“Lo intentaste. Fracasaste. No importa. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”.
Samuel Beckett
Todos le dijeron a Rigoberto que eso de dar vueltas en una pata era tarea infructuosa, además de conllevar un inmenso peligro.
—Lo más seguro es que te vas a romper los huesos —le vaticinó un antílope, al verlo intentar esas piruetas.
Pero Rigoberto, que había tenido en su mente desde muy pequeño la persistencia de su madre y el incansable espíritu de su padre, hacia caso omiso de tales comentarios y volvía a intentar su giro imposible.
Por supuesto, no es nada fácil para un elefante sostener todo su enorme cuerpo en una sola extremidad, y girar sobre ella, pero Rigoberto seguía intentándolo.
Estas pruebas las hacía por la mañana y dejaba para la tarde el revolcarse en el barro como una manera de contrarrestar los dolores, las magulladuras en patas y cuello, en caderas y vientre, producto de sus continuas caídas.
Un avestruz que había pasado mucho tiempo meditando en el caliente desierto le recomendó que, después de cada fracaso, dedicara un tiempo a analizar lo que había aprendido de tal evento. Rigoberto le hizo caso y empezó a notar ligeras pero importantes diferencias entre sus múltiples caídas.
Descubrió, por ejemplo, que si no hubiera intentado ponerse de pie en una pata poco sabría del equilibrio y menos aún de su peso. Eso pensaba tirado en el barrizal de un río. También notó que entre más se caía menos sentía el impacto. Y lo que le pareció más sorprendente de sus innumerables fracasos fue el nivel de previsión que iba adquiriendo con cada desplome de su descomunal figura. Casi que podía predecir con absoluta precisión el instante en que su corpulencia daría contra el piso.
Cantidad de intentos fallidos lo llevaron a sentirse optimista de sus derrotas progresivas. Y fueron muchos animales de la sabana los que empezaron a asistir para verlo fracasar. Rigoberto sacó provecho de ese público y empezó a transformar sus porrazos en un espectáculo.
—Fracasar es todo un arte —decía—. Y enseguida, convirtiendo su trompa en una flauta, creaba una fanfarria para anunciar con dramatismo su proeza: —Son muchos años de experiencia los que se necesitan para lograr una caída perfecta.
Los cegatones rinocerontes se reían, al igual que las hienas y las despreocupadas jirafas. Varias cebras festejaban con relinchos las ocurrencias de su colega de orejas gigantescas. Las gracias de Rigoberto eran una terapia en medio de las angustias cotidianas.
—Miren con mucha atención —exclamaba el elefante—. No pueden perderse a este maestro del golpazo más descomunal. Fíjense en la precisión como no logro mi objetivo.
Y todos los asistentes al improvisado espectáculo veían cómo Rigoberto empezaba a elevar las patas delanteras, impulsando el cuerpo hacia arriba, para luego, con movimientos estudiados por el ejercicio frecuente, comenzar lentamente a levantar una de sus patas traseras. El objetivo parecía estar logrado, pero cuando ya iba a dar el primer giro sobre esa pata, toda la mole del elefante empezaba a temblar y los espectadores, a la expectativa, seguían el fugaz bamboleo, el vaivén instantáneo que conducía al desequilibrio y el impacto estruendoso contra la tierra. Una ovación cerraba la demostración de Rigoberto.
El elefante con dificultad se incorporaba, volviendo a su improvisado escenario. Miraba a su público, moviendo una y otra vez la trompa en señal de agradecimiento.
—Recuerden este consejo —les decía a los espectadores que seguían mirándolo—: Lo bueno de buscar imposibles es todo lo que se aprende en los sucesivos fracasos.
Los animales volvían a reír. Pero la broma de Rigoberto contenía una verdad que sólo las fábulas han sabido transmitir a lo largo de los siglos
He visto, oído y vivido la repetición de acciones, de noticias y asuntos cotidianos que padecemos los confinados por el coronavirus. Al no tener el afuera –el espacio propio de la aventura–, todo se reduce a microescenarios que, si bien buscan crear un cambio en las comidas, en las tareas, en la rutina diaria, lo cierto es que agotan sus posibilidades después de por lo menos dos semanas. Los aislamientos obligatorios tienen ese peso en nuestro espíritu volátil y dinámico: repetir lo que hacemos, machacar como un eco lo ya hecho y conocido. He recordado lo que dice Cortázar en un cuento memorable: “Las costumbres son la cuota de ritmo que nos ayudan a vivir”. Sin embargo, estas otras rutinas de la cuarentena están privadas del aire de la novedad, de las iniciativas inéditas que brotan de las interacciones, de los problemas e inquietudes que trae consigo un trabajo, una ocupación afuera de nuestra casa. Pareciera que el número de posibilidades es menor en la medida en que agotamos o suprimimos los espacios en que nos movemos. La repetición de noticias, de un videojuego, de hablar con familiares, de navegar en internet, va convirtiendo al enclaustrado en un ser proclive al hastío o a una ataraxia que, para nada, es un propósito espiritual o de alcances metafísicos. Es probable, como sucede en mi caso, que el contacto con la lectura y la escritura, sean modos diversos de hacer lo mismo; aunque me hace falta visitar las librerías, recorrer las calles de mi barrio, dejarme habitar por las voces y las gentes que transitan y pueblan mi ciudad. La repetición condensa el tiempo, lo constriñe hasta el punto de verle su rostro –siempre escurridizo– en el minutero del reloj o en el cronómetro que aparece arriba en la programación de la televisión por cable. Se padece en el espíritu la gravedad del tiempo lento. Ese hastío va corroyendo el ánimo y pone al cuerpo en una condición de “abandono” que, si no se tiene la voluntad lo suficientemente ejercitada, puede llevarlo a la desesperación o a una inercia en la que da lo mismo hacer o no hacer cualquier cosa. Estar obligado a repetirse es una forma de castigo; como bien nos lo enseñó el mito de Sísifo; y es de igual modo, una prueba de fuego a la libertad del ser humano. Rememoro los trabajos forzados, las rutinas inapelables de las cárceles, las draconianas rutinas militares y me digo que la ansiedad por salir de la cuarentena, el deseo para que se reactive la economía, la esperanza de que circule lo más pronto el transporte aéreo, todo eso, no son más que indicios de no querer seguir haciendo lo mismo, una fuerza interna que anhela cambiar, de llenarse de vicisitudes y peripecias para así darle matices, tonalidades, variaciones melódicas a la monotonía de la existencia. Las repeticiones obligadas, como escribió Albert Camus, “vacían de sentido las expresiones del corazón”.
Mayo 2 de 2020
Que los campeonatos de fútbol hay que posponerlos hasta julio, que las pruebas ciclísticas tendrán que realizarse después de medio año, que los restaurantes a lo mejor podrán abrir sus establecimientos a los comensales no antes de agosto, que los juegos olímpicos de Tokio se realizarán en el 2021… La cuarenta, su acecho invisible, ha puesto de moda el verbo “posponer” junto con una cadena de términos semejantes: “aplazar”, “retrasar”, “relegar”, “retardar”. Congresos nacionales o internacionales aspiran a realizarse dos o tres meses adelante, las aerolíneas piden y sueñan empezar a operar por lo menos en un mes, los centros comerciales confían en abrir sus almacenes apenas termine la cuarentena (el 11 de mayo) y poder así, aminorar sus pérdidas y dinamizar la economía. La misma fecha del término del aislamiento ha ido postergándose cada quince días, convirtiendo cada fecha límite en inicio para otro período de encerramiento, dependiendo de cómo avance el número de contagios, de cómo crece o se aplane la curva, de si se cuenta con las suficientes unidades de cuidado intensivo. Esta pandemia ha roto los cronogramas, las agendas, la certeza de los horarios o la detallada administración del tiempo. El verbo prever se lo escucha asociado preferiblemente a la dimensión de la salud y para el acopio de alimentos. Todo lo demás, se conjuga con el calificativo del “después”, con el condicionante de la subordinación, con la justificación de estar “supeditado” a la evolución de la pandemia. Este virus ha obligado, tanto a personas como a entidades, a alterar las prioridades, a cambiar la escala de las preferencias. Lo fijo se ha vuelto provisional, lo determinado o programado con anticipación se ha convertido en un “tal vez”, un “quizá”, un “de pronto”. La pandemia alarga el tiempo, lo vuelve gelatinoso, se regodea en las demoras, vive plena en los retrasos. Aunque no quisiéramos, nuestras decisiones y proyectos los estamos ajustando con el rasero de lo “indefinido”. Y lo indefinido es un modo de “suspensión”, una herida de Medusa a nuestras actividades cotidianas. Nos hemos quedado con el presente, sacando del cuarto de San Alejo el pasado, y añorando que la estatua detenida del futuro recobre el fluir de la vida.
Mayo 3 de 2020
Uno supondría que, frente a la amenaza de una pandemia, con tantas víctimas en el mundo, el deseo de matar pasara a un segundo plano. Pero no es así. Al menos en Colombia durante esta semana se han seguido asesinando líderes sociales, en un sistemático proceso de extinción de aquellas personas que defienden los derechos humanos o, por convicción, se oponen a que la ambición del narcotráfico inunde de sangre sus campos. Como siempre, son difusos los móviles o los posibles asesinos y, como siempre, todo entrará en una exhaustiva investigación. Pero más allá de la falta de protección real a estos líderes del Cauca, lo que me llama la atención es cómo el temor frente a un virus es menor que el deseo de venganza; el miedo a contagiarse cede su paso a provocar otro miedo social: el de la intimidación. Porque no se trata de asesinatos a escondidas o hechos con el favor de la oscuridad. Se hacen a plena luz y frente a la familia de la víctima. Supongo que si los criminales usan tapabocas, no es tanto para protegerse del covid-19, sino para evitar el reconocimiento público. A veces el odio es más fuerte que el miedo a la infección; o de pronto, las infecciones más terribles, las que nunca tienen vacuna, son esas que brotan del resentimiento, del fanatismo o de la ambición ciega por el dinero. O también es posible que a los grupos armados ilegales les parezca poca cosa 16 asesinatos, con tal de tener el control de un territorio. Y aún cabe otra posibilidad: que la ilegalidad, por andar siempre por fuera de la ley, se considere inmune al coronavirus, como se han burlado las endebles políticas protectoras del Estado o de los estamentos que deben velar por la seguridad de todo ciudadano.
Mayo 4 de 2020
De cara a la apertura paulatina de la economía, y como una manera de aprender a convivir con el coronavirus, la recomendación de los altos mandatarios o de las cabezas directivas del gobierno es la de “reinventar”. Reinventar las formas de producir y de hacer circular los productos; reinventar las maneras de trabajar; reinventar la estructura misma de concebir y funcionar una empresa. Comprendo que la invitación es apenas la indicada para estos momentos de incertidumbre y de lucha por mantener un empleo; me parece más que atinado pedirles a pequeños empresarios y a gerentes de la gran industria que se autogestionen y rediseñen estas nuevas maneras de funcionamiento. Por supuesto, esa petición para que sea “sistémica” requiere que otros estamentos tanto del sector administrativo del Estado como del sector bancario –para poner sólo dos casos– también se reinventen, so pena de que lo que se idee innovadoramente en un campo no termine detenido o castigado por otro. Casi siempre la lógica de la burocracia y del control va en contravía de lo innovador y creativo; es más, muchos proyectos no logran su realización o sus resultados, no tanto por la concepción novedosa o su creatividad, sino porque aquellos estamentos que los evalúan, lo hacen con formatos que están gestados desde lo ya establecido, desde un statu quo validado y reconocido por un grupo de “expertos”. Esto es lo que hace que la innovación sea riesgosa, que implique un liderazgo a prueba del rechazo, y que en la mayoría de las ocasiones se haga por medios divergentes, en los márgenes, más con la tenacidad y la iniciativa individual que con el beneplácito de la mayoría. Reinventar, por lo demás, presupone no un acto de chispa, sino de investigación, de una reserva de capital para cubrir el “fracaso”, los prototipos que no funcionan, el experimento que no resulta. Reinventar, en este sentido, es una actividad costosa. De otra parte, cualquier reinvención presupone un cambio de percepción en los usuarios, en el público, en los futuros beneficiados o potenciales compradores. Recuérdese no más la reinvención de la máquina de escribir por un procesador de texto. Recalco lo anterior para darle al mandato a “reinventar” su justa proporción o alcance: ni suponer que eso es un acto creativo de una sola rueda del engranaje social, ni obviar el riesgo que trae consigo. Y tal vez, si fuéramos más audaces y responsables con nuestra historia, la gran “reinvención” que deberíamos hacer todos, gobernantes y gobernados, es concebir otra forma de construir sociedad, con menos inequidades, con una mejor calidad de vida para la mayoría de las personas, con justicia social y participación efectiva en la toma de decisiones. Eso sí sería una “reinvención” estructural y no un mero afán por salir de los efectos de una pandemia.
Mayo 5 de 2020
Como era de esperarse, el presidente ha anunciado hoy el alargue de la cuarentena hasta el próximo 25 de mayo. Lo nuevo es que se seguirá ampliando, gradualmente, la apertura económica a otros sectores como el de fabricación de muebles, automóviles y prendas de vestir, eso sí, siguiendo “estrictos protocolos” y de acuerdo a los lineamientos de los acaldes. De igual modo, desde esa fecha, podrán abrir sus establecimientos las librerías, papelerías, los centros de diagnóstico automotor y las lavanderías a domicilio. Este nuevo tiempo de confinamiento fue respaldado, una vez más, por expertos epidemiólogos y según un detallado análisis de riesgo presentado por el Ministro de Salud. Además, los niños desde 6 años hasta jóvenes de 17 podrán salir a los parques, durante media hora, tres veces a la semana, a “tomar el sol”. La frase motivo de este día, tanto para ampliar más la apertura de la economía como para alargar el confinamiento, ha sido la de “vigilancia epidemiológica”. Es decir, una toma de decisiones amparada en datos, frecuencias, estadísticas diversas. Esa parece ser la “nueva normalidad” a la que tendremos que familiarizarnos este mes y los que siguen, por lo menos durante este año. Una normalidad fluctuante, inestable, porque dependerá de qué tanto suba o baje un porcentaje, y de cómo se combinan diferentes variables como el número de infectados, el número de pruebas y el número de camas con respiradores en los hospitales. La nueva normalidad tiene una consistencia de estira y encoje, porque si se sobrepasan los porcentajes previstos, seguramente tendremos que volver a encerrarnos si es que, en verdad, queremos cuidar la vida. Y como sucede siempre con los argumentos basados en estadísticas, se usan las tablas y los diagramas de barras, como argumento suficiente para convencernos de que la conclusión tomada es la correcta. Aunque el verdadero telón de fondo de todos estos guarismos y curvas estadísticas es controlar, con un eje de coordenadas, lo que continúa invisible y amenazante en el ambiente: el miedo. Ese siempre ha sido un deseo de los guarismos, el de poder delimitar o nominar lo que parece gaseoso o inasible; el de prefigurar o atrapar el incierto futuro. “El miedo no es bueno para el futuro”, afirmó el gerente de la Fundación Santafé; en consecuencia, hay que tratar de dominarlo saliendo a trabajar con esta nueva “normalidad” y teniendo como escudo el cálculo y las probabilidades que podemos hacer en el presente.
Mayo 7 de 2020
Una encuesta realizada entre el 8 y 20 de abril, con 3549 personas, mayores de 18 años, y realizada por Profamilia con el apoyo del Imperial College de Londres, mostró, entre otros resultados, que un 34% dice no resistir la situación de la pandemia, un 34%, afirmó que la sufren, y un 40 % dijo que la aceptan. La encuesta corresponde al “Estudio de solidaridad sobre la respuesta social a las necesidades de distanciamiento social para contener el covid-19 en Colombia”. El 75% manifestó que el coronavirus ha afectado su condición mental, manifestada en ansiedad (54%), cansancio (53%), nerviosismo (46%) o rabia (34%). Y otras encuestas similares, hechas por ejemplo por el Observatorio de Políticas públicas de ICESI, concluyeron que además de la ansiedad, a la depresión se sumaba un alto nivel de preocupación por la salud de los seres queridos (84%) más que por la propia salud (16%). Me detengo a pensar en estos resultados y dimensiono el lado menos evidente de esta pandemia; no los signos exteriores como la fiebre o la tos seca, sino esos síntomas de la interioridad que a veces nos parecen menos preocupantes pero, que si uno lo analiza con cuidado, resquebrajan desde adentro nuestro ser. Porque la ansiedad, demos por caso, acumula sus heridas poco a poco, a veces sin parecer nada preocupante o anidándose al lado de nuestras almohadas para no dejarnos dormir bien o para atiborrarnos de pesadillas agotadoras. La ansiedad azuza la imaginación en su lado más negativo, puya en la mente el derrotismo, el fatalismo, el destino infausto o el callejón sin salida de la mala suerte. Y esta misma ansiedad, al ir tomando posesión de nuestro pensamiento, se revierte sobre el cuerpo para ulcerarlo, trastocarle los ciclos de alimentación o poner en corto circuito a nuestro sistema nervioso. La ansiedad puede ser una explicación a la violencia intrafamiliar o al mal genio que está al acecho por cualquier nimiedad. Creo que, y esa parece ser una buena medida “no para favorecer la apertura de la economía”, el contar con fundaciones u organizaciones dispuestas a atender estas dolencias del alma en lo que lo más importante es “poder hablar” y “poder ser escuchados”. En esa vía está la Fundación Santo Domingo y Profamilia con la plataforma “Porque quiero estar bien”, cuyo eslogan ya es en sí mismo una salida a estos problemas: “Te escuchamos, te acompañamos, te ayudamos”. Esa parece ser la vacuna; a la ansiedad se la controla o se la derrota así: hablando con sinceridad de lo que nos agobia, recibiendo la escucha atenta de otro ser humano, sintiendo la comprensión y la compañía –así sea con tapabocas y a un metro– de quienes reciben nuestra desazón o nuestro miedo. La ansiedad se cura no callando, no aguantando, no autoengañándonos, no pareciendo solitarios héroes mudos y embravecidos. Esta enfermedad del alma requiere un genuino reconocimiento de nuestras flaquezas y debilidades, y la apertura a dejarnos ayudar, sin que por ello sintamos que somos endebles o incapaces de sortear una amenaza como el covid-19.
Mayo 8 de 2020
Durante toda la pandemia se ha hablado, por parte del gobierno o de diferentes ministros, del término “pedagógico” para referirse a un video, al modo de presentar una medida de salud pública o a un comportamiento esperado por parte de la comunidad. Aunque, en un primer momento, uno podría llegar a pensar que pedagógico se confunde con didáctico, lo cierto es que se asemeja a cualquier producto audiovisual que explica o informa sobre determinado asunto. A veces hace las veces de “recomendaciones” o de “pautas de conducta”; en otras ocasiones sirve este apelativo para presentar una “información”, comunicar una “prescripción” o señalar algunas “advertencias” derivadas del mismo confinamiento obligatorio. Tal banalización del término no contribuye mucho a que la gente común y corriente entienda qué es lo que en realidad hacemos los maestros y menos a que noten la diferencia entre lo que dice un mandatario y, luego, lo que muestra como ilustración “pedagógica”. Buena parte de las piezas usadas por el alto gobierno son información audiovisual, pero muy lejanas de la transformación de un contenido para que sea claro, secuencial, enfocado a un determinado público, convergente en el uso de diferentes medios de comunicación, selectivo en el lenguaje utilizado y acorde a un propósito específico de aprendizaje. Las mismas gráficas empleadas son un decorado, pero sin el sentido de servir de orientación o de ofrecer una traducción más comprensible de lo dicho. Si se olvida que lo pedagógico, en sentido amplio, y lo didáctico en lo específico, tienen como fin traducir o convertir determinada información en un producto asimilable por otra persona, se caerá en un generalismo que más que ayudar a aclarar, lo que hace es confundir. Bien lo dijo hoy la alcaldesa Claudia López el finalizar su presentación sobre las nuevas medidas para Bogotá, a partir del próximo lunes 11 de mayo: “una cosa es anunciar y otra cosa es comprender”. Precisamente la labor de un educador consiste en eso: transformar un contenido en unidades asimilables, hacer transferencia de lo erudito y abstracto a lo sencillo y concreto, ponerse en el lugar del que aprende para secuenciar, dosificar y adaptar determinado conocimiento. Tal vez por ese uso errado de “pedagogía” es que las políticas públicas ni logran impactar, ni ser asumidas o acatadas en su real magnitud.
Mayo 10 de 2020
Una celebración del día de la madre sin abrazos físicos, sin besos en directo. En cambio aumentaron las videollamadas, los mensajes en whatsapp, los correos electrónicos. Tampoco se olvidaron las serenatas, solo que en esta ocasión debieron hacerse mirando la pantalla de un celular o de un computador. Estos hechos me evocaron la época de las oficinas de Telecom en los pueblos, de las operadoras, de los pequeños locutorios a donde le pasaban a uno la llamada y, desde allí, como si fuera un acto mágico, escuchábamos a los seres queridos lejanos, a esos que desde hacía mucho tiempo no oíamos o de los que no teníamos noticia alguna. Eran pocos minutos, a veces con sonidos interrumpidos, pero bastaban para alegrar a alguien o darle un poco de tranquilidad afectiva a nuestro corazón. El coronavirus ha replanteado, al menos por un tiempo, la manifestación de nuestros afectos: si estamos con los seres más queridos, nos toca tratarlos a distancia, sin tocarlos, sin traspasar la barrera de un metro; y si no estamos compartiendo la casa con ellos, lo mejor entonces es no ir a visitarlos, alejarlos más de lo que ya están. Perdida la fuerza del contacto, esa intransferible sensación de abrazar otro cuerpo, nos hemos visto obligados a poner nuestra voz y nuestras palabras escritas como única forma de rubricar esos vínculos de la sangre. Hay algo de trato fantasmal: disuelto el cuerpo del ser amado, se asemeja más a una ausencia cargada aún con los atributos de la imagen; es una especie de “aparición” que conservamos como “visión” tutelar o como un “espíritu”. Sabemos que están vivos, pero al mantenerlos alejados de nosotros, les otorga un tinte de “desaparecidos” o de pertenecer al álbum de los seres más queridos de quienes conservamos solamente las “instantáneas” de sus recuerdos. Yendo un poco más lejos: el coronavirus ha puesto en cuarentena no solo nuestros cuerpos físicos, sino que ha ido evaporando las manifestaciones de los afectos interpersonales. La sociedad líquida, de la que hablara Zigmunt Bauman, dio paso a la sociedad evanescente.
Mayo 11 de 2020
En varias entrevistas de los telenoticieros de este miércoles se les preguntó a trabajadores que retornaban hoy a sus labores sobre cuál era su sentimiento o cuál era su opinión sobre este retorno al mundo laboral. Las repuestas subrayan el entusiasmo y la alegría de volver a sentirse activos, con fuerzas para conseguir lo necesario para vivir y contentos de conservar su empleo. A pesar de un cierto temor, el hecho de sabernos útiles, de hacer parte del mundo productivo y, sobre todo, de tener la evidencia de no estar vacantes, hace que el trabajo sea visto como algo fundamental. Pienso que el ser humano, a pesar de su fantasía de “vivir sin hacer nada”, requiere este insumo de la actividad, de la labor, de constatar que con sus manos y su esfuerzo puede conseguir los recursos económicos para satisfacer sus necesidades básicas. Este hecho, de no depender exclusivamente de la caridad o la beneficencia pública, convierte al trabajo en un medio para afianzar la dignidad y, muy especialmente, en un recurso que apalanca la libertad de las personas. Para ponerlo en otras palabras, el trabajo le quita al ser humano la penosa carga de la incertidumbre y reafirma al padre o la madre cabeza de hogar en su rol de cuidador responsable. Así sea poco o mucho lo que se gane, el trabajo crea una especie de “certeza” en medio de la inestable situación propiciada por el coronavirus. Más allá de recibir un mercado o un dinero del Estado, más allá de las campañas de solidaridad para que los más empobrecidos logren sortear la cuarentena, el volver al trabajo es una especie de liberación de cadenas, de poner en los propios brazos la confianza de que el presente no depende del capricho de otros o de la suerte, que siempre es incierta y muchas veces injusta. Es posible que esta sobrevaloración del trabajo corresponda, como tantas otras cosas en la vida, a su amenaza de pérdida o a ese súbito distanciamiento ocasionado por el covid-19; pero, más allá de la eventualidad, lo que nos muestra este hecho de retornar al taller, al mostrador, a la fábrica, a la obra en construcción, es que el trabajo además de ser la forma como conseguimos recursos para la sobrevivencia, le devuelve a los seres humanos un fuero de autonomía y un sentido de proyecto, un lugar de existencia a partir del cual hallar un reconocimiento social y la posibilidad de sentirse parte de la gestación o elaboración de algo. Porque si uno tiene un trabajo organiza el inestable futuro y quita de su mente el triste y angustiante fantasma del vagabundeo permanente.
A Yolanda le gustaban los pájaros. De niña, cuando la sacaba al parque su madre, se extasiaba mirando y escuchando aquellas criaturas que saltaban entre los altos árboles. Su mamá tenía que romper aquel embeleso porque Yolanda, en lugar de dedicarse a jugar en el columpio, prefería mirar esos seres con plumas de colores que entonaban una música que la llenaba de mucha felicidad.
Desde esa corta edad, Yolanda quiso tener pájaros en su casa. Pero su madre, Doña Inés, no era amante de estar de esclava del cuidado de un animalito. Por eso Yolanda le encantaba llegar muy temprano al colegio donde estudiaba, porque en el segundo piso, después de una improvisada sala de música que tenían las monjas salesianas, estaba varias jaulas con pájaros de diverso color. Allí fue que Yolanda aprendió a distinguir cuáles eran los azulejos, cuáles los turpiales y cuáles los ruiseñores. Y casi siempre llegaba tarde a la primera hora de clase, por quedarse contemplando esas pequeñas cajas de música.
En el colegio las profesoras coincidían en que si bien Yolanda era aplicada y cumplidora de sus deberes escolares, se mostraba poco participativa en clase y muy silenciosa. El veredicto que le transmitieron a su madre fue que la niña era demasiado tímida e introvertida. Doña Inés no le prestó demasiada importancia a tal comentario y más cuando supo que a su hija le iba muy bien en los estudios. Algo había heredado de ella y algo de la abuela Berenice que, como decía el difunto Matías, su esposo, “apenas musitaba palabra”. El tiempo que no empleaba Yolanda estudiando lo dedicaba a colorear un libro con figuras de pájaros que su madre la había regalado para navidad. Y, por supuesto, también se entretenía con devoción en dibujar aquellas criaturas. Con muy contados contratiempos, Yolanda terminó sus estudios básicos sin pocas compañeras o amigas y apenas relacionándose con las otras muchachas de la cuadra donde vivía. Lo que sí disfrutaba era visitar los parques, entrar varias veces a un jardín botánico que quedaba no muy lejos de su casa y, cuando su madre se lo permitía, tomar un bus intermunicipal para viajar y estar varias horas en el campo.
Yolanda empezó a estudiar veterinaria pero, después de dos semestres, se retiró porque casi todas las asignaturas se centraban en caballos, vacas, perros y gatos, pero nada de aves. Su madre no estuvo de acuerdo con esa decisión e insistió en que debía pensarlo mejor, porque los contados recursos que tenía no era para estarlos desperdiciando. Yolanda simuló que asistía a la Universidad, aunque en verdad lo que hacía era vagar por un parque que había descubierto cercano a la Universidad y que, como cosa especial, estaba casi siempre con muy poca gente.
Abandonados los estudios de veterinaria, Yolanda intentó buscar algún trabajo. Tuvo buena suerte y pudo, sin muchos inconvenientes, empezar a trabajar como cajera en un supermercado. Doña Inés le recriminaba tal empleo, pero luego de unos meses se acostumbró a aquella situación, entre otras razones porque Yolanda le había dicho que con lo que ganara iba a ahorrar para pagarse ella misma sus estudios de Hotelería y turismo. Como el turno de su trabajo empezaba a las dos de la tarde, Yolanda desayunaba bien temprano para aprovechar las primeras horas de la mañana e ir a disfrutar el parque que tanto le gustaba.
Con el primer sueldo, y a pesar de la resistencia de su madre, Yolanda compró una jaula y un par de ruiseñores. Los ubicó al lado de la ventana de su habitación. Ella soñaba con que al otro día, a primera hora, las aves la despertarían con su canto, pero los pajarillos permanecieron en silencio. La mujer supuso que era una reacción natural de los animales a un nuevo ambiente, porque cuando los compró un sábado por la mañana, el par de aves cantaban con brío y de manera continua. Cambió el periódico de la jaula, renovó el agua, puso el concentrado y se despreocupó de los pájaros que, durante el tiempo que estuvo en la habitación, no emitieron ningún sonido. Salió a trabajar, recomendándole a Doña Inés, el par de ruiseñores.
Cuando regresó por la noche, mientras comía un pedazo de pan integral con un agua aromática, su madre le dijo que los pájaros casi la habían enloquecido con su canto. Yolanda se puso feliz con la noticia y corrió a su cuarto a ver sus aves. Los vio juntos en la vara, despiertos, pero sin emitir ningún sonido. La mujer quería escucharlos trinar, pero supuso que por la hora, ya su naturaleza les dictaba que debían callar. Entonces, como le dijeron en la tienda de animales donde los había comprado, cubrió la jaula con una manta y les expresó unas palabras cariñosas invitándolos a dormir. Enseguida se sentó en la silla de un pequeño escritorio, sacó su cuaderno de dibujo y empezó a delinear la figura de un pájaro copetón. Le salió así, sin copiar, como si esa ave viniera del bosque de su interioridad. Dejándose llevar por su imaginación le puso al ave, en el pico, una llave, como la de la cómoda donde su madre guardaba las porcelanas. Luego empezó a colorear los ojos del ave y a encrespar los pelos del mechón. Satisfecha con su obra, cerró el cuaderno de dibujo y se sentó en la cama a desenredarse el cabello. Se miró en el espejo del tocador y se vio más pálida que de costumbre. Atribuyó el color de su piel al tenue bombillo que alumbraba la habitación. Pasó luego a desnudarse, se puso una piyama con diseños de aves, y después de unos minutos entró en un sueño que la acompañó hasta las cinco de la mañana.
Apenas se despertó, subió la persiana, quitó el manto protector de la jaula y esperó, de pie, a que los ruiseñores la sorprendieran con sus exquisitas melodías. Los pájaros saltaron al piso y de ahí a su vara, picotearon algo de alimento, tomaron agua, revolotearon en varios sentidos, agarrándose algunas veces con las patas a la reja de la jaula, pero en ningún momento emitieron un trino. Yolanda no sabía cómo explicar ese mutismo de las aves, si su madre le había dicho que los ruiseñores en la tarde anterior no habían dejado de cantar un minuto. Contempló de nuevo los dos pajarillos y, como no quería hacer enfadar a su madre por no acompañarla a desayunar, prefirió darse una ducha y bajar cuanto antes al comedor. Durante el tiempo que bebió un té verde y una taza de cereal, le compartió a Doña Inés el asunto de los pájaros. Su madre dijo que eso pasaba muchas veces porque, según le había escuchado decir a la abuela Berenice, los ruiseñores cantan cuando quieren. Yolanda, terminado el desayuno, lavó la loza y se dispuso a su caminata hasta el parque situado a unas cuadras de su antigua universidad. Por primera vez, en muchos años, se sintió sola.
Volvió a su casa a horas del almuerzo. Le preguntó a su madre, cómo estaban los pájaros y ella le contestó que por andar en la cocina no había estado pendiente de las aves. Sin embargo, Yolanda escuchó el trino leve de los ruiseñores y fue rápidamente a su habitación. Sin embargo, a la par que se acercaba notó que el trinar de las aves era más débil, hasta el punto de que cuando abrió la puerta ya no se escucha ningún sonido melodioso. Bajó de nuevo al comedor, almorzó una ensalada fresca y decidió pasar, antes de entrar a trabajar, a la tienda donde había comprado el par de ruiseñores. Se despidió de su madre y fue hasta el paradero para tomar un transporte público que la llevara hasta el lugar. La atendió la misma muchacha que le había vendido los pájaros. Ella le explicó lo del evento del poco canto de lo ruiseñores, dejando entrever si esto era a causa de alguna posible enfermedad. La vendedora le dijo que no y que, algunas veces, por desconocer un nuevo ambiente, estas aves se silenciaban hasta que tomaran posesión de su territorio. Yolanda quedó satisfecha con la respuesta y salió a buscar de nuevo el transporte que la dejara cerca al supermercado. Por su mente pasó la idea de cambiar la jaula por una más amplia, a ver si de esta forma los pájaros se sentían más libres para cantar.
El sábado siguiente, que no tenía que trabajar, fue hasta la plaza de mercado del sector y en un local ubicado al lado de la venta de alcancías de barro y utensilios de cocina, encontró lo que estaba buscando. Cargó durante varias cuadras el objeto y entró a su casa con esa sorpresa para su madre. Doña Inés le dijo que ya dejara quieto a los animalitos, que eso no era asunto de jaula, sino de la propia constitución de los pájaros. Yolanda la escuchó en silencio, mientras comía su cena frugal; enseguida agarró la jaula y subió a su alcoba. Le dio pesar despertar a las aves pero, aun así, los tomó para hacer el cambio de esa reducida cárcel. Los ruiseñores se dejaron trastear sin oponer resistencia. En la nueva habitación enrejada estuvieron un tiempo en el piso, aleteando cada vez que la mujer movía la jaula. Yolanda los cubrió con la manta y esperó que al otro día este cambio de ambiente diera buenos resultados. Entró al baño, se lavó bien las manos y se dirigió a su escritorio para empezar a dibujar.
Observó el dibujo que había realizado la noche anterior y le pareció que debía acompañar aquel copetón con otra ave. Eso pensó al inicio pero, luego, dejándose llevar por la mano, sin oponer resistencia, comenzó a delinear el rostro y el cuerpo de una mujer. A Yolanda no se le facilitaba pintar retratos, pero en esta ocasión sintió que podía hacerlo. Cambio de lugar, trasteando el asiento hasta el tocador. Frente al espejo miró su rostro y empezó a copiar esos rasgos. Se detuvo un buen tiempo en darle forma a su labios porque, según ella creía, eran de los rasgos más hermosos de su rostro. Puso especial atención en lo delicado de su nariz y en el fino mentón. Vistió a la mujer con un vestido de seda de color oro, muy parecido al que su madre le había regalado para el día del grado de bachiller. Se detuvo en destacar su cuello, dejándolo desnudo al igual que sus hombros. A pesar de estar dibujando, que era una de sus grandes alegrías, volvió a sentir una tristeza en todo el cuerpo. Terminó de detallar el diseño de la tela del vestido, un racimo repetido de granadas que se esparcían a la manera de un jardín, y se quedó pensando largo tiempo, contemplando en el espejo la lozanía de sus mejillas y la inmaculada frescura de su frente. Unas lágrimas se desprendieron de sus ojos. Se las secó con el dorso de la mano derecha, la misma con que dibujaba, y retornó a su obra. Tal vez incitada por aquella tristeza, por la soledad de su piel de tantos años o porque el pájaro del lado tenía en su pico una llave, empezó a dibujar encima del pecho izquierdo de la mujer el diseño de una cerradura. Y, para darle más énfasis a aquel detalle, recordó cómo eran los cuadros de las vírgenes que tenían las hermanas decorando algunos salones en el colegio, y pintó una mano como protegiendo el seno en que sobresalía aquella cerradura. Duró un buen tiempo para lograr que el gesto de la mano tuviera la suficiente levedad como para parecer que entregaba y protegía al mismo tiempo ese cerrojo. Después se sintió muy cansada. Guardó el cuaderno de dibujo en el cajón del escritorio, fue al baño, se lavó los dientes y retornó a sentarse en el lecho. Esta vez no empezó a alisarse el cabello, sino que se lo recogió, haciendo una especie de moña. A su mente acudieron muchos recuerdos e infinidad de silencios. La tristeza la envolvió por completo. Una vez más las lágrimas asomaron en sus ojos. Comenzó a desnudarse poco a poco, como era su costumbre, pero en lugar de ponerse la piyama de pájaros, eligió una prenda diferente. Buscó entre el closet, en la parte más resguardada del mueble, el vestido de grado que estaba protegido por una blusa plástica. Lo puso sobre la cama y se maravilló de que aún conservaba el brillo oro de hacía tantos años. Se quitó la ropa interior, pasando luego, con delicadeza, a ponerse el vestido, procurando mantener intactos los dobleces. Sin levantar el tendido de la cama, se acostó en ella, mirando la tenue luz del bombillo que, por el agua de sus lágrimas, parecía emitir una luz difusa, casi indefinida.
Doña Inés se sorprendió al otro día de que su hija no bajara a desayunar con ella. Supuso que era cosa del sueño porque los ruidos de la noche anterior en el cuarto de Yolanda daban a entender que había estado despierta hasta las primeras horas de la madrugada. Tampoco escuchaba a los ruiseñores. El excesivo silencio la puso en alerta. Subió, entonces, hasta el cuarto de su hija. Golpeó con discreción en la puerta. Nadie le contestó. Con sigilo abrió la hoja de madera y vio a Yolanda tendida en el lecho, con su vestido de grado. Se acercó a ella con cautela, pensando que seguía dormida. Musitó el nombre de su hija varias veces pero no hubo respuesta. Un mal presentimiento le atenazó el corazón. “¡Yolanda!”, grito con desesperación, tomando la mano izquierda de su hija, porque la otra, con la que dibujaba, estaba sobre su pecho, en una actitud de quien desea entregar o proteger su corazón.
El confinamiento obligatorio, por causa del coronavirus, ha hecho que los miembros de la familia estén juntos durante tres meses consecutivos. Si bien ha sido una oportunidad para el reencuentro y la renovación de vínculos afectivos, también este confinamiento ha generado dificultades en el trato, la convivencia y, muy particularmente, en el modo de comunicarse los padres con sus hijos. Tomando como eje esta situación propongo el siguiente repertorio de sugerencias, recomendaciones o pistas con el propósito de que en algo ayuden a mitigar o prevenir los problemas de comunicación en familia.
1. Tenga presente la edad de sus hijos cuando trate de comunicarse con ellos: adapte el tipo de lenguaje, dosifique el mensaje, busque el mejor momento y, especialmente, fíjese si esa persona está en disposición de recibirlo.
2. Cuídese en generalizar, no estereotipe un comportamiento o una actitud de sus hijos. Si algo no le gusta o le molesta, descríbalo, sin hacer juicios o sacar conclusiones generalizadoras.
3. Proteja, pero sin ahogar el propio desarrollo de aquel a quien desea salvaguardar.
4. Sea cómplice de sus hijos, pero no alcahueta de sus faltas.
5. No se desanime si lo que usted le comunica a sus hijos parece no tener un resultado inmediato. Recuerde que la comunicación es un proceso; requiere que los mensajes se asienten, maduren. Pero no por ello, deje de persistir en una consigna, un valor, una forma de ser o comportarse.
6. Cuando sienta que no sabe cómo entender a sus hijos, especialmente si están entrando en la adolescencia, mire su propio álbum familiar y recuerde cómo era usted en esa época. Reflexione sobre las modas que usaba, sobre sus travesuras, sobre el ansia de exploración que lo embargaba… Hecho todo esto, vuelva a observar a sus hijos y trate de comprender.
7. Cambie los imperativos o las oraciones cortantes de mandato, por frases como: “me gustaría que hicieras tal cosa…”, “preferiría que no fueras a tal sitio”. Emplee todos los recursos de la comunicación asertiva; es decir, de esa comunicación que no es ni agresiva, ni pasiva…
8. Reconozca el punto de vista de la otra persona, ponga en sus palabras lo que su interlocutor le dice a ver si usted ha entendido bien lo que ha querido comunicarle. Nada obstruye más la comunicación que los sobreentendidos o lo dado por hecho.
9. No amenace. Los mensajes de este tipo lo que hacen es aumentar el silencio o la resistencia de su interlocutor. El que mucho amenaza va perdiendo, poco a poco, la autoridad.
10. Escuche con atención y con actitud empática a sus hijos. Tenga voluntad de contención. No pase a defenderse. Escuchar en silencio es una buena manera de generar simpatía.
11. Converse con su pareja sobre las actitudes o los comportamientos que desaprueba de sus hijos. Analice los puntos de vista de cada uno y, hecho un consenso, asuma una postura comunicativa común. No emplee frases como: “Hable con su mamá, a ver qué dice”, “le voy a decir a su papá”… Es mejor expresarse así: “con su papá hemos acordado que…”, “Con tu mamá consideramos que…”
12. Cuando acompañe a sus hijos en tareas o labores escolares, no asuma la actitud del que lo sabe todo. Muéstrele mejor a su hijo el gusto por aprender. No descalifique; hable más bien de que “nadie nació aprendido”. Tampoco se desespere y, opte más bien, por darle al error un valor positivo. Porque si al error se le suma el enfado, lo que se produce es el miedo. Y el temor no es la mejor motivación para aprender.
13. Trate por todos los medios de ser afable con sus hijos. Tenga presente que un gesto amigable rinde más beneficios que un rostro malhumorado y distante. Si tenemos una comunicación no verbal afable, seguramente propiciaremos la comunicación verbal de nuestros hijos.
14. No discuta con sus hijos en el mismo espacio donde ellos hacen las tareas. Cambie de lugar para que sea otra la postura y otras las condiciones del diálogo.
15. No saque conclusiones apresuradas de los rumores que escuche sobre sus hijos. Sea prudente. Indague. Contraste diversas opiniones, antes de tomar una decisión sobre ellos.
16. Hable menos, regañe menos; testimonie con sus actitudes lo que proclama con sus palabras. El ejemplo es la comunicación encarnada.
17. No haga juicios apresurados ni desestime, frente a sus hijos, la labor que hacen los docentes. Si tiene dudas, consulte con ellos. Si es necesario, pida su ayuda. Usted, como padre o madre, sabe algunas cosas, pero los profesionales de la enseñanza son los maestros.
18. Use el espacio del comedor o de la sala para promover la conversación. Emplee la comunicación informal para crear o fortalecer la confianza. Idéese rituales o juegos con este mismo fin. El apoyo a sus hijos no es únicamente para el mundo escolar.
19. Todo encierro va alterando las emociones, cambiando el estado de ánimo de las personas, en particular si son niños o jóvenes. No le dé tanta trascendencia a pequeños impases cotidianos. Use el humor. Entienda que a los más pequeños se los ha obligado a asumir actitudes y comportamientos de los mayores de edad. Un poco de flexibilidad en el espíritu ayuda mucho a mermar la resonancia de los problemas en la comunicación en familia.
20. Y en tiempos de crisis, o de una situación como esta pandemia, procure usar frases de comunicación que sean más optimistas que pesimistas. Más esperanzadoras que alimentadoras de la catástrofe. Revise las expresiones frecuentes que usa en su habla cotidiana: ¿son propositivas, alentadoras, vivificantes? Sus hijos oirán y verán en usted, por su modo de hablar, un ejemplo de cómo se puede enfrentar lo difícil, lo inusitado y la ansiedad que produce la incertidumbre.