Leí, en días pasados, el libro de Pablo d´Ors, Biografía del silencio (Siruela, Madrid, 2019) que, en realidad, es un texto sobre la meditación. La pequeña obra se destaca por su claridad y una sencillez cercana a los consejos de los textos sapienciales.
El libro, según el autor, es un testimonio de alguien que empieza a descubrir la meditación y cuenta las peripecias de ese encuentro, de ese aprender a disfrutar de la realidad y a despojarse de los ideales ficticios. Cada apartado (de los 49 que son) es un llamado para asumir la vía de la desnudez, a deshacerse de los falsos anhelos y los problemas creados por nuestras propias manos. Pablo d’Ors nos confiesa sus hallazgos en este aprendizaje de estar con él mismo, de sentir el ritmo de la vida y ser uno con lo que lo rodea. En ese recorrido de silencio, el autor siente que ese es el camino para la verdadera felicidad y subraya, en más de una ocasión, que lo mejor es confiar en el poder de la no acción, en la riqueza del abandono y el milagro de lo que nos sucede sin buscarlo. Echando mano de pequeños principios zen el libro aboga por el desapego y el descubrimiento del yo auténtico.
¿Y qué es meditar?, cabe preguntarnos después de terminar la lectura de Biografía del silencio. Podemos decir que es, esencialmente, una práctica de la atención, de la observación concentrada, reforzada por la quietud y el silencio. Meditar es un ritual consigo mismo para pensarse, sentirse, habitarse. Se trata de un ejercicio que logra sus mejores resultados en tanto más se repite. La meditación es, agrega d’Ors, un estado de compasión con el mundo que nos rodea y nuestros semejantes. Compasivos en cuanto nos dejamos interpelar, en tanto que todos los seres merecen nuestro cuidado. Al meditar disolvemos las disyuntivas y comenzamos a ser una conjunción con el vasto universo. De igual forma, la meditación nos hace más hospitalarios y dispuestos para la aventura de vivir intensamente: comer cada alimento con fruición, hablar con el amigo sin prevenciones, caminar sintiendo cómo nos habla la realidad al ser tocada por nuestros pies. Aprender a meditar es, en suma, salvar nuestra alma, nuestro ser más preciado, de las demandas imperiosas de la prisa, de las obligaciones infundadas por la sociedad a la que pertenecemos, del bullicio que anula el yo auténtico que habita en nuestro corazón.
Me parece bien interesante la forma como el autor describe y muestra los beneficios de la meditación: “es una práctica para tirarse de cabeza a la realidad y darse un baño de ser”; “consiste en una rigurosa capacitación para la entrega”, “es un invento solo para erradicar el miedo”; es un puente para “pasar por la quietud y adiestrarse en el dominio de sí, sin el que no puede hablarse de verdadera libertad”; es un aprendizaje para “saber estar aquí y ahora”, ofreciendo la mínima resistencia a la vida. La meditación: permite que “la flora y la fauna interiores se enriquezcan cuanto más se observen”; “nos ayuda a recuperar la niñez perdida”; “nos con-centra, nos devuelve a casa, nos enseña a convivir con nuestro ser”. Dadas todas esas bondades, nos asalta de una vez una pregunta: ¿y por qué no todos fácilmente apropiamos esos beneficios? La respuesta nos la ofrece d’Ors a lo largo del texto: porque “estar atento a las propias distracciones es mucho más complicado de lo que uno se imagina”; porque estamos deslumbrados por ese pequeño yo, que no es otra cosa que “esas identificaciones falsas a las que solemos sucumbir”; porque poco “cultivamos la propia vida”.
Resulta sugestivo entender la meditación como una búsqueda de lo que en verdad somos. Pablo d’Ors señala que esa pesquisa se debe hacer de manera oblicua, nunca directa. Para ello usa la imagen del “buscador del buscador”; es decir, que meditar consiste en fijar la atención de tal manera que únicamente nos concentremos en el testigo interior que está en dicha búsqueda. Cuando meditamos un yo auténtico mira a otro yo falso, pero lo hace de manera “amorosa”, como quien “espera una revelación sin ninguna prisa”. Meditar, en consecuencia, es observar cuidadosamente a ese testigo que como “una gota de agua que cae sobre una roca, va perforándonos muy poco a poco”. Haciendo esta labor lateral, de sesgo, podemos dejar de temer a vivir o al menos “cambiar el modo en que nos enfrentemos con nosotros mismos”. Meditamos para limpiar el receptáculo de nuestro interior, “de modo que el agua que se vierta en él pueda distinguirse en toda su pureza”.
Cerremos este comentario de Biografía del silencio subrayando una lección transversal del libro que es también una consigna de la meditación: “vivir es transformarse en lo que uno es”.
Grupo de investigación en Literatura Latinoamericana y enseñanza de la literatura, Universidad Tecnológica de Pereira.
En mi pasada visita a la Universidad Tecnológica de Pereira, invitado por la Facultad de Bellas Artes y humanidades y los Posgrados en literatura, tuve la oportunidad de impartir una conferencia sobre la “Didáctica de la escritura, según los escritores expertos”. Fruto de esa charla, al final les propuse a los asistentes escribir algunas preguntas derivadas o motivadas por mi disertación. Varias de ellas las respondí presencialmente y otras son las que ahora trato de contestar aquí. Sirvan estas respuestas, entonces, como una forma de continuar el diálogo con los estudiantes y profesores de la Maestría en literatura, de la Maestría en estudios culturales y narrativas contemporáneas, del Diplomado en didáctica de la lectura y la escritura y del Grupo de investigación en literatura latinoamericana y enseñanza de la literatura, liderado por Juan Manuel Ramírez y dinamizado académicamente por Fabián Andrés Cuéllar.
¿Cómo hacer que los niños amen la lectura? (Lina María Gómez Ángel).
Como tantas cosas en la docencia, lo más importantes es mover, conmover a los más pequeños. Digamos que el maestro debe mostrarse, antes que nada, como un animador a la lectura: elegir bien los textos, ponerlos en escena, entonarlos, darles vida frente a los ojos de sus estudiantes. Al maestro le corresponde crear esa fascinación o dotarlos de magia. La lectura oral es esencial para este propósito. Pero, insisto: una lectura con dramatización en la voz, con pausas y silencios, con cambios en la modulación, con énfasis estratégicos. Considero que el libro álbum es un excelente recurso para que los niños y niñas empiecen a amar la lectura. La combinación entre la imagen y el texto, los contrapuntos y el doble mensaje, contribuyen a que un corto relato o una anécdota sencilla se conviertan en una secuencia maravillosa. Es decir, hay que combinar el ritmo de la palabra entonada con los múltiples recursos de las imágenes: el color, la textura, las formas, el tamaño, la perspectiva… todo ello hace que los más pequeños vayan adentrándose en un universo que les ofrecerá aventuras inesperadas.
¿Cómo puedo llegar a sorprender y/o ser escuchado, atendido, ayudándome de autores literarios, siendo en mi profesión administrador de organizaciones? (Gerson Alexander Aguirre Trujillo).
Creo que lo primero es empezar a buscar esos textos o esas obras literarias que tienen como motivo aspectos relacionados con el campo profesional de tu interés. Te sugiero revisar el cuento, la novela corta, la fábula, el apólogo, el poema… Pienso, por ejemplo, en los textos de Kafka que son una buena lectura crítica al trabajo rutinario, a la burocratización, al anonimato de los procesos administrativos. Se me ocurre ahora también el cuento Bartleby, el escribiente, de Herman Melville: una irónica alegoría al trabajo repetitivo de las oficinas, o pienso en Ramón Villaamil, el funcionario desgraciado de la novela Miau, de Benito Pérez Galdós, o en la obra de teatro La muerte de un viajante de Arthur Miller, en la que puede evidenciarse la tensión entre la ética y el beneficio económico… Hay compilaciones de fábulas, cuentos y apólogos –retomadas en gran parte de la literatura oriental– que pueden ser de gran utilidad para analizar el liderazgo, los procesos de cambio, el trabajo en equipo (por ejemplo, El círculo de los mentirosos de Jean-Claude Carrière). En este mismo blog puedes encontrar algunas de mis propuestas al respecto, usando como mediación la fábula. Sobra decir que en esas obras y otras tantas, la literatura sirve de reflejo, de crítica, de mirada comprensiva, de bisturí inclemente; lo que sigue es el trabajo del docente para provocar con esos textos literarios la reflexión, invitar al análisis social de un oficio o ver los riesgos morales de una profesión.
¿De qué manera puedo encontrar un género literario que me apasione? (Alejandro Cortés Osorno).
Es necesario explorar, hacer varios intentos, descubrir en cuál de esos géneros te sientes más cómodo para expresarte, o en cuál de ellos encuentras el mejor camino para traducir tus emociones, tus pensamientos, tus ideas. Desde luego, hay que ir leyendo diversos modos de manifestarse la literatura. Empieza por el cuento, sigue con la poesía, adéntrate en el ensayo, revisa la fábula, el drama, la novela… No te contentes con beber de una sola fuente; sacia tu curiosidad en varias de ellas hasta que percibas una o dos que sean más afines con tu sensibilidad. Emborrona, haz muchos intentos, lleva un diario, ten a la mano una libreta de notas, experimenta, deja que fluya tu interioridad. Te recomiendo mirar mi libro Escritores en su tinta en donde hay bastantes testimonios o ejemplos sobre eso de “encontrar la propia voz” o averiguar cuál es el mejor género para empezar a escribir.
¿Qué se desnuda cuando se escribe: el alma o el cerebro?, ¿por qué es tan difícil escribir? (Lina Marcela Alvarado Vélez).
Escribir es difícil por muchos motivos. Pero hay dos que me parecen los más evidentes: el primero es, por supuesto, la falta de conocimiento y dominio de una técnica como la escritura. No siempre se cuenta con un acervo de recursos, trucos, habilidades o formas que faciliten poner en palabras una emoción o una idea. El saber y el componer con palabras un texto es ya, de por sí, una dificultad. En algunas ocasiones tenemos mucho que decir pero somos torpes o inexpertos en el dominio de esa técnica. El segundo motivo proviene de otro lugar: a veces es difícil escribir porque hay demasiado miedo a que otros vean o sepan de nuestra íntima personalidad, a volver los vericuetos de nuestra interioridad un evento público. Tememos ser censurados o criticados, malinterpretados o señalados por otros. Porque al escribir no solo desnudamos nuestra alma, sino, de igual modo, nuestros pensamientos. Esos dos obstáculos requieren superarse de manera diferente: para el primero hay que estudiar, hacer “lecturas de relojero”, para mirar con detalle cómo otros han forjado o construido un mundo con palabras; el segundo, requiere de cierto valor para atreverse a comunicar una emoción que nos atenaza el corazón, una angustia que paralizar nuestro ser. Sin ese vigor interior, sin esa sinceridad que tanto recomendaba Nietzsche, será difícil vencer el miedo a escribir.
¿Cómo sembrar en los estudiantes el hábito de escribirse y tomar conciencia de sí? (Aída Marina Jiménez Rivera).
Las respuestas son múltiples. Me atrevo a señalar unas cuantas. Empezaría por recomendarte que no te centres demasiado en la corrección idiomática o la censura a los errores de redacción. Al menos, no al inicio. Considero que las llamadas escrituras expresivas o aquellas otras más cercanas a la biografía de los estudiantes, rinden más beneficios que las consideradas académicas (demos, por caso, una reseña o un informe). Que los estudiantes encuentren los medios más idóneos para decir su mundo, sus emociones, es una buena manera de motivarlos. Puede que la elaboración de la letra de una canción sirva de puente; puede que la elaboración del “diccionario autobiográfico” de esos jóvenes sea una actividad más llena de sentido que copiar en el cuaderno un vocabulario retomado de un libro de texto. De igual modo, pienso que invitarlos a leer novelas cortas, de esas consideradas “de formación”, o textos en los que se mencione la importancia de escribir contribuye a romper la desidia o el desinterés por la escritura. He usado el “Cuaderno del escucha”, que es una especie de diario en que los jóvenes van registrando aquellas cosas que oyen en su vida cotidiana o familiar y que, por una u otra razón, las consideran interesantes. He obtenido mediante este recurso muy buenos resultados. También me he valido de las diversas formas de la autobiografía: la musical, la del relato derivado de las fotografías (puedes mirar en este mismo blog, la sección “Autobiografía”), el perfil, la etopeya… En todo caso, esas estrategias no las he utilizado para ejemplificar un aspecto de la gramática o para evaluarlos. Si de veras deseas crear el hábito de escribir en tus estudiantes lo fundamental es que ellos se descubran, se problematicen; que al escribirse, den testimonio de sus angustias, sus experiencias, sus sueños, sus miedos.
¿Cómo podemos hacer un buen diagnóstico para saber desde dónde empezar a mejorar las habilidades de la escritura? (Lourdes Angélica Palacios Bermúdez).
Basta pedirles un pequeño texto o que traigan a clase uno de los hechos para cualquier clase. A partir de ese escrito se puede conocer dónde están los mayores problemas: en la sintaxis, en la puntuación, en la competencia lexical, en el uso de conectores, en la cohesión y la coherencia. Lo fundamental es ver esas fallas recurrentes, esas carencias repetitivas. Otra alternativa es solicitarles a tus alumnos que traigan a clase, para compartir con sus compañeros, cosas que hayan escrito, bien sea cuentos, poesía, relatos, reflexiones. Oyendo esos testimonios se puede obtener también un diagnóstico de lo que debe mejorarse. A veces resulta útil emplear encuestas, en las que se les pide a los estudiantes su opinión sobre sus debilidades al escribir. Este cuestionario ayuda a delinear un campo de trabajo docente o, al menos, a fijar cuáles deben ser las prioridades en una agenda didáctica. Sea como fuere, no sobra recordar que los problemas de la escritura son particulares, por eso hay que hacer ese diagnóstico, y ya en el trabajo tutorial con cada estudiante, se irán reconociendo otras falencias que merecen una ruta de mejora específica.
¿Cómo acostumbrar el cuerpo a escribir? (Diego Alejandro Olarte Quintero).
Aunque parezca un asunto menor, este es de los mayores escollos para escribir. Por el amodorramiento, por la pereza o la falta de disciplina, no se empieza o concluye un proyecto de escritura. Se escribe con el cuerpo y, al depender de él, hay que entrenarlo. Lo recomendable es empezar poco a poco, sin forzarlo, haciendo pequeños ejercicios de escritura. Lo mejor es llevar un diario, o tener a la mano una agenda de notas en la que redactemos pequeñas instantáneas de nuestras reflexiones o de lo que observamos en la vida diaria. Si ya se cuenta con ese hábito, y hay que desarrollar una vigorosa voluntad para que no todo acabe en buenas pero fallidas intenciones, ya se podrá pensar en escritos de mayor extensión, al menos alcanzar la meta de una página. Esa puede ser una vía. Otro camino es transcribir párrafos o segmentos de algún autor o libro que nos ha parecido interesante. La copia de esos textos ayuda al cuerpo a habituarse a tener una relación con la escritura, a sentirla cercana, a percibir su ritmo y su consistencia de palabras. También puede servir elegir una cita, un aforismo, una frase memorable y hacerle una glosa o un comentario. Contrapuntear la escritura de otros, además de retador, contribuye a que el cuerpo aprenda a foguearse en las lides de la escritura. No sobra repetir el consejo de muchos escritores expertos: lo esencial es adquirir el ejercicio cotidiano con la palabra escrita, para fortalecer las “conexiones” del pensamiento y evitar que se “encalambre” la mano o se “canse” en los primeros párrafos.
¿Cómo decidirme entre ser crítico literario o maestro? (Santiago Largo).
Si bien son oficios diferentes, es posible combinarlos. Gran parte de los críticos literarios son maestros. El trabajo del crítico, del analista, del estudioso de la literatura, enriquece y revitaliza la enseñanza de la literatura. Eso es lo deseable, para que la docencia no sea una labor repetitiva y anquilosada, sino la puesta en escena de lo que se ha investigado. Pero entiendo que tu pregunta señala una duda sobre el futuro profesional. En ese caso, lo mejor es que mires tus aptitudes, que sopeses tus talentos y cómo son tus emociones en uno u otro escenario. La labor del crítico, si se la mira desde una perspectiva de la mera producción, es más solitaria, más de estudio concienzudo y pesquisas de largo aliento. El crítico es, por excelencia, un gran lector y tiene como objetivo publicar eso mismo que investiga. El maestro, aunque no sea tan especializado como el crítico literario, lo que mayormente le interesa es compartir sus conocimientos con otros. Su labor es de motivación y animación de un área del conocimiento, como es el español o la literatura. El quehacer del maestro requiere paciencia, dedicación, sensibilidad social y altas habilidades comunicativas o de interacción. Desde luego, el maestro también hace con sus alumnos una forma de crítica literaria, quizá no tan sistemática o densa, pero, al igual que su colega, intenta desentrañar los sentidos y los significados de las obras. Como se ve, son dos posibilidades laborales que tienen muchos lazos en común, más que diferencias irreconciliables. Aunque hablando del futuro, lo mejor es explorar dónde te sientes más a gusto o cuál de ellas te produce mayor felicidad.
¿Qué es la emoción de escribir? (Abelardo Gómez).
Para los que vivimos esa experiencia, la emoción de escribir es antes que nada una sensación de libertad. Te sientes sin lastres de ninguna índole, avanzas por los vericuetos de la página en blanco como si jugaras o no tuvieras límites para tu imaginación. Esa libertad te permite dejar fluir el mundo de tu interioridad y sorprenderte de lo que va saliendo de tus manos. Mas hay otra gran emoción derivada del acto de escribir: el apreciar cómo va tomando forma un texto, cómo adquiere una fisonomía que antes no era sino difusas ideas o un maremágnum de exaltaciones y entusiasmos. Qué gran emoción se siente cuando el acto de crear se vuelve cuento, poema, ensayo concluido. Y ni qué decir de la emoción de compartir eso mismo que se escribe; en hallar un cómplice, un lector, un alma gemela que pueda adivinar o imaginar el significado escondido o resguardado por unas palabras. Esa es la emoción suprema del escritor: recuperar desde otro ser lo que salió de su corazón, pero transformado en comentario, en subrayado, en glosa o línea recordada. Aunque no sobra decir que a veces esa emoción de escribir posee sus momentos angustiosos, sus tristezas, cuando lo que tenemos adentro no logra hallar la mejor vía para manifestarse, o cuando padecemos tiempos de sequedad, o cuando las mismas criaturas hechas por nuestras manos no logran satisfacernos. No obstante, esas intermitentes alteraciones negativas, hacen parte de la emoción de escribir. Son, por decirlo así, las peripecias propias de esos consagrados alquimistas obsesionados en descubrir el elixir mágico de la palabra escrita.
¿Cómo puedo enseñar poesía para interpretar las condiciones de esta vida, para llegar al alma y sensibilizar los corazones y los actos de mis estudiantes (Ángela María Suárez Londoño).
La poesía es una escuela de la sensibilidad y la sentimentalidad. Por medio de ella aprendemos otra forma de conocer y, al mismo tiempo, otra manera de aprender a vivir. La poesía pule nuestro instinto, da voz a lo que nos paraliza, ofrece un caudal de experiencia, vertido en imágenes, que sin lugar a dudas es genuina sabiduría. La poesía, de otro lado, hace maleable nuestro entendimiento, flexibiliza la dureza de nuestra racionalidad y, lo que es más importante, es un buen lenguaje para expresar y comprender las emociones propias y ajenas. Por todo ello es que vale la pena considerarla una prioridad en nuestra labor docente. Para ello, es fundamental elegir muy bien qué poemas son los que vamos a llevar a clase, cuáles los que deseamos que nuestros estudiantes aprendan de memoria, y qué libro de poemas amerita leerse de forma completa. Hay que buscar poemas que estén cerca a las necesidades vitales de nuestros alumnos; impulsar el comentario de esos poemas y vincularlos con el mundo de ellos. De igual manera, es necesario con la lectura de poemas en clase, ayudar a superar la superficialidad afectiva que circula en la sociedad de consumo. Es urgente conversar sobre la ambigüedad de los sentimientos y la no siempre grata vivencia de las pasiones. Te recomiendo leer mi libro Vivir de poesía. Poemas para iluminar nuestra existencia, creo que en esta obra podrás encontrar un buen recurso para tus inquietudes.
Asistir a la Feria del libro, la número 32 llevada a cabo en Bogotá, del 24 de abril al 6 de mayo, es motivo de alegría para mi espíritu. En principio, porque estoy a mis anchas en un escenario que me es familiar, en un ambiente que considero parte de mi opción de vida; y en segunda instancia, porque me permite indagar en las novedades bibliográficas o descubrir obra y autores en los que no me había fijado con suficiente atención. Cada visita a la Feria es, entonces, una pequeña aventura en la que caben el hallazgo, el redescubrimiento, la curiosidad o la satisfacción de encontrar por fin un texto que deseaba, desde hacía mucho tiempo, tener entre mis manos. Como parte de esa odisea, comparto con mis lectores algunas obras recogidas en el pasado viaje.
Empiezo por un libro álbum que buscaba años atrás: Las tres pequeñas lechuzas. El texto es de Martin Waddell y las ilustraciones de Patrick Benson (Kalandraka, Pontevedra, 2017). Me interés era leer y apreciar en detalle la magnífica propuesta del ilustrador británico. No quedé decepcionado. La plumilla detallista, el uso estratégico del color, el manejo de los planos, todo ellos confluye para que sea una obra excepcional. Y si a eso le sumamos un texto con un sugestivo estribillo cercano al sentir de los más pequeños, el resultado es un libro álbum digno de tener en nuestra biblioteca y, en lo posible, de leerlo en familia o en la escuela.
Otro de mis descubrimientos es de un autor que no me canso de recomendar, Shaun Tan: Cigarra (Bárbara Fiori, Albolote, 2018). Este libro álbum, que parece evocar la Metamorfosis de Kafka, está inspirado en un kaikú de Basho: “¡Cuánta quietud! /El canto de la cigarra / taladra la roca”. Escrito de manera taquigráfica muestra con ironía la transformación de un “juicioso” y sumiso trabajador hasta su liberadora jubilación. Las imágenes contrastan el gris de la rutina laboral (el encierro, la opresión) con el amarillo brillante de los cielos abiertos.
Prosigo con una obra hecha a cuatro manos: Daniel Fehr (texto) y Mauricio A. C. Quarello (ilustraciones), titulada: ¿Cómo se lee un libro? (Océano, Barcelona, 2018). El libro álbum opera como un artefacto que, según la posición sugerida durante el texto, va cambiando los elementos gráficos. Un texto lúdico que invita a pensar la “postura” en el acto de leer.
Agrego el libro álbum de Mark Janseen, Un día normal (Flamboyant, Barcelona, 2019). Es un excelente contrapunto entre lo que dice el texto (cosas poco extraordinarias o cotidianas) y lo que muestran las imágenes (que son maravillosas o no nada habituales). Lo que parece en un nivel “menos interesante” o aburrido, al contrastarlo con el nivel de las ilustraciones se convierte en una aventura llamativa y digna de admiración.
Cierro esta primera parte de mis hallazgos, centrados en el libro álbum, mencionando un pequeño texto de Pirkko Vainio: Lecciones de vuelo (Thule, Barcelona, 2016). El libro álbum, con una exquisita sencillez, ofrece lecciones sobre el difícil arte de aprender a “manejarse en la vida”. Es maravilloso ver cómo pueden combinarse un texto condensado y unas imágenes sutiles para presentar una manual de sabiduría.
Mi visita a la Feria en esta ocasión también abarcó otros sectores de mi interés. Por ejemplo, Etnografía digital. Principios y práctica de Sarah Pink, Heather Horst, John Postill y otros (Morata, Madrid, 2019). El texto, que es el resultado del trabajo realizado por los miembros del Centro de investigación en etnografía digitial de la RMIT University, de Australia, está organizado en ocho capítulos: comienza explicando qué es la etnografía digital, y luego pasa a mostrar cómo puede hacerse esta práctica de investigación en experiencias, estudios de cosas, relaciones, mundos sociales, localidades y eventos. Una obra útil para investigadores que les interesa conocer “las posibilidades de la etnografía digital para el estudio y la redefinición de conceptos fundamentales de la investigación social y cultural”.
Me llamó la atención una recopilación hecha por Fermín Herrero y Jesús Munárriz, Poesía ¿eres tú? (Hiperión, Madrid, 2018) en la que los autores presentan frases, citas, definiciones, opiniones diversas sobre el poema, el poeta y la poesía. Como se dice en el prólogo, “en este gran batiburrillo poético y metapoético puede encontrarse de todo, desde joyas y genialidades hasta perogrulladas y boberías, pero de todas es responsables la misteriosa poesía, que las ha motivado e inspirado y que, tras miles de años de existencia, continúa sin dejarse atrapar por definiciones y conceptos pero nunca desaparece, y sigue viva en quienes la escriben, la escuchan o la leen”. Como muestra de esta obra, transcribo dos citas: “La poesía es de todas las aguas claras la que se entretiene menos en los reflejos de los puentes” de René Char, y “La poesía no es la música del alma, sino el silencio de una inteligencia que ha ido formándose en el mundo, hasta transformarse en espíritu capaz de cantar libremente” del poeta irlandés Seamus Heaney.
Concluyo este menú de adquisiciones señalando la Antología del cuento extraño de Rodolfo Walsh (El cuenco de Plata, Buenos Aires, 2014), que fue publicada en un solo tomo en 1956 por Hachette, y que ahora se reedita en cuatro volúmenes. La compilación hecha por el escritor argentino es una recopilación de cuentos completos en las que se mezclan ejemplos narrativos de lo alucinatorio, lo siniestro, lo maravilloso, las distorsiones de la subjetividad. A lo largo de la antología aparecen autores como Saki: “Laura”, Oliver Onions: “El buque fantasma”, Julio Garmendia: “La tienda de muñecos”, E. M. Foster: “Panico”, Gérard de Nerval: “El monstruo verde”, John Russell: “El precio de la cabeza”, Joseph Conrad: “La bestia”, H. G. Wells: “La puerta en el muro” o Leónidas Andréiev: “Lázaro”. Son 49 cuentos “no realistas” compilados por un escritor de novelas realistas como Operación masacre.
¿Cuál es el conflicto de Miguel?: ¿una doble vida?, ¿sus duales motivaciones?, ¿la lucha entre la responsabilidad y la libertad?, ¿su doble moral? Ese conflicto es el que André Gide expone a lo largo de la novela El inmoralista (en la traducción de Julio Cortázar). El recurso empleado por el novelista en un largo testimonio contado a sus amigos Dionisio y Daniel, los únicos que podrían entender y “resistir” ese cambio de vida y de sensibilidad.
Una afirmación del mismo Miguel puede servirnos de brújula para este comentario: “Saber liberarse no es nada; lo arduo es saber ser libre”. Esa es la lucha de alguien que se casa por ternura, más no pasión, y que solo hacia el final, en contra de las responsabilidades conyugales, logra liberarse de “esa primera moral de niño” que había dejado más “pliegues en su espíritu” de las que él suponía. El conflicto se hace más fuerte al comprobar Miguel que ha pasado casi 25 años de su vida sólo “mirando ruinas y libros” y “desconociéndolo todo de la vida”. Ha estado encerrado, resguardado por una moral que, a la par que lo tranquilizaba, “también lo preservaba al mismo tiempo”. Sin embargo, dentro de sí, vivía activo dentro de él “un enemigo poderoso y activo”. Y la novela de Gide muestra el itinerario de esa lucha. Un recorrido desde los compromisos a una “primera moral” hasta el reconocimiento y aceptación de una segunda moral, ya no anclada en principios, sino libre y despierta a la fruición de los sentidos.
Ese enemigo, al cual Miguel “escucha, espía y siente” a lo largo del texto, es su fascinación por los niños. Hacía ellos tiende su verdadero interés, a pesar de sentir también un cariño hacia Marcelina, su esposa. Gide pinta a esa mujer con una abnegación y un amor, únicamente mermados por la tuberculosis. Marcelina es compañía, enfermera, soporte para los proyectos de Miguel, y entre más da muestras de ese amor, de ese afecto, mayor es el drama para la sensibilidad de Miguel. Porque su desasosiego, “su sentimiento trágico”, su dolor, es tener que aparentar lo que no es. Él mismo lo confiesa: “me vi obligado a representar un falso personaje, a parecerme a aquel que los demás creían que seguía yo siendo, bajo pena de dar la impresión de que fingía; y para mayor comodidad, fingí entonces tener los pensamientos y los gustos que me atribuían”. Miguel es un simulador, con las personas que lo rodean y, lo más doloroso, consigo mismo. Ese es su drama: “no poder ser a la vez sincero y parecerlo”.
Lo que apreciamos los lectores, a partir del testimonio del protagonista es que él, al igual que un palimpsesto, tiene que ir “borrando sus textos recientes” para descubrir en su propia persona un “texto muy antiguo pero infinitamente más precioso”. Miguel escarba dentro de sí a lo largo de la novela; al hacerlo, halla debajo de sus virtudes sus vicios. Y si en un comienzo se sorprende de ello, poco a poco va comprendiendo que “las cosas consideradas peores (la mentira, por no citar más que una) sólo son difíciles de hacer cuando no se las ha hecho nunca, pero que muy pronto se tornan fáciles, agradables, gratas de repetir, y en poco tiempo como naturales”. Ahí está la clave de su inmoralismo. Al final de la novela se lo ve atendiendo más sus propios deseos nocturnos que la solidaridad o la compañía a su esposa enferma, más entregado a las urgencias de sus propios apetitos que a las responsabilidades de otra persona necesitada.
Ahora bien, si en la vida “lo importante es saber qué que se quiere”, podríamos concluir que Miguel ha conquistado ese propósito. Por supuesto, darle rienda suelta a su libertad no es tan fácil como parece: su conquista se hace sobre la destrucción de Marcelina; llevarla de allí para allá, mermándola, abusando de ese amor incondicional y no culposo. Miguel logra su cometido pero, de alguna manera, sacrificando a alguien que lo ama. Por eso concluye con amargura que “sufre de una libertad sin empleo”. Y por eso también, como su amigo Menalcas, no quiere mirar al pasado; desea “el perfecto olvido del ayer para crear la novedad de cada hora”. El inmoralista vive en un vertiginoso presente, anhela estar embriagado por una alegría “semejante a aquel maná del desierto que se corrompe de un día a otro”. Nada de mirar hacia el pasado, hacia las tradiciones o las costumbres. Miguel asume el súbito porvenir como “un agujero vacío” al cual precipitarse. Ya no quiere ser un lector o un observador de ventana, ahora desea ser protagonista de sus pasiones, para saber “cuántos enemigos pueden cohabitar en él”.
Detrás de este cambio de Miguel se esconde una convicción: “de las mil formas de vida, cada uno sólo puede conocer una”. Cada quien debe hacer la suya “a su medida”. Esa es la tarea mayor, a pesar de las normas o los convencionalismos establecidos. De allí la lucha, el conflicto de los seres humanos. Gide retrata en Miguel la tragedia de esa conquista del sí mismo, la no siempre feliz labor de reconocerse y aceptarse tal como se es. La lectura de la novela nos muestra que la conquista de la felicidad, para ciertos espíritus “extremadamente vivos”, es “obstinadamente dolorosa”. Y que, como se aprecia en la novela, “solo se cuenta aquello que la prepara, y luego aquello que la destruye”. Lo que queda en la mitad le pertenece únicamente a cada persona, hace parte de las peripecias de su libertad.
No obstante, el resultado de esa batalla no parece ser un final feliz o victorioso. Miguel comprueba que “uno cree que posee, y, en realidad, es poseído” por aquello mismo que persigue. Ese parece ser el otro drama del protagonista. Lo que tanto se anhela y anhela termina devorando las ansias mismas de poseerlo. Por eso Miguel no puede exigir en los demás sus opciones, de pronto se alegre si “encuentra en otros sus vicios”. Miguel no es un animal. No puede gritar sin ser escuchado por sus semejantes. El inmoralista convive con otras personas, ese es su tormento, el gran dilema que ha acompañado a los seres humanos desde cuando decidieron sacrificar sus instintos por alcanzar la vida en sociedad. Luis Cernuda, el poeta español, lo sabía también: el hombre vive en una lucha continua con sus demonios interiores, está en contienda permanente, oscilando entre las demandas de sus deseos y las prescripciones de la realidad.