A todos no les fue muy bien en el primer recital de poesía organizado por el maestro búho, director de la escuela del bosque. Terminado el evento, y más como una forma de consolar a los desanimados, el búho los reunió en un pequeño prado, resguardado por tupidos cipreses.
—A mí la altura me afectó mucho —dijo un oso corpulento—, buscando un tronco para sentarse a descansar. Luego agregó: —Yo lo traía todo bien preparado, pero no contaba con la falta de aire, y por eso casi no se escucharon los últimos versos de mi poema “Miel perdida”.
—El caso mío fue con el atril —agregó una cigüeña—. Yo prefiero no estar pegada a un pedazo de madera, para dejar suelta mi imaginación y mi voz.
—Lo que me sucedió es que no me dieron suficiente tiempo —agregó un canguro, parándose en sus dos patas con dificultad—. Estaba tan emocionado con mi declamación que se me pasaron los minutos saltando.
El búho iba tomando nota de lo que decían los participantes en una pequeña libreta. Habló el jaguar, que había estado excepcional con su poema “Manchas escondidas”; participó un mapache, que aunque tímido, consiguió darle a sus pequeñas manos un ritmo acorde con la cadencia de cada verso; y habló también un gorila:
—A mí las cosas no me salieron nada bien —afirmó— porque el micrófono resultó demasiado corto para mi estatura. Es inconcebible que esos aspectos logísticos no se hubieran tenido en cuenta.
El búho quiso replicar, pero se mantuvo callado. El gorila estaba molesto con el organizador, con el evento, con todos los participantes.
—Es una lástima, una verdadera lástima —prosiguió el gorila— que no hayan podido escuchar bien esos versos nacidos de mi fuerte inspiración.
A los que mejor les había salido su presentación prefirieron guardar silencio, como fue el caso del pavo, muy entonado él, quien dio muestras de gran vocalización al recitar “Orgullo de plumas”; o el lobo, preciso en todos los detalles, con su nocturno “La luna me trae loco”, o la iguana, dueña de un gran dominio escénico, quien había conmovido a los asistentes con su elegía “Un viejo dinosaurio”.
—Lo que me afectó a mí fueron los nervios —dijo una chimpancé, no pudiendo dejar de saltar de rama en rama. —Los nervios me traicionaron —puntualizó—, esa es la causa de mis confusiones y cambios de palabras en el poema que leí.
Cuando ya la mayoría de animales había hablado, el maestro búho los miró con sus enormes ojos. Dejó de escribir y se dispuso a compartir sus impresiones. Empezó diciendo que todos conocían de antemano las reglas de ese primer recital y de su insistencia para que cada participante preparara con suficiente tiempo el poema. Después agregó algo sobre la importancia de saber interesar al auditorio con la mirada y del modo de interpretar esos textos rimados. Y como notó un afán de disculpa en varios de los participantes, se situó a la mitad de la rama de un roble y entonó un poema, que varios pensaron ser de su autoría, aunque por el tono parecía de autor anónimo.
Cuando poco podemos ver nuestros errores
y a otros achacamos nuestras faltas,
o es que tenemos escondidos mil temores
o que el orgullo y la soberbia son muy altas.
Si quieres en verdad avanzar en un oficio
o ser el mejor y más diestro en una cosa,
lo indicado es repetir y repetir el ejercicio
aceptando tus fallas con actitud amorosa.
La concurrencia se quedó pensativa por unos minutos. Después los animales se fueron retirando del prado, hablando entre murmullos, confiados y contentos de que los más pequeños de sus hijos asistían a la mejor escuela del bosque.
¿Por qué nos resulta tan difícil pensarnos como comunidad?, ¿por qué produce tanto prurito moral sabernos responsables socialmente?, ¿qué hace que sea tan bajo el nivel de desarrollo de nuestra conciencia colectiva?, ¿qué nos acaece como grupo humano cuando tenemos que asumir un reto comunitario? Me he hecho estas preguntas al ver los eventos que han ido dándose en varios lugares de Colombia frente a la pandemia del coronavirus. Analicemos con algún detalle lo que ha venido sucediendo.
En principio, y no solo en un asunto de salud pública como éste, noto que el individualismo y el propio beneficio, a costa de lo que sea, se impone a como dé lugar. Poco importa el pensar en los demás cuando se acapara o se compran más productos de primera necesidad de los que en realidad se necesitan; con tal de llenar la propia despensa, los otros pueden quedarse sin lo mínimo para sobrevivir. Lo mismo ha pasado con los productos de desinfección, el alcohol o los humildes tapabocas: con tal de haber suplido mi urgencia, el resto verá qué hace o cómo sale del problema. Hay en esa avaricia, en ese afán de rapiña, un hondo desprecio por el vecino, por el congénere. Y no creo que sea solamente una secuela del egoísmo o del individualismo rampante, sino de una cosa más compleja: muy en el fondo es una forma de maldad, de indolencia con otra persona. Esa insolidaridad refleja el poco o mínimo valor que significa el cuidado de la vida. Si el otro se enferma, no es algo que merezca interés o preocupación. Vivimos en una sociedad sin vínculos morales, sin tejido sensible, sin ataduras trascendentes.
He visto también que la observancia de la ley, de los decretos que son medidas de contingencia para minar el efecto de una enfermedad o enfrentar su diseminación, son desatendidos, de la misma forma como se violan las normas de tránsito, como se eluden los acuerdos de convivencia. Todo lo que implique atender reglas, parámetros, seguimiento de instrucciones, todo ello es objeto de inadvertencia, de burla o de franca contradicción. Hay una corriente subterránea de que cada quien puede imponer su ley, de que es mejor armarse para resolver los conflictos interpersonales que salvaguardar unas normas colectivas. Es probable que esta sea una secuela de la cultura del narcotráfico en la que, precisamente, es la violación de la ley o el imperio del propio capricho los que se convierten en línea de conducta. La mayoría parece no tener responsabilidades en sus actuaciones y si las tiene, las logra amañar para sus propios intereses. Como consecuencia de haber politizado la justicia, al impregnar de corrupción el órgano que regula los desmanes del poder, las personas se sienten autorizadas a hacer lo que les dé la gana. La falta de confianza en las instituciones, el continuo deterioro de lo que representan para lo colectivo, es otro refuerzo a ese instinto de hacer justicia por la propia mano. Por eso, cuando se lanza un decreto o se impone una medida que afecta a toda una ciudad o a todo un país, lo notorio no es que se atienda tal normatividad, sino que cada quien busque un motivo para salirse con la suya, para “tomar el camino torcido”, para mostrar un desprecio por lo público. Fue de esa manera como aparecieron las autodefensas, las bandas criminales, los grupos de “limpieza social”. No hay una idea de beneficio social porque lo que se ha vuelto costumbre, aún en los dirigentes y figuras políticas, es el beneficio individual.
Creo también que las formas de crianza de hoy, tan alejadas del diálogo, del fomento al respeto mutuo, han contribuido enormemente a esta fractura social. No es fácil aprender a ser solidarios, a tener una juiciosa preocupación por el semejante, cuando en el hogar esa no ha sido una consigna o una de esas lecciones familiares para toda la vida; es difícil tener dentro de nuestros haberes morales la empatía social, la compasión o la ayuda al necesitado, si durante muchos de los primeros años se ha permanecido sin el tutelaje de padres responsables o se ha dejado a la deriva el cultivo del carácter, o de los fundamentos éticos que son definitivos al momento de constituirnos como ciudadanos, como seres sujetos de derechos, pero también de deberes. A lo mejor esta irresponsabilidad y poca preocupación por los demás, este analfabetismo para la interacción responsable, no sea sino la consecuencia de otras falencias en la familia, de otras omisiones que no atendimos a tiempo y que luego tratamos de olvidar fijándonos más en los efectos que en las causas. Tal vez los padres, con sus silencios continuados ante los comportamientos indebidos de sus hijos y la carencia de corrección oportuna de sus faltas, o por esos pregones cotidianos de “usted primero y los demás verán qué hacen”, contribuyen al desdén y a la indiferencia con el compañero de escuela, con la pareja amorosa, con el colega de trabajo, con el vecino de casa o de apartamento.
Paralelo a lo anterior están los modos de socialización de nuestra época centrados especialmente en las redes sociales, en la simulación del contacto, en considerar la burbuja, el encerramiento y la autosuficiencia tecnológica como el ideal de vida. Tales concepciones de “interacción social” favorecen una idea de tener amigos pero evitando cualquier tipo de conflicto; avalan el hacer parte de guetos, o de establecer “relaciones rápidas” con el recurso tecnológico de que podemos eliminarlas o sacarlas con un simple clic de nuestro celular. Este tipo de “vínculo social” nos va haciendo incapaces de resolver pacíficamente en la realidad las diferencias con los demás, nos torna agresivos cuando las interrelaciones no funcionan como queremos y, lo peor, nos refuerza el imaginario de que los seres de carne y hueso son desechables, de que como los objetos de consumo podrán ser reemplazados por otros menos molestos. Las tecnologías de hoy con sus variadas aplicaciones han ido creando más y más murallas para este individualismo insolidario. Enclaustrados y embebidos en una pantalla, cuando no absortos en un videojuego, nos despreocupamos por la suerte del prójimo, nos refugiamos en el propio cuarto cual si fuera un reino independiente de la casa familiar. Lejos han quedado el ágora, el parque, la calle, en los que se fraguaba la convivencia, en los que se aprendía a compartir, a resolver problemas hablando y a sentirnos corresponsables con los que vivían al lado, con los otros habitantes de cuadra, o con aquellas personas que sin ser conocidas considerábamos parte de nuestras preocupaciones o de una misma familia llamada humanidad. Algo hay en estos tiempos hipermodernos, al menos en el aspecto moral, de la arquitectura medieval. De allí las xenofobias, el sectarismo, la exclusión de cualquier forma de diferencia étnica, religiosa, política o sexual.
Noto también que la ausencia de saludables prácticas de comportamiento social, de provechosas relaciones interpersonales, poco contribuye a establecer o mantener el buen trato, la cordialidad y un espíritu fraterno. Lo que abunda es la agresión por cualquier falla involuntaria, la ofensa verbal, el deseo de dañar o perjudicar, la furia desmedida que desea acabar al que no comparte las mismas creencias o se interpone a nuestro paso. El tacto, la prudencia, la discreción en el decir o el actuar han cedido su lugar a la chabacanería, la ordinariez y una insolencia propia del criminal desadaptado o el bárbaro que se vanagloria de su crueldad o sus atropellos. Por eso las desavenencias se multiplican, por eso nadie respeta el turno, por eso cada quien quiere salirse con la suya, al precio que sea. De allí por qué se consideren los bienes públicos objeto del pillaje, de vandalismo, y todo lo que suene a regulación de la convivencia parezca una imposición o un mandato autoritario. Si un policía pide unos papales o nos llama la atención por una infracción de tránsito, la respuesta no es el reconocimiento de la falta, sino la bravuconada denigrante, el golpe o la grosería altanera; si le reclamamos al vecino que no ponga su bolsa de basura al frente de nuestra residencia, nos mirará desafiante por haberlo descubierto en su mal comportamiento; si hay que atender un aislamiento preventivo por un posible contagio, la réplica es salir a la calle a mostrar, como ebrios salvajes, que “aquí estoy yo, y nadie puede mandarme”. Más que la vergüenza o el perdón por un error, lo que sobresalen son la desfachatez o el descaro sumado a un desprecio humillante por nuestros semejantes.
Todas las anteriores evidencias nos llevan a pensar que estamos aún en cierta minoría de edad para atender las necesidades colectivas; que aún seguimos necesitando de la fuerza externa, del castigo, para lograr entrar en el concierto de los retos colectivos. Lejos seguimos estando de la autorregulación, de la autonomía, de la fraternidad y el voluntario acatamiento de los pactos colectivos, de lo que implica sabernos corresponsables de lo público. De pronto estos días de aislamiento preventivo obligatorio nos permitan reflexionar sobre este modo antisocial de comportarnos, sobre lo que conlleva adquirir la condición de ciudadanos; que podamos, en un genuino acto de madurez moral, sentir que formar parte de una sociedad presupone el cuidado del semejante. Sólo así, mediante esa ayuda de solidaria responsabilidad, fue como logramos vencer el miedo a las fieras cuando andábamos solos en las cavernas, y gracias a esa alianza de preocupaciones solidarias podremos consolidarnos como un pueblo adulto para enfrentar colectivamente las adversidades y constituirnos en una sociedad sensible al beneficio común.
Sondear en la interioridad es fundamental si no entendemos la razón de ser de algunos de nuestros comportamientos o si no comprendemos bien “zonas” o “fronteras” de nuestra identidad. Es una práctica difícil porque hay que ir hacia el fondo de sí, enfrentarnos a aspectos que no necesariamente serán de nuestro agrado. Es un ejercicio en el que interviene la memoria pero, esencialmente, es una tarea de “sinceramiento” con nuestros temores, nuestras angustias, nuestro subsuelo psicológico. Por eso, hay que ir por partes, desentrañando las diferentes dimensiones de nuestro ser; abriendo ese mundo como si fueran capas de un organismo supremamente frágil, tomando nota de los datos marginales o secundarios pero que, al relacionarlos, logran configurar unos hitos o unas marcas profundas de nuestra existencia. En últimas, se trata de un trabajo de investigación en el que el problema es, precisamente, lo que no comprendemos de nosotros mismos.
Recordando a Freud, este trabajo conlleva estar atentos a datos aparentemente marginales, a anécdotas o situaciones banales. Repasar nuestro pasado, en esta perspectiva, no es tanto atender a los eventos más notorios, sino a aquellos otros asuntos que en su momento pasaron desapercibidos. De otra parte, muchos motivos o claves de nuestro carácter no los hallaremos a simple vista; habrá que socavar, revolver, hacer una genuina arqueología para descubrir lo que ha estado tapado o sepultado por tanto tiempo.
La escritura es un útil poderoso para este examen íntimo. Ella sirve para hacer visible lo que es fantasmal o evanescente. Así que, a la par que se eche mano de la rememoración hay que ir registrando o poniendo en el papel las palabras más adecuadas para dichos episodios. Aquí vale la pena tener presente que el mismo lenguaje es una herramienta poderosa para esta labor: bien porque nos presta los signos certeros para nombrar lo que vamos encontrando, bien porque a pesar de no hallar en el momento el término preciso, nos da indicios o aproximaciones sobre el campo de analogías en el que nos estamos moviendo. Por lo demás, al escribir no solo tendremos el diario de a bordo, el testimonio de este sondeo, sino que nos permitirá –en su relectura– comprender otros asuntos que en la misma travesía no nos percatamos. Tales escritos serán una evidencia y un espejo para nuestro propósito.
Otro tanto podría decirse del pigmento o la línea que son recursos idóneos cuando deseamos aflorar esa dimensión más emocional de nuestro temperamento; pintar o dibujar son medios insustituibles cuando ansiamos explorar en los territorios menos controlados por nuestra férrea racionalidad. El grafismo es una manera más de viajar hacia dentro, de iniciar una catábasis a esas tierras que nos pertenecen pero que, por diversos motivos, consideramos ajenas o abandonadas de nuestras posesiones personales.
Primer ejercicio
Confeccionar un portafolio por capas de colores
Lo mejor para sondear en nuestro yo profundo es ir por capas. El ejercicio consiste, precisamente, en escribir sobre nosotros mismos, pero apoyándonos en hojas de distinto tono que ayuden a comprender diversos niveles de nuestra individualidad. En consecuencia, puede usarse o confeccionarse un pequeño portafolio en el que se incluyan diferentes hojas de colores. Cada color servirá de ayuda para distinguir un aspecto de nuestra personalidad. Así, por ejemplo, podemos emplear el color gris para los aspectos familiares (los relacionados con papá, mamá, hermanos, hijos); el color azul para los aspectos afectivos (los vinculados con los sentimientos, las pasiones, la zona emocional); el color verde para los aspectos de interrelación (los que tienen que ver con nuestra forma de comunicarnos con otros, con nuestro modo de establecer vínculos, con las formas de hacer pareja). Por supuesto, cada hoja puede servir también para detallar un elemento de un aspecto mayor: es decir, si hemos elegido el color azul para los afectos, podríamos tomar el color amarillo sólo para mirar el amor, o el color rojo para centrarnos específicamente en la sexualidad. El desarrollo del ejercicio mostrará la necesidad de acudir a diversas capas o subcapas con el fin de no quedarnos en la superficie o en las generalidades de lo que somos o suponemos ser.
A las capas de colores del portafolio pueden añadírsele hojas de acetato o papel calcante que permita mostrar niveles superpuestos o estratos de un mismo aspecto; también resulta útil emplear distintos tipos de tinta si consideramos necesario resaltar, rubricar o poner en alto relieve una característica específica, el nombre de determinada persona, cierta circunstancia o un motivo recurrente De igual modo, las notas adhesivas resultarán de gran ayuda si, después de escribir determinado aspecto en una hoja, al volverla a leer necesitamos agregar o aclarar determinada cuestión. Finalmente, el portafolio nos permite incluir materiales que ayuden a enriquecer o tener evidencias de lo que vamos acopiando sobre nuestra propia historia. Una buena dosis de creatividad, además de un gusto por lo artesanal, hará que el portafolio tenga la impronta de nuestra identidad y logre un “estilo expresivo” tanto en los aspectos formales como de contenido.
Segundo ejercicio
Dibujar nuestro monstruo
Otra manera de adentrarnos en la interioridad es dibujar o pintar nuestro monstruo. Se trata de hacer un retrato, lo más cercano posible, de aquella o aquellas figuras negativas que pueblan nuestro psiquismo. No es un ejercicio para el que se requieran tener finas cualidades artísticas; más bien es una práctica estética, lúdica, para dejar fluir el inconsciente, y así intentar sacar a la luz esa “pesadilla”, ese “engendro”, ese “ogro” que por muchas razones hemos mantenido en las sombras. Es probable que no nos sea tan claro plasmarlo de manera inmediata o que dicho ser permanezca algo difuso en nuestra mente, en nuestros recuerdos o en nuestra imaginación. Por eso, es válido tener presente una gama de elementos gráficos con los cuales nos sea más fácil dibujar aquello que nos amenaza, nos atemoriza o nos imposibilita ser. También es posible que nos lancemos impulsivamente a pintar nuestro monstruo, tal como vaya saliendo espontáneamente de nuestras manos y, luego, interpretarlo a la luz de estos ocho campos de características.
Pelos, espinas, púas, dientes.
Sirven para identificar aquello que tememos o nos sirve de protección. Son una manera de cubrirnos pero, en realidad, muestran nuestra vulnerabilidad. Apuntan a mostrar los miedos que nos habitan, consciente o inconscientemente.
Indican todo aquello relacionado con culpas, pecados, errores, faltas que permanecen en nuestra mente y en nuestro corazón. Es la zona más dolorosa, el lugar escondido de la piel del monstruo.
Corresponde a nuestro modo de comunicarnos. Son los signos para expresar el exceso o la carencia de lenguaje, de palabras. Hablan también de nuestra manera de interrelacionarnos: construir pareja, familia, equipo. Dicen el grado de fluidez de nuestra capacidad comunicativa.
Espuelas, picos, garfios, tenazas, garras, uñas.
Son emblemas de nuestras pasiones más notorias para herir a los demás. Muestran nuestra forma de producir dolor en otros, de manera consciente. Con estos signos evidenciamos la zona de maldad que nos es más fácil provocar. Es nuestro lado destructivo hacia los demás.
Ojos, orejas, narices, manos, pies.
Todo ello refleja el nivel de vulnerabilidad que sentimos frente a la gente, o hacia los demás. Indica qué tanto somos afectables por el comentario de los otros, por el rumor del prójimo. Es la parte más visible del monstruo, la que está más expuesta al vecino, al colega, al semejante.
Brazos, tentáculos, ramificaciones, piernas.
Dicen de nuestro monstruo el sentido o el sinsentido de nuestras decisiones. Corresponde al uso debido o indebido de nuestra libertad. Evidencian la claridad u oscuridad de nuestros objetivos o metas existenciales. Son indicios del uso de nuestra voluntad.
Son indicios de nuestros hábitos, de nuestras costumbres. Son un testimonio de la vida rutinaria, de lo que reiteramos en el día a día. También puede indicar la “zona sagrada” de nuestro “nicho” vital. Hablan de nuestros rituales, nuestras manías, nuestras terquedades, nuestras costumbres más enquistadas.
Antenas, colas, rabos, extensiones, jorobas.
Permiten identificar la relación que tenemos con el pasado; es la parte heredada, la genética física y moral a la cual pertenecemos. Explica o señala cómo aceptamos o rechazamos una sangre, una parentela. Es el modo como expresamos nuestro vínculo o ruptura con una familia, un apellido, una genealogía.
Tercer ejercicio
Construir un álbum de fotos con relatos derivados
La imagen tiene el poder de vincularnos con lo afectivo, con las zonas emocionales de nuestra interioridad. La imagen a la par que evoca, convoca a nuestra conciencia. El ejercicio consiste, por lo tanto, en elegir un número de fotografías que sean lo suficientemente significativas para cada persona, como para considerarlas “hitos” o “referentes” de la propia vida. Una vez hecha esta labor de búsqueda y selección –en lo posible copando desde la infancia hasta la edad actual– se procede a escribir un pequeño relato derivado de esa imagen. El texto no es una mera notación de ubicación de personas, espacios y tiempos, sino una ampliación escrita del recuerdo asociado a esas fotografías. Es, por decirlo de otra manera, un “comentario”, muy de corte autobiográfico, en el que demos cuenta de la resonancia de cada una de las fotografías en nuestro ser, en nuestra geografía intelectual y emocional.
Es obvio que la misma elección de cada imagen ya dice mucho de su importancia en nuestra vida. Al construir el álbum estamos “reconstruyendo” nuestra biografía. Le otorgamos sentido a esas fotografías porque, desde la mirada retrospectiva, ahora sí podemos valorar en su cabal significación: por la felicidad o el dolor que allí está representado; por la fuerza o la importancia que determinado evento sigue teniendo en nuestra vida; por la trascendencia que una persona tiene en nosotros; por la revelación de huellas indelebles, muchas veces inadvertidas, que al mirar esas fotografías persisten como cicatrices en nuestro tránsito vital. Por eso, al escribir un texto emanado de cada imagen lo que estamos haciendo es asignar sentido a hechos, situaciones, o personas que en su momento parecían tener un significado indefinido, o que aún no poseíamos el horizonte para sopesar su alcance o su valía en nuestra existencia.
Y si bien Marcel Proust pudo ir pos de su propia historia a partir de un sabor, en este ejercicio el detonante está en la imagen. Las fotografías serán como “dispositivos de memoria”, con “anclas simbólicas” que ayudarán a sacar a la luz los rasgos sepultados de un carácter, los vestigios o huellas de lo que debemos a otros, los mapas dispersos de nuestra identidad. En esta perspectiva, es fundamental dejarse atrapar por la seducción anamnésica de la imagen, que sea ella la que jalone la rememoración, la reminiscencia con su variedad de relaciones. Y luego, con la redacción de esos cortos relatos asociados a las fotografías, completar el ejercicio dejando que la escritura no solo fije el recuerdo, sino que amplíe y multiplique sus conexiones imaginarias en un inquietante descubrimiento al revivir nuestra vida. Porque ahí está lo esencial de elaborar este tipo de álbum: dejar que la imagen, como espejo que es, nos permita mirarnos para reconocernos; permitir que la escritura, en cuanto soliloquio del pensamiento, sirva de eco reflexivo a nuestra propia voz.
Leí en tres días, con interés y fruición, el libro de Ed Catmull, Creatividad, S.A, subtitulado: Cómo llevar la inspiración hasta el infinito y más allá (Random House, Bogotá, 2019). Además de estar escrito en un lenguaje cercano y altamente interpelativo, aborda una pregunta de fondo: ¿cómo crear ambientes empresariales que fomenten y estimulen la creatividad? El autor, que fue Presidente de Pixar Animation y Disney Animation, nos entrega un testimonio de su labor como líder, junto a John Lasseter, de esta empresa que revolucionó la manera de hacer películas animadas.
A lo largo del texto pueden encontrarse anécdotas e historias relacionadas con las personas vinculadas a la cotidianidad de Pixar y, a la vez, principios o líneas de acción para directivos, educadores o líderes que deseen entender a fondo qué es una empresa dedicada a la innovación o de qué manera se debe caldear la incertidumbre y darle salidas creativas a los problemas. De igual modo, es un caso de estudio para analizar las formas de enfrentar el miedo al error, fomentar la confianza y crear una cultura del trabajo en equipo. En el epílogo del libro se hace una semblanza-homenaje a Steve Jobs, quien fue la persona que rescató y dio vida financiera a este estudio de animación, diseñó el edificio de funcionamiento y logró avizorar su potencial económico.
Como son tantas las ideas que pueden sacarse de esta obra, bien para los que llevamos a diario una vocación creativa o para los que asumen la responsabilidad de promoverla o incitarla, me parece conveniente destacar cinco aspectos que de manera transversal se agitan a lo largo de sus páginas.
Empezaré por lacreación de confianza. Sin ella, el miedo atenazará a la creatividad y no la dejará salir; llevará a que una persona o los miembros de una empresa se callen, digan “lo políticamente correcto”, “quieran agradar a su jefe” o, sencillamente, envenenen un clima laboral con el rumor malsano y destructor. La creación de confianza no es inmediata, lo reafirma el autor. Se requiere establecer y fomentar condiciones para que fluya, promoverla en todos los niveles y, por supuesto, bajar el umbral de la sospecha, de la vigilancia a los empleados. Sin confianza las personas se impostan, se arredran hasta el punto de empobrecerse imaginativamente. Sin confianza no se puede hablar con verdad y se entra en la peligrosa dinámica de que “todo está bien”. Sin confianza no habrá sinceridad y menos franqueza en la comunicación. En este sentido, para que exista confianza es indispensable darle una valencia positiva al error, entenderlo como parte de la experimentación y el viaje hacia lo desconocido. Si mermamos la ansiedad por no fallar, por no ir a equivocarnos, seguramente aumentará la confianza y seremos más propositivos, más lúdicos, más arriesgados para enfrentar lo desconocido.
Una segunda idea del libro, que me parece una clave de la cultura Pixar, es la importancia del trabajo en equipo. Desde los espacios donde se labora, hasta los sitios de reunión y ocio, todo converge al diálogo permanente, a la retroalimentación, al feedback constante. Por eso las reuniones frecuentes en colectivo, por eso el principio de que “todos pueden opinar”, por eso la certeza de que si bien hay talentos individuales que merecen protegerse y reconocerse, también la convicción de que las críticas y los comentarios de los demás ayudan a mejorar la obra personal. Pero trabajar en equipo presupone entrar en una escuela, comprender y asimilar un modo de hacer las cosas. De allí por qué sea tan importante la tutoría, el mentor experimentado que ayuda al más novato en determinado campo. Ed Catmull insiste y cuenta cómo son las sesiones de “Braintrust”, esas reuniones de expertos animadores, en las que se lanzan opiniones y comentarios sobre las “bobinas”, los primeros esbozos de una escena o la secuencia de una película. Esas jornadas reafirman lo que vengo diciendo: hay un director, hay un creativo de base, el que tiene la idea, pero es en equipo, con los colegas de oficio, como ese germen creativo empieza a cualificarse, a tomar fuerza, a subsanar los vacíos o multiplicar sus potencialidades. Sin embargo, y ese es otro aspecto reiterativo en Creatividad, S.A, hay que entender que los comentarios desfavorables o “duros” no van enfocados a la persona o a criticar sus debilidades profesionales, sino a la obra, a ese objeto imperfecto que con la ayuda de todos puede convertirse en un producto de calidad.
La tercera idea transversal que me interesa resaltar es el valor de laevaluación continua y la reflexión sobre el producto realizado. Dado que uno de los principios o líneas rectoras de Pixar es la calidad y la excelencia, al terminar cada producto se analiza con detalle para ver cuáles fueron sus aciertos y cuáles sus posibles enseñanzas negativas con miras a corregirla en proyectos futuros. No basta con el éxito, hay que comprender por qué se logró o cuáles fueron las rutas seguidas para conseguirlo; y de igual manera ocurre con esas obras que no lograron el objetivo final deseado. La evaluación final, los “visionados diarios”, conllevan a que se tenga una mejor idea de lo que se quiere alcanzar y, además, a corregir o ajustar lo que parece caminar por la vía del fracaso. Sin la evaluación, de tiempos, de recursos, de personas, la creatividad caería en el terreno cenagoso del acierto inexplicable o en la no menos peligrosa fórmula de “hacer lo mismo de antes”. De otra parte, esa evaluación, que se hace de manera individual y compartida, posibilita que cada trabajador se sienta responsable no solo de su parcela, sino de todo el producto. Porque se está en evaluación continua es que Ed Catmull y John Lasseter crearon el “Día de Notas” con la intención de que todos los trabajadores pudieran expresar libremente cómo mejorar la empresa en diversos aspectos y niveles. La evaluación permanente es lo que mantiene viva la cultura creativa.
Otra línea de amarre del libro es la importancia de la investigación para incentivar la creatividad. Catmull cuenta los famosos “Viajes de investigación” en los que animadores, director y demás personas vinculadas con una película se desplazan a sitios, ciudades o espacios que son el escenario de dicha obra. La idea es que ese encuentro con “el exterior”, y del cual se toman fotos, notas, diagramas, contribuya a darle “autenticidad” al producto creativo. El cuidado en los detalles es una marca de calidad de Pixar, una forma de transmitirle al público “una sensación de realidad”. Investigar, en un proceso creativo, es permitirse salir de lo familiar, es aprender a ver, a tener otro tipo de experiencias que pueden romper estereotipos o “impulsar la inspiración”. Y claro, esos viajes ayudan a que los realizadores, los creativos, se sientan más fuertes, más seguros, para ese tránsito en la incertidumbre que es todo proceso creativo. Dominar el mundo que se desea ficcionar, llenarse de “evidencias”, rastrear indicios, cada una de estas cosas se convierte en un “motor oculto” que más tarde terminará vertiéndose en la obra en curso, y, además, proveerá a las personas de otro orden emocional y sensorial, útil para la empresa en que laboran y para su propio desarrollo personal. Quien investiga vive en un continuo aprendizaje.
La quinta línea transversal de Creatividad, S.A., se ubica en la reflexión sobre losmodelos mentales que favorecen o anulan la emergencia de lo nuevo. Insiste el autor en la necesidad de tomar distancia para descubrir cuándo esos modelos mentales nos encasillan en lo repetitivo, en la copia de lo ya conocido. Y más cuando el éxito de un producto puede hacer creer que lo rentable son las réplicas o la emulación de lo semejante. Catmull se llena de ejemplos y de testimonios para mostrar que, dependiendo de nuestras creencias o de los esquemas mentales que tengamos, percibiremos como amenaza o salvación determinadas iniciativas. Este hecho es fundamental, porque la esencia del ejercicio creativo es trabajar con una materia de la cual no se tienen pruebas o certezas suficientes para actuar sin riesgo. Todo lo contrario: la creatividad abandera lo nuevo, a sabiendas de que no hay puntos de referencia para validarla. Ese es el riesgo. Además, está el azar, que tiene una parte importante en cualquier aventura innovadora. Si el modelo mental con que enfrentamos lo nuevo es el del control excesivo o el de la vigilancia burocrática, si no se tiene la suficiente flexibilidad para avalar y sacarle provecho a la experimentación, escasas serán las iniciativas sorprendentes y renovadoras. Por eso, quien es jefe de un equipo o pretende liderar las soluciones a las demandas del futuro, tendrá que cuidar y proteger lo que es apenas una iniciativa creativa, frágil, imperfecta y vacilante. Ese parece ser el verdadero propósito de los mejores directivos, es decir, de aquellos que “reconocen y reservan un espacio para lo que desconocen, no solo porque la humildad es una virtud, sino porque los avances más notables no se producen hasta que no se adopta esa mentalidad”.
Todas estas líneas transversales, anudadas con tecnología de punta, son las que han convertido a Pixar en un ejemplo mundial de empresa creativa. Ed Catmull ha escrito una obra –con la ayuda de Emy Wallace– sobre cómo se lidera la creatividad, cuáles son sus problemas más comunes, qué debe evitarse cuando se lideran equipos innovadores y qué lecciones se pueden sacar de proyectos fallidos. No es un manual de técnicas infalibles o un conjunto de ejercicios para motivar el ingenio, sino un libro de reflexión sobre el proceso creativo, en el que el testimonio se entreteje de manera sugestiva con la prospectiva empresarial y el liderazgo centrado en las personas. De alguna manera, es una obra para comprender cómo la tecnología y el arte se pueden conjugar para ofrecer alternativas creativas de movimiento en los inciertos paisajes de lo desconocido.
Ed Catmull: “El futuro no es un destino, es una dirección”.
Siempre que Gabriela, la niña de bellos ojos, pasaba por ese cuarto oscuro veía los ojos del diablo. Por eso ella prefería quedarse en su cuarto con su gato Crispín o esperaba que sus padres vinieran a buscarla.
Los ojos que Gabriela veía salían del fondo del cuarto eran de color amarillo brillante. Y cuando su padre Juan, prendía la luz para buscar alguna cosa, la niña de 9 años no veía aquel monstruo por ningún lado. Gabriela empezó a creer que era el diablo, por un programa que había visto en la televisión.
Pero Gabriela era una niña valiente. Así que habló con su tía Cecilia y le pidió que le ayudara a vencer ese miedo. La tía le dijo que lo mejor era leer sobre el diablo.
Ese domingo la sobrina vino a visitar a la tía en su apartamento. Después de compartir unas onces empezaron la lectura de un libro sobre el diablo. En ese libro Gabriela supo que el diablo tenía cola y cachos y que podía transformarse en animales como el perro o el lobo. También supo que el diablo se escondía en la oscuridad, en las tinieblas.
Aunque a Gabriela le dio un poco de miedo, le pidió a su tía continuar leyendo. Vieron dibujos sobre el diablo, se enteraron de muchas apariciones y de su dominio entre llamas en el infierno. Terminada la lectura del libro la tía Cecilia le regaló a Gabriela una pequeña linterna con la condición de que cuando pasara por aquel cuarto oscuro alumbrara al fondo de él diciendo estas palabras:
Si en la noche estás metido,
con mi fuerte luz te saco…
Si eres un diablo escondido,
con mi claridad te atrapo.
Cuando vinieron sus padres a recogerla, Gabriela estaba feliz. Ya sabía cómo enfrentar aquel diablo de su apartamento.
Esa noche, con cierto temor, decidió poner a prueba lo que su tía le había dicho. Salió de su cuarto con lentitud y antes de pasar por el frente del cuarto oscuro, prendió la pequeña linterna y dijo las palabras mágicas:
Si en la noche estás metido,
con mi fuerte luz te saco…
Si eres un diablo escondido,
con mi claridad te atrapo.
Con el corazón agitado notó que los ojos que tanto la asustaban no eran los de ningún diablo, sino los del gato Crispín que le gustaba esconderse en la parte superior del closet de ese cuarto.
Gabriela ya no sintió más miedo al pasar por ese lugar. Pero guardó la pequeña linterna que le había regalado su tía Cecilia, por si acaso se le volvía a aparecer algún diablo en otro sitio.