
Anaïs Nin: “Escribiré la verdad absoluta en mi diario”; Franz Kafka: “Uno encuentra en su diario pruebas de haber vivido”.
Llevar un diario hace parte de las prácticas de la escritura confesional. A través de las palabras, el diarista consigna para sí impresiones de su cotidianidad, reflexiones sobre diversos asuntos, angustias que lo atormentan, experiencias, anhelos o preocupaciones personalísimas. Esta confesión, a solas, convierte a los diaristas en notarios de su propia intimidad, en personas que examinan su ser y su actuar constantemente.
Al ser la privacidad la materia prima más abundante con que se hace el diario, cada diarista oscila entre decir todo lo que siente o piensa o editar parte de ese caudal de vivencias y pensamientos. Pero esta “aduana” depende exclusivamente de su criterio, de sus convicciones, de su carácter, de sus creencias. Nadie más que el diarista para saber qué incluye o excluye de su parcela de escritura cotidiana. Algunos recurren a las siglas o los asteriscos, a la omisión de apellidos; pero otros, convencidos de que al menos frente a la hoja en blanco no vale la pena mentirse, dejan desnudas en las páginas del diario sus más secretas apreciaciones sobre algo o alguien, sus juicios más incisivos sobre las personas con quienes conviven o trabajan. En todo caso, la esencia de llevar un diario está ahí precisamente: en poder expresar libremente lo que a todas luces debe permanecer privado o permanecer impronunciable.
Es evidente que llevar un diario es un ejercicio de rememoración sobre lo vivido. Pero si uno lo analiza mejor, el diarista “criba” los hechos en busca de algún acontecimiento. Es decir, de todo lo que se puede hablar o hacer, de las innumerables cosas que escuchamos o vemos, de todo ese caudal, el diarista elige sólo algunos eventos que, según su criterio, alcanzan una mayor significación. Dichos acontecimientos son los que merecen el lugar del registro. Quizá por eso, se dejan días en blanco, como una manera de señalar su poca relevancia. Mediante esa tarea de cedazo o selección, los diaristas buscan –así no sea siempre de manera consciente– detectar lo valioso de su existencia. No se trata, entonces, de hacer un acta, hora a hora, de todo lo que le sucede a un individuo, sino de determinar cuándo una conversación, una actividad, un encuentro, tiene el suficiente interés como para transformarse en un incidente crítico, en un hito, en una marca vital.
Así que, a la par que el diarista recuerda, también va generando un proceso de reconocimiento personal. Los signos escritos le sirven de espejo para descubrir sus obsesiones, sus “monotemas”, sus motivos recurrentes. El diario, en este sentido, es un medio idóneo para el cuidado y el cultivo de sí. Mediante la relectura de sus páginas, el diarista logra entender su existencia, comprender mejor sus actuaciones, apreciar el itinerario de su historia o, en caso negativo, detectar lo que por el afán o la despreocupación ha dejado al garete o al incierto vaivén de las circunstancias. Si bien lo inmediato es rememorar para escribir en el diario los acontecimientos del día, lo que resulta revelador –al releer el diario– es comprobar cómo se va delineando una personalidad, cómo afloran ciertas manías, cómo se desarrolla una vocación, cómo se instalan ciertas pasiones. Para decirlo de manera enfática: los diarios son la mejor evidencia de las peripecias interiores por las que pasa un ser humano.
De igual modo hay que señalar que gran número de diaristas emplean este útil de escritura como red de pesca para atrapar ideas, pistas de futuros proyectos, detonantes para despertar su creatividad o caldo de cultivo de eventos en curso. Al usar así el diario, lo convierten en “mesa de laboratorio” o escenario para capturar “perlas” de pensamiento o reflexiones valiosas que van saliendo entre el flujo de conciencia de cada día. Porque si bien el diarista no tiene como propósito fundamental en sus registros cotidianos producir esas “joyas”, lo cierto es que en el acto de escribir se conjugan intuiciones, saberes, imaginaciones lubricadas por la razón y por la emoción y los afectos. Entonces, en medio de esa avalancha de signos, aparecen desperdigadas “pedrerías”, “visiones”, “clarividencias” u ocurrencias que pueden aceitar procesos de pensamiento estancados o mostrar ventanas a iniciativas aparentemente clausuradas.
Resulta interesante el diálogo que establece el autor de diarios: a través de la escritura el diarista se desdobla, halla un interlocutor que es su propia persona. Y gracias a que encuentra ese otro, puede entonces confesarle sus más íntimas angustias, sus más secretas ilusiones. Quien elabora un diario construye o disocia su conciencia, crea un heterónomo para verse como alguien diferente. Construida esa otra presencia mediante la escritura, ella puede interpelarlo con sus signos mudos, convocarlo desde la rememoración cuando vuelve a leer cada registro, incitarlo o tranquilizarlo cuando las pasiones lo desbordan. El diarista transforma cada apunte solitario en un lance para la compañía, comparte las voces de su conciencia con los ecos de su mano al escribir. La hoja silenciosa, la parcela blanca de papel o la pantalla inmaculada, le sirven de escucha o de antagonista fraterno.
Quien lleva un diario se convierte en un archivista de su propia vida. Allí, en esas páginas, quedan nombres, hechos, situaciones, descripciones, pensamientos de una persona particular, situada en una época y un lugar específicos. El diarista es, a su modo, un historiador de su existencia. Y aunque pueda exagerar o dejar de lado muchos eventos, lo cierto es que su tarea ayuda a poner en alto relieve la manera como alguien padece y enfrenta un tiempo y unas circunstancias específicas. Los diaristas son los amanuenses de la microhistoria, esa que por no ser heroica o de grandes gestas parece relegada al olvido. Por eso resultan tan significativos los diarios: porque no solo dotan de conciencia histórica la existencia de una persona, sino por servir de referente experiencial para otras vidas.