptual: que los proyectos que dirija estén vinculados a una línea de investigación en la que él mismo haya hecho pesquisas, o sobre la cual tenga conocimientos consistentes y con suficiente apropiación. En suma, que no se disperse tutoreando cuanto tema le propongan, creyendo que le serán suficientes los generales saberes de metodología de investigación. Ese es un engaño que a la final repercute en la credibilidad del tutor y en los alcances reales de un proyecto investigativo.
Entrevistador: No quisiera terminar esta entrevista sin preguntarle ¿en qué proyecto de investigación anda ahora?, ¿qué problema ocupa sus reflexiones y su días?
Investigador: Lo que ocupa mayormente mi tiempo, en estos meses, es una investigación para una novela. Por ahora le adelanto que ya tengo una pregunta que condensa el problema: ¿cuál es la causa determinante para que alguien tome la decisión de quitarse la vida? Como podrá suponer, esta investigación me ocupará varios años.
Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.
Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años, vengadora,
libra, ¡oh gran don Iosef!, docta la emprenta.
En fuga irrevocable huye la hora; pero aquella el mejor cálculo cuenta
que en la lección y estudios nos mejora.
El elogio de la lectura propuesto por Quevedo empieza con una condición: el aislamiento. Para el caso particular del poeta, seguramente correspondió a uno de sus destierros o a sus habituales encierros en la Torre de Juan Abad. Para el caso nuestro, podría ser alejarse de las demandas del consumo de los medios masivos o “desconectarse” por unos minutos de las adictivas redes sociales o de las omnipresentes demandas laborales. Ese aislamiento es la base para encontrarse con la lectura, el hábitat indispensable en el que pueden desarrollarse sus semillas.
La segunda circunstancia estriba en contar con un grupo de libros, en tener una pequeña biblioteca seleccionada bajo el criterio de la sabiduría. Quevedo subraya esa particularidad en el conjunto de obras que nos acompañen en ese retiro del espíritu: que sean “doctas”, que hayan pasado el tamizaje del tiempo y sean iluminadoras para nuestra propia existencia. Que sean obras “sabias”. No es una sumatoria heteróclita de información, sino un puñado de libros cuidadosamente elegidos, fruto quizá de una labor anterior en la que, durante años de lecturas, se pudo escoger la paja del grano verdadero. Con ese selecto grupo de libros es que el autor nos propone conversar. Aquí no importa mucho que dicho diálogo sea con “difuntos”, sino en tener la suficiente atención para saber “escuchar con los ojos”. La lectura es una conversación silenciosa que exige una convergencia de nuestros sentidos para concentrarse esencialmente en la vista: palpamos, escuchamos, olemos y saboreamos con los ojos.
El diálogo silencioso de leer, propuesto por Quevedo, es un genuino contrapunto. De un lado están los libros y, de otro, nuestro entendimiento. En ese intercambio entre las hojas y los ojos pasan infinidad de cosas: que las obras “enmienden o fecunden” nuestras preocupaciones o nuestras preguntas esenciales; que nutran o corrijan nuestras acciones o creencias; que nos hagan despertar a la vida, a pesar de ser un mensaje cifrado por difuntos. Dependerá de nosotros, de nuestra concentración, el sacar el mejor partido de esos libros que, a pesar de “estar siempre abiertos”, no logramos de manera inmediata entender su cabal sentido o su “música callada”. En todo caso, la lectura debería “despertarnos” del marasmo o la abulia existencial.
Quevedo hace extensivo este homenaje de la lectura a la imprenta. Gracias a su papel, y al de impresores como José González de Salas que fue su editor, logran salvarse las “grandes almas” de la corrosiva envidia, “la injuria” y otros vicios humanos. La imprenta es el resguardo de los hombres sabios a la maledicencia de su época; es, por decirlo así, la venganza que el tiempo ejerce sobre los que se niegan a reconocer el talento de sus contemporáneos. ¡No todo será olvidado!, dice la imprenta. De allí que el poeta pida o agradezca a su impresor esta labor de salvamento, de justicia intelectual, cuando su muerte lo convierta en una “ausencia”. Lejos ya de la comidilla y el rumor malsano de una época, quedan los libros como testimonio indiscutible de las “grandes almas”.
Al final del poema, en ese tono tan propio del barroco, Quevedo nos recuerda la fugacidad de la vida. Y nos dice que de todas las horas de nuestra existencia, las que mejor cuentan al final son las que hemos empleado en mejorarnos, esas que la lectura convierte en lecciones memorables. Son esos “estudios” los que en verdad valen la pena. Leemos para perfeccionar nuestro espíritu, leemos para saber cómo enmendar nuestros errores, leemos para despertar de los letargos tranquilizadores. Esa es la propuesta de fondo de Quevedo: que las lecciones de los muertos, contenidas en los libros, pueden contribuir a mejorar el mundo de los vivos.
“Sátira del suicidio romántico”, de Leonardo Alenza.
“De duelo estás, Naturaleza; tu hijo, tu amigo, tu amante, acércase a su fin”.
Werther
A los suicidas, como Werther, les obsesiona el abismo. Siempre están a punto de despeñarse. Gran parte de su existencia oscila entre “verse al borde del abismo y retroceder” o “arrojarse al abismo para ahogar todos los suplicios en esa muerte que todo lo abarca”. Los suicidas viven en ese estadio intermedio de afirmarse en lo real, lo terrígeno, o lanzarse al vacío, a la ilusión creada por su fantasía. Werther sentía y vivía esa sensación dual: la de disfrutar el paisaje de la montaña espléndida o estar de pie “con los brazos abiertos sobre el abismo y respirar inclinado en la delicia de arrojarse allí, de cabeza, con todos sus dolores y todos sus tormentos”. La misma naturaleza que un tiempo lo extasiaba y le producía felicidad interior es la que en otro momento le provoca hastío y desesperanza. Los suicidas repiten con Werther: “lo que hace feliz al hombre es también la fuente de su desventura”.
Siempre el abismo. De un lado la tierra y sus flores, la tierra y sus árboles; de otro, el aire, el vacío, la tiniebla como “fuerza destructora”. Hay una especial fascinación con el abismo; aunque estamos de pie en la fuerte roca, a pesar de mantenernos firmes sobre el acantilado, podemos sentir –al estar justo en el borde– la presencia de lo incorpóreo, de lo volátil, de aquello mismo que tanto atraía a Ícaro. Lo insondable, lo incierto, el aire mismo posee una atracción aterradora. Así es el corazón de Werther: es como una estrella “aislada del eterno cielo” que puede caerse. Por eso “va por ahí, angustiado, dando tumbos”; por eso tiene un “corazón tan desigual, tan inconstante”. Los suicidas se mueven en ese borde de la luz y de la sombra. Basta un detalle, un gesto, una palabra para hacerles dar unos pasos, bien hacia atrás o bien hacia adelante. Eso es lo que confirma Werther a su amigo Guillermo: “con harta frecuencia hubiste de soportar la carga de verme pasar de la tristeza a la disipación, de la dulce melancolía a la perniciosa pasión”.
El abismo, además, posee una carga muy fuerte de fantasía, de exuberante imaginación. El abismo atrae, seduce; en eso, es idéntico a los ojos de Lotte: “los ojos negros eran como un abismo que reposaban ante Werther y llenaban los sentidos de su frente”. El abismo tiene mucho de misterio, de cosa prohibida, muy semejante a la amada imposible: “¿no siente usted que se engaña, que por su gusto rueda al abismo? ¿Por qué a mí, Werther; precisamente a mí, que pertenezco a otro? ¿Por qué eso? ¡Temo, temo que sea solo la imposibilidad de poseerme lo que hace tan tentador a sus ojos ese anhelo!”. El abismo es embrujador porque es difuso, porque crea la expectativa de lo imposible. El abismo es lo imposible que se adivina, la solución que muy dentro del alma se requiere. El abismo dota al corazón de los suicidas con el “don divino de la fantasía”. Quizá en el fondo del abismo, se logran realizar los imposibles: para el caso de Werther, matarse es lograr cumplir ese propósito vedado de “¡voy a verla!”; es “estar cerca del aire que ella respira”, es “tenerla para siempre delante de su alma”.
Sobra decir que estar frente al abismo plantea un dilema “no claro”. En los suicidas, como Werther, “los sentimientos combaten en sus corazones”: verla o no, escribirle o no, alejarse o buscar un pretexto para estar muy cerca. Por momentos esos sentimientos desbordan de felicidad y, en otras oportunidades, tocan las fibras del sufrimiento más amargo. El detonante de esa lucha es ambigua, cambiante. Werther lo confiesa: “en un abrir y cerrar de ojos todo cambia para mí. Más de una vez quiere alborear de nuevo una alegre visión de la vida” y, en otras ocasiones, “me pongo de un humor como para darme una puñalada en el corazón”. Por vivir en esa incertidumbre ante el abismo los suicidas, como Werther, están poseídos por un “espíritu malo”: que “no es angustia ni anhelo…, sino un íntimo, ignoto hervor que amenaza con desgarrarles el pecho y les aprieta la garganta”. De allí que se conviertan en misántropos, en personas irritables, en “caminantes solitarios”, en “vagabundos sobre la tierra”. El dilema se torna más trágico cuando los suicidas, como Werther, “buscan en el abismo lo que no se puede hallar”.
El abismo pertenece a la topografía de la montaña, en general, y a la específica, de los acantilados y los precipicios. El abismo abre una doble mirada: la horizontal que conecta directamente con el infinito, con el más allá; y una vertical que lleva a la hondura, a la profundidad de sí mismo. Los suicidas, como Werther, tienen esa mirada dual sobre el mundo: anhelan confundirse con los cielos (que quitará el peso de su pena) y, a la par, desean apurar la hondura de sus sufrimientos (lo que les posibilitará ir hasta el fondo de su dolor). El abismo, en este sentido, es un mirador para ver más que los demás, y un hueco para comunicarse con lo insondable. El abismo permite el ensimismamiento, propio de la lejanía, y el vértigo de poder refundirse con la oquedad. Los suicidas, como Werther, aman la perspectiva del abismo porque les permite saciar su hambre de extensión y calmar su sed de profundidad; porque les acerca el afuera absoluto, que tanto les ha sido negado; y porque, les acelera el cometido de ir hacia adentro, de descubrir por fin lo que hay en el fondo del pozo de su corazón. Sobra aclarar que en muchas ocasiones el abismo es para los suicidas el despeñadero físico, el salto ofrecido por la naturaleza; en otras, toma la forma de un puente o un edificio. También el abismo se metamorfosea en veneno o en puñal (lo esencial es crear la ruptura o la fisura en el cuerpo), o en el caso de Werther, en una pistola. El tiro que atraviesa el cráneo del suicida abre un hueco, crea un precipicio, para que por ahí se despeñe la existencia.
Pero lanzarse al abismo requiere valor. Los suicidas, como Werther, conocen que “ese mismo mal que les quita las fuerzas no les quita también el valor para librarse de él”. Se asemejan a esa casta de caballos que “cuando los hostigan y acosan muérdense por instinto una vena, para procurarse aliento”; “quieren abrirse una vena que les proporcione eterna libertad”. Los suicidas, como Werther, poseen la decisión de “abandonar esta cárcel cuando quieran”; se saben dueños de ese “valor para morir”. La decisión final de su suicidio responde a una lógica implacable: “es más fácil morir que soportar con entereza una vida de sufrimientos”; el “sino del hombre es sufrir su pasión y apurar su cáliz”. Los suicidas, como Werther, “ruedan sin cesar hasta abajo” para que “el allí se torne aquí”, para que la incertidumbre o los fantasmas se conjuren con la firme e irrevocable decisión de matarse: “¡y qué descansados se sienten desde que adoptan esa determinación!”. Los suicidas, como Werther, asumen el abismo cual si fuera una pócima salvadora, y le dicen al mundo o a su amada: “Tú me la ofreciste, y no titubeo”.
La causa de esta fascinación de los suicidas, como Werther, por el abismo puede provenir de tener “un corazón tan desigual, tan inconstante”, o de “tomarlo todo con tanto calor”, o de estar signados por el sino de “no ser comprendidos”. O a lo mejor es el resultado de padecer una “inquieta dolencia” de “no poder estar ociosos y no poder tampoco hacer nada”, o de sentir una “íntima y enojosa impaciencia” que los lleva a “no ver para ese dolor más término que el sepulcro”. Los suicidas, como Werther, están atraídos por el abismo porque son seres escindidos, porque a pesar de saberse una presencia viva, perciben dentro de sí una carencia. Ese desequilibrio se acentúa cuando sienten que su vacío interior se extiende a todo lo que tocan: “cuando nos faltamos a nosotros, todo también nos falta”, dictaminan. Los suicidas, como Werther, se saben culpables de ese destino, pero, a pesar de saberlo, consideran que hay que dar el paso para “vencerse a sí mismos”, o que su caída es la única manera de “levantar la cortina y pasar detrás”.
REFERENCIAS
Johann W, Goethe, Obras completas (Tomo I), traducción de Rafael Cansinos Assens, Aguilar ediciones, Madrid, 1974.