Monumento a Miguel de Cervantes en la Plaza España, Madrid.
Esta semana se celebró el día mundial del idioma. Un homenaje a Miguel de Cervantes Saavedra, fallecido el 23 de abril de 1616, y autor de esa obra magnífica en lengua española Don Quijote de la Mancha. Una fecha para enaltecer el valor del idioma, su función social y sus potencialidades creativas ligadas a la imaginación y lo maravilloso. Imbuidos por ese espíritu de celebración, reflexionemos un poco sobre la importancia del idioma.
La premisa inicial consiste en recordar que la lengua es el medio que nos permite entrar en relación con un mundo, con una tradición, con un legado cultural. Desde la cuna vamos aprendiendo sonidos y vocablos que, además de proporcionarnos unas claves para comunicarnos, configuran nuestra mente de una particular manera. La lengua, en este aspecto, se asemeja a la leche nutricia de nuestra madre, pues nos provee un alimento intelectual, un fluido que nos conecta con nuestros antepasados y, por ellos, de un conjunto de creencias, de formas de interactuar, de simbolizar; en fin, de una cosmovisión. Así que el idioma es un puente con el pasado que, al aprenderlo, se extiende hacia el porvenir.
Decía que la lengua, su aprendizaje, nos provee de unas herramientas simbólicas con las que creamos una segunda realidad. Mediante el lenguaje tomamos distancia de las condiciones físicas o naturales y empezamos a construir regímenes de signos, códigos, que favorecen la socialización, la elaboración de normas, la creación de mundos posibles. Con ese lenguaje, interiorizado, hablamos con nosotros mismos y establecemos vínculos con nuestros semejantes. El lenguaje nos ha hecho habitantes del tiempo, nos ha dotado de conciencia, nos ha permitido hacer presente lo ausente. Esta facultad de simbolizar es la que nos ha permitido avanzar en la evolución de la especie y la que, de manera diversa y extraordinaria, ha posibilitado la ciencia, el arte, las innovaciones más insospechadas.
El idioma, de igual manera, ha sido un canal idóneo para expresar nuestras emociones más viscerales, un vehículo que contribuye a sobrepasar el grito y la mueca. El lenguaje ha logrado, poco a poco, encontrar caminos para que la agresión, la fuerza, la violencia salvaje, puedan transformarse en caricia, en solicitud o pactos de convivencia. Si bien seguimos atados a instintos de sobrevivencia y procreación, si hay en nuestro ser atavismos de animalidad, lo valioso del lenguaje es que nos ha provisto de palabras, de un vocabulario sutil que cambia la garra por la caricia, la ofensa por el vínculo, la metáfora por la tosquedad. El idioma ha abierto caminos, sendas para que el dolor o la alegría, el sufrimiento o el placer, tengan vías de manifestación o esclusas para evitar el mutismo en soledad o el aislamiento de no ser entendidos. Gracias a ese papel del lenguaje los seres humanos pudimos darle un rostro a los padecimientos, una orientación a las urgencias del cuerpo, un escenario íntimo a nuestras pasiones.
Una consecuencia adicional de apropiarse de un idioma es la de proveernos de una identidad tanto personal como colectiva. Somos las palabras que tenemos y decimos, y somos las palabras de las cuales participamos en un territorio determinado. El lenguaje nos da una ciudadanía, nos acuña una patria en la piel, nos vuelve oriundos de una zona geográfica. Hay realidades que únicamente pueden ser dichas con ciertos términos, y hay lenguajes que pierden su sentido, si ya no tienen el contexto que los anima y les da vida. Buena parte del reconocimiento ajeno de lo que somos proviene del lenguaje que testimoniamos o del que usamos cotidianamente; construimos una identidad personal mediante las palabras que creemos y esas otras que son dichos, frases coloquiales o estilos particulares de nominar el mundo que habitamos. Además, el lenguaje individual, al sumarse a otros coterráneos, va perfilando los rasgos de identidades nacionales, las marcas de la idiosincrasia de un país. Digamos que el idioma es una señal más de nuestra personalidad, y otra marca de filiación con un paisaje, con las cicatrices ambientales de un terruño.
Desde luego, al idioma se lo ve dinámico y vital en la oralidad, en el diálogo, en las interacciones humanas; es una moneda intelectual para todo tipo de transacciones e interrelaciones, para fortalecer modos de asociación y maneras de enseñar y aprender. La oralidad es el idioma que alumbra con su luz el diario vivir de las personas; es el lenguaje que nace de la “tribu” y vuelve a ella para movilizarla y enriquecerse con el trato, con el uso frecuente. Pero, de igual modo, el idioma se consolida en escritura, en los variados textos que los hombres han inventado para hacerlo documento, registro, canto o elegía, relato o ritmo que toca el corazón. El lenguaje, en estos casos, se afina, se pule, se trabaja como pieza de filigrana hasta adquirir una delicadeza, una forma especial, que llamamos literatura. No sobra repetir esto: el idioma se cultiva, y gracias a la escuela o la persistencia de ciertos creadores, se vuelve otra cosa: una materia creadora de nuevos mundos, un espejo para reconocernos, un arte que toca las fibras profundas de la condición humana.
Los idiomas no son estáticos, cambian, mutan; están llenos de las mismas vicisitudes por las que pasan los grupos sociales; sirven para incluir o excluir, para decir la verdad pero, de igual modo, para engañar y mentir. El lenguaje, en esta acepción, es útil a ideologías, a credos religiosos, a órdenes institucionalizados del pensamiento. Y si bien quisiéramos que fuera abstracto y aséptico, lo cierto es que está teñido de intereses, de modos de ver, de fines políticos. Los grupos de poder, los dirigentes o líderes han usado el lenguaje para acomodarlo a sus propósitos, bien sea liberadores o de sumisión. Varias han sido las luchas y la sangre derramada por la aceptación o rechazo de un vocabulario; por la supresión o presencia de una palabra. El idioma ha estado al lado de los seres humanos haciendo las veces de un arado, una espada, una insignia de fe.
Al tener esa cualidad dinámica, el idioma ha ido evolucionando hasta consolidarse en gramáticas o prescriptivas que regulan su aprendizaje, su dominio y perfección. Del habla inmediata y confusa se derivó una retórica sofisticada y altamente persuasiva. Otro tanto puede decirse del lenguaje escrito que no sólo desarrolló un abanico de géneros, sino que forjó una técnica para lograr la claridad, la organización de las ideas y el efecto estético. De igual modo, existen academias y centros que velan por la salud del idioma, por atender las dudas en su uso y para conservar los mejores ejemplos de cada una de sus manifestaciones. Y las escuelas, en sentido amplio, junto con las bibliotecas son también promotoras y custodias de este invento inigualable del lenguaje.
Celebrar, entonces, el día del idioma, es una ocasión para analizar de nuevo su indispensable función en la sociedad, los variados alcances de su aprendizaje, la riqueza imaginativa que contiene. Por eso, además de cuidar de él, de tallarlo cada día, de saber elegir cuándo es útil y cuándo produce un efecto negativo, esta fecha es una oportunidad para revisar si mantenemos con el lenguaje una relación frecuente y entrañable, si cada día procuramos ampliar esa parcela del idioma, si contamos con un suficiente repertorio como para lograr decir o escribir la palabra precisa, el vocablo pertinente y oportuno. Y todavía más: celebrar el día del idioma es un llamado de atención al uso reduccionista del lenguaje, al neocolonialismo de ciertos idiomas, al abandono de las lenguas indígenas. Porque, si lo miramos con detenimiento, el idioma es herencia y legado de una memoria personal y colectiva.
Los telenoticieros y la radio han empezado a explorar no en el alarmismo de las cifras, no en el conteo nacional y mundial de infectados o muertos por el coronavirus, sino a mostrar casos, testimonios de los que ya han sobrevivido o están viviendo “acuartelados” las inclemencias de esta enfermedad. Lo particular comienza a tomar valía, relevancia. Al no tener mucha materia nueva para informar, al no contar con el afuera y sus interrelaciones para transformarlos en hechos noticiosos, los medios masivos de información recuperan al individuo, a la persona, al hombre común y corriente. Los politiqueros y sus negocios torcidos, los ministros y sus polémicas determinaciones, los empresarios o banqueros arrogantes, dejan de ser importantes, pasan a un segundo plano, y los que aparecen o se escuchan con gran atención son los seres anónimos, los que viven al día, los que con valentía sobrevivieron a la epidemia. Lo cualitativo recupera su alcance y validez frente a lo cuantitativo; el testimonio y los relatos de vida se imponen sobre los porcentajes y las tablas estadísticas. Cabe preguntarse, a manera de crítica a estos medios, ¿por qué sólo hasta ahora aprecian o toman en cuenta esas personas o les parece importante para sus agendas noticiosas dar tiempo y voz a la gente común y corriente? O para ser más directos: ¿por qué convertir espacios de información en sólo una tribuna de los políticos y los entes gubernamentales, de la clase hegemónica o los grupos económicos de poder? Y todavía más: ¿dónde quedó la reportería, la crónica y el periodista de a pie, que entraba en relación con los actores y los acontecimientos, y que sabía que su oficio no era únicamente alimentar bien la opinión pública, sino, y esto es fundamental, contribuir a enriquecer las miradas, las perspectivas, las interpretaciones sobre determinado asunto? La pandemia ha obligado a los medios masivos de información a que sus prácticas se asocien con la etnografía, la antropología cultural y el servicio social. La cultura del espectáculo, masiva y anónima a la vez, cede sus lentejuelas y espejismos al humilde relato individual.
Abril 6 de 2020
En la medida en que aumentan los días de aislamiento obligatorio y se anuncia, todavía sin la confirmación oficial del Gobierno, otro período de cuarentena, se acentúa el debate entre dos sectores afectados fuertemente por esta pandemia: la salud y la economía. Hay un bando que prioriza el bienestar y la prevención de la enfermedad sobre cualquier otra razón y, un grupo, que clama por no alagar más el estancamiento de la economía, por retornar pronto a abrir los negocios y las empresas. Cada bando aduce argumentos válidos, y cada uno trata de presionar a los dirigentes o a quienes tienen la responsabilidad de tomar estas severas medidas. También están los que dicen que es un falso dilema, porque no puede desarrollarse en la sociedad un aspecto sin el otro. Yo pienso que el problema amerita verse en perspectiva macro y micro: si la infección creciera exponencialmente, como ha sucedido en Italia o en España, lo más seguro es que la cuarentena se impondría sobre el afán comercial o las pérdidas económicas. La conservación de la vida, aún en otras especies, se impone sobre aspectos que parecen imposibles de estancar. O piénsese, en una escala menor, cuando una enfermedad nos echa a la cama durante un buen tiempo o cuando debemos hospitalizarnos, en esos casos, así no queramos, tendremos que renunciar a hacer lo que veníamos haciendo, postergar lo que parecía importantísimo y padecer la falta de ingresos, la angustia por las responsabilidades familiares, la zozobra de no ir a sufrir una recaída. Si es la vida lo que está en juego, lo demás pasa a un segundo plano o tiene que entrar en una hibernación que pone en vilo un empleo, unos ahorros, un orden establecido y controlado. Por supuesto, el enfermo aspira y desea una pronta recuperación; ese no es solo su anhelo, sino el dinamo que lo impulsa a hacer las rutinas de ejercicios, a tomarse los medicamentos con juicio, a seguir estrictamente las indicaciones de los médicos. Y cuando ya se repone de la enfermedad, cuando las energías vuelven a su cuerpo, empieza un proceso lento de retomar las actividades cotidianas, de asumir de nuevo compromisos laborales, de reintegrarse a una dinámica social de la cual estuvo ausente por días o meses. Lo que ha sucedido con el coronavirus es que no se trata de casos aislados o de un pequeño grupo de personas, sino de miles de ellas, y eso hace que sea más notorio el paro de actividades, el freno súbito a la economía. Desde otro lugar, y en países y ciudades como las nuestras, cuando la pobreza es masiva, cuando una gran cantidad de personas viven del “rebusque”, de la economía informal, del pequeño negocio, lo que sucede es que la vida misma está en juego porque no hay nada para comer, porque no hay transacciones comerciales que ayuden a recoger los pesos para la sobrevivencia. En este caso, la salud de la propia vida se pone en riesgo por la misma razón anterior: porque prima la subsistencia, porque el hambre es más valiente que el mismo miedo al contagio o a la sanción policiva. Una vez más el deseo de sobrevivir se impone sobre la ley, sobre la prohibición, sobre el confinamiento.
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Mi amigo Juan Carlos Rivera me dice, en un correo por whatsapp, que esta experiencia de la pandemia devela nuestra “fragilidad y fortaleza”. Coincido en esa tensión. Porque el coronavirus nos ha mostrado, de manera rápida y masiva, que a pesar de los grandes emporios económicos, de los adelantos tecnológicos y de un arrogante desprecio por la naturaleza, lo cierto es que basta una pandemia para mostrarnos frágiles, indefensos, sujetos al vaivén de las circunstancias. Frágil es nuestro cuerpo ante estas amenazas virales, frágiles nuestros sistemas de salud, frágiles nuestras políticas de asistencia social, frágiles nuestros compromisos comunitarios. A veces la vida depende de un sencillo tapabocas o de encontrar una cama de hospital lo suficientemente equipada. Frágil es nuestra misma subsistencia y frágiles los modos de conseguir lo necesario para sobrevivir. Pero, al mismo tiempo, somos fortaleza cuando ponemos el ingenio y la creatividad al servicio de la esperanza y las nuevas oportunidades; fuertes somos cuando nos convertimos en personas entregadas a salvar vidas o a permanecer de pie para que la vida cotidiana siga su curso; y fortaleza tenemos al asumir con disciplina y rigor un enclaustramiento que rompe la libertad y quita aire a nuestras interrelaciones personales. La fortaleza está en la recursividad, en las iniciativas particulares que se convierten en ayuda para otros, en el temple de espíritu para calmar la ansiedad y volver productiva nuestra soledad. Esa fortaleza hace que busquemos medios para mantener en curso determinados proyectos laborales, permite reconfigurar o reconstruir escenarios habituales de vida, y no nos deja perder la confianza en recuperarnos o pasar el vado del infortunio. De alguna manera, este juego de fragilidad y fortaleza en tiempos del covid-19 subraya lo que nos enseñó Pascal, en sus Pensamientos: “El hombre es una caña, quizás, la más frágil de la naturaleza, pero es una caña pensante”. Limitados somos por nuestra corporeidad deleznable; pero libres, por nuestra imaginación y nuestra voluntad.
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En varios de los correos entre amigos o colegas se dice al cierre que, ojalá pronto, se dé la posibilidad del reencuentro. El encierro estimula y aguijonea esta idea de volver a verse, de volver a abrazarse, de compartir un café o un vino. La pandemia ha propiciado el hecho de confirmar los vínculos, de retornar a los rostros conocidos, de reanudar esos diálogos íntimos. El reencuentro se asemeja al repaso en la lectura: no nos interesa tanto la nueva información, la presunta novedad, sino apropiar con hondura una línea, una palabra, una metáfora. Es decir, siguiendo la lógica de la analogía, que las personas sueñan reencontrarse, precisamente, con aquellos seres que aprecian, aman o extrañan, para rubricar los vínculos, para reafirmar una complicidad, para refrendar los pactos del alma o esos otros no siempre traslúcido de las pasiones. Nos reencontramos con los seres que ya conocemos; es una especie de delineamiento sobre rostros que nos son familiares. Ese es el anhelo, esa es la expectativa o el deseo de los confinados al encierro obligatorio: verse una vez más, estrecharse en un largo abrazo sin decir nada, solo dejando que la presencia imante todos nuestros recuerdos. Los confinamientos aguijonean la urgencia de la cara del otro. Al distanciar las interrelaciones cotidianas, esas que de tanto hacerlas parecen banales, se aviva más el rostro del ausente, las manos cariñosas, la certeza absoluta de la compañía. El deseo de reencontrarse es el modo como los seres humanos crean una perennidad en medio de la finitud; es la Ítaca que todo aventurero sueña cuando está perdido en alta mar.
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Hoy el presidente prolongó la cuarentena 15 días más de la fecha estipulada; hasta la media noche del 27 de abril. Todo en pro de “la salud de los colombianos”. Varios alcaldes celebraron la medida, al igual que las asociaciones médicas; los que no están muy contentos son los comerciantes y empresarios, y anuncian que se vendrá en el inmediato futuro una pandemia en la economía. Los colegios y universidades tendrán clases virtuales hasta el 31 de mayo. La medida, siempre anunciada desde la sala del consejo de ministros, estuvo respaldada por especialistas del sector de la salud. A diferencia de otras veces, en que son los expresidentes, o los simpatizantes del gobierno o los jefes de los partidos tradicionales, los consultados o tenidos en cuenta, esta vez son profesionales o directivos de organizaciones o agremiaciones médicas los que sirven de aval a esta cuarentena. Y si antes bastaba con alardear de la autoridad vertical que otorga el mando o los votos obtenidos en una pasada elección, lo que oímos y vemos ahora es la “consulta”, el estar “más allá de las diferencias políticas”, la “preocupación por atender a los más necesitados”. La voz demagógica y cizañera de las bancadas de los partidos ha pasado a un segundo plano para, como hecho excepcional, dar paso a la voz de académicos, de sociólogos, de psiquiatras, de actores asociados al sector de la salud. La sala de ministros ha incluido, como no era costumbre, a los que tienen algo serio y fundamentado que decir y no tanto a los que trastocan y amañan todo para su propio beneficio. Así sea en “cortos videos” y como “respaldo científico” si las medidas no salen bien, la presencia de investigadores, docentes, especialistas y académicos en la solución de esta pandemia, es un ejemplo de cómo tomar las mejores decisiones de gobierno, haciendo uso de la participación real, del consenso con personas idóneas y de una ética en la que primen la solidaridad y la dignidad de las personas.
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Me compartió una triste y dolorosa noticia mi amiga, Adriana Lagagnis, la dueña de la librería ArteLetra de Bogotá. Su madre murió justo en esta cuarentena y ella no pudo ni acompañarla en la velación, ni darle una sepultura como se lo merecía. El dolor de Adriana, como el de otros que han tenido que aceptar –en contravía de sus propios afectos– este “alejamiento” del final de sus seres más queridos es comprensible. Duele el no poder juntar las manos para prepararle algún rito de despedida; duele el no estar con los familiares para hacer la velación; duele la conducción anónima del féretro y la soledad mayúscula en la que termina la historia de una persona. Enfermar y morir es la impronta natural de todo ser humano; pero las medidas del confinamiento por el covid-19, provocan un corte instantáneo, un abrupto desprendimiento, una idea de “desaparición súbita” de los que amamos, que aumenta la pena y prolonga la agonía de los deudos. No es la muerte lo que realmente agobia, sino el hecho de que las circunstancias de no poder salir exacerba la impotencia, el freno de los sentimientos, la imposibilidad de expresar la ternura y el amor. No es solo el cuerpo el que sufre un aislamiento social, sino que el propio espíritu es sometido a una cuarentena sin abrazos ni lágrimas compartidas. La profunda tristeza de mi amiga es comprensible porque todo su ser está atravesado por este doble sufrimiento.
Abril 7 de 2020
El alargue de la cuarentena ha hecho que las personas entren en una especie de letargo. La sorpresa y la angustia ante lo desconocido se han ido transformando en una parsimonia y una lentitud que a veces toma los visos de la modorra y, en otros, del aturdimiento. Pareciera que el impacto de la pandemia, la amenaza del contagio, el número creciente de infectados y de muertos, hubiera provocado en los cuerpos y en los espíritus de los ciudadanos un embotamiento prolongado. Se ve a algunas personas que salen a comprar sus víveres o a hacer otras diligencias, pero con caminar lento, pesado, con muestras de debilidad o de desgano. Varias de ellas usan tapabocas. Los mismos ciclistas, escasos, avanzan pedaleando sin afán, mirando a lado y lado, tratando de hallar en los ojos de quienes los miran desde las ventanas, estímulo para llegar cuanto antes a entregar el domicilio. Las largas filas para abastecerse multiplican esa imagen de “falsa calma”; las distancias en la cola, el mutismo entre las personas, las prendas exteriores de protección, todo ello confluye en crear un ambiente dilatado, moroso. Después del asombro y la súbita amenaza, de la continua proliferación de mensajes alarmantes, lo que acaece es una modorra que cubre, como una espesa neblina, las actitudes, el proceder de la gente. Cierta resignación parece adivinarse detrás de ese proceder ralentizado, “en cámara lenta”, como si el nuevo plazo del 27 abril, fuera una condena inapelable, un designio inclemente. El aguante, la resignación, el sometimiento a las cadenas del encierro, se manifiestan en la dejadez, en ponerse cualquier vestido para salir a la calle, en las horas de sueño interminables o en tirarse en la cama, sin hacer nada. Esta parsimonia parece ser la segunda fase de respuesta de los seres humanos cuando viven o padecen una enfermedad incurable o cuando, como es el caso del covid-19, se saben inermes para enfrentar este virus redondo con puntas de infinitas cabezas.
Abril 8 de 2020
Una nueva medida de la alcaldesa de Bogotá, Claudia López: desde el próximo lunes 13, empezará el “pico y género”. Los hombres podrán salir a la calle para conseguir víveres o atender compromisos bancarios los días impares, las mujeres en los pares, y los transgénero en cualquier día. El objetivo es mermar las aglomeraciones, y ayudar a las autoridades a tener un mejor control de la población que, a pesar del confinamiento obligatorio, sigue incumpliendo la norma. De igual modo, se dictaminó que los taxistas, que solo se pueden pedir por teléfono, deberán llevar un registro de las personas que recojan, en los que se consigne, además de su nombre, los datos de contacto del usuario. La cuarentena conduce a los gobiernos nacionales o locales a tensar hasta el límite las relaciones entre el control policivo y las libertades individuales. China ha extremado ese control hasta los celulares para poder ubicar en tiempo real a cada de sus ciudadanos. Otro tanto ha hecho Corea. Las personas de estos regímenes totalitarios, explican algunos sociólogos, aceptan con más rigor las normas y prohibiciones, su espíritu está acostumbrado a “obedecer”; en cambio, en países como los nuestros, presuntamente democráticos, lo que prima es la desobediencia, la actitud marginal y contestataria. Los latinos, para usar una generalidad, sospechan de toda imposición y consideran que la violencia a su intimidad es la peor afrenta del Estado. Esa puede ser una razonable explicación, pero yo creo que el problema de fondo frente a la ley es si voluntariamente nos plegamos a ella o si, mediante el miedo y la intimidación, aprendemos su dureza y sus consecuencias. Para convivir, para existir en sociedad, es indispensable aceptar las normas que los contratos sociales instauran como cartas fundamentales de su constitución. Y la sabiduría de los gobernantes o los que ostentan el poder está en no perder de vista cuando dictaminan sus normas, qué tanto de esas libertades individuales debe ceder al bien común, y hasta dónde la fuerza de la norma excede el fuero inalienable de la voluntad de cada ciudadano. Entiendo que la amenaza de la pandemia es diferente a los confinamientos obligados por exclusión ideológica, étnica o de fe, pero siempre está la tentación del que gobierna de usar la fuerza y la violencia para imponer su voluntad, alegando que es para garantizar el beneficio de la mayoría.
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Hoy en Wuhan, donde se inició el coronavirus, terminó la cuarentena. Se dio de alta al último paciente infectado. Después de 76 días de encierro, las personas pueden salir a la calle, tomar el transporte público, montar en tren o avión, ir a restaurantes. El ambiente es de felicidad, de fiesta. Los grandes edificios de la ciudad prendieron sus luces, hay reflectores iluminando el firmamento, y una cantidad de globos de colores en el aire. Aunque las personas llevan un tapabocas, se abrazan, se tocan, se reúnen. Es media noche, pero parece de día. Sorprende ver a la gente abrazada por largo tiempo, como si al hacerlo, estuvieran recuperando el afecto encarcelado por más de dos meses y quince días. Son abrazos que manifiestan, por supuesto, los vínculos sociales en vivo, pero de igual modo, son gestos que renuevan la confianza en quienes amamos, la necesidad de sentirnos cuidados y protegidos, y la tranquilidad de podernos abandonar, sin amenazas, a otro ser humano que nos recibe con su corazón hospitalario. La celebración en Wuhan es la confluencia de la reafirmación de la vida y el deseo de esperanza. En esos abrazos se reúnen todos los anhelos de sobrevivencia y la gratitud interior de recuperar la libertad. La oscuridad de la incertidumbre y la amenaza de la enfermedad han quedado atrás, lo que sigue es la reactivación de la luz de la vida. En medio de la fiesta colectiva y callejera, muchos hombres y mujeres abren los brazos, mirando al cielo, reconociendo en tal postura, no solo el agradecimiento a sus creencias protectoras, sino la convicción verificada de su fragilidad.
Abril 9 de 2020
He hablado con varios colegas maestros y con rectores de instituciones educativas que están viviendo en directo las medidas de la educación virtual, provocadas súbitamente a causa del coronavirus. Los lineamientos del Ministerio de educación de cerrar los establecimientos de educación básica, media y superior, para evitar el contagio proveniente de las aglomeraciones, y substituir las clases presenciales por sesiones virtuales o con plataformas a distancia, es una situación que ha puesto a maestros y estudiantes en condiciones de aprendizajes forzados. Porque, según dicen los profesores, el trabajo se ha multiplicado; su vida privada ha sido copada por su vida laboral; y, al decir de los estudiantes, los maestros piensan que ellos son robots como para estar todo el tiempo sentados al frente del computador y haciendo infinidad de trabajos. Ni los primeros han sido formados para enseñar de esta manera; ni los segundos, habituados al autoaprendizaje y la concentración prolongada. En un telenoticiero le preguntaron a los niños qué era lo que más extrañaban de su colegio; ellos contestaron que a su profesora y a sus amigos. Estas respuestas pueden ayudar a entender que ir al colegio no es asunto de sólo aprender contenidos, sino de forjar relaciones, interacciones, vínculos humanos. Por eso reducir la educación a transferir información o a colgar documentos en una plataforma es desconocer el papel fundamental de la formación, del desarrollo de las potencialidades humanas, que no terminan en los aspectos cognitivos o meramente intelectuales. Estoy convencido de que esta pandemia va a permitir evaluar mejor los alcances y las limitaciones de la educación virtual y, a entender el propósito fundamental de la educación: desarrollar hábitos, formar el carácter, regular la interacción de las emociones, aprender a estar con otros, saber ser ciudadanos, y adquirir mediante el ejemplo continuado de los educadores unas maneras de habitar en el mundo y transformarlo.
Abril 10 de 2020
Si bien es una costumbre en la tradición de la cuaresma, velar el crucifijo y otras imágenes religiosas, en esta oportunidad, dada la intencionada focalización de las cámaras televisivas, reluce más la ausencia del rostro, de los brazos extendidos, del cuerpo llagado de Cristo. Se sabe que es para que se anhele verlo el domingo de resurrección, para que se reflexione sobre su sacrificio. Velamos ese rostro dolido para que entendamos mejor, en un acto de penitencia, lo que simboliza para los creyentes cristianos. Desde luego, el confinamiento hace que el espíritu esté dispuesto para deletrear los signos de lo sagrado. La pandemia, al igual que el manto rojo que cubre las imágenes, ha velado el rostro de nuestros hermanos, de lo amigos, de los seres amados; el covid-19, al clausurarnos los brazos y las manos, ha hecho que deseemos con mayor anhelo lo que por costumbre no apreciamos. Las clausuras obligatorias, y más cuando la pena o el dolor se suman a tal encierro, le devuelven a los rituales su fuerza constitutiva, su esplendor inicial. El confinamiento, como si fuera un retiro espiritual, aviva el espíritu para entender lo que lo trasciende, pone el corazón en disposición para creer en el milagro y darle cabida a la esperanza. Es una celebración inédita esta semana santa: los fieles no están presentes, la multitud tampoco; no hay comunión… tan solo está la palabra del pastor y el espacio vacío de las iglesias. Es decir, hay unas condiciones ideales para escuchar la propia alma o ensimismarse en las preguntas que nos agobian en estos días. El espectáculo ha cesado; todo acaece dentro de los límites sencillos de nuestra interioridad.
Abril 11 de 2020
Primeros médicos muertos por la pandemia. Haciendo una calle de honor, con aplausos el personal de salud y de la policía, despiden a Carlos Fabián Nieto Rojas, de 33 años. Suena un toque de silencio de corneta que le otorga a este pequeño gesto una solemne trascendencia. La cinta del coche fúnebre dice “Aquí va un héroe”. Las sociedades médicas dicen y reclaman la falta de protecciones para su labor. La soledad del coche fúnebre se intensifica por la soledad de las avenidas por donde pasa. El coronavirus ha logrado lo que ninguna política pública había hecho en Colombia: poner en primer plano la relevancia y el valor social de los médicos, de las enfermeras, de todos estos profesionales de la salud. Ahora ellos muestran su vital necesidad, su vertebral papel en una sociedad. Y porque esas mismas personas se dan cuenta de que los medios de comunicación y los gobernantes han vuelto su atención hacia ellos, entonces denuncian el abandono, el no pago de tres o más meses de sueldo, la carencia de equipamiento de protección, la precariedad de aparatos de laboratorio, el silenciamiento o postergación indefinida de sus condiciones de servicio. El covid-19, quiérase o no, ha puesto en el sitio que les corresponde a los que ayudan a otros, a los que consideran que la vocación es más fuerte que el beneficio propio. Hasta los mismos empresarios e industriales, la clase política y los banqueros, bajan su mirada para reconocer que sin esas personas, esas que tienen salarios indignos, y aun así se forman en la primera línea de batalla contra la epidemia, estaríamos abocados a la catástrofe. Su heroísmo es, en el fondo, el hacer prevalecer el sentido de lo humano sobre otras cosas. Precisamente, el médico Carlos Fabián Nieto Rojas murió cumpliendo el juramento hipocrático, una promesa que en estos tiempos de solidaridad, debería ser para todo ciudadano: “me comprometo solemnemente a consagrar mi vida al servicio de la humanidad”.
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En Francia e Italia se muestran imágenes de ancianos muriendo solos en los geriátricos. En Ecuador se ven casos semejantes: viejos que fallecieron solos en sus casas. Esta pandemia ha puesto en evidencia las relaciones entre la soledad y la vejez. No únicamente porque estas personas son las más susceptibles al coronavirus, sino porque la perspectiva actual de la “tercera edad” los ha convertido en una población aislada, confinada a la precariedad o la falta de cuidado comunitario. Ni es reconocida su experiencia, ni pueden con facilidad encontrar un trabajo que los dignifique. Al ya no ser útiles, productivamente hablando, son relegados al abandono o a unas políticas públicas en las que la beneficencia se emparenta con la mendicidad. La pandemia ha sacado a la luz un problema social que deseamos encubrir o al que miramos siempre como casos aislados: el descuido social de las personas mayores, la soledad a la que las condenamos, la precariedad de sus condiciones mínimas de sobrevivencia. Los viejos mueren solos en sus casas por causa de una neumonía, esa es la causa de su deceso; pero pienso que su asfixia es más profunda: la de no ocupar un lugar digno en la familia y la comunidad, la de no contar con unos medios reales de apoyo para subsistir, la de no saberse útiles significativamente en una sociedad. Luego no se trata solo de confinarlos, sino de devolverles el aire existencial que les hemos quitado o enrarecido.
Abril 12 de 2020
El confinamiento obligatorio, las tres semanas largas que llevamos, crea una confusión en la ubicación de los días. A pesar de que los ritmos circadianos permanecen, no es fácil reconocer si es viernes o domingo, o si el lunes se confunde con el miércoles. La cuarentena vuelve gelatinoso el calendario semanal. Por haber poca gente en la calle, por estar en familia todo el tiempo, por pasar buen tiempo viendo televisión, jugando o leyendo, la mayoría de días se asemejan a un festivo. Hay un clima de “vacaciones” y, por eso mismo, la mente se desconecta de las fechas exactas, del cronograma, de las citas a una hora exacta. Por lo demás, como la mayoría de personas no asiste a la oficina, a la empresa o al lugar habitual de trabajo, se crea un desconcierto en la agenda interior de cada uno: ¿qué día es hoy?, se pregunta con frecuencia; ¿hoy es día par o impar?, dice cualquiera de los miembros de la familia. La cuarentena fija dos fechas como fuertes, la de cuándo comienza y cuándo termina; lo que queda en la mitad es un tiempo elástico, fluido, divagante.
Abril 13 de 2020
En una entrevista al presidente, por televisión, lo interrogaron sobre qué pasaría después del 27 de abril, cuando termina la cuarentena; el mandatario respondió que, muy seguramente, se reanudará la vida económica pero no la vida social. Que la industria y el comercio, con determinadas restricciones, reiniciarán sus labores, pero que las reuniones sociales, los eventos masivos, las aglomeraciones, seguirán prohibidas. Los colegios y universidades, continuarán cerrados, y los adultos mayores proseguirán con el confinamiento obligatorio. Ya imagino cómo harán los restaurantes para abrir sus establecimientos y mantener la distancia social, o de qué manera el servicio se dará por turno, o si al igual que las compras de víveres y pago de servicios públicos, se hará siguiendo el “pico y género”. Cada establecimiento tendrá que idearse formas que le permitan despegar sus labores y, al mismo tiempo, ofrecer medidas de prevención, de cuidado y desinfección. Una vez más lo que reina, así se adivine un entusiasmo, es la incertidumbre, la duda sobre el comensal que asiste o sobre el mesero que sirve la comida, la sospecha sobre el colega de oficina o el compañero de trabajo. Serán inéditas estas nuevas interrelaciones en las que seguirá vedado el contacto y las medidas de desinfección primarán sobre otras circunstancias. Habrá unos nuevos juegos de rol, en los que los conocidos parecerán extraños, y la fraternidad y el colegaje tendrán el matiz de interactuar con desconocidos. Volveremos a reactivar la economía, eso parece, pero los abrazos íntimos, los besos amorosos, el festejo familiar, todo eso, deberá seguir en cuarentena, confiando en que pronto tengamos la vacuna que nos permita reactivar plenamente los vínculos sociales, esos que le devuelven a los seres humanos el rito, la fiesta, la tertulia, el fluir en directo de las emociones y los sentimientos y las prácticas de lo comunitario.
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Es inevitable que el Gobierno, agobiado por las urgencias y las complejidades de esta pandemia, apele a testimonios de los beneficiados por algunos programas de apoyo solidario en los que se muestre la bondad o la efectividad de las políticas recientes. Los cortos videos, que se intercalan con las informaciones y explicaciones del presidente en su hora diaria, antes del telenoticiero de más alto rating, tienen un fin justificador; así sea de manera indirecta, lo que queda al final son las voces de las personas humildes que dicen: “gracias, señor presidente”. Un mercado, un giro mínimo, parece venir no de la responsabilidad de un Estado, de los impuestos pagados por todo un pueblo, sino de una persona que se ha acordado de ellos. A pesar de las buenas intenciones, de las medidas con espíritu social, se adhiere a tales iniciativas un tinte político, partidista. Y tiene que ser así, puesto que varias de esas políticas, como las de que los bancos presten dinero para pagar las nóminas, terminan siendo desmentidas por los microempresarios que alegan no tener créditos expeditos, ni un alivio en los intereses. Los bancos no merman su ambición ni condonan deudas; a lo máximo que llegan es a diferir en más meses las deudas y los compromisos económicos, agregando eso sí, los intereses respectivos. En consecuencia, el Gobierno y sus ministros, que parecen dar una lección aprendida de memoria, necesitan mostrar que se está haciendo lo correcto, que la curva del coronavirus se está aplanando, que la crisis de los que no tiene que comer se está solucionando con ayudas humanitarias. Creo que estas charlas presidenciales, que en un comienzo se hicieron con el fin de mantener informados a los colombianos, se han ido volviendo una plaza de exhibición de lo que hace un partido, una persona. De alguien que, por lo demás, sigue teniendo un bajo nivel en las encuestas de opinión y pugna por subir su credibilidad.
Abril 15 de 2020
Delfines en Santa Martha, jabalíes en Israel, Pumas en Chile, zarigüeyas y zorros en los patios de las casas, abundantes pájaros cerca a los edificios de las grandes urbes, cabras y ciervos recorriendo las calles de las ciudades… Esta pandemia ha hecho que la naturaleza tenga una segunda oportunidad global sobre la tierra. El cese del espíritu depredador –así sea por unos meses–, ha permitido que observemos con regocijo lo que por el afán y nuestra soberbia de “amos del universo”, ni apreciábamos ni considerábamos digno de admiración. Nuestro enclaustramiento, nuestro miedo, contrasta con la “inmunidad” de los animales que campean en su ambiente, libres de la persecución y el inclemente exterminio. No deberíamos alegrarnos por los efectos devastadores de esta pandemia; pero si lo miramos desde otra perspectiva, ha sido una bondad para todos los seres vivos que han padecido durante siglos la subyugación, el maltrato y el desprecio de los hombres. Puede ser una paradoja: si antes, esos animales los exhibíamos en jaulas, para satisfacer nuestro dominio; ahora somos nosotros los encerrados, viendo cómo en las calles y en los cielos ellos disfrutan de su libertad de desplazamiento. Una lección ecológica para los seres humanos, aprendida desde el confinamiento obligatorio y el miedo a morir.
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En medio de la prisa por innovar y por atender las urgencias del sistema educativo, provocada por la pandemia, me llama la atención unas cuantas cosas sobre la “salvadora” educación virtual. En principio, la idea simplista de algunos gobernantes de que enseñar virtualmente es cosa fácil y sin ninguna complejidad. Que es algo para hacer “rapidito” y que, con tal de tener un computador, el resto está solucionado. El segundo asunto se relaciona con la idea de que una educación virtual es un mero trasvase de información de un canal o medio a otro semejante. Algo así como que lo se tenía preparado para la educación presencial, basta con volverlo un PDF, colgarlo en una plataforma y acompañarlo con alguna videoconferencia; es decir, un “simulacro” de lo que antes se tenía previsto en la interacción cara a cara. Desconociendo que esta modalidad de educación, presupone otro modelo de aprendizaje, el desarrollo de otras habilidades, la producción de otro tipo de materiales. Un tercer punto, menos evidente, es lo que implica el autoaprendizaje, la autorregulación por parte de quien aprende. Se da por hecho que todos los estudiantes –niños, jóvenes, adultos– ya tienen esa actitud o esa disposición. Craso error. Como en todos los procesos formativos, tendríamos primero que desarrollar en los aprendices este nuevo tipo de “actitud”, de “destreza”, de “hábito”, y de condiciones cognitivas para la autonomía. Nunca antes como ahora el tema de la metacognición se convierte en un aspecto esencial para un estudiante: ¿cómo aprendo lo que aprendo? Y la última cuestión, tan reiterativa en las épocas del diseño instruccional y la tecnología educativa, corresponde a un saber didáctico sobre esta otra manera de enseñar; por ejemplo, de qué manera se diseñan unidades, módulos, guías, protocolos que, en realidad, respondan a una idea clara de secuenciación de contenidos, de habilidades esperadas, de tiempos previstos para el ejercitamiento, la interiorización y el dominio de una habilidad o una práctica. Todas estas cosas he pensado, cuando veo que las políticas educativas para enfrentar el aislamiento de miles de estudiantes de diverso nivel –aislados de las aulas para frenar el avance del coronavirus–, ha llevado a sacar del sombrero del mago la estrategia de la educación virtual con el fin de salvar, así sea por unos meses, el día de día de la instituciones de enseñanza.
Abril 16 de 2020
Según las estadísticas del coronavirus, hoy en Colombia tenemos 3233 infectados, 429 en hospitales, 550 recuperados, 48852 descartados y 144 muertos. El ministro de salud advierte que la curva está bastante “aplanada” pero que no por eso el 27 de abril terminará el APO (Aislamiento Preventivo Obligatorio). Las medidas gubernamentales, dictadas bajo la figura de la emergencia económica, siguen multiplicándose: para que se hagan efectivos los créditos a la mediana empresa, para que no se suban los arriendos, para que los servicios públicos sean subsidiados por el estado, así sea en los estratos uno y dos, para que las ARL cumplan con la dotación de los implementos de seguridad, para que se agilicen los procesos de importaciones, para dejar libres bajo ciertas condiciones a algunos presos… Hay iniciativas para que la gente pueda vender por internet sus productos y otras tantas para darles garantías a los bancos para que no solo agilicen, sino que hagan efectivos los préstamos para el pago de nóminas. Las comunidades médicas abogan para que no termine la cuarenta en la fecha fijada, dado que las pruebas hechas hasta ahora no son un buen respaldo para levantar el confinamiento. Las sesiones del congreso se intentan hacer virtualmente, y la Procuraduría lucha para que no se hurten los dineros destinados a auxiliar a las poblaciones más vulnerables o se amañen estas medidas excepcionales para el beneficio personal. Mucha gente habla de especulación y, aunque se diga que no hay carencia de suministros o alimentos, varios supermercados presentan sus estantes a medio llenar. Continúa la escasez de alcohol, tapabocas y gel antibacterial. A pesar del pico y género en Bogotá, no todos ni todas cumplen la medida. Demasiados comparendos. La policía está a la entrada de almacenes para hacer cumplir las normas y patrullan las calles sancionando a quien ha abierto su tienda o a esos otros que, sin razón justificada, caminan como si no supieran nada de la pandemia. Cuento todo esto para decir que el covid-19 ha creado caos, desbarajuste de la vida cotidiana, angustia, preocupación y una cantidad de normas nuevas a las que cada persona trata de adaptarse o riñe hasta la desesperación; o como dijo un campesino agricultor en una entrevista radial, es “un revolcón que nos dio la vida”. Y así no se diga abiertamente, la comunidad sabe que esto va para largo, que seguramente mayo va a acendrar los conflictos y las dudas de abril, y que a lo mejor en ese bamboleo llegaremos a junio. La palabra crisis se escucha en todas partes. Varios estadistas ya hablan de economía de guerra. De allí que hayan empezado a circular de manera reiterativa palabras como “héroe” y “sacrificio”. No hay bombas, no hay tanques ni rifles, solo la silenciosa amenaza de un virus que ha vaciado las calles de gente y ha cortado el fluido de las relaciones personales o económicas. Época de coronavirus: tiempo del refugio y la zozobra creciente.
Abril 17 de 2020
Las recomendaciones dicen que durante el covid-19 hay que evitar el contacto y, si se resulta contagiado, llevar una cuarenta en un espacio aislado, con suficiente ventilación y ojalá con un baño privado. Pienso en ello y en las condiciones reales para tener esas “zonas de recuperación”. Porque, me pregunto, en un inquilinato o en el hacinamiento, ¿cómo guardar las distancias para no contaminarse? La pobreza acorrala tanto o más que el coronavirus. De nuevo un dilema: el mandato médico de no tocarse ni acercarse demasiado y, a la par, la imposibilidad física de apartarse. Ni baños independientes, ni piezas para una sola persona. La mayor parte de la población colombiana, así quisiera otra cosa, tiene que asumir la pandemia en uno o dos cuartos reducidos, en una casa donde seguramente conviven con otras personas, en sitios de un alto tráfico social. Es inevitable. No hay alternativas. Ese ha sido su escenario cotidiano y ninguna medida gubernamental podrá, de manera mágica, trasladarlos o rediseñar sus humildes residencias. Los empobrecidos, los desplazados por las múltiples violencias, los de barrios de invasión, los innumerables trabajadores de la economía informal, todos ellos tendrán que refugiarse en sus reducidas viviendas y soportar, como siempre lo han hecho, la mala suerte de contagiarse o padecer esta enfermedad. Los cacerolazos, que suenan en los barrios de la periferia, son el grito de una población –cada vez más abundante– que denuncia la injusticia social, el abandono de sus gobernantes, y el reclamo a las consecuencias de una economía deshumanizante y concentrada en favorecer a una insolidaria minoría. ¿Qué muestra este confinamiento obligatorio a los más pobres?: la precariedad de las políticas y programas de salud pública, la inalcanzable posibilidad de tener un techo propio, el desigual reparto de la riqueza, y el abandono de las obligaciones sociales del Estado por haberlas entregado a la avaricia desmedida del capital privado.
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La alcaldesa de Bogotá, en una entrevista televisiva, afirmó que desde hoy se va mostrar en un sitio web de la alcaldía, la curva de la pandemia, la cantidad de enfermos en las unidades de cuidados intensivos, el porcentaje de personas que circulan en el Transmilenio, y estadísticas del contagio por localidades y barrios. Todos esos datos serán públicos y la gente, según ella, podrá no sólo enterarse, sino contribuir a tomar las mejores decisiones para la ciudad. Advirtió que Bogotá, por ser la ciudad con el mayor número de contagiados, tendrá que asumir medidas especiales, entre las que se cuentan, el no uso masivo del transporte público (sólo hasta un 30%), el empleo de la educación virtual en las instituciones educativas hasta el final del año, y el teletrabajo en la mayoría de ocupaciones. Con decisión y claridad anunció que la pandemia seguirá acompañándonos durante este año y que, a pesar de la dificultad de quedarse en casa, esa seguirá siendo el objetivo para evitar que el sistema de salud colapse. Pero lo que más me llama la atención es el deseo de Claudia López por hacer públicas las estadísticas, por compartirlas con los ciudadanos. Considero que es una decisión ética, responsable y fundamental para el manejo de la opinión pública, especialmente cuando las épocas de crisis sirven a oportunistas y políticos populistas para presentar datos amañados o esconder realidades que benefician a unos pocos. He recordado las reflexiones de Michel Foucault sobre la parresía, sobre la importancia de “hablar en verdad” que no solo es un acto de valentía moral, sino un decidido modo de contrarrestar la simulación, el engaño y el artificio engatusador. Puede que sea doloroso saber esas verdades, pero en tiempos difíciles como los que vivimos hoy, lo peor que nos puede pasar es que sea la mentira, las medias tintas, la información editada, las que gobiernen nuestras incertidumbres u orienten las decisiones cotidianas. Porque lo que está en juego no es un asunto menor. Sin ese deseo de hablar con la verdad, de conocer los datos de primera mano, de compartir las diferentes aristas de un problema, seguramente actuaremos torpe o sesgadamente y, lo que es peor, pondremos en riesgo a nuestras familias y a gran parte de la comunidad.
Abril 18 de 2020
Noto que en varias partes del mundo, incluido este país, la música ha buscado aliviar el espíritu y dejar que las melodías generen algo de libertad a los confinados por el coronavirus. Ya sea la Filarmónica de Rotterdam, la de Castilla y León, la de Galicia o la de Bogotá, han fusionado interpretaciones (cada quien desde su casa) para mandar un mensaje de alegría y de esperanza. O a través del canto, individual o colectivo –como fue el caso hoy de “Un mundo: juntos en casa”– diversas voces han entonado temas y motivos rítmicos para sacar de sí la angustia, el miedo de la gente y, al mismo tiempo, darle al sentimiento un canal de expresión y vislumbrar salidas a esta incertidumbre. Desde cantantes líricos o artistas consagrados hasta vecinos comunes y corrientes, que han convertido el ambiente de sus casas en un escenario improvisado, pregonan que “todos juntos saldremos adelante”, que hay que “resistir” y continuar cantando el “Himno a la alegría”. Pero no es sólo la música, también el cine, el teatro, la poesía, han elaborado productos, pequeñas obras que se convierten en formas de comprensión de la pandemia o de resistencia a sus nubarrones fatalistas. Los artistas reconfiguran la realidad, la transforman, la amalgaman de una especial manera y, una vez hecha esa labor creativa, la devuelven al público, para que las personas tengan un modo diferente de percibir este hecho amenazante. Desde luego, la interpelación del arte convoca a nuestro entendimiento; pero su objetivo fundamental es mover nuestra sensibilidad, hacer que las emociones y los sentimientos participen. Si algo tienen todas estas obras artísticas –elaboradas con sonidos, con el cuerpo, con la palabra–, es que nos conmueven, afectan nuestra interioridad y, con ello, nos ayudan a hacer catarsis, a “purgar” la ansiedad y la estupefacción. De alguna manera, ese ha sido siempre el modo de proceder y el propósito de las obras artísticas, solo que ahora, confinados y a la expectativa, logramos apreciar mejor su función esencial en la sociedad y su vital papel educativo en los procesos de desarrollo humano. Gracias al arte, dejamos de ser pasivos seres condenados al determinismo de la especie, para convertirnos en forjadores de cultura, en inventores de realidades posibles.
Resulta útil en estos tiempos de cuarentena, volver a leer ciertos libros que de manera alusiva, ejemplifican lo que nuestro espíritu siente o le preocupa. Uno de esos textos es el libro de Job. Una pequeña obra que relata el conflicto de un hombre, quien teniendo muchas riquezas y buena salud, las pierde, y no entiende la razón o el motivo de ello, siendo como era, un hombre justo y devoto de Dios. Miremos con algún detalle los pormenores de esa tragedia humana.
Job era un hombre próspero, adinerado. Alguien “justo y honrado”, apartado del mal y temeroso de Dios. Tiene mil ovejas, tres mil camellos, quinientas yuntas de bueyes, quinientas burras y muchas otras posesiones. “Era el más rico entre los hombres de la tierra”. Sin embargo, a este orden de plenitud, el gran tentador de Dios, le dice que toda esa prosperidad se debe a que Job no ha sufrido reveses en su fortuna y, que, si los padeciera o se dañaran sus posesiones, seguramente dejaría de ser piadoso y maldeciría al Todopoderoso. Dios acepta que el demonio ponga a prueba a Job con una condición: “no tocarlo a él”.
Lo que sigue es, precisamente, el descalabro de la fortuna de Job, a causa de ladrones, rayos y huracanes que derriban sus casas, tribus enemigas que matan a sus hijos y acuchillan a sus empleados. Al saber por los mensajeros estas infaustas noticias, Job se rasga las vestiduras, se raspa la cabeza y se echa a la tierra. Con ese dolor en su corazón, en lugar de protestar contra Dios, pronuncia unas palabras que aún continúan escuchándose: “Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor”. No obstante, el gran tentador, vuelve a incitar a Dios contra Job, argumentándole que Job procedió así porque lo que estaba en juego era salvar la vida, y cuando se trata de esa posesión, “el hombre lo hace todo”. Y que, muy seguramente, si lo hiriese en la carne y los huesos, descubría en ese piadoso hombre que “lo maldeciría”. Una vez más Dios accede a Satanás, pero con la condición de respetarle la vida. Lo que sucede luego es la pérdida de salud de Job, con “llagas malignas desde la planta del pie hasta la coronilla”. En esa precaria situación, raspándose la cabeza con una tejuela, sentado entre la basura, Job escucha a su mujer quien le recomienda maldecir a Dios. La respuesta es humanamente asombrosa: “¿si aceptamos de Dios los bienes, no vamos a aceptarle los males? A pesar de esa ruindad en su cuerpo, Job no “no pecó con sus labios”.
Postrado, infecto de llagas, atormentado por la pérdida de sus hijos y sus bienes, Job recibe a tres amigos: Elifaz, Bidad y Sofar, quienes al enterarse de sus desgracias, vinieron a “compartir su pena y consolarlo”. Sentados junto a él, durante siete días, “sin decirle una palabra” estuvieron acompañándole. Después de esa semana comienzan las quejas de Job; movido por ese “atroz sufrimiento”, padecido durante todos esos días, el anciano empieza a imprecar, a cuestionar, a reclamar la justicia divina. Dichas consideraciones y reclamos son la parte vertebral del texto.
Su primera reacción es lamentarse de haber nacido: “¿Por qué al salir del vientre no morí o perecí al salir de las entrañas?”, ese es su cuestionamiento. Si no hubiera venido al mundo no tendría que sufrir y observar la catástrofe de perder sus riquezas y sus siete hijos. La honda pena que siente lo lleva a reflexionar sobre su propia condición: “por qué Dios no me cerró las puertas del vientre y no escondió a mi vista tanta miseria”. Job se sabe desgraciado, no encuentra el camino “porque se le cierran las salidas”. Al reconocerse así, desea la muerte, quiere escarbar en él mismo para buscarla, como si fuera un tesoro. La incertidumbre agobia a Job: ¿qué más podría venir?, ¿qué otras desgracias lo circundan?, ¿qué otras pruebas le tiene dispuestas Dios? Job comprende que está padeciendo lo que más temía: “vivo sin paz y sin descanso, entre continuos sobresaltos”.
Al escuchar las quejas de Job, comienzan a responderle uno por uno los tres amigos. Lo hacen por turnos, durante tres ocasiones. Y apenas concluye de hablar Elifaz, Bildad y Sofar, el llagado Job siempre les responde, en una especie de contienda pública. La primera intervención de Elifaz hace hincapié en “frenar las palabras” y en aprender a “aguantar” la situación adversa. Insta a Job a “acudir a Dios para poner su causa en sus manos”. La réplica de Job comienza con una explicación, si “desvarían sus palabras” es porque sus “aflicciones y desgracias son más pesadas que la arena”. Agrega que lleva “clavadas las flechas del Todopoderoso” y que “bebe su veneno”. De nuevo reitera su deseo de morir, para “cortar de un tirón la trama de su vida”. Sabe que esas palabras necias, derivadas de su estado febril, son el lamento de un desesperado, de alguien que se “tapa con gusanos y con terrones y a quien la piel se le rompe y le supura”. En ese momento lanza lo que parece ser su consigna frente al dolor que padece: “por eso no frenaré mi lengua, hablará mi espíritu angustiado y mi alma amargada se quejará”.
Los argumentos de Bildad, el otro amigo, le reprochan también hablar de esa manera: “las palabras de tu boca son viento impetuoso”, le dice. Agrega que “atienda” a la actitud de sus padres o que consulte a sus antepasados para que compruebe cómo Dios “no rechaza al hombre justo ni da la mano a los malvados”. Job le responde que no quiere pleitear con Dios, que sería inútil, entre otras cosas porque “aunque tuviera razón no recibiría respuesta”. Se sabe inocente, pero aun así “no le importa la vida, desprecia la existencia”. Agrega que Dios “acaba con inocentes y culpables” y que se “burla de la desgracia de un inocente como él”. Y una vez más, como si fuera un grito de guerra, reafirma su lema: “estoy hastiado de la vida; me voy a entregar a las quejas, desahogando la amargura de mi alma”. Y le suma algo más: “aunque no sea justo frente a él, hablaré sin miedo”. Job es un llagado, un amargado, un ser desgraciado, pero es un acongojado valiente.
Sofar, el tercero de los amigos que vinieron a visitarlo, considera que las palabras de Job son las de un “charlatán”, que lo mejor es dirigir el corazón a Dios, para de esta manera “tener seguridad en la esperanza y poder dormir sin sobresaltos”. Job enfatiza que él no es menos que sus amigos, que “lo que saben ellos, él también lo conoce”. Casi que olvidando las recomendaciones de su interlocutor, prorrumpe de manera directa en su cometido: “Deseo discutir con Dios”. Amonesta, precisamente a sus amigos, porque “blanquean o cubren de mentiras lo que en verdad desean decir”. Quieren ayudarlo pero son unos “médicos matasanos”. Todo lo que le han dicho son “proverbios de ceniza”. Que mejor guarden silencio, porque va a hablar él, “venga lo que viniere”, así le toque matarse, “con tal de defenderse ante la presencia de Dios”. Su discurso toca un límite: “callar ahora sería morir”. Le reclama a Dios que no esconda la cara, que no lo trate como a un enemigo. El sufrido y desgraciado se torna un maestro de sabiduría: “El hombre nacido de mujer, corto de días, harto de inquietudes, como flor se abre y se marchita, huye como la sombra sin pasar: se consume como una cosa podrida, como vestido roído por la polilla”. Nombra a Dios como centinela y le pide “que aparte de él su vista”.
En la segunda y tercera tanda de intervenciones, los amigos insisten en que las palabras de Job lo condenan, que reflexione en lo que afirma, que se reconcilie y tenga paz con Dios. Job agrega que su casa es ahora el abismo, “que a la podredumbre la llama madre, a los gusanos, padre y hermanos”. Hondamente atormentado y agobiado por la enfermedad, pregunta: “¿dónde ha quedado mi esperanza?”, “¿y mi esperanza, quién la ha visto? Y si habla de esa manera, explica, es “porque Dios lo ha trastornado, envolviéndolo en sus redes”. Su penosa condición se condensa en esto: “grito ‘violencia’ y nadie me responde, pido socorro, y no me defienden”. Siente que Dios “ha llenado de tinieblas su sendero”, “ha descuajado su esperanza como un árbol”. Sabe con profundo dolor, “que lo ha herido la mano de Dios”. Pide piedad, más de una vez. Pero sigue confiando en que después de muerto, “cuando le arranquen la piel, ya sin carne, verá a Dios”. Job le pregunta al Todopoderoso, “¿por qué siguen vivos los malvados”. Pero, parece que Dios no lo escucha. La sorpresa o la confusión de Job está en no entender cómo un Dios “que era íntimo en su tienda” ahora parece su enemigo. Y porque no lo entiende vocifera, y porque no comprende ese silencio, sigue “desahogando su alma”: “te pido auxilio y no me haces caso, espero en ti, y me clavas la mirada”. Sus lamentos y sus quejas son una letanía en búsqueda de interlocutor: “Ojalá hubiera quién me escuchara”.
La respuesta de Dios está llena de interrogaciones, empezando por una pregunta que evidencia el haber escuchado las queja de Job: “¿Quién es ese que denigra mis designios con palabras sin sentido?”. Todas las cuestiones que plantea o deja entre la audiencia giran alrededor de la creación, del funcionamiento maravilloso de la naturaleza, del dinamismo propio de la vida: “¿quién engendra las gotas del rocío?”, “¿quién le dio sabiduría al Ibis y al gallo perspicacia?”, “¿enseñas tú a volar al halcón a desplegar su alas hacia el sur?”… Son tantos los cuestionamientos que, el último de ellos, parece un reto imposible de controvertir: “¿Quiere el censor discutir con el Todopoderoso?”. Job reconoce su pequeñez y lleva su mano a la boca para guardar silencio; se arrepiente de haber querido “empañar los designios de Dios con palabras sin sentido”. Además, como si fuera una epifanía, da cuenta de una transformación en su fe: “Te conocía solo de oídos, ahora te han visto mis ojos”. El Todopoderoso vuelve a tomar la palabra para señalar que los amigos de Job no han hablado rectamente de Dios, refrenda la justicia y honradez del llagado, consolándolo de su desgracia y devolviéndole no solo la salud, sino su hacienda, sus bienes, nuevos hijos y una prosperidad más grande que la de antes. El libro concluye diciendo que Job murió “anciano y satisfecho”.
Hecho este repaso comentado de la obra, creo conveniente poner en alto algunas ideas que me deja la relectura de este libro sapiencial. Desde luego, es una resonancia laical, sin pretensiones teológicas o de docto biblista. Comenzaré subrayando el papel de la escucha frente al sufrimiento. Bien pudiera uno afirmar que Job es un símbolo de los desesperados que ansían a como dé lugar, tener alguien al lado que oiga con atención y compenetración sus penas, sus quebrantos. Pero no se trata de una escucha organizada desde los argumentos (como es el caso de Elifaz, Bildad y Sofar), sino más bien de una actitud de empatía, de filiación emocional a partir de la cual sea posible que afloren o se revelen las claves de un sufrimiento, los signos íntimos de una pena. Más que dar explicaciones o razones ya constituidas o sabidas, la escucha que pide Job es un esfuerzo por entender lo singular y único de cada acongojado, la melodía particular del lamento de una persona.
Otra cosa que me ha parecido significativa es la aparente indiferencia de la divinidad, ese silencio sin respuesta oportuna, esa lejanía que sigue vigilante, así todo muestre lo contrario. Y digo que me llama la atención porque Job, a lo largo del libro, va sufriendo un cambio paulatino de tener la absoluta confianza en su Dios, de considerarlo un amigo que visita su tienda, hasta no tener la certeza de su presencia, de parecer más el comportamiento de un extraño o de un enemigo. Sin embargo, al final se puede saber, que el Todopoderoso sí ha escuchado a Job, al igual que a los otros que han hablado. No es una divinidad ajena o desatendida. Lo que sucede es que su modo de proceder no es directo, no se accede a él de manera inmediata; se requiere de cierta preparación o de ciertas condiciones que pongan al ser humano en un estado especial, en un tiempo idóneo para una experiencia de fe. En el caso de Job ese medio es el sufrimiento, la soledad, el abandono. Su misma aflicción es el canal a través del cual logra ser oída su súplica (al menos eso afirma Elihu, en la inserción del texto). O dicho de otra forma, a veces el dolor es un medio para entrar en comunicación con zonas profundas de nuestro espíritu; un camino que aunque desesperanzador en un comienzo, provoca el temple o el silencio suficiente para conversar, con verdad y sin miedo, con nosotros mismos.
El tercer asunto tiene que ver, precisamente, con la importancia del grito, del clamor, con el derecho a la queja cuando la desgracia nos azota, o cuando las injusticias de la vida hacen mella en nuestra persona. Buena parte del libro de Job es un testimonio de esa queja legítima, del valor que debe tenerse para ponerla afuera, así los amigos o los conocidos nos inviten a callar, a ser “políticamente correctos” y a simular lo que nos duele o envenena. Job es un acongojado que no se traga sus dudas, su angustia, su inconformismo. Prefiere otra vía, quizás más blasfema: la del desahogo sin tapujos, la del treno o el lamento vuelto imprecación, denuncia, reclamo. El mismo Dios es objeto de su diatriba, nada queda vedado a esa explosión de su alma adolorida. Quizá allí esté el valor purificador de su discurso, la catarsis, el honesto reclamo que sienten sus emociones, los improperios de sus sentimientos encontrados. Al no callarse, al dejar que las desazones de su corazón se aireen, no solo aplaca su cuerpo, sino que crea un ambiente interior para comprender lo que le está pasando. Por eso al final de la obra, lo que aflora en él es la resignación y la aceptación de su situación; y tal reconocimiento es el que permite la restauración de su vida. Si no hubiera sacado todo aquello que lo indignaba u oprimía, seguramente sería imposible sanar su corazón y restaurar las fracturas con sus creencias.
Finalmente, diría algo sobre lo intransferible del dolor. Es tan atroz el sufrimiento de Job que ni los amigos, estando con él en silencio siete noches, logran aplacarlo. Su pena tampoco puede ser expresada de la mejor manera; más bien sale torpe y grosera, agresiva y sin fundamento. El dolor no habla bien, consume a quien lo vive, hace desvariar el espíritu y culpa a los demás, a hombres y mujeres, al destino, hasta al mismo Dios. Muy seguramente la solidaridad en algo ayude, a lo mejor la misericordia esté cerca a comprender las dolencias que padecen y viven los desgraciados en completa soledad. Pero a pesar de esos paliativos externos, el sufrimiento no puede compartirse como un pedazo de pan ácimo o una bebida amarga. De pronto quien puede ser un cómplice de esa pena sea esa divinidad solicitada y reclamada en medio de los lamentos. Es posible, siguiendo el ejemplo de Job, que sea ese silencio Todopoderoso, esa lejanía vigilante, la que en verdad se apiade de nuestras lágrimas. Y sean esas manos compasivas las que alivien el alma y renueven la esperanza.
REFERENCIA
Job, traducción de Luis Alonso Schökel y José Luis Ojeada, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1971.
Nuevas medidas sobre el Coronavirus (Covid-19) por parte del presidente. Cierre temporal de colegios públicos y privados, cierre de fronteras, cancelación de eventos masivos, paulatino encerramiento en las propias residencias. Cambio en los hábitos de saludo, cambio en las rutinas de aseo, cambio en la cotidianidad de las familias. Palabras como pandemia y contaminación se multiplican por todos los medios de información masiva. Aparecen como alternativas de solución a este virus transnacional el teletrabajo, la educación virtual, las guías de estudio a distancia. La casa como fortín. Escasez de tapabocas, de gel antibacterial, de papel higiénico. Un recelo tácito con el vecino, con el amigo, con el colega de oficina. Que no crezca el miedo como se propaga el virus, es la advertencia de los gobernantes; que cuidemos a nuestros abuelos o a los “adultos mayores”, que son la población más vulnerable. Pero, que a pesar de todo esto, vuelven a decir los líderes y los médicos infectólogos, que sigamos nuestra vida normal… Y que esperemos de aquí a quince días a ver cómo evoluciona la epidemia… El dólar a más de cuatro mil pesos y una incertidumbre que al igual que una neblina no deja ver bien el futuro.
Marzo 16 de 2020
Los medios masivos de información han aumentado el tiempo habitual para las noticias (de una hora, a hora y media). Los consejos por la televisión y la radio aumentan, en especial el lavado de manos y la distancia social. Recluirse, aislarse en la propia casa: ese parece ser el mensaje final de todas estas medidas gubernamentales o de la alcaldía. Además de esto, las redes sociales multiplican noticias falsas, alarmistas, malintencionadas. Las universidades, los colegios, han cerrado sus clases y buscan que mediante estrategias virtuales los estudiantes se mantengan en situación de aprendizaje. Fui a comprar unos víveres en un supermercado y noté varios estantes vacíos, especialmente los de aseo. No se consigue alcohol. Son varias las personas que no atienden las normas o las prohibiciones y, otras, las que solicitan con urgencia cerrar las fronteras, los aeropuertos. Los eventos deportivos masivos han sido cancelados. Las reuniones de más de 50 personas han corrido la misma suerte. La sensación de estar sitiado es evidente; sitiados por un virus invisible y con una facilidad enorme para propagarse.
Marzo 20 de 2020
Lo que sorprende es el silencio. Escaso, muy escaso el ruido de los automotores o el de las motocicletas. Apenas el ladrido de los perros. Un silencio excepcional, porque lo frecuente es lo contrario: la avalancha de pitos, chirridos y motores, las ráfagas estridentes de los buses, taxis y automóviles, a la par de un ronroneo de voces y sonidos de objetos de diversa índole. Hoy es distinto. Es el primero de los cuatro días que la alcaldía recomendó como aislamiento preventivo por la amenaza del coronavirus. Todo parece transcurrir adentro de las casas o los apartamentos; afuera, unos contados transeúntes y una soledad tan larga como las avenidas vacías. Un paisaje inédito para los bogotanos y para los habitantes de otras ciudades como Cali, Villavicencio, Pasto o Tunja. Afuera, invisible, está el peligro, el posible contagio. Y adentro, la esperanza de no contaminarse, la confianza en que como sucedió con el pueblo judío ante la décima plaga del relato bíblico, pase de largo y no infecte a ningún miembro de nuestra familia.
Marzo 21 de 2020
La televisión, la radio, todos los medios de información masiva, se ocupan de dar consejos para estos días de aislamiento. La mayoría habla de juegos y recursos por internet; pocos, recomiendan la lectura. El temor es al aburrimiento. Gobernantes y líderes de opinión afirman que el lado positivo de este encierro es volver a estar en familia, a renovar los vínculos afectivos (desde luego, eso sí, desde lejitos). Algunos afirman que este es un tiempo obligado para escuchar y conversar, para preguntarles a los abuelos sobre sus historias, para intercambiar experiencias. Diversos mensajes que llegan al celular, memes, tienen un tono de reflexión espiritual, de motivos para la introspección personal. El covid-19, la pandemia, ha traído además del temor por enfermarse, una vuelta a lo que resulta fundamental en los seres humanos. Es una situación paradójica: ahora que no nos podemos tocar o acariciar, nos parece esencial renovar los afectos; en este momento en que las distancias deben mantenerse alejadas, nos percatamos de lo importante que es la familia. El coronavirus nos ha hecho conscientes, al menos en un primer nivel de impacto, de normas de higiene básicas, de prácticas de convivencia fundamentales, de una conciencia social sobre el bien común. Hasta el mismo acto de alimentarnos se ha puesto en la balanza de saber elegir entre lo necesario y lo suntuario. Algunos articulistas de prensa dicen que después de esta pandemia no seremos los mismos; eso es probable. No obstante, apenas se enciendan de nuevo las máquinas del comercio y comiencen a funcionar los pistones del mundo capitalista que rige las veinticuatro horas de los seres humanos, esto quedará como una anécdota, como un mal momento en que por mandato del gobierno se tuvo que permanecer encerrado en la propia casa. Y se volverá a lo de siempre: las residencias no serán espacios para construir familia, sino sitios de paso; los viejos más que voces de sabiduría serán seres inútiles y estorbosos; la reflexión y el cultivo de sí apenas tendrá un espacio en la agenda laboral; las dinámicas y propuestas de solidaridad cederán su paso a la ambición individual y a la despreocupación por nuestros semejantes.
Marzo 23 de 2020
Esta pandemia se mueve en la dinámica de lo inesperado. Obliga a un cambio brusco en muchas dimensiones: familiares, sociales, gubernamentales. Por ser la primera vez que pasa, la gente ha asumido dos formas de respuesta inmediata: una, centrada en el aumento de la alarma (hay telenoticieros que amparados en dar una información, exacerban la ansiedad por el covid-19), o de propagar noticias falsas sobre la catástrofe (cada celular se convierte en un foco más del virus), y otra, ocupada en prever el futuro, en crear condiciones médicas o de distinta índole para cuando aumente el número de casos infectados. Tanto una como otra actitud se mueven sobre la cuerda floja de la incertidumbre. Lo inesperado tiene esa particularidad de tomarnos desprevenidos, de no contar con los suficientes recursos, de quedar un poco a la intemperie. Lo único es aprender de la experiencia (ojalá ajena) y con mucha creatividad tratar de resolver la red de problemas que van apareciendo. Lo inesperado ayuda a poner en evidencia las debilidades de un sistema de salud, la falta de recursos tecnológicos, la relación entre estamentos administrativos y gubernamentales, la eficacia de medidas y normas para la convivencia. De igual forma, lo inesperado replantea la pirámide de valores que una sociedad tiene entronizada; reconfigura los códigos de ética; pone en la balanza lo esencial con lo secundario.
Marzo 24 de 2020
Una buena parte de la población, en Bogotá y otras ciudades, ha hecho caso omiso de la cuarentena por el coronavirus. Las estaciones del transporte público presentan aglomeraciones, el terminal está lleno de viajeros que ignoraban o no sabían de su cierre, la plaza de Bolívar reúne a varios manifestantes que reclaman comida para lograr sobrevivir. Gran número de vendedores ambulantes o de los que viven del rebusque diario se muestran desesperados y claman por la ayuda del gobierno. Esta pandemia saca a flote los grupos de personas que por la velocidad y el flujo masivo de la vida cotidiana permanecen en un subsuelo social, haciéndole la “trampa al centavo”, estirando hasta donde sea posible la recursividad y la buena suerte. Un grupo de los animadores de estas protestas son migrantes venezolanos que además de padecer un desplazamiento forzado, tienen que soportar el desempleo y un nomadismo de calle. Pienso que epidemias como ésta muestran las desigualdades sociales en una crudeza apabullante: se ve el empleado que ha sido amenazado por su jefe si no llega a trabajar; se aprecia el vendedor de tintos que no sabe cómo puede pagar su arriendo; se observan los viejos pobres y solos que no pueden salir a reclamar sus medicamentos; se percibe a los vagabundos y habitantes de calle convirtiendo el día en una extensión de su noche. Por momentos la desesperación puede más que el miedo al contagio; el hambre inmediata hace que se pierda la dimensión de la enfermedad futura. Como son muchos los que “nada tienen que perder”, porque su situación económica es realmente crítica, por eso mismo enfrentan la pandemia con una despreocupación que raya con el sacrificio.
Marzo 25 de 2020
Frente a esta pandemia sale a relucir el tipo de liderazgo de nuestros gobernantes. Hay unos, previsivos, que logran avizorar los escenarios futuros y, en consecuencia, toman medidas drásticas o con sabor de emergencia económica; hay otros, con poca prospectiva, que con paso muy lento van atendiendo lo inmediato, “apagando incendios”, jugando a quedar bien con todo el mundo. Y, finalmente, están los irresponsables que ni siquiera están informados o, para el caso de algunos presidentes de América Latina, esta enfermedad es una simple “gripita” o algo que se puede prevenir con estampas religiosas. De igual modo, están los líderes con altísima conciencia social quienes de forma urgente atienden a las poblaciones más vulnerables y esos otros que salen a presumir de un heroísmo para salvar a la economía de un receso obligado. Hay líderes, especialmente políticos, que ven en este evento de salud pública una oportunidad para hacer populismo oportunista; y los hay, no tantos como se debiera, que usan su nivel de mando para tomar medidas administrativas acordes con las necesidades de las circunstancias. Un ejemplo de esta última manera de proceder es el de Claudia López, la alcaldesa de Bogotá, quien no solo se lanzó a hacer oportunamente “aislamientos pedagógicos”, sino que además ha tomado medidas relacionadas con la postergación del pago del impuesto predial, del pago de servicios públicos, y una ayuda económica para las familias más empobrecidas, con tal de que los bogotanos se queden en casa. De igual modo, cuando estas pandemias multiplican el miedo de la gente, se pueden apreciar líderes que se esconden en sus confortables residencias o, esos otros, que lejos de ayudar o colaborar están acechando a los que les ponen el pecho a la situación para criticarlos negativamente o sacar provecho de sus posibles equivocaciones. Como bien se sabe, es en estas situaciones difíciles cuando salen a relucir las condiciones y cualidades de un genuino liderazgo.
Marzo 26 de 2020
Las disculpas de aquellos que violan o desatienden el aislamiento obligatorio reflejan muy bien al menos tres particularidades de nuestra idiosincrasia: la primera, una vocación por la mentira, por el engaño inmediato, por la “viveza” o por un gusto acendrado de querer “meter gato por liebre”; eso está en las astucias del vivo que le saca ventajas al bobo y en un repertorio de anécdotas que pregonan el saber engatusar para “salirse con la suya”. La segunda, una incapacidad para aceptar el error o la falta; un pobre autoconcepto y, derivado de esto, la nula posibilidad de la enmienda o el arrepentimiento. La mayoría de los entrevistados por los telenoticieros ni siquiera muestran vergüenza por la falta, muy por el contrario, se sienten ofendidos con la autoridad y esgrimen una agresión de fieras acorraladas. La tercera, tal vez la más desalentadora de las características de nuestro modo de comportarnos, es una absoluta pérdida de autocorrección, la falta de correspondencia entre los actos cometidos y la posible mejora en las acciones subsiguientes; casi que podemos asegurar que la persona que transgredió la prohibición de salir a la calle, a pesar de las multas o la amenaza de cárcel, seguramente lo hará al otro día o en los días siguientes. Quizá afine mejor sus disculpas, o consiga un permiso falso, o se ingenie alguna estratagema que le permita eludir los controles de la policía; pero de esa infracción no sacará ninguna lección para su propia formación moral o para reconducir su existencia. Pareciera que su conducta opera sobre las demandas de la inmediatez; y por eso, poco cuenta el pasado y, menos aún, el horizonte del futuro. Ni hace una reflexión sobre lo vivido que lo conduciría a la previsión, ni elabora una destilación de esa experiencia equívoca para aumentar el caudal de su sabiduría.
Marzo 27 de 2020
Las redes sociales, de cara a la pandemia, se mueven en una tensión: de un lado abundan los mensajes alarmistas, los medicamentos mágicos, las réplicas de textos apocalípticos; de otro, informaciones y videos que ayudan a comprender mejor la enfermedad, a tener guías de prevenirla y a fortalecer el ánimo y la esperanza. La primera fuerza, que es muy abundante y que se multiplica como el virus en cada uno de los celulares, tiene a su vez dos dimensiones: los que insisten en que esto que está pasando es el resultado de nuestros pecados, la consecuencia de andar lejos de la fe; y los que pasan rápidamente a soluciones instantáneas con tés milagrosos, con remedios caseros, con cadenas de oración. Esta fuerza en el fondo propaga el temor, el miedo, la angustia por lo inesperado, por la incertidumbre que nos acecha. Y lo más grave es que las personas, sin ningún sentido crítico, multiplican esos mensajes a sus allegados, a sus familiares, a los que hacen parte de su lista de conocidos. No tienen en cuenta la procedencia, el efecto, la conveniencia de ser enviados en días como estos. El celular, en esta perspectiva, se vuelve otro foco de infección emocional; aumenta los niveles de intranquilidad y crea una zozobra que en nada ayuda a sobrellevar el encierro obligatorio en los hogares. La otra corriente de mensajes también se bifurca en dos tendencias: las informaciones enfocadas en temas de salud, amparadas en instituciones médicas y en especialistas de infectología, que buscan ayudar a comprender tanto los síntomas como las medidas de prevención de esta enfermedad; y los mensajes que ponen su acento en el optimismo, en la solidaridad, en una ética del cuidado de sí y de los demás. En todo caso, las redes sociales en situaciones como las de esta pandemia siguen la lógica ambigua del rumor: hacen circular de manera rápida y ambivalente la verdad con la mentira. A la par que exageran para lograr mayor efectividad, se apoyan en el temor para multiplicar su efecto.
Marzo 29 de 2020
Los encierros obligados por cuarentena, como esos que padecen durante años los presidiarios, tienen muchas situaciones para ser analizadas. Lo más evidente es la sensación de confinamiento, el saber que no puedes disponer de tu libertad para salir a caminar, asistir a determinados lugares de tu predilección o reunirte con personas que consideras esenciales para tu vida. El confinamiento rompe abruptamente esos vínculos, crea unas rejas que dejan fracturadas las relaciones interpersonales, reduce el espacio del afuera a los límites acotados del adentro. Un segundo aspecto, en que no se repara mucho porque las familias de hoy casi nunca están al mismo tiempo en casa, es el de la convivencia frecuente y continua con otras personas. De pronto los padres descubren que tienen a sus hijos todo un día, durante una semana o más, y no saben qué inventarse o cuál es la mejor forma de controlarlos. Las parejas que se veían unos minutos por la mañana y otros por la noche, ahora tienen que estar juntos cantidad de horas y, además, deben solucionar la cotidianidad del aseo, preparar los alimentos, atender la provisión de artículos de primera necesidad. Quiérase o no, hay que hablarse más que de costumbre o ponerse de acuerdo en asuntos que parecen secundarios cuando se está fuera de casa, pero ahora son de una importancia insospechada. La tercera situación corresponde a las nuevas rutinas o al cambio de las que ya se tenían establecidas. La agenda de cada quien debe sufrir transformaciones; nuevos roles o nuevas tareas entran a formar parte de antiguos hábitos. En muchas situaciones, las cosas que se hacían de vez en cuando, ahora se vuelven habituales; además de otras que necesitan constituirse para que el aburrimiento o el desespero no copen todas las horas del día y la noche. Un cuarto evento de los confinamientos obligatorios se deriva de la modificación, cancelación o ajuste de las actividades laborales. Al estar recluidos en casa, infinidad de oficios y de profesiones parecen entrar en hibernación, dejando esas manos y esas mentes en una deriva expectante. Y si bien algunas empresas e instituciones han acudido al teletrabajo, lo cierto es que muchas labores están vacantes. Algunos industriales han decidido adelantar las vacaciones de sus empleados, a sabiendas de que serán semanas sin sol, sin aire, sin mar o excursiones novedosas. El quinto punto de las cuarentenas se relaciona con la preocupación por la sobrevivencia: desde los que no saben bien qué van a comer durante esos días, hasta los que ven cómo empiezan a escasear los víveres en su alacena. Quiérase o no, en mayor o menos medida, cada quien se desvela buscando alternativas para tener qué comer o haciendo un uso medido de granos, carnes y verduras. Una última situación se desarrolla en el psiquismo de los que están confinados en sus propias casas. El cuerpo de las personas se somete al acuartelamiento pero sus mentes están confiadas en que pronto recuperarán su libertad. La esperanza en que termine la clausura algo ayuda a soliviar la pesadez del encierro, pero al mismo tiempo multiplica los motivos de la ansiedad: ¿cuándo terminarán estos diecinueve días?
Marzo 30 de 2020
Las cuarentenas ponen a los medios masivos de información en un punto cero de su tarea: ¿qué más decir de la pandemia?, ¿qué otra cosa agregar al número de contagiados en el propio país y en otras ciudades del mundo?, ¿qué más sumar a las medidas tomadas por el gobierno nacional?, ¿dónde buscar lo novedoso? El punto cero es, precisamente, aquella falta de nueva información relevante y oportuna. Los telenoticieros han optado por invitar a expertos quienes, más que mensajes desconocidos, lo que hacen es reforzar con estadísticas o amparados en su autoridad científica, lo mismo que los medios han dicho durante varios días. También se ha utilizado el testimonio de coterráneos que están en el extranjero y que ya pasaron o están pasando por el coronavirus, pero que reafirman –no sin cierto temor– mensajes semejantes a los ya conocidos por el público. Este umbral tan bajo de novedades sobre un hecho convierte a las emisiones radiales o de televisión en una repetición que poco ayuda a salir de la “crisis”, a ver alternativas de solución, a fortalecer lazos de colaboración o a promover esperanza y alegría. Lo que asoma, aunque no sea el propósito de los medios masivos de información, es un tufillo amarillista, un modo de enfocar la noticia hacia el alarmismo o con un descuido hacia el estado emocional de los oyentes o televidentes. ¿Qué más decir del coronavirus? Y si a eso le sumamos una transmisión en directo, al menos en Colombia, de una hora con el presidente y sus ministros, en la que se justifican las medidas tomadas y, a su vez, vuelven a mostrarse los datos que los noticieros ya han repetido, lo que parece novedoso va tornándose banal y aburrido. Qué saturación. ¡Qué difícil presentar tres veces al día, de manera creativa y variada, un evento que en lo único que varía es en el número de contagiados o de muertos!
Abril 2 de 2020
Las ventanas, que parecían abandonadas por el uso frecuente de las puertas, ahora toman una importancia inusitada. Es el espacio que vincula el adentro con el afuera, es el medio que las personas usan no solo para ponerse en contacto con el exterior, sino un sitio para mostrarse, para decir yo existo. El confinamiento obligatorio ha hecho que este espacio rectangular por el que se cuela la luz y se airean los cuartos, retome un valor existencial. Al no poder salir a la calle, al estar restringidos a la movilidad en la propia casa, la ventana se ha vuelto el espacio que permite sacar a caminar los ojos, a darle libertad a la mirada. A través de la ventana se sabe del vecino, se toma la temperatura del transporte público, se tiene una evidencia directa del impacto de una medida gubernamental o del clima social por el que se está pasando. Y si antes las cortinas permanecían cerradas, si eran otras formas de rejas para evitar la intrusión en la intimidad, en estos momentos permanecen abiertas, mostrando a las personas en su cotidianidad, dejando que lo íntimo se devele ante los ojos ajenos. Eso no importa mucho. Con tal de tener un puente con el afuera, los habitantes de una ciudad sacrifican los secretos de su privacidad, dejan al descubierto cosas que, en otras circunstancias, serían resguardadas o celosamente protegidas. Los confinamientos obligatorios nos devuelven el sentido profundo de la pequeña ventana en la celda del presidiario: por mínimo que sea ese espacio, es el lazo que logra mantener unido a un ser humano con sus semejantes; y es también un vacío, un hueco en la dura pared, para no perder de vista el cielo, la inmensidad, lo ilimitado.
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Si bien los medios de información masiva y los diferentes mensajes gubernamentales hablan de solidaridad y de ofrecer apoyo a los más necesitados, lo cierto es que apenas se sabe o se rumora que alguien está infectado por el coronavirus lo que se produce en la comunidad, en el barrio o en el municipio es un rechazo, una repulsa hacia esa persona que tiene o porta la peste. Puede ser un mecanismo de protección de la propia vida, una reacción instintiva de sobrevivencia, pero también es una primitiva forma de exclusión, de repulsión al que posee una enfermedad desconocida o incurable. Eso pasó con la lepra o con el SIDA, en su momento. La reacción es más bien a poner a esas personas lejos, clausuradas, abandonadas a su suerte; ojalá con algún tipo de señal o estigma que permita fácilmente reconocerlos. Más que ofrecer medidas de protección y cuidado a esos infectados, más que buscar salidas médicas o de higiene pública, lo que aparece es el señalamiento, el escarnio denigrante o los viejos castigos de lapidación u ostracismo. Igual acaece con otras pandemias menos publicitadas, como son la pobreza, la prostitución, el desplazamiento. Y esas gentes, esos contaminados por tales virus, hay que mandarlos a las afueras, lejos de las zonas residenciales opulentas, enjaularlos en sus barrios de invasión o en sus calles de mala muerte. Y en medio de esos seres infectados, de esos llagados por la enfermedad o por el hambre, se encuentran los profesionales que no asumen el asco o la repulsión; los profesionales de la salud, los servidores sociales, las comunidades religiosas que han hecho de la caridad y el servicio a los demás una opción de vida. Esas personas son las que, en realidad, dan acogida al infectado, física o moralmente; ellos son los que entienden bien lo que significa acogida, hospitalidad y actitud solidaria. La pandemia del coronavirus nos devuelve a ciertas prácticas tribales, muy reactivas y salvajes, que dejan en suspenso lo que hemos ganado como seres sociales, desconociendo las herencias simbólicas de una civilización y una cultura.
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Más de un millón de infectados por el coronavirus en el mundo, y más de cincuenta mil los muertos por dicha enfermedad, esas son las noticias. En una encuesta hecha por Cifras y Conceptos este 2 de abril, a la pregunta sobre los sentimientos negativos frente a la pandemia, los entrevistados respondieron: 64% con incertidumbre, un 43% siente miedo y un 40% manifiesta estar esperanzado. La incertidumbre parece ser el efecto social mayor de este covid-19. Incertidumbre por la eficacia de las medidas tomadas, por el alcance de la infección, por la seguridad en un empleo, por la reserva de alimentos para comer, por el futuro inmediato. Incertidumbre frente a la atención médica, si se resulta infectado, y hacia la elasticidad de los ahorros, si es que la cuarentena se prolonga por más meses. Quizá sea esa misma incertidumbre la que detona el miedo y la que lleva a muchas personas a desobedecer las medidas de aislamiento obligatorio, a pesar de su propio bienestar. Porque manejar la incertidumbre presupone ciertas condiciones del espíritu o una plasticidad mental que no siempre es fácil de tener o aceptar. Si se es demasiado psicorígido o se está demasiado apegado a determinadas costumbres serán más intimidantes las olas de la incertidumbre; si se tiene poca creatividad y limitadas dosis de innovación, lo más seguro es que la incertidumbre termine por alimentar el fatalismo, la angustia y la sin salida existencial; si no hay en el espíritu capacidad de riesgo, de valentía, la incertidumbre acabará inmovilizando la voluntad.
Abril 3 de 2020
Me escribió un mensaje corto mi amiga Pilar Núñez Delgado desde Granada, España, en el que me envía un saludo con sabor melancólico. Ella y su familia, como muchos españoles, llevan varios días en cuarentena por causa del coronavirus. Pienso en ella y reflexiono sobre la melancolía. El encierro, la falta de interacción social, la inactividad laboral, la incertidumbre, todo ello contribuye a que se vaya aposentando en el corazón una especie de tristeza, una ansiedad que parece más un malestar metafísico que una enfermedad concreta. Esta melancolía proviene más bien del ensimismamiento excesivo, de la duda incesante, de la pérdida de certezas y seguridades más inmediatas. Nos duele el entorno, vemos abismos por todas partes, así como los románticos del siglo XIX, y el tiempo se hace más lento, más espeso, dándonos la posibilidad de apreciarlo en su caminar de tortuga o de caracol silencioso. La melancolía acongoja, le quita vigor a los músculos, apesadumbra. No es una dolencia física, aunque a veces parece una disnea, sino un malestar en el espíritu; una desazón que se convierte en titubeo, en desconfianza, en escepticismo. La melancolía apoltrona, convoca al silencio y deja que crezcan las enredaderas de la fatalidad. Los encierros obligados, los acuartelamientos sin esperanza, van fisurando la mente, la van llenando de intersticios, por los que se fuga la felicidad o la alegría. Esta pandemia parece gobernada por Saturno y, como lo sabemos, esa influencia astral nos torna fríos, gaseosos, propensos a la soledad y la apatía. Noto en las cadenas abundantes de whatsapp y en mensajes televisivos que la fe religiosa, ya que no se puede participar en la fiesta del carnaval, parece ser un paliativo eficaz para este andar en las penumbras. La melancolía es un cortante ir hacia dentro, un acorralar el alma hasta hacerle perder sus alas. Aunque también observo a artistas y cantantes que contrarrestan la melancolía con el ingenio y la creatividad; muestran que la suprema tristeza puede ser aplacada con la música, que las fieras de la desesperación se apaciguan cuando el abismal silencio se transforma en equilibrada melodía.