
Ilustración de Rafal Olbinski.
Mayo 1 de 2020
He visto, oído y vivido la repetición de acciones, de noticias y asuntos cotidianos que padecemos los confinados por el coronavirus. Al no tener el afuera –el espacio propio de la aventura–, todo se reduce a microescenarios que, si bien buscan crear un cambio en las comidas, en las tareas, en la rutina diaria, lo cierto es que agotan sus posibilidades después de por lo menos dos semanas. Los aislamientos obligatorios tienen ese peso en nuestro espíritu volátil y dinámico: repetir lo que hacemos, machacar como un eco lo ya hecho y conocido. He recordado lo que dice Cortázar en un cuento memorable: “Las costumbres son la cuota de ritmo que nos ayudan a vivir”. Sin embargo, estas otras rutinas de la cuarentena están privadas del aire de la novedad, de las iniciativas inéditas que brotan de las interacciones, de los problemas e inquietudes que trae consigo un trabajo, una ocupación afuera de nuestra casa. Pareciera que el número de posibilidades es menor en la medida en que agotamos o suprimimos los espacios en que nos movemos. La repetición de noticias, de un videojuego, de hablar con familiares, de navegar en internet, va convirtiendo al enclaustrado en un ser proclive al hastío o a una ataraxia que, para nada, es un propósito espiritual o de alcances metafísicos. Es probable, como sucede en mi caso, que el contacto con la lectura y la escritura, sean modos diversos de hacer lo mismo; aunque me hace falta visitar las librerías, recorrer las calles de mi barrio, dejarme habitar por las voces y las gentes que transitan y pueblan mi ciudad. La repetición condensa el tiempo, lo constriñe hasta el punto de verle su rostro –siempre escurridizo– en el minutero del reloj o en el cronómetro que aparece arriba en la programación de la televisión por cable. Se padece en el espíritu la gravedad del tiempo lento. Ese hastío va corroyendo el ánimo y pone al cuerpo en una condición de “abandono” que, si no se tiene la voluntad lo suficientemente ejercitada, puede llevarlo a la desesperación o a una inercia en la que da lo mismo hacer o no hacer cualquier cosa. Estar obligado a repetirse es una forma de castigo; como bien nos lo enseñó el mito de Sísifo; y es de igual modo, una prueba de fuego a la libertad del ser humano. Rememoro los trabajos forzados, las rutinas inapelables de las cárceles, las draconianas rutinas militares y me digo que la ansiedad por salir de la cuarentena, el deseo para que se reactive la economía, la esperanza de que circule lo más pronto el transporte aéreo, todo eso, no son más que indicios de no querer seguir haciendo lo mismo, una fuerza interna que anhela cambiar, de llenarse de vicisitudes y peripecias para así darle matices, tonalidades, variaciones melódicas a la monotonía de la existencia. Las repeticiones obligadas, como escribió Albert Camus, “vacían de sentido las expresiones del corazón”.
Mayo 2 de 2020
Que los campeonatos de fútbol hay que posponerlos hasta julio, que las pruebas ciclísticas tendrán que realizarse después de medio año, que los restaurantes a lo mejor podrán abrir sus establecimientos a los comensales no antes de agosto, que los juegos olímpicos de Tokio se realizarán en el 2021… La cuarenta, su acecho invisible, ha puesto de moda el verbo “posponer” junto con una cadena de términos semejantes: “aplazar”, “retrasar”, “relegar”, “retardar”. Congresos nacionales o internacionales aspiran a realizarse dos o tres meses adelante, las aerolíneas piden y sueñan empezar a operar por lo menos en un mes, los centros comerciales confían en abrir sus almacenes apenas termine la cuarentena (el 11 de mayo) y poder así, aminorar sus pérdidas y dinamizar la economía. La misma fecha del término del aislamiento ha ido postergándose cada quince días, convirtiendo cada fecha límite en inicio para otro período de encerramiento, dependiendo de cómo avance el número de contagios, de cómo crece o se aplane la curva, de si se cuenta con las suficientes unidades de cuidado intensivo. Esta pandemia ha roto los cronogramas, las agendas, la certeza de los horarios o la detallada administración del tiempo. El verbo prever se lo escucha asociado preferiblemente a la dimensión de la salud y para el acopio de alimentos. Todo lo demás, se conjuga con el calificativo del “después”, con el condicionante de la subordinación, con la justificación de estar “supeditado” a la evolución de la pandemia. Este virus ha obligado, tanto a personas como a entidades, a alterar las prioridades, a cambiar la escala de las preferencias. Lo fijo se ha vuelto provisional, lo determinado o programado con anticipación se ha convertido en un “tal vez”, un “quizá”, un “de pronto”. La pandemia alarga el tiempo, lo vuelve gelatinoso, se regodea en las demoras, vive plena en los retrasos. Aunque no quisiéramos, nuestras decisiones y proyectos los estamos ajustando con el rasero de lo “indefinido”. Y lo indefinido es un modo de “suspensión”, una herida de Medusa a nuestras actividades cotidianas. Nos hemos quedado con el presente, sacando del cuarto de San Alejo el pasado, y añorando que la estatua detenida del futuro recobre el fluir de la vida.
Mayo 3 de 2020
Uno supondría que, frente a la amenaza de una pandemia, con tantas víctimas en el mundo, el deseo de matar pasara a un segundo plano. Pero no es así. Al menos en Colombia durante esta semana se han seguido asesinando líderes sociales, en un sistemático proceso de extinción de aquellas personas que defienden los derechos humanos o, por convicción, se oponen a que la ambición del narcotráfico inunde de sangre sus campos. Como siempre, son difusos los móviles o los posibles asesinos y, como siempre, todo entrará en una exhaustiva investigación. Pero más allá de la falta de protección real a estos líderes del Cauca, lo que me llama la atención es cómo el temor frente a un virus es menor que el deseo de venganza; el miedo a contagiarse cede su paso a provocar otro miedo social: el de la intimidación. Porque no se trata de asesinatos a escondidas o hechos con el favor de la oscuridad. Se hacen a plena luz y frente a la familia de la víctima. Supongo que si los criminales usan tapabocas, no es tanto para protegerse del covid-19, sino para evitar el reconocimiento público. A veces el odio es más fuerte que el miedo a la infección; o de pronto, las infecciones más terribles, las que nunca tienen vacuna, son esas que brotan del resentimiento, del fanatismo o de la ambición ciega por el dinero. O también es posible que a los grupos armados ilegales les parezca poca cosa 16 asesinatos, con tal de tener el control de un territorio. Y aún cabe otra posibilidad: que la ilegalidad, por andar siempre por fuera de la ley, se considere inmune al coronavirus, como se han burlado las endebles políticas protectoras del Estado o de los estamentos que deben velar por la seguridad de todo ciudadano.
Mayo 4 de 2020
De cara a la apertura paulatina de la economía, y como una manera de aprender a convivir con el coronavirus, la recomendación de los altos mandatarios o de las cabezas directivas del gobierno es la de “reinventar”. Reinventar las formas de producir y de hacer circular los productos; reinventar las maneras de trabajar; reinventar la estructura misma de concebir y funcionar una empresa. Comprendo que la invitación es apenas la indicada para estos momentos de incertidumbre y de lucha por mantener un empleo; me parece más que atinado pedirles a pequeños empresarios y a gerentes de la gran industria que se autogestionen y rediseñen estas nuevas maneras de funcionamiento. Por supuesto, esa petición para que sea “sistémica” requiere que otros estamentos tanto del sector administrativo del Estado como del sector bancario –para poner sólo dos casos– también se reinventen, so pena de que lo que se idee innovadoramente en un campo no termine detenido o castigado por otro. Casi siempre la lógica de la burocracia y del control va en contravía de lo innovador y creativo; es más, muchos proyectos no logran su realización o sus resultados, no tanto por la concepción novedosa o su creatividad, sino porque aquellos estamentos que los evalúan, lo hacen con formatos que están gestados desde lo ya establecido, desde un statu quo validado y reconocido por un grupo de “expertos”. Esto es lo que hace que la innovación sea riesgosa, que implique un liderazgo a prueba del rechazo, y que en la mayoría de las ocasiones se haga por medios divergentes, en los márgenes, más con la tenacidad y la iniciativa individual que con el beneplácito de la mayoría. Reinventar, por lo demás, presupone no un acto de chispa, sino de investigación, de una reserva de capital para cubrir el “fracaso”, los prototipos que no funcionan, el experimento que no resulta. Reinventar, en este sentido, es una actividad costosa. De otra parte, cualquier reinvención presupone un cambio de percepción en los usuarios, en el público, en los futuros beneficiados o potenciales compradores. Recuérdese no más la reinvención de la máquina de escribir por un procesador de texto. Recalco lo anterior para darle al mandato a “reinventar” su justa proporción o alcance: ni suponer que eso es un acto creativo de una sola rueda del engranaje social, ni obviar el riesgo que trae consigo. Y tal vez, si fuéramos más audaces y responsables con nuestra historia, la gran “reinvención” que deberíamos hacer todos, gobernantes y gobernados, es concebir otra forma de construir sociedad, con menos inequidades, con una mejor calidad de vida para la mayoría de las personas, con justicia social y participación efectiva en la toma de decisiones. Eso sí sería una “reinvención” estructural y no un mero afán por salir de los efectos de una pandemia.
Mayo 5 de 2020
Como era de esperarse, el presidente ha anunciado hoy el alargue de la cuarentena hasta el próximo 25 de mayo. Lo nuevo es que se seguirá ampliando, gradualmente, la apertura económica a otros sectores como el de fabricación de muebles, automóviles y prendas de vestir, eso sí, siguiendo “estrictos protocolos” y de acuerdo a los lineamientos de los acaldes. De igual modo, desde esa fecha, podrán abrir sus establecimientos las librerías, papelerías, los centros de diagnóstico automotor y las lavanderías a domicilio. Este nuevo tiempo de confinamiento fue respaldado, una vez más, por expertos epidemiólogos y según un detallado análisis de riesgo presentado por el Ministro de Salud. Además, los niños desde 6 años hasta jóvenes de 17 podrán salir a los parques, durante media hora, tres veces a la semana, a “tomar el sol”. La frase motivo de este día, tanto para ampliar más la apertura de la economía como para alargar el confinamiento, ha sido la de “vigilancia epidemiológica”. Es decir, una toma de decisiones amparada en datos, frecuencias, estadísticas diversas. Esa parece ser la “nueva normalidad” a la que tendremos que familiarizarnos este mes y los que siguen, por lo menos durante este año. Una normalidad fluctuante, inestable, porque dependerá de qué tanto suba o baje un porcentaje, y de cómo se combinan diferentes variables como el número de infectados, el número de pruebas y el número de camas con respiradores en los hospitales. La nueva normalidad tiene una consistencia de estira y encoje, porque si se sobrepasan los porcentajes previstos, seguramente tendremos que volver a encerrarnos si es que, en verdad, queremos cuidar la vida. Y como sucede siempre con los argumentos basados en estadísticas, se usan las tablas y los diagramas de barras, como argumento suficiente para convencernos de que la conclusión tomada es la correcta. Aunque el verdadero telón de fondo de todos estos guarismos y curvas estadísticas es controlar, con un eje de coordenadas, lo que continúa invisible y amenazante en el ambiente: el miedo. Ese siempre ha sido un deseo de los guarismos, el de poder delimitar o nominar lo que parece gaseoso o inasible; el de prefigurar o atrapar el incierto futuro. “El miedo no es bueno para el futuro”, afirmó el gerente de la Fundación Santafé; en consecuencia, hay que tratar de dominarlo saliendo a trabajar con esta nueva “normalidad” y teniendo como escudo el cálculo y las probabilidades que podemos hacer en el presente.
Mayo 7 de 2020
Una encuesta realizada entre el 8 y 20 de abril, con 3549 personas, mayores de 18 años, y realizada por Profamilia con el apoyo del Imperial College de Londres, mostró, entre otros resultados, que un 34% dice no resistir la situación de la pandemia, un 34%, afirmó que la sufren, y un 40 % dijo que la aceptan. La encuesta corresponde al “Estudio de solidaridad sobre la respuesta social a las necesidades de distanciamiento social para contener el covid-19 en Colombia”. El 75% manifestó que el coronavirus ha afectado su condición mental, manifestada en ansiedad (54%), cansancio (53%), nerviosismo (46%) o rabia (34%). Y otras encuestas similares, hechas por ejemplo por el Observatorio de Políticas públicas de ICESI, concluyeron que además de la ansiedad, a la depresión se sumaba un alto nivel de preocupación por la salud de los seres queridos (84%) más que por la propia salud (16%). Me detengo a pensar en estos resultados y dimensiono el lado menos evidente de esta pandemia; no los signos exteriores como la fiebre o la tos seca, sino esos síntomas de la interioridad que a veces nos parecen menos preocupantes pero, que si uno lo analiza con cuidado, resquebrajan desde adentro nuestro ser. Porque la ansiedad, demos por caso, acumula sus heridas poco a poco, a veces sin parecer nada preocupante o anidándose al lado de nuestras almohadas para no dejarnos dormir bien o para atiborrarnos de pesadillas agotadoras. La ansiedad azuza la imaginación en su lado más negativo, puya en la mente el derrotismo, el fatalismo, el destino infausto o el callejón sin salida de la mala suerte. Y esta misma ansiedad, al ir tomando posesión de nuestro pensamiento, se revierte sobre el cuerpo para ulcerarlo, trastocarle los ciclos de alimentación o poner en corto circuito a nuestro sistema nervioso. La ansiedad puede ser una explicación a la violencia intrafamiliar o al mal genio que está al acecho por cualquier nimiedad. Creo que, y esa parece ser una buena medida “no para favorecer la apertura de la economía”, el contar con fundaciones u organizaciones dispuestas a atender estas dolencias del alma en lo que lo más importante es “poder hablar” y “poder ser escuchados”. En esa vía está la Fundación Santo Domingo y Profamilia con la plataforma “Porque quiero estar bien”, cuyo eslogan ya es en sí mismo una salida a estos problemas: “Te escuchamos, te acompañamos, te ayudamos”. Esa parece ser la vacuna; a la ansiedad se la controla o se la derrota así: hablando con sinceridad de lo que nos agobia, recibiendo la escucha atenta de otro ser humano, sintiendo la comprensión y la compañía –así sea con tapabocas y a un metro– de quienes reciben nuestra desazón o nuestro miedo. La ansiedad se cura no callando, no aguantando, no autoengañándonos, no pareciendo solitarios héroes mudos y embravecidos. Esta enfermedad del alma requiere un genuino reconocimiento de nuestras flaquezas y debilidades, y la apertura a dejarnos ayudar, sin que por ello sintamos que somos endebles o incapaces de sortear una amenaza como el covid-19.
Mayo 8 de 2020
Durante toda la pandemia se ha hablado, por parte del gobierno o de diferentes ministros, del término “pedagógico” para referirse a un video, al modo de presentar una medida de salud pública o a un comportamiento esperado por parte de la comunidad. Aunque, en un primer momento, uno podría llegar a pensar que pedagógico se confunde con didáctico, lo cierto es que se asemeja a cualquier producto audiovisual que explica o informa sobre determinado asunto. A veces hace las veces de “recomendaciones” o de “pautas de conducta”; en otras ocasiones sirve este apelativo para presentar una “información”, comunicar una “prescripción” o señalar algunas “advertencias” derivadas del mismo confinamiento obligatorio. Tal banalización del término no contribuye mucho a que la gente común y corriente entienda qué es lo que en realidad hacemos los maestros y menos a que noten la diferencia entre lo que dice un mandatario y, luego, lo que muestra como ilustración “pedagógica”. Buena parte de las piezas usadas por el alto gobierno son información audiovisual, pero muy lejanas de la transformación de un contenido para que sea claro, secuencial, enfocado a un determinado público, convergente en el uso de diferentes medios de comunicación, selectivo en el lenguaje utilizado y acorde a un propósito específico de aprendizaje. Las mismas gráficas empleadas son un decorado, pero sin el sentido de servir de orientación o de ofrecer una traducción más comprensible de lo dicho. Si se olvida que lo pedagógico, en sentido amplio, y lo didáctico en lo específico, tienen como fin traducir o convertir determinada información en un producto asimilable por otra persona, se caerá en un generalismo que más que ayudar a aclarar, lo que hace es confundir. Bien lo dijo hoy la alcaldesa Claudia López el finalizar su presentación sobre las nuevas medidas para Bogotá, a partir del próximo lunes 11 de mayo: “una cosa es anunciar y otra cosa es comprender”. Precisamente la labor de un educador consiste en eso: transformar un contenido en unidades asimilables, hacer transferencia de lo erudito y abstracto a lo sencillo y concreto, ponerse en el lugar del que aprende para secuenciar, dosificar y adaptar determinado conocimiento. Tal vez por ese uso errado de “pedagogía” es que las políticas públicas ni logran impactar, ni ser asumidas o acatadas en su real magnitud.
Mayo 10 de 2020
Una celebración del día de la madre sin abrazos físicos, sin besos en directo. En cambio aumentaron las videollamadas, los mensajes en whatsapp, los correos electrónicos. Tampoco se olvidaron las serenatas, solo que en esta ocasión debieron hacerse mirando la pantalla de un celular o de un computador. Estos hechos me evocaron la época de las oficinas de Telecom en los pueblos, de las operadoras, de los pequeños locutorios a donde le pasaban a uno la llamada y, desde allí, como si fuera un acto mágico, escuchábamos a los seres queridos lejanos, a esos que desde hacía mucho tiempo no oíamos o de los que no teníamos noticia alguna. Eran pocos minutos, a veces con sonidos interrumpidos, pero bastaban para alegrar a alguien o darle un poco de tranquilidad afectiva a nuestro corazón. El coronavirus ha replanteado, al menos por un tiempo, la manifestación de nuestros afectos: si estamos con los seres más queridos, nos toca tratarlos a distancia, sin tocarlos, sin traspasar la barrera de un metro; y si no estamos compartiendo la casa con ellos, lo mejor entonces es no ir a visitarlos, alejarlos más de lo que ya están. Perdida la fuerza del contacto, esa intransferible sensación de abrazar otro cuerpo, nos hemos visto obligados a poner nuestra voz y nuestras palabras escritas como única forma de rubricar esos vínculos de la sangre. Hay algo de trato fantasmal: disuelto el cuerpo del ser amado, se asemeja más a una ausencia cargada aún con los atributos de la imagen; es una especie de “aparición” que conservamos como “visión” tutelar o como un “espíritu”. Sabemos que están vivos, pero al mantenerlos alejados de nosotros, les otorga un tinte de “desaparecidos” o de pertenecer al álbum de los seres más queridos de quienes conservamos solamente las “instantáneas” de sus recuerdos. Yendo un poco más lejos: el coronavirus ha puesto en cuarentena no solo nuestros cuerpos físicos, sino que ha ido evaporando las manifestaciones de los afectos interpersonales. La sociedad líquida, de la que hablara Zigmunt Bauman, dio paso a la sociedad evanescente.
Mayo 11 de 2020
En varias entrevistas de los telenoticieros de este miércoles se les preguntó a trabajadores que retornaban hoy a sus labores sobre cuál era su sentimiento o cuál era su opinión sobre este retorno al mundo laboral. Las repuestas subrayan el entusiasmo y la alegría de volver a sentirse activos, con fuerzas para conseguir lo necesario para vivir y contentos de conservar su empleo. A pesar de un cierto temor, el hecho de sabernos útiles, de hacer parte del mundo productivo y, sobre todo, de tener la evidencia de no estar vacantes, hace que el trabajo sea visto como algo fundamental. Pienso que el ser humano, a pesar de su fantasía de “vivir sin hacer nada”, requiere este insumo de la actividad, de la labor, de constatar que con sus manos y su esfuerzo puede conseguir los recursos económicos para satisfacer sus necesidades básicas. Este hecho, de no depender exclusivamente de la caridad o la beneficencia pública, convierte al trabajo en un medio para afianzar la dignidad y, muy especialmente, en un recurso que apalanca la libertad de las personas. Para ponerlo en otras palabras, el trabajo le quita al ser humano la penosa carga de la incertidumbre y reafirma al padre o la madre cabeza de hogar en su rol de cuidador responsable. Así sea poco o mucho lo que se gane, el trabajo crea una especie de “certeza” en medio de la inestable situación propiciada por el coronavirus. Más allá de recibir un mercado o un dinero del Estado, más allá de las campañas de solidaridad para que los más empobrecidos logren sortear la cuarentena, el volver al trabajo es una especie de liberación de cadenas, de poner en los propios brazos la confianza de que el presente no depende del capricho de otros o de la suerte, que siempre es incierta y muchas veces injusta. Es posible que esta sobrevaloración del trabajo corresponda, como tantas otras cosas en la vida, a su amenaza de pérdida o a ese súbito distanciamiento ocasionado por el covid-19; pero, más allá de la eventualidad, lo que nos muestra este hecho de retornar al taller, al mostrador, a la fábrica, a la obra en construcción, es que el trabajo además de ser la forma como conseguimos recursos para la sobrevivencia, le devuelve a los seres humanos un fuero de autonomía y un sentido de proyecto, un lugar de existencia a partir del cual hallar un reconocimiento social y la posibilidad de sentirse parte de la gestación o elaboración de algo. Porque si uno tiene un trabajo organiza el inestable futuro y quita de su mente el triste y angustiante fantasma del vagabundeo permanente.