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Monumento a Miguel de Cervantes en la Plaza España, Madrid.

Esta semana se celebró el día mundial del idioma. Un homenaje a Miguel de Cervantes Saavedra, fallecido el 23 de abril de 1616, y autor de esa obra magnífica en lengua española Don Quijote de la Mancha. Una fecha para enaltecer el valor del idioma, su función social y sus potencialidades creativas ligadas a la imaginación y lo maravilloso. Imbuidos por ese espíritu de celebración, reflexionemos un poco sobre la importancia del idioma.

La premisa inicial  consiste en recordar que la lengua es el medio que nos permite entrar en relación con un mundo, con una tradición, con un legado cultural. Desde la cuna vamos aprendiendo sonidos y vocablos que, además de proporcionarnos unas claves para comunicarnos, configuran nuestra mente de una particular manera. La lengua, en este aspecto, se asemeja a la leche nutricia de nuestra madre, pues nos provee un alimento intelectual, un fluido que nos conecta con nuestros antepasados y, por ellos, de un conjunto de creencias, de formas de interactuar, de simbolizar; en fin, de una cosmovisión. Así que el idioma es un puente con el pasado que, al aprenderlo, se extiende hacia el porvenir.

Decía que la lengua, su aprendizaje, nos provee de unas herramientas simbólicas con las que creamos una segunda realidad. Mediante el lenguaje tomamos distancia de las condiciones físicas o naturales y empezamos a construir regímenes de signos, códigos, que favorecen la socialización, la elaboración de normas, la creación de mundos posibles. Con ese lenguaje, interiorizado, hablamos con nosotros mismos y establecemos vínculos con nuestros semejantes. El lenguaje nos ha hecho habitantes del tiempo, nos ha dotado de conciencia, nos ha permitido hacer presente lo ausente. Esta facultad de simbolizar es la que nos ha permitido avanzar en la evolución de la especie y la que, de manera diversa y extraordinaria, ha posibilitado la ciencia, el arte, las innovaciones más insospechadas.

El idioma, de igual manera, ha sido un canal idóneo para expresar nuestras emociones más viscerales, un vehículo que contribuye a sobrepasar el grito y la mueca. El lenguaje ha logrado, poco a poco, encontrar caminos para que la agresión, la fuerza, la violencia salvaje, puedan transformarse en caricia, en solicitud o pactos de convivencia. Si bien seguimos atados a instintos de sobrevivencia y procreación, si hay en nuestro ser atavismos de animalidad, lo valioso del lenguaje es que nos ha provisto de palabras, de un vocabulario sutil que cambia la garra por la caricia, la ofensa por el vínculo, la metáfora por la tosquedad. El idioma ha abierto caminos, sendas para que el dolor o la alegría, el sufrimiento o el placer, tengan vías de manifestación o esclusas para evitar el mutismo en soledad o el aislamiento de no ser entendidos. Gracias a ese papel del lenguaje los seres humanos pudimos darle un rostro a los padecimientos, una orientación a las urgencias del cuerpo, un escenario íntimo a nuestras pasiones.

Una consecuencia adicional de apropiarse de un idioma es la de proveernos de una identidad tanto personal como colectiva. Somos las palabras que tenemos y decimos, y somos las palabras de las cuales participamos en un territorio determinado. El lenguaje nos da una ciudadanía, nos acuña una patria en la piel, nos vuelve oriundos de una zona geográfica. Hay realidades que únicamente pueden ser dichas con ciertos términos, y hay lenguajes que pierden su sentido, si ya no tienen el contexto que los anima y les da vida. Buena parte del reconocimiento ajeno de lo que somos proviene del lenguaje que testimoniamos o del que usamos cotidianamente; construimos una identidad personal mediante las palabras que creemos y esas otras que son dichos, frases coloquiales o estilos particulares de nominar el mundo que habitamos. Además, el lenguaje individual, al sumarse a otros coterráneos, va perfilando los rasgos de identidades nacionales, las marcas de la idiosincrasia de un país. Digamos que el idioma es una señal más de nuestra personalidad, y  otra marca de filiación con un paisaje, con las cicatrices ambientales de un terruño.  

Desde luego, al idioma se lo ve dinámico y vital  en la oralidad,  en el diálogo, en las interacciones humanas; es una moneda intelectual para todo tipo de transacciones e interrelaciones, para fortalecer modos de asociación y maneras de enseñar y aprender. La oralidad es el idioma que alumbra con su luz el diario vivir de las personas; es el lenguaje que nace de la “tribu” y vuelve a ella para movilizarla y enriquecerse con el trato, con el uso frecuente. Pero, de igual modo, el idioma se consolida en escritura, en los variados textos que los hombres han inventado para hacerlo documento, registro, canto o elegía, relato o ritmo que toca el corazón. El lenguaje, en estos casos, se afina, se pule, se trabaja como pieza de filigrana hasta adquirir una delicadeza, una forma especial, que llamamos literatura. No sobra repetir esto: el idioma se cultiva, y gracias a la escuela o la persistencia de ciertos creadores, se vuelve otra cosa: una materia creadora de nuevos mundos, un espejo para reconocernos, un arte que toca las fibras profundas de la condición humana.

Los idiomas no son  estáticos, cambian, mutan; están llenos de las mismas vicisitudes por las que pasan los grupos sociales; sirven para incluir o excluir, para decir la verdad pero, de igual modo, para engañar y mentir. El lenguaje, en esta acepción, es útil a ideologías, a credos religiosos, a órdenes institucionalizados del pensamiento. Y si bien quisiéramos que fuera abstracto y aséptico, lo cierto es que está teñido de intereses, de modos de ver, de fines políticos. Los grupos de poder, los dirigentes o líderes han usado el lenguaje para acomodarlo a sus propósitos, bien sea liberadores o de sumisión. Varias han sido las luchas y la sangre derramada por la aceptación o rechazo de un vocabulario; por la supresión o presencia de una palabra. El idioma ha estado al lado de los seres humanos haciendo las veces de un arado, una espada, una insignia de fe. 

Al tener esa cualidad dinámica, el idioma ha ido evolucionando hasta consolidarse en gramáticas o prescriptivas que regulan su aprendizaje, su dominio y perfección. Del habla inmediata y confusa se derivó una retórica sofisticada y altamente persuasiva. Otro tanto puede decirse del lenguaje escrito que no sólo desarrolló un abanico de géneros, sino que forjó una técnica para lograr la claridad, la organización de las ideas y el efecto estético. De igual modo, existen academias y centros que velan por la salud del idioma, por atender las dudas en su uso y para conservar los mejores ejemplos de cada una de sus manifestaciones. Y las escuelas, en sentido amplio, junto con las bibliotecas son también promotoras y custodias de este invento inigualable del lenguaje.

Celebrar, entonces, el día del idioma, es una ocasión para analizar de nuevo su indispensable función en la sociedad, los variados alcances de su aprendizaje, la riqueza imaginativa que contiene. Por eso, además de cuidar de él, de tallarlo cada día, de saber elegir cuándo es útil y cuándo produce un efecto negativo, esta fecha es una oportunidad para revisar si mantenemos con el lenguaje una relación frecuente y entrañable, si cada día procuramos ampliar esa parcela del idioma, si contamos con un suficiente repertorio como para lograr decir o escribir la palabra precisa, el vocablo pertinente y oportuno. Y todavía más: celebrar el día del idioma es un llamado de atención al uso reduccionista del lenguaje, al neocolonialismo de ciertos idiomas, al abandono de las lenguas indígenas. Porque, si lo miramos con detenimiento, el idioma es herencia y legado de una memoria personal y colectiva.