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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: julio 2020

La ironía, otro modo indirecto de hacer crítica

26 domingo Jul 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

≈ 2 comentarios

Pawel Kucynski

Ilustración de Pawel Kuczynski

La ironía es un modo de proceder del pensamiento que, haciendo creer una cosa, busca el sentido contrario. La ironía, que empezó siendo un recurso de simulación, de fingirse ignorante como Sócrates para mostrarle al interlocutor su propia ignorancia, es un medio idóneo para hacer crítica social o para tomar distancia de los hechos y, con sutileza, formular una valoración que logre en el lector o receptor despertar su toma de conciencia. La ironía, en este sentido, tiene una “función correctiva” o al menos un espíritu de suspender el embotamiento de la alienación.

De otra parte, la ironía es una estrategia del pensamiento, muy en la línea de lo alegórico, que procede de manera indirecta; es un modo alusivo del discurso que invita al receptor a completar o descubrir lo que allí se dice. La ironía no es directa como el sarcasmo ni burda como la ofensiva grosería; su proceder está en “decir sin decir”, en “aparecer ocultándose”. Y si el interlocutor no está atento o no tiene la suficiente perspicacia para captar el secreto que está oculto, pues no verá o escuchará sino un enunciado sin trascendencia. Desde luego, para que eso sea posible, la realidad que la ironía toma como motivo debe ser lo suficientemente conocida por el lector o escucha. Ese es el pacto para que brote la sonrisa, el discernimiento o el golpe reflexivo. En esta perspectiva, la ironía participa del mismo mecanismo empleado por el humor, especialmente de esos que llamamos “chistes de doble sentido”. Porque si no se logra descifrar ese telón de fondo sobre el cual actúa la frase o el enunciado irónico, no se captará a cabalidad el sentido del mensaje o se terminará sin entender la ocurrencia jocosa.

El modo como la ironía logra su cometido es a través de ciertos recursos retóricos como la litote (decir menos para significar más), la antífrasis (afirmar lo contrario de lo que se dice), el oxímoron (juntar sentidos opuestos), la paradoja (aproximar ideas aparentemente irreconciliables), la caricatura (exagerar con intención burlesca), el asteísmo (alabar con apariencia de censurar o reprochar con intención de elogiar). Es decir, usando recursos literarios que tienen que ver con el “desvío del sentido”. Por eso, la clave cuando se escribe una ironía es “cambiar de dirección una expresión”, o “alterar el significado”, o “tomar una palabra por su significación menos habitual o darle otra acepción ingeniosa”. Con esos y otros recursos como la parodia, la sátira o el pastiche, el ironista pone en tensión lo ideal con lo real, las “buenas intenciones” con las “verdaderas intencionalidades”. Su propósito es desenmascarar o sacar a la luz lo que por nuestro fanatismo o nuestra ignorancia, consideramos normal o sin ninguna objeción. La ironía se convierte así en una herramienta de confrontación y de autoexamen, un modo de azuzar nuestra modorra moral o de sacarnos de los encantamientos del statu quo. La ironía lleva con sus frases u observaciones a que se produzcan en nuestra mente disociaciones, contradicciones, actitudes de alerta, disposición hacia la duda y la sospecha. Por supuesto, la ironía lo hace de manera amable, haciéndole guiños a la inteligencia del receptor, llevándolo a esbozar el reconocimiento del error o la falta moral con una sonrisa.

La materia prima con la cual trabaja la ironía, la piedra de toque que le sirve de motivo y detonante para sus construcciones, está hecha de apariencias, de engaños o mentiras, de adormecimientos masivos, de fanatismos ciegos, de ignorancias que se perpetúan por la soberbia, de los engaños propios o colectivos. Sobre ese caldo de cultivo el ironista toma distancia, pone en salmuera el evento que le interesa, analiza con detalle un acontecimiento, un discurso, una forma de proceder, para ver dónde se oculta aquello de lo que se presume, dónde se pierde el buen juicio y se comienza a aceptar como verdad irrefutable lo que es apenas un aspecto de un hecho o un problema, y dónde, hemos dejado que los miedos interiores nos engatusen, llevándonos a silenciar nuestro apetito de libertad. Precisamente, es esta labor de leer entre líneas, de fijarse en el envés de las cosas, de sacar a la luz lo soterrado y falaz lo que vincula a la ironía con el pensamiento crítico. Porque, mediante ese modo indirecto de decir y develar de la ironía, es que la crítica no solo denuncia, sino que contribuye a aumentar los niveles de conciencia, tanto personales como colectivos. El ironista se atreve, como el fabulista, a señalar de manera oblicua los vicios de la condición humana, los abusos de los poderosos, las variadas situaciones de injusticia, las trampas del sectarismo y la intolerancia. Y esto lo hace con ingenio, con humorismo, confiando en que el receptor, al descubrir el sentido implícito de la ironía, se torne en un cómplice que comparta el mensaje de fondo que se desea comunicar.

Es evidente que la ironía comporta un gusto especial por demoler lo establecido, hallarle fisuras a la suficiencia o la arrogancia del poderoso, ver detrás del autoengaño o la falsa conciencia que tiende a mostrarse sin mancha o limpia de maldad. La ironía es más escéptica que optimista, más certera en las ambigüedades de la condición humana, más atenta a las contradicciones frecuentes entre “el hombre y la bestia”. Y si hay una imagen que podría servir para ilustrar su labor es la del espejo: cuando leemos o cuando escuchamos una ironía lo que encontramos es un discurso reflexivo para apreciar mejor nuestros defectos, nuestros intereses más mezquinos, nuestros errores constantes al interrelacionarlos o aquellas cosas que hacemos a escondidas y que procuramos ocultar por todos los medios. El espejo de la ironía nos devuelve una imagen más completa de lo que somos; nos rompe la idea de que somos siempre los mismos o de que nuestra identidad es única e infalible. Y aunque al comienzo sintamos que sus enunciados son duros o descarnados, lo cierto es que esa imagen reflejada nos enriquece y nos hace o nos debería hacer más prudentes, más humildes, menos entregados a la credulidad o a la arrogancia de nuestro limitado saber. La ironía es un buen remedio para aquilatar la exaltación de nuestras pasiones o los cambiantes rostros de nuestra mezquindad. Así lo corrobora Vladimir Jankelevich: “la ironía es una gran consoladora y al mismo tiempo un principio de mesura y equilibrio”.

Hasta aquí he delineado las particularidades de la ironía verbal, añadamos unas líneas sobre la ironía situacional, esa que tipificamos bajo el  membrete de “ironías de la vida”. Me refiero a las vueltas del destino, a las “peripecias contradictorias de la existencia” que a veces humilla al soberbio y, otras, ofrece salidas victoriosas al vencido. Este tipo de ironía aparece para el observador atento que ve en la proximidad de elementos o hechos, oposiciones que exacerban el contraste entre apariencia y realidad. Hay ironía de situación cuando los “golpes del destino o la fortuna” o la lógica extraña del azar ponen al poderoso en condición de dependencia o cuando lo que se busca con ansias, por considerarlo la suma felicidad, al poseerlo termina siendo el mayor dispensador de calamidades. La ironía de situación, tan retomada por los novelistas y dramaturgos, se vale de la “inversión” de las circunstancias, de las “identidades ocultas” y del pequeño paso que existe, al pensar de Mirabeu, entre el apogeo y el hipogeo; es decir, entre los momentos más altos de perfección, intensidad o grandeza de una persona o una sociedad y los más bajos o subterráneos a los que puede llegar. Esta forma de percibir la ironía, de apreciar lo cerca que está el heroísmo de lo patético y la tragedia de la comedia, por momentos raya con el absurdo y, en otros casos, preludia el escepticismo más radical. Pero lo que resulta provechoso para el ironista de situación es sacar partido de tales contradicciones y, a través de ellas, ilustrar o ejemplificar las consecuencias de una existencia no reflexionada o, de mostrarnos con casos o eventos cotidianos, que la vida  –por más que la planifiquemos o queramos controlar–no está exenta del riesgo, la casualidad y las habituales contingencias.

Bien parece, entonces, que la ironía verbal o de situación hace las veces de una toma de distancia que tanto nos ayuda a “extrañar” lo conocido, a verlo no con la ceguera de los sentimientos cercanos, sino con la luz de la razón que aleja comprensivamente los afectos. Este cambio de perspectiva, de alejar lo habitual, es el que dota a la ironía de una impronta o de un principio que atraviesa todas sus manifestaciones: “las cosas no son lo que parecen”. Por eso, el ironista nos invita a estar vigilantes para no confundirnos con las manifestaciones ambiguas entre apariencia y realidad.

Referentes bibliográficos

Pierre Schoentjes, La poética de la ironía, Cátedra, Madrid, 2003.

Vladimir Jankélévitch, La ironía, Taurus, Madrid, 1983.

Wayne C. Booth, Retórica de la ironía, Taurus, Madrid, 1986.

Pere Ballart, Eironeia. La figuración irónica en el discurso literario moderno, Quaderns Crema, Barcelona, 1994.

Ruinas

19 domingo Jul 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Cuentos

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Mark English

Ilustración de Mark English.

 “Donde hay ruinas, es posible que haya algún tesoro”.
Rumi

 

Cuando entré a la casa, lo primero que me sorprendió fue la oscuridad agobiante, el aire denso que se respiraba dentro de aquel espacio. Pensé que era porque las ventanas debían estar cerradas, pero a pesar de que abrí una de ellas, la que daba a una arboleda, la habitación recuperó muy poco de luz. Parecía como si el tiempo de abandono, la falta de unas manos acuciosas, o el descuido continuado la hubieran vuelto insensible a los rayos del sol. Era una casa que se había habituado a la penumbra, a una especie de noche, a pesar de que en el exterior clareara el día. A lo mejor así es nuestro corazón, cuando el olvido o la desmemoria de quienes decían amarnos nos abandonan. Un asunto adicional que llamó mi atención fue la cantidad de muebles desvencijados o quebrados: no había una sola silla del comedor que estuviera sin ninguna pata rota; la misma mesa tenía fisuras en varias partes y la madera parecía estar corroída por dentro. De igual manera estaba la platería, y las ollas de la cocina presentaban abolladuras en diferentes partes. A pesar de que esos objetos o el mobiliario estaban en el lugar indicado, presentaban un acabose de siglos, un deterioro que les venía más de adentro que de afuera, se venían rompiendo desde su entraña. Eso parecía. De pronto así es nuestro corazón, cuando percibe que ha dejado de ser importante para alguien que consideraba muy valioso y, entonces, entra en un desmoronamiento que irriga no solo las capas del afecto, sino todas las dimensiones de nuestro ser. Me extrañó escuchar, al dar cualquier paso, un sonido de eco, de resonancia mayor a la esperada en un ambiente de esas dimensiones. Todo retumbaba en ese espacio, con una cadencia que amplificaba la sensación de vacío. Y si uno veía objetos, lámparas, cuadros, vajillas, bibliotecas, lo cierto era que al desplazarse en esa casa, parecían como si no existiesen. Caminar en esos cuartos era como desplazarse en habitaciones vacías. Igual situación pasa en nuestro corazón, cuando alguien decide irse de nuestro lado, renunciar a nuestra compañía, y solo quedan de ese ser las evidencias de la ausencia, los recuerdos incorpóreos que deambulan con su falta de carne y sus susurros al acecho; las imágenes pasadas que lanzan sus lamentos de rememoración, su réplica de sirenas en la cueva de nuestra cabeza. No era de extrañar la abundancia de telarañas en esa casa. Sin embargo, no estaban de cualquier manera; por lo que vi, respondían a un diseño especial que se repetía detrás de las puertas, al lado de las ventanas, entre un armario y la pared, en leves puentes junto a las cortinas. Esas telarañas daban a las habitaciones un decorado de nieve o se asemejaban a un gran nido de seres fantásticos. No era fácil adentrarse entre los cuartos, sin tener que apartar con la mano esas telarañas, que se pegaban al cuerpo como brazos gelatinosos, como resinas provenientes de una antiquísima geografía. Así debe ser nuestro corazón, cuando conserva de quien parte o se aleja, después de un profundo amor, un gesto, unas palabras, unos papeles, una fotografías. Y esos artefactos se estiran, se vuelven delgados, se adhieren a todo lo que tocan, para tratar de conservar la imagen, la presencia, la cercanía, de esa persona tan querida. Tejemos esos hilos con la esperanza de atrapar jirones de esa pérdida, de no quedarnos sin nada, de salvaguardar retazos hermosos de ese naufragio. Después busqué lo que parecía la alcoba principal de la casa. Varios cuadros estaban desteñidos o totalmente opacos, al igual que un gran espejo, que había empezado a descascararse en el marco, con un reborde con difusas manchas de un color dorado. El tendido de cama estaba intacto, pero el cubrelecho parecía más una pradera de motas, insectos muertos, plumas y abundante polvo. Me intrigó que los cojines, de colores vistosos, no participaran de esa herrumbre cenicienta. Eran dos cojines con diseños orientales, puestos a la cabecera de la cama, que irradiaban una luz como de fuego contenido, y en los que el rojo bermellón parecía salirse de sus costuras rectangulares. Semejante deber ser nuestro corazón apasionado cuando queda huérfano de otra piel, cuando el hilo del deseo es cortado de manera abrupta. Igual situación padecen las ansias y el instinto cuando tienen que callar sus gritos de éxtasis y sus sollozos bienaventurados; porque nada duele tanto como echar tierra a lo vivo, como intentar sepultar la sangre insaciable y desbordante. Y por eso quedan titilantes, como brasas incandescentes, unas huellas en el cuerpo de las entregas compartidas que ya hacen parte de nuestras entrañas, parecidas a los sellos ardientes que penetran el músculo en pos de dejar la cicatriz no en la carne deleznable, sino en el eterno hueso. Largo rato estuve en esa casa, oliendo sus humedades en los rincones, observando cómo los techos se fisuraban en las cornisas y de qué manera la pintura se iba desprendiendo, libre ya de atracciones y leyes terrenales, de las paredes. Tuve tiempo para mirar la madera de las escaleras y los closets. Casi me abstengo de abrir uno de ellos, pero tuvo más peso mi curiosidad que el temor o la reverencia por esas antigüedades. Soplé una de las manijas para aliviarle un tanto su moho y con sigilo abrí una de las puertas. Varias prendas estaban estáticas, protegidas por bolsas de plástico; en la parte baja unos zapatos seguían manteniendo un orden inexplicable. La suciedad no había logrado minar del todo ese pequeño recinto. Cerré una puerta del closet y abrí la otra: cuatro cajones se ofrecieron a mi vista. Con cautela traje hacía mí el primero de ellos. Lo que descubrí, además de maravillarme, me produjo una inmensa alegría. Era una mariposa disecada, una morpho de azules iridiscentes. Metida en una caja, acorde a su tamaño, se mantenía intacta, imperecedera. Si no fuera por los alfileres que la sujetaban, muy seguramente se hubiera lanzado a volar. Tomé la pequeña caja y salí de allí. No había sido en vano mi visita a esa casa abandonada. Es probable que lo mismo pase con nuestro corazón enamorado, que después de quedar a la intemperie, de pasar la ordalía de la soledad, se aferre a algo, a un lugar, a una confesión, a un evento único e irrepetible y lo vuelva un tesoro, una reliquia con un significado extraordinario tanto más cuanto es un secreto personalísimo.

El abuso en los incisos

12 domingo Jul 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Nudos

En las correcciones a los textos producidos por los participantes en los cursos de Redacción que imparto he notado en buena parte de ellos un problema frecuente y es el empleo excesivo de incisos. Tal forma de construir los párrafos torna la prosa lenta, difusa, y es una de las causas de la pérdida de claridad y la digresión sin norte. Valdría la pena retomar algunos ejemplos para analizarlos y lograr sacar conclusiones útiles en esta siempre inacabada labor de aprender a escribir.

Transcribo unos primeros textos, tomados de una de las ponencias redactadas durante un curso. Estos escritos ya han pasado por el cedazo de al menos tres o cuatro correcciones:

a) Esto es, los lectores hoy pueden recurrir a textos físicos, audio e hipermediales, lo que se ha convertido, para ellos, en una gama de posibilidades frente a sus gustos.

b) En este segundo aspecto, la práctica de la lectura, bien sea por necesidad o por gusto, requiere de una consciente disposición desde donde se pueda intercambiar, con profundidad, con autores y textos

c) Puesto que la enseñanza-aprendizaje es un proceso, es obvio que, también, en este ámbito, la pausa implica tener en cuenta simbologías y acciones alrededor de la lectura.

En el primer caso, uno puede notar que la idea inicial, la de “los lectores hoy pueden recurrir a textos físicos, audio e hipermediales”, termina desdibujada por la intromisión de una segunda idea: “una gama de posibilidades frente a sus gustos”. Pero lo que hace más sinuosa la redacción es la inclusión de incisos como: “lo que se ha convertido” y “para ellos”. Al intercalar esos pedazos de texto, lo que sucede es que se pierde el foco preliminar de la idea; se fractura el orden natural del discurso. Podríamos sugerir una alternativa de solución:

Los lectores hoy pueden recurrir a textos físicos, audio e hipermediales y convertirlos en una gama de posibilidades frente a sus gustos.

Analicemos el caso siguiente. Hay dos incisos que desvían la idea de base: “bien sea por necesidad o por gusto” y “con profundidad”. Lo que no debía tener obstrucciones es el planteamiento de que “la práctica de la lectura requiere de una consciente disposición desde donde se pueda intercambiar con autores y textos”. Hay otras falencias en la redacción, pero lo que me interesa es mostrar cómo se diluye una idea por culpa del uso excesivo de intercalaciones como las mencionadas. Sería más limpio y más claro para el lector una frase como la siguiente:

En este segundo aspecto, la práctica de la lectura requiere de una consciente disposición para intercambiar significados con los autores o los textos.

Los dos incisos, si es que tienen una relevancia para el autor, podrían formar parte de una segunda idea o condesarse en un adverbio u otra expresión que cualifiquen o adjetiven, pero sin obstruir la fluidez del pensamiento:

En este segundo aspecto, la necesidad o el gusto de la práctica de lectura requiere de una consciente disposición para intercambiar en profundidad significados con los autores o los textos.

Detengámonos en el tercer fragmento. Lo primero que notamos es la abundancia de comas que son un indicio del excesivo uso de incisos. La idea con la que se empieza es fracturada hacia la mitad por “aclaraciones” que en lugar de hacerla más transparente para el lector, lo que logra es el efecto contrario: confundirlo o alejarlo del sentido propuesto. Una posible salida a tales falencias estaría en suprimir dichos incisos y eliminar unas comas innecesarias:

Puesto que la enseñanza-aprendizaje es un proceso, es obvio que la pausa implica tener en cuenta simbologías y acciones alrededor de la lectura.

Lo que me interesa señalar con estos ejemplos es que el abuso de los incisos oscurece la prosa y diluye el propósito comunicativo de nuestras ideas. Quizá por el deseo del escritor de decirlo todo en unas líneas, o por la falta de usar conectores lógicos adecuados o porque no tiene el tino para saber usar los signos de puntuación es que termina interpolando palabras o frases en una oración. También resulta oportuno decir que esto sucede porque se redacta el texto como van saliendo las ideas de la cabeza, sin un plan previo, y el resultado es una prosa atiborrada en la que la última palabra de una línea tiende a ramificarse en direcciones opuestas al tronco preliminar de una frase. Frente a este problema la relectura de lo que se va escribiendo es fundamental. De igual modo, resulta de gran ayuda emplear las posibilidades de la sintaxis, de organizar de otra manera los diversos elementos de una oración. 

Tomemos ahora un segundo grupo de ejemplos con el fin de corroborar lo expuesto y, al mismo tiempo, ofrecer alternativas de solución:

a) Así, desde el diálogo con la vida, y volviendo a lo ya señalado por Larrosa, podríamos afirmar que la biblioteca, más que un espacio, es algo que sucede al sujeto.

b) Esta es, de este modo, un llamado a poner entre paréntesis las necesarias estadísticas, para escuchar en la voz del sujeto esos impactos que la biblioteca ha generado desde la perspectiva de la información, formación y creación, de su autonomía como sujeto libre.

En el apartado “a” salta a la vista la construcción quebrada de la frase. Hay cinco comas seguidas que opacan la figura de la idea. Si se hubieran usado las rayas se habrían economizado al menos dos de ellas. Pero más allá de este otro tipo de recursos para redactar, lo que deseo destacar es una manera de  construcción intermitente, llena de interrupciones que conduce a la dispersión del lector. Bastaría hacer unos pequeños cambios para recuperar la continuidad de la idea:

Así, desde el diálogo con la vida, podríamos afirmar que la biblioteca es algo que sucede al sujeto (Larrosa, 2002).

O intentar meter al autor citado dentro del mismo desarrollo expositivo:

Así, desde el diálogo con la vida, podríamos afirmar con Jorge Larrosa que la biblioteca es algo que sucede al sujeto.

También cabría hacer otros ajustes, si es vital para nuestro planteamiento incluir lo del espacio:

Así, desde el diálogo con la vida, podríamos afirmar con Jorge Larrosa que la biblioteca más que un espacio es algo que sucede al sujeto”

Si nos detenemos en el ejemplo “b” podemos inferir varias cosas. La primera de ellas es que se empleó al empezar un doble conector que entorpece el movimiento del discurso. La segunda, que hay puestas comas innecesarias y, tercero, que faltó tejer mejor el argumento. De igual modo se presenta una repetición del término “sujeto” que poca variedad lexical le ofrece al párrafo. Sería suficiente para remediar estos fallos hacer unas ligeras correcciones:

Este es un llamado a poner entre paréntesis las necesarias estadísticas para escuchar en la voz del usuario esos impactos que la biblioteca ha generado en la información, formación y creación de su autonomía como sujeto libre.

De los cinco ejemplos puestos en consideración es válido sacar algunas conclusiones. Para empezar, que el uso excesivo de incisos le resta velocidad y precisión a la prosa. Otro resultado es que la abundancia indiscriminada de dichas intercalaciones puede llevar a un estilo en el que prime la digresión y no la concisión. De igual forma, si se abusa de esta desviación en el discurso, lo más probable es que el lector pierda el hilo de una exposición o la secuencia lógica de un argumento. Por todo ello, si se van a usar incisos en una frase es prioritario saber cuándo es pertinente hacerlo o cuándo resulta innecesario aglomerar esas pequeñas informaciones. Sea como fuere, es mejor conservar en la escritura la fluidez y la claridad, que apostarle a una redacción cortada, suelta y plagada de explicaciones superfluas.

Y si, por diversos motivos, es imperativo intercalar explicaciones dentro de un período deberíamos tener en mente los diversos recursos con que contamos en español. Desde la coma, hasta el paréntesis y la raya. Digo esto para evitar párrafos inundados de comas, y en los que escasea el punto seguido y el punto y coma. Si se sabe sopesar el peso de la información que se intercala en una idea se podrá elegir con tino el uso de uno u otro signo. Considero que la raya es una gran aliada cuando notamos que empiezan a multiplicarse las comas; siempre y cuando la aclaración que hagamos no sea tan extensa como para convertirse en otra idea demasiado alejada de su fuente. También ayuda a solucionar la prosa fracturada por la proliferación de incisos emplear frases no tan largas y sacarle provecho a la función de amarre de los conectores lógicos. En resumen, aprender a escribir es un permanente esfuerzo para limpiar a la prosa de ripios, dar el suficiente ritmo a la frase mediante el uso apropiado de los signos de puntuación y saber cohesionar las ideas en un apartado. Entre menos vueltas y recovecos le demos a un asunto más directa y ágil será nuestra escritura, más claras resultarán las ideas, y más contundente la fuerza comunicativa de su mensaje.

Isabel y el aro plateado

05 domingo Jul 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Cuentos

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James Jean

Ilustración de James Jean.

Fue un regalo de su padre, Gonzalo,  para unas fiestas navideñas. La noche del veinticuatro, después de hacer la novena y cantar villancicos, reunidos alrededor del árbol, Isabel recibió aquel último obsequio. La niña  desenvolvió el regalo lentamente, gozando del pequeño placer de la sorpresa, porque el aro estaba metido en una caja grandísima. Carolina, su madre, también estaba sorprendida y ayudó a su hija a desempacar el último empaque del niño Dios. Al quitar la cinta que cubría las tapas de la caja, Isabel vio un círculo plateado que, de inmediato, la atrapó con su brillo cautivador.

Aunque el aro no tenía nada extraordinario, Isabel no dejaba aquel círculo para nada. Si tenía que hacer algún mandado, iba con él; si estaban viendo algún programa de televisión, ella lo conservaba al lado, como si fuera una  mascota que necesitara caricias permanentes; y cuado iba al colegio, siempre lo llevaba consigo al igual que su morral con útiles escolares. Isabel y el aro eran una sola persona.  Por la noche, ponía el círculo plateado cercano a su cama, semejando un ángel guardián de su sueño.

A su padre Gonzalo no le pareció extraño dicho comportamiento y hasta celebraba que Isabel tuviera tanto afecto por ese regalo navideño. Sin embargo, a veces la reprendía por estar jugando en el comedor o por sus salidas frecuentes a la calle cuando estaba empezando a llover, y entrar de nuevo a la casa con el aro lleno de barro. Otro tanto hacía Carolina, quien la recriminaba por ensuciarse la ropa con ese juguete y por mantener las manos sucias a todo momento. Isabel fingía una mejora en su comportamiento por unos minutos, pero pasado un tiempo volvía a coger su aro y salir a correr por las calles del barrio.

La alegría de Isabel comenzó a opacarse el día en que jugando aro con otros amigos de su edad notó que su círculo no era tan rápido o se desviaba con facilidad del objetivo propuesto. Y por más que ella lo impulsara con el palo o con su mano derecha, por más fuerza que le impusiera, el aro se comportaba con una pesadez que siempre llevaba a Isabel a terminar en los últimos lugares de la competencia. O sucedía también, en las pruebas de derrumbar con el aro botellas vacías de plástico puestas a la manera de columnas en el centro de la calle, que su anillo parecía ir bien direccionado al inicio y a medida que avanzaba por el pavimento se iba desviando, alejándose del objetivo, hasta terminar derrumbado en un balanceo interminable. Los amigos de la cuadra no le prestaban mucha atención a esa situación, pero a Isabel la desmotivaba el hecho de que su aro tan querido no estuviera en el nivel que se merecía. Así que, cada vez que sus amigos la invitaban a jugar aro en la calle o en el parque, ella prefería decir que no podía en ese momento, porque su madre la había mandado a traer algo de la tienda o que tenía que terminar unas tareas escolares. Los muchachos salían corriendo empujando sus aros, diciéndole a Isabel que la esperaban apenas terminara de hacer sus diligencias. La niña veía a sus compañeros alejarse entre risas y saltos, haciendo escaramuzas de competencias de velocidad o intentando la riesgosa prueba de saltar un aro en movimiento.

La tristeza de Isabel se hizo tan evidente que Gonzalo tomó cartas en el asunto. La ñina le explicó el motivo de su pena y el padre pasó a revisar el aro con cuidado. Frente a su hija Gonzalo revisó que el anillo, por el uso, no estuviera doblado o que por alguna melladura perdiera su condición de ir siempre en línea recta. El examen mostró que estaba en perfectas condiciones. Otro tanto sucedía con el asunto de la pesadez del aro. A Gonzalo le pareció tan liviano el objeto que podía levantarlo con el dedo meñique. Isabel quedó más tranquila con lo que vio y oyó decir de su padre. Al otro día, con gran optimismo salió a buscar al grupo de muchachos con el que siempre acostumbraba reunirse y, antes de que ellos dijiran algo, los retó a una competencia de velocidad. Sin embargo, el ánimo de la niña no estaba al mismo ritmo de su aro; a los pocos metros empezó a quedarse relegada y con gran dificultad alcanzó la meta. Los amigos y amigas se burlaron por unos minutos de la “colera” y después apostaron a quién llegaba de primeras a la venta de helados de la señora Rosita. Isabel dijo que debía volver rápido a su casa y tomó el aro en su mano, llevándolo en vilo como un ser herido. Lo que era tristeza se convirtió en vergüenza.

Carolina adivinó que algo le pasaba a su niña y buscó un momento para tener con Isabel una conversación. La niña le relató lo sucedido. La madre escuchó con atención los detalles del aro, haciendo que su silencio fuera una forma de mitigar la pena de su hija. Luego, abrazando a Isabel, le comentó que esas cosas no eran como para echarse a morir, que se trataba de un juego y que, por lo mismo, a veces se ganaba y otras se perdía. Que no se preocupara tanto y que para levantarle el ánimo le había preparado un jugo de curuba en leche. La niña se puso contenta, aunque la pena que sentía permaneció en su pecho al igual que el aro que estaba abandonado en un rincón de su alcoba.

Al ser hija única, Isabel era el centro de atención de sus padres. Por este motivo y porque la vergüenza por su aro se fue adentrando en el corazón de Isabel hasta el punto de llevarla a un encerramiento voluntario, Gonzalo y Carolina decidieron visitar el colegio y hablar con la psicóloga sobre el asunto. La profesional, quien se llamaba Marlén, los escuchó en su reducida oficina dejando en claro al final que ese era un comportamiento típico de las hijas sobreprotegidas y que lo mejor era desatenderse del asunto y no prestarle demasiada atención a esos caprichos de una niña consentida. Los padres sintieron que ese era un buen consejo y, apenas llegaron del colegio, tomaron la decisión de deshacerse del aro que ahora provocaba en su hija tanta amargura como en los meses anteriores había sido el motivo de muchísima felicidad.  Eligieron un potrero retirado de la casa donde vivían. Cuando Isabel regresó del colegio, antes de tomar el almuerzo, subió a su cuarto y lo primero que notó fue la desaparición del aro.  Salió corriendo a la cocina e indagó por él con su madre, pasó al comedor e interpeló a su padre sobre el mismo tema. Gonzalo y Carolina, le dijeron que por ahí debía estar o que ella misma lo había embolatado. Isabel entró en un estado de angustia que alteró por completo la rutina de ese día. Ni almorzó, ni dejó que sus padres pudieran consumir los alimentos. Entraba al cuarto, esculcaba aquí y allá, volvía a salir, husmeaba atrás de la lavadora, buscaba entre cajas, dentro de los closets, con tal desespero que sus padres tuvieron que decirle la verdad. Al conocer la noticia Isabel sintió de nuevo el amor perdido por su juguete y con lágrimas les suplicó a sus padres que la llevaran hasta el lugar donde habían tirado el aro de sus querencias. Por más que Gonzalo y Carolina se resistieron, fue tan genuina la tristeza que vieron en su hija que los dos decidieron ir con la niña hasta el potrero. Cuando llegaron al sitio descubrieron que el círculo plateado ya no estaba. Y por más que repasaron el lugar, a pesar de revisar centímetro a centímetro las partes donde la hierba era más alta, no fue posible encontrar el aro. Isabel extendió la pérdida del objeto hasta convertirla en una sensación de abandono sobre su propia persona. Se sintió huérfana sin serlo y bajo esa condición regresó a su casa, escoltada por sus padres que, sin quererlo, se sentían culpables del sufrimiento de su hija.

Después de unos días el hecho pareció olvidarse y la vida familiar volvió a la tranquilidad. Sin embargo, Isabel se afianzó en su soledad y en una forma de ser tan reservada que parecía rayar con la desaparición. Pasaron los años, la niña se hizo mujer, empezó a trabajar en una fábrica manufacturera, y continuó viviendo con sus padres hasta que ellos murieron. Así le llegó la vejez, sin hijos, habitando la casa familiar, manteniéndose de una limitada pensión, soportando los días recostada en su cama frente al televisor. Era frecuente que su memoria la llevara a aquella escena de infancia. Entonces, al igual que una avalancha de imágenes y gestos nostálgicos, de sentimientos y emociones melancólicas, a su presente volvía ese corto episodio de su niñez. Y aunque ese era un pedazo de historia de su más lejano pasado, la tristeza que sentía en ese momento tenía el mismo sabor de esos años, especialmente al observar por la ventana a los niños que jugaban en la calle y darse cuenta de que ninguno de ellos empujaba un aro como el plateado aquel que su padre le había regalado para una navidad.

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