Las fiestas navideñas, que tanto reiteran la alegría y el compartir en familia, tienen un momento culmen en la noche del 31 de diciembre. Es la fecha para despedir un año y darle la bienvenida a otro. Dicho ambiente de fiesta se ha ido consagrando en temas musicales, en canciones que con el pasar de los años se vuelven hitos de festejo y de recordación imborrable. En cada país hay orquestas, grupos musicales o cantantes insignes asociados a esta celebración. En Colombia, por ejemplo, Rodolfo Aicardi es uno de ellos. “Cantares de navidad”, un tema original del puertorriqueño Benito de Jesús, sirvió y sirve de telón de apertura y de cierre a las fiestas decembrinas. Entre la alegría y la tristeza el año nuevo aparece como un regalo floral sacado de algún jardín cultivado por el tiempo.
¿Y con quién se desea celebrar el año nuevo?: con el ser que amamos, con los parientes más cercanos, con los amigos de toda la vida… Con todo ellos queremos recibir el primer día del año, abrazarnos en signo de fraternidad y unión perentoria. No en vano tratamos de que toda la familia esté reunida; aún aquellos parientes más lejanos anhelamos que estén presentes. El brindis de año nuevo rubrica los lazos de la sangre o ese otro vínculo de los afectos elegidos. Mucho de ese sentimiento está contenido en la canción emblema de fin de año, “La víspera de año nuevo”, compuesta por Tobías Enrique Pumarejo y popularizada por Guillermo Buitrago. Al escuchar este tema surge en nosotros el afán de reiterarles a las personas de nuestro núcleo afectivo los deseos por su salud y prosperidad, por la mayor felicidad en el año que comienza. ¡El inicio de año nuevo es una fecha para felicitar en cuerpo y alma!
Algo de nostalgia trae esta celebración. Porque a la par que se festeja lo nuevo, el año que comienza, también se da gracias por lo vivido, por el otro año de vida que hemos logrado llevar hasta el final. A veces se celebra el 31 de diciembre, simbolizando en la quema de muñecos, el acabose de un hecho nefasto, de una enfermedad que nos tuvo recluidos y postrados, o el dolor por la pérdida de un ser querido; y en otros casos, se festeja en este día un logro personal destacado, un buen negocio, una meta que parecía imposible de alcanzar, un giro favorable de la fortuna. Damos gracias al año viejo porque alguien a bien tuvo regalarnos su amor o su ternura, porque sacamos adelante un proyecto, porque salimos avante de situaciones dolorosas o adversas. Precisamente, Crescencio Salcedo interpretó ese sentimiento de gratitud hacia el año que nos deja y que es, al menos en nuestro país, otro hito musical de fin de año: “Yo no olvido el año viejo”. La voz de Tony Camargo y la Orquesta de Rafael de Paz le dieron a esta canción el tono perfecto de la añoranza vuelta agradecimiento.
Pero el eje fundamental de celebrar el último día del año es la exaltación de lo porvenir. Si hay algo medular en esta fiesta decembrina en la que abunda la comida, las bebidas, el baile, es el augurio porque el futuro nos sea grato, favorable o placentero. De alguna manera al brindar por un año nuevo lleno de salud y prosperidad lo que estamos declarando es que anhelamos renacer. Y si hubo algo que nos hizo sentir frágiles o desdichados, si las cosas no salieron del todo como quisimos, al levantar las copas, al mirar hacia el cielo cómo explotan en luces multicolores los juegos pirotécnicos, lo que hacemos en verdad es direccionar de nuevo nuestra voluntad o reconducir el rumbo de nuestro espíritu para vientos favorables, tierras prósperas o un tranquilo estado de bienestar. Al gritar, ¡feliz año!, lo que decimos es que aún sentimos en el corazón el palpitar vigoroso por nuevas aventuras o que estamos dispuestos a sembrar otra vez la parcela de nuevos proyectos. La BiIlo’s Caracas Boys supo concretar muy bien esta emoción de renacimiento que trae consigo el inicio de empezar otro tiempo: “Año nuevo, vida nueva”.
Tengo vivo en mi memoria el recuerdo de aquella navidad. Vivíamos en La Laguna, por aquel entonces, en una casa grande de techo alto y protegida por árboles de naranjos, mandarinos, anones, totumos, papayos e innumerables matas de café. Eran los años 60 y yo debía tener unos cinco años. Mi padre se dedicaba a la agricultura y mi madre a las múltiples tareas del hogar. En ese ambiente, cansado de jugar con mis dos perros y una gata, “La chillona”, yo debía atender varios oficios como traer de una quebrada agua para llenar una alberca enorme situada justo entre la cocina y la casa dormitorio, buscar garranchos para encender el fogón en las mañanas, llevarle el fiambre del almuerzo a mi papá en Caracolí, cuidar el café que él dejaba para secar extendido en costales en el patio de cemento y ayudar a subir por la tarde los pollos y las aves al gallinero. Así transcurrían mis días de niño en aquella casona que había sido de la abuela Clara y, en esos años, era sostenida y mantenida impecable por las manos y el cuidado de mi madre.
Yo sabía que las fiestas navideñas empezaban con la quema de la hoguera que hacíamos el siete de diciembre, por la noche. Durante todo el día me ocupaba en arrumar pequeños palos secos, hojas de plátano caídas, hojarasca de árboles de aguacate, guamos, yarumos, chamizos de diferente tamaño, palmichas, bejucos y abundantes cortezas de guácimo. De igual modo cargaba cantidad de astillas que encontraba en el sitio donde se cortaba la leña. Me parece ver la pila de madera, puesta en un claro, entre el camino y la entrada de la casa, a la cual se le agregaban canastos viejos y boñiga de vaca, cuando los mosquitos se tornaban insoportables.
Agotado de tanto ir y venir por el entorno verdoso de la casa, o de aventurarme más lejos hasta los límites con los potreros de Los Guzmanes o la casa de Don Higinio o la de la familia Cruz, esperaba que llegara mi papá de trabajar. Me trepaba en un anón y, desde allí, como un vigía de sombras del ocaso, aguardaba ansioso su retorno. Cuando ya lo veía venir me bajaba del árbol y con “Tolismán” y “Canelo” íbamos presurosos a encontrarlo. Él me recibía con una sonrisa, me preguntaba qué había hecho durante el día y así, conversando, llegábamos a la casa, como si yo también fuera un jornalero de los que labraban la tierra de Capira. Mi padre iba hasta la cocina, le daba un beso a mi mamá y se sentaba en una banqueta a tomarse una totumada de limonada fresca.
Después de comer, yo seguía ilusionado con la quema. Mi padre, primero hacía con sus manos un pequeño hueco en la base de la pirámide de palos y hojas secas y, luego, volvía a la cocina en búsqueda de una pequeña esperma, la prendía en el fogón y retornaba a donde estábamos trayendo la diminuta vela en una mano, protegiéndola con la otra. La noche ya cubría todos los rincones de la vereda, esto hacía que la figura de mi padre se destacara más; parecía una larga sombra transportando una trémula luz. Mi papá se arrodillaba frente a la pira y ponía la espermita en el pequeño nicho que había preparado. Enseguida cubría con cuidado esa chispa con ramas delgadas, hojarasca y cortezas envejecidas. Apenas la luz alcanzaba las primeras hojas y los líquenes secos, en el momento en que las astillas de madera comenzaban su crepitar con un sonido maravilloso, el grupo lanzaba un grito de celebración. Alrededor de la hoguera estaba toda mi pequeña familia y dos trabajadores que, por esas fechas, acompañaban a mi padre en las faenas de labranza. El círculo se iba apartando a medida que crecía el fuego. A mí me daba una gran alegría ver cómo las llamas cobraban más y más fuerza hasta el punto de producir un resplandor que alumbraba la casa, la arboleda, los caminos, el guadual lejano. El humo, las chispas, el totear de la madera, subía a los cielos, acallando los grillos, los búhos y las ranas.
Pasados unos minutos, los que estaban de pie, iban a sentarse en el andén de la casa para seguir contemplando la hoguera. Yo me quedaba dando saltos alrededor de las llamas.
—Deje de jugar con la candela, porque si no, esta noche se orina en la cama —decía mi mamá.
Pero yo hacía caso omiso a su advertencia y proseguía con mi baile, brincando en derredor o saltando cerca al fuego. Los perros me secundaban, pero a prudente distancia, como si ellos sí atendieran la prohibición señalada por mi madre.
A medida que el fuego perdía fuerza yo traía más chamizos y hojas secas de plátano que había dejado apiladas en una de las esquinas del patio. Mi idea era no permitir que el fuego se extinguiera, mantenerlo tan potente en su fulgor cuanto más pudiese. Así iban pasando los minutos. Mi madre había traído tinto para todos los asistentes a esta costumbre decembrina. Aunque no éramos solo nosotros los que hacíamos la quema, de igual modo se prendía en todas las otras casas de la región, en El Cerro, en El Prado y en Lomalarga. Daba gusto ver relucir entre las montañas esos pequeños fuegos titilantes. Parecía que el cielo se hubiera bajado a la tierra y cada hoguera se asemejara a estrellas cercanas a nuestras manos.
Desde esa noche yo empezaba a añorar los regalos del niño Dios. Se me hacían muy largos los días de espera, a pesar de todos los mandados que se multiplicaban durante esas semanas: ir por la leche bien temprano donde mi tío Cristóbal, abajo de la carretera; llevar unos envueltos a donde don Ignacio; traer de donde mi abuela Hermelinda una mantecada que asaba en un horno de barro; ir donde la señora Inés, la modista, por unos vestidos… Durante esas correrías mi mente de niño se extasiaba con camiones y volquetas, con balones y pistolas niqueladas, con juguetes de todo tipo. Estaba como poseído por esa presencia que, según me habían dicho mis padres, entraba el 24 de diciembre por una pequeña ventana que quedaba justo en la habitación donde dormía. Yo me imaginaba que el niño Dios era como un ángel que venía desde el cielo a poner en la cabecera de la cama los regalos que mi corazón había soñado. Tal era mi anhelo, y por eso no paraba de hablar sobre mis deseos, especialmente a mi mamá, quien me escuchaba en silencio mientras preparaba el desayuno o terminaba de lavar la loza, después de que mi padre y los jornaleros terminaban de cenar.
—Mijo, era como una tarabita —comenta, mi madre, al recordar esas épocas.
Por eso en aquella navidad, tal vez estimulado por la curiosidad innata de esos años, decidí conocer al niño Dios. Me propuse, como fuera, no quedarme dormido para verlo entrar por la ventana y reconocer su rostro o su atuendo celestial. Lo que pensé e hice empezó desde temprano de ese veinticuatro de diciembre. Me porte más juicioso que de costumbre, hice todos los oficios que me encomendaron ese día: recogí los mangos caídos, le di de comer maíz a las gallinas, le piqué yuca a los marranos y, por primera vez, casi que ni jugué con los perros. A escondidas guardé una esperma de las que mi mamá tenía en la cocina con unos fósforos. Mi madre no sospechó nada o poco me dijo, ocupada como estaba preparando unos tamales para el otro día. Mi papá ese sábado había salido muy temprano para el pueblo de San Juan, a traer, como era su costumbre el mercado, el pan y la carne para la semana. Cuando mi padre volvió yo iba de camino a la tienda de El Piñal, porque mi mamá me había pedido ir por una caja de maizena para elaborar una natilla. Así que cuando regresé a toda carrera de hacer el mandado, ya estaba mi papá abriendo las talegas, sacando y extendiendo sobre la mesa cebollas y tomates, zanahorias y panelas, chocolate, fideos y paquetes de arroz, de frijol y lentejas. Daba gusto ver sobre la mesa del comedor el arrume de alimentos y encima de unas hojas de bijao las libras de carne, de costilla de res y varios pedazos de tocino. Mi padre me saludó, me sentó sobre sus piernas, y con gran suspenso sacó de una bolsa de papel un bizcocho “liberal” para entregármelo con una sonrisa cómplice. En medio de ese alborozo, almorzamos un sancocho. Mi padre contó que San Juan estaba lleno de festones y que la música en las cantinas y el ruido de los voladores no paraba se sonar. Como a eso de las seis de la tarde, después de comer arepa de maíz pelado con carne de cerdo frita, mis padres continuaban conversando sobre las últimas noticias sabidas en el pueblo. Una luna llena y esplendorosa le daba al paisaje un color plateado.
Al paso que transcurrían las horas mi corazón sentía a la vez emoción y expectativa. Por eso, al irnos a acostar, como a las ocho, supuse que sería poco el tiempo para ver llegar al niño Dios. Mi madre me acompañó hasta mi cama, me dio un beso y las buenas noches. Cuando ya presumí que mis padres estaban dormidos, con sigilo le quité el puntillón a la ventana y la dejé abierta, previendo que por ahí llegaría el ángel con los regalos. La luz de la luna iluminó la sábana y parte del cuarto. Aproveché esa luz para buscar debajo de la cama la esperma y los fósforos. Los puse al lado, casi al pie de mis zapatos, para tenerlos cerca cuando apareciera el niño alado. Afuera se escuchaba el croar de las ranas y el ladrido de perros de los vecinos. Desde la casa se podía oír también el ruido de la pólvora que, en esas montañas, resonaba más fuerte que en otros lugares. De medio lado, observando la noche por ese pequeño espacio, hubo un momento en que sentí miedo, pues por ahí podía entrarse el Pollo de viento, ese espíritu errante que se lleva a los niños; entonces, mentalmente recordé la oración del ángel de la guarda y la repetí varias veces:
Ángel de mi guarda,
mi dulce compañía,
no me desampares ni de noche ni de día,
hasta que me pongas en paz y alegría
con todos los santos, Jesús y María.
Pasaban los minutos y nada que se aparecía el niño Dios. Mi voluntad luchaba con el sueño. Luego de un tiempo escuché como una música de tiple, de muchos tiples juntos que parecían venir bajando de El Piñal o iban de paso por el camino real, como si fuera una romería de músicos que animaran alguna fiesta. No sé si lo soñé, pues yo creo que aún mantenía los ojos abiertos, pero me pareció que la luz de una linterna iluminaba la ventana. A lo mejor el niño Dios no venía solo, o venía con ángeles que cantaban y tocaban música, no sé, pero estoy seguro de que una luz entraba a mi habitación. Después, lo que oí fue el canto de los gallos y el cacarear de las gallinas. El sol me despertó. Algo sobresaltado miré alrededor: en lugar de la esperma y los fósforos había un camión brillante, con un aluminio enceguecedor. ¡Ahí estaba el ansiado regalo! Era un camión idéntico al de mi tío Israel, en el que llevaba las cargas de piña hasta Corabastos, en Bogotá. Tenía carrocería de madera y una cabina de color rojo encendido. ¡Era igualito! Mi sorpresa y alegría contrastaban con mi derrota. El niño Dios había entrado en mi cuarto y a pesar de mis esfuerzos de esa noche no pude verlo.
Cuando salí con mi camión a exhibirlo en la casa, mis padres me recibieron con un gran abrazo.
—¡Uy!, ¿Y ese camión tan bonito?
—Me lo trajo el niño Dios —les respondí orgulloso—. Empezando a tirarlo de la piola, rumbo a traer mi primer viaje de piedras de la quebrada.
Para que la maravilla de la navidad anide en nuestro corazón se requiere tener una fe muy especial, un convencimiento interior de que una estrella en el cielo es el signo de algún misterio o de un hecho de gran trascendencia. Precisamente, de eso nos habla el poeta español Luis Rosales en su texto “Villancico de la falta de fe”, de la miopía que tenemos los hombres para percibir la claridad de los astros o descubrir el paso lentísimo de una luz excepcional.
Ya en las primeras estrofas el poeta nos ayuda a entender los motivos para no percatarnos de esa estrella fulgurante. Las razones están en la lentitud del astro, en su traslúcido vestido o en la calentura que tenemos al ser habitantes de las grandes ciudades. Porque andamos de carreras y mirando hacia el piso el rutinario trabajo que nos permite sobrevivir, por eso poco levantamos la cabeza para avizorar los destellos que incitan a lo extraordinario. Porque nos vamos acostumbrando a no detenernos en lo bello o lo trascendente, porque hemos perdido nuestra herencia celeste, por eso ya no vemos lo que alumbra arriba de nuestras cabezas.
Hemos perdido el don de los magos, de esos seres capaces de entrever el fulgor en lejanía, la invitación que es guía aunque pareciera un resplandor común. Los magos son los que nos devuelven el sentido de lo fantástico, de gozar con lo que parece imposible. Los magos saben de estrellas porque las han visto nacer, porque pueden entrever en un simple fulgor el llamado a emprender la aventura. Los magos tienen más afinada la mirada para ver las estrellas porque han estado mucho tiempo con el cielo desnudo, porque la infinitud ha sido su paisaje cotidiano.
En cambio los hombres citadinos, los apegados a la inmediatez, difícilmente logramos observar los espacios abiertos o de amplitud sobrecogedora. En lugar de aprender de la vejez de Baltasar, ansiamos ser eternamente jóvenes; en vez de tener los ojos ardientes del creyente, nos contentamos con una incredulidad cercana al hastío. Aunque tenemos el alma llena de sed, preferimos dejarla sin florecer; hemos volcado todo nuestro interés en las cosas y las posesiones materiales hasta el punto de tornarnos invidentes para los esplendores o las luminarias inmateriales.
El poeta parece indicarnos que necesitamos de una fe más consistente, más previsora, con la cual podamos atisbar lo que está ahí pero parece ocultarse a nuestros sentidos. Y la navidad con sus belenes, con ese rito de cantos y novenas, puede ayudarnos a recuperar la fuerza de la visión creadora, el fervor de la creencia que fortifica el espíritu y nos devuelva la condición de ser criaturas limitadas pero con el poder de levantar la mirada para adorar la eternidad de las estrellas.
Además del encuentro familiar para decorar y hacer el pesebre, de crearle un escenario lo más realista posible a las figuras centrales de la fiesta navideña, el poeta español Luis López Anglada nos dice que se requiere de otra cosa para que la puesta en escena de esta tradición cobre vida. Si no está la disposición genuina, la fe o el fervor, el nacimiento quedará sin terminar, será un cuadro pintoresco y destellante, pero esencialmente inanimado.
Porque de lo que se trata es que la navidad nos devuelva la fuerza del rito; de que nos desliguemos de lo rutinario e intrascendente para entrar en esa “zona sagrada” de lo excepcional o maravilloso. Y como todo ritual, esta práctica de “armar” el pesebre, de iluminarlo, de buscar el mejor lugar para las diferentes piezas, implica emplear un tiempo considerable, con una dedicación cercana al disfrute del ocio infantil. Es una actividad que nos invita a concentrarnos, a sentirnos diseñadores de geografías maravillosas, a ser directores de una obra de teatro guardada celosamente en nuestra memoria. De allí que al desempacar las diferentes figuras, guardadas en una caja desde el año anterior, empecemos a sentir que cambia nuestra actitud, que nos habita el corazón otra música, que somos transportados a otro tiempo.
Por supuesto, al “montar” el pesebre estamos creando un ambiente para el encuentro, para la celebración familiar de una devoción común. De allí que el poema nos reitere que la “pieza” fundamental de un pesebre sea nuestra genuina entrega a ese rito. Y que si no tenemos esa convicción o si por lo menos no somos capaces de dejarnos habitar por la fuerza de dicho relato, la fabricación del portal, de los ríos de plata, del rocío hecho con harina, habrá sido una labor vacía de sentido.
Lo fundamental, por lo mismo, es dejar que el rito nos vaya adentrando en sus misterios. Porque de tanto estar junto al pesebre, de tanto mirar el humilde nacimiento, de tanto ensimismarnos con las pequeñas ovejas y los pastores, de tanto contemplar a María y José, empezaremos a sentir una especie de prodigio en nuestro corazón. Y, entonces, descubriremos que hay una luz interior en nuestro pecho capaz de iluminar a los reyes magos que vienen de oriente, y están en el lugar más alejado del portal. Sólo así el pesebre estará cabalmente terminado.
Este poema es un exquisito ejemplo de lo que significa, especialmente para los niños, la navidad. La poetisa española Marisa Alonso Santamaría nos ayuda a entender las dos lógicas que se encuentran en navidad: la de quien sigue fiel a su realismo cotidiano y la de esos otros que sienten la magia a plenitud. O si se quiere entender de otro modo, la de los adultos empecinados en negar la existencia de lo maravilloso y, la de los pequeños, que descubren con alegría el poder de lo fantástico y sobrenatural.
Todo comienza en la preparación del pesebre. Esta niña apenas entra en contacto con una de las figuras del belén, siente que no está poniendo ni muñecos de barro o cerámica, ni animales de plástico, ni estrellas de fantasía, ni ríos de papel. No. Bastó que sus manos hubieran tocado al pequeño niño para sentir que al frente de ella se desarrollaba una escena viva y esplendorosa. El niño era en verdad otra criatura como ella y, por eso mismo, lleno de necesidades y emociones palpables. El pesebre recobra su valía, es como una obra de teatro, un mundo gobernado por los vientos de la posibilidad.
Y porque la niña se halla inmersa en ese universo, por ser ella una protagonista del pesebre, es que empieza a preguntarle a su madre sobre lo que allí sucede. La mamá, muy seguramente de espaldas a la niña, apenas sigue el diálogo, pero sus respuestas muestran que está por fuera de ese reino fabuloso. Ella es ajena a las peripecias admirables de su hija. En consecuencia, cada respuesta es bien diferente a lo que la niña percibe, siente o imagina. La madre quiere enseñarle que las figuras de barro no pueden llorar, no padecen de frío, no saben reír; que la realidad es sólo una e inmodificable. Sin embargo, la niña descubre en su juego solitario otra cosa: que ese niño del pesebre llora, se entumece de frío, puede reír y, antes de dormir, es capaz de prodigar sonrisas de gratitud.
Podría haber sido no la figura de barro, sino la estrella puesta encima del árbol, o el Papá Noel, o el sigiloso niño Dios, o los ángeles que parecen volar como pájaros en desbandada. Eso no importa. Cuando se es niño nada parece imposible, el entorno tiene más de una cara y es fácil o casi natural ser protagonista de muchísimas aventuras. Esa es, precisamente, la magia a la que alude el poema: en navidad los niños recuperan el don de transformar el mundo que los rodea o de darle otra fisonomía a las cosas que los circundan. Por tal motivo, en la infancia resulta más fácil condolerse y ser solidarios, compartir el pan o abrigar al que tiembla desnudo frente a nosotros. Ese es el prodigio navideño: sentirnos interpelados y solícitos con nuestros semejantes frágiles o necesitados.
Las fiestas navideñas tienen la particularidad de contagiarnos una calidez especial, un calor que llena todo nuestro ser. Esto es lo que la chilena Gabriela Mistral nos comunica en su poema “Estrella de navidad”. El motivo elegido es una niña que atrapa una estrella para luego transformarse en una luz centelleante que proyecta ese ardor a todos los demás.
El poema va contando el proceso de alcanzar esa estrella navideña: porque lo más difícil no está en atrapar dicha luz, sino en tener el suficiente entusiasmo en tal propósito para dejar que ese destello nos colme desde la cabeza hasta los pies. Que el deseo de obtener lo imposible pueda abrasarnos, que no cuenten las caídas o los obstáculos, que nada desvíe al alma de obtener ese anhelo celeste. Ahí está el encanto y el desafío de las estrellas navideñas: ir en pos de ellas es asumir –o descubrir quizás– que cogerlas es incendiarse con su fuerza, con su fascinante luminosidad.
La poetisa muestra con sus versos que en tiempos navideños hay que dejarse habitar íntegramente por lo mismo que se anhela, por eso que brilla titilante a lo lejos. Se trata de mantener la inocencia o la esperanza genuina de que es posible atrapar lo inalcanzable. Y una vez se tiene esa certidumbre, apenas tocamos la estrella de nuestros deseos, no podemos soltarla o dejarla caer. La ilusión obtenida no podemos dejarla romper por nuestro cansancio o nuestra falta de valor espiritual. Solo así habita la luz en el pecho, es de esa forma como lo que era una fascinación exterior encarna en nuestra interioridad. De allí la transformación final que muestra Gabriela Mistral en su poema: la niña ya no necesita de la estrella, porque ella misma es plena luz.
Si hay un milagro en la Navidad es esa metamorfosis de incredulidad a certeza, de rechazo de imposibles a aceptación de probabilidades. Por eso, cuando hacemos el pesebre, cuando decoramos el árbol de navidad, al momento de escribir una carta al niño Dios, cuando formulamos votos de salud y prosperidad en una tarjeta o un correo electrónico, cuando todo eso hacemos, repetimos la historia de la niña que tuvo la suficiente fe para atrapar una estrella, hacerla suya, hasta el punto de encender todos los caminos de la tierra. Si nos llenamos de deseos y parabienes en navidad es porque queremos ser sembradores de vida, de esa luz que aviva el corazón y se multiplica en la medida en que la irradiamos a otros.
Este poema de la colombiana Meira Delmar es un buen heraldo del mes que comienza. Y lo es porque en sus versos deja traslucir la magia que trae diciembre, su relación con la niñez, con la alegría primaveral y con un renacer de fiesta en el espíritu.
Porque lo que trae este mes, además de los festones y decorados, de las luces y la algarabía, es un aire “fino” de flores que nos invita soñar; un aire que nos vincula con recuerdos felices en el que abundaban los juegos y la fantasía desbordante. Los aires de diciembre transforman el entorno, dejan más azul el cielo, lo limpian de nubes para que los ángeles –especialmente vespertinos– nos encanten con sus tonalidades de arpas ensoñadoras. Es un aire o brisa que todo lo envuelve, que nos pone a temblar el alma porque llega hasta las fibras más íntimas de nuestro ser.
Diciembre es también un mes para que salgan de sus escondites los duendes de “nevosas barbas”, los enanos y elfos, los Papá Noel y todos esos personajes que por nuestros afanes cotidianos o nuestra angustia para sobrevivir los olvidamos. Este es el mes para que ellos suban a la tierra de nuevo, para que entren a formar parte de nuestro mobiliario y desordenen con colores vivos la monótona vida que llevamos. En diciembre recuperamos la credibilidad de la infancia y, con ella, la certeza en lo imposible, en lo probable, en lo maravilloso. El más humilde puede soñar que es rico, el más solitario sentirse acompañado de voces fraternales. Hasta la misma naturaleza recupera su fuerza y esplendor para entrar por las ventanas abiertas de nuestras casas.
El poema, en su misma elaboración, desea comunicarnos esa música particular que trae diciembre. Los versos van dejándonos entrever un ritmo juguetón y cadencioso, un vaivén que por momentos se parece a un rumor y, en otros, a los golpes de las corrientes de agua. Esa música invita a la ensoñación, a imaginar paisajes románticos o “pueblos azules” en los que los lirios, los jazmines, las acequias y una infinitud de pájaros mueven sus formas como si fueran bailarines leves. Meira Delmar pone el acento en que la llegada de diciembre es, esencialmente, el inicio de una melodía fina, delgada, como son las notas en que la vida canta su renacimiento.
Diciembre llega con rostro de niña, con los gestos y clamores de quien se siente despreocupado y libre para saltar y reír hasta el cansancio, de quien sabe que puede alzar sus manos para alcanzar las nubes o que confía en el milagro de una promesa para tener los regalos más ansiados. Diciembre es una ráfaga, un ventarrón de aromas y sabores, de cantos y formas, de abejas mensajeras de mieles exquisitas, un júbilo que lo inunda todo, que a todos despierta, que nos aviva los sentidos y nos permite recuperar la facultad de soñar. Diciembre llega corriendo como los niños que, gratuitamente, vienen hacia nuestro pecho para darnos un abrazo o remover, como si fuera una travesura, las fibras hondas de nuestro corazón.