
Ilustración de Pawel Kuczynski
La ironía es un modo de proceder del pensamiento que, haciendo creer una cosa, busca el sentido contrario. La ironía, que empezó siendo un recurso de simulación, de fingirse ignorante como Sócrates para mostrarle al interlocutor su propia ignorancia, es un medio idóneo para hacer crítica social o para tomar distancia de los hechos y, con sutileza, formular una valoración que logre en el lector o receptor despertar su toma de conciencia. La ironía, en este sentido, tiene una “función correctiva” o al menos un espíritu de suspender el embotamiento de la alienación.
De otra parte, la ironía es una estrategia del pensamiento, muy en la línea de lo alegórico, que procede de manera indirecta; es un modo alusivo del discurso que invita al receptor a completar o descubrir lo que allí se dice. La ironía no es directa como el sarcasmo ni burda como la ofensiva grosería; su proceder está en “decir sin decir”, en “aparecer ocultándose”. Y si el interlocutor no está atento o no tiene la suficiente perspicacia para captar el secreto que está oculto, pues no verá o escuchará sino un enunciado sin trascendencia. Desde luego, para que eso sea posible, la realidad que la ironía toma como motivo debe ser lo suficientemente conocida por el lector o escucha. Ese es el pacto para que brote la sonrisa, el discernimiento o el golpe reflexivo. En esta perspectiva, la ironía participa del mismo mecanismo empleado por el humor, especialmente de esos que llamamos “chistes de doble sentido”. Porque si no se logra descifrar ese telón de fondo sobre el cual actúa la frase o el enunciado irónico, no se captará a cabalidad el sentido del mensaje o se terminará sin entender la ocurrencia jocosa.
El modo como la ironía logra su cometido es a través de ciertos recursos retóricos como la litote (decir menos para significar más), la antífrasis (afirmar lo contrario de lo que se dice), el oxímoron (juntar sentidos opuestos), la paradoja (aproximar ideas aparentemente irreconciliables), la caricatura (exagerar con intención burlesca), el asteísmo (alabar con apariencia de censurar o reprochar con intención de elogiar). Es decir, usando recursos literarios que tienen que ver con el “desvío del sentido”. Por eso, la clave cuando se escribe una ironía es “cambiar de dirección una expresión”, o “alterar el significado”, o “tomar una palabra por su significación menos habitual o darle otra acepción ingeniosa”. Con esos y otros recursos como la parodia, la sátira o el pastiche, el ironista pone en tensión lo ideal con lo real, las “buenas intenciones” con las “verdaderas intencionalidades”. Su propósito es desenmascarar o sacar a la luz lo que por nuestro fanatismo o nuestra ignorancia, consideramos normal o sin ninguna objeción. La ironía se convierte así en una herramienta de confrontación y de autoexamen, un modo de azuzar nuestra modorra moral o de sacarnos de los encantamientos del statu quo. La ironía lleva con sus frases u observaciones a que se produzcan en nuestra mente disociaciones, contradicciones, actitudes de alerta, disposición hacia la duda y la sospecha. Por supuesto, la ironía lo hace de manera amable, haciéndole guiños a la inteligencia del receptor, llevándolo a esbozar el reconocimiento del error o la falta moral con una sonrisa.
La materia prima con la cual trabaja la ironía, la piedra de toque que le sirve de motivo y detonante para sus construcciones, está hecha de apariencias, de engaños o mentiras, de adormecimientos masivos, de fanatismos ciegos, de ignorancias que se perpetúan por la soberbia, de los engaños propios o colectivos. Sobre ese caldo de cultivo el ironista toma distancia, pone en salmuera el evento que le interesa, analiza con detalle un acontecimiento, un discurso, una forma de proceder, para ver dónde se oculta aquello de lo que se presume, dónde se pierde el buen juicio y se comienza a aceptar como verdad irrefutable lo que es apenas un aspecto de un hecho o un problema, y dónde, hemos dejado que los miedos interiores nos engatusen, llevándonos a silenciar nuestro apetito de libertad. Precisamente, es esta labor de leer entre líneas, de fijarse en el envés de las cosas, de sacar a la luz lo soterrado y falaz lo que vincula a la ironía con el pensamiento crítico. Porque, mediante ese modo indirecto de decir y develar de la ironía, es que la crítica no solo denuncia, sino que contribuye a aumentar los niveles de conciencia, tanto personales como colectivos. El ironista se atreve, como el fabulista, a señalar de manera oblicua los vicios de la condición humana, los abusos de los poderosos, las variadas situaciones de injusticia, las trampas del sectarismo y la intolerancia. Y esto lo hace con ingenio, con humorismo, confiando en que el receptor, al descubrir el sentido implícito de la ironía, se torne en un cómplice que comparta el mensaje de fondo que se desea comunicar.
Es evidente que la ironía comporta un gusto especial por demoler lo establecido, hallarle fisuras a la suficiencia o la arrogancia del poderoso, ver detrás del autoengaño o la falsa conciencia que tiende a mostrarse sin mancha o limpia de maldad. La ironía es más escéptica que optimista, más certera en las ambigüedades de la condición humana, más atenta a las contradicciones frecuentes entre “el hombre y la bestia”. Y si hay una imagen que podría servir para ilustrar su labor es la del espejo: cuando leemos o cuando escuchamos una ironía lo que encontramos es un discurso reflexivo para apreciar mejor nuestros defectos, nuestros intereses más mezquinos, nuestros errores constantes al interrelacionarlos o aquellas cosas que hacemos a escondidas y que procuramos ocultar por todos los medios. El espejo de la ironía nos devuelve una imagen más completa de lo que somos; nos rompe la idea de que somos siempre los mismos o de que nuestra identidad es única e infalible. Y aunque al comienzo sintamos que sus enunciados son duros o descarnados, lo cierto es que esa imagen reflejada nos enriquece y nos hace o nos debería hacer más prudentes, más humildes, menos entregados a la credulidad o a la arrogancia de nuestro limitado saber. La ironía es un buen remedio para aquilatar la exaltación de nuestras pasiones o los cambiantes rostros de nuestra mezquindad. Así lo corrobora Vladimir Jankelevich: “la ironía es una gran consoladora y al mismo tiempo un principio de mesura y equilibrio”.
Hasta aquí he delineado las particularidades de la ironía verbal, añadamos unas líneas sobre la ironía situacional, esa que tipificamos bajo el membrete de “ironías de la vida”. Me refiero a las vueltas del destino, a las “peripecias contradictorias de la existencia” que a veces humilla al soberbio y, otras, ofrece salidas victoriosas al vencido. Este tipo de ironía aparece para el observador atento que ve en la proximidad de elementos o hechos, oposiciones que exacerban el contraste entre apariencia y realidad. Hay ironía de situación cuando los “golpes del destino o la fortuna” o la lógica extraña del azar ponen al poderoso en condición de dependencia o cuando lo que se busca con ansias, por considerarlo la suma felicidad, al poseerlo termina siendo el mayor dispensador de calamidades. La ironía de situación, tan retomada por los novelistas y dramaturgos, se vale de la “inversión” de las circunstancias, de las “identidades ocultas” y del pequeño paso que existe, al pensar de Mirabeu, entre el apogeo y el hipogeo; es decir, entre los momentos más altos de perfección, intensidad o grandeza de una persona o una sociedad y los más bajos o subterráneos a los que puede llegar. Esta forma de percibir la ironía, de apreciar lo cerca que está el heroísmo de lo patético y la tragedia de la comedia, por momentos raya con el absurdo y, en otros casos, preludia el escepticismo más radical. Pero lo que resulta provechoso para el ironista de situación es sacar partido de tales contradicciones y, a través de ellas, ilustrar o ejemplificar las consecuencias de una existencia no reflexionada o, de mostrarnos con casos o eventos cotidianos, que la vida –por más que la planifiquemos o queramos controlar–no está exenta del riesgo, la casualidad y las habituales contingencias.
Bien parece, entonces, que la ironía verbal o de situación hace las veces de una toma de distancia que tanto nos ayuda a “extrañar” lo conocido, a verlo no con la ceguera de los sentimientos cercanos, sino con la luz de la razón que aleja comprensivamente los afectos. Este cambio de perspectiva, de alejar lo habitual, es el que dota a la ironía de una impronta o de un principio que atraviesa todas sus manifestaciones: “las cosas no son lo que parecen”. Por eso, el ironista nos invita a estar vigilantes para no confundirnos con las manifestaciones ambiguas entre apariencia y realidad.
Referentes bibliográficos
Pierre Schoentjes, La poética de la ironía, Cátedra, Madrid, 2003.
Vladimir Jankélévitch, La ironía, Taurus, Madrid, 1983.
Wayne C. Booth, Retórica de la ironía, Taurus, Madrid, 1986.
Pere Ballart, Eironeia. La figuración irónica en el discurso literario moderno, Quaderns Crema, Barcelona, 1994.