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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: septiembre 2020

Los émulos de Kirilov

27 domingo Sep 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

≈ 2 comentarios

Ilustración de Pawel Kuczynski.

El suicidio: ¿absoluta soledad o absoluta lucidez? Heinrich von Kleist, Sylvia Plath, Vladimir Maiacovsky, Sergei Esenin… larga fila de artistas, émulos de Kirilov. Con razón afirma Milan Kundera: “Cuando los poetas traspasen por error los límites del salón de los espejos, morirán, porque no saben disparar y cuando disparen sólo acertarán a su propia cabeza”. Yasunari Kawabata, Arturo Koestler, Stephan Zweig… lista interminable de nombres, obras y vidas. Suicidas generalmente condenados por la sociedad, tildados de prófugos que, como aves, levantan el vuelo al sentirse acorralados. Suicidas a los que se ha querido coartar ese acto de íntima libertad.

“Un hombre no se mata, como se piensa comúnmente, en un acto de demencia, sino más bien en un acceso de insoportable lucidez, en un paroxismo que puede, si se empeña uno, ser asimilado a la locura, pues una clarividencia excesiva, llevada hasta su límite y de la que quisiera uno desembarazarse a cualquier precio, rebasa el cuadro de la razón”, ha escrito Emil Cioran. Y prosigue: “el momento culminante de la decisión, pese a todo, no testimonia ningún embotamiento: los idiotas no se matan prácticamente nunca; pero puede matarse uno por miedo, por presentimiento de la idiotez”.

Entre la idea y el acto del suicidio queda un espacio propicio para la cobardía o la indecisión. El rumiar la propia muerte es una búsqueda de ataduras, de raíces que mantengan alguna esperanza. Pero esta meditación sobre la propia muerte es siempre un acto de soledad: una última forma de creación. O, si se prefiere, toda una vida consagrada a un postrer acto. La muerte como un poema: “El suicida” de Jorge Luis Borges:

No quedará en la noche una estrella.

No quedará la noche.

Moriré y conmigo la suma

del intolerable universo.

Borraré las pirámides, las medallas,

los continentes y las caras.

Borraré la acumulación del pasado.

Haré polvo la historia, polvo el polvo.

Estoy mirando el último pájaro.

Lego la nada a nadie.

Séneca, delante de algunos de sus discípulos, abre sus venas dentro de un baño caliente; Gauguin quiso acabar su estadía en Tahití con arsénico; Mishima buscó con el hara-kiri devolverle a su patria una dignidad ancestral… Walter Benjamin, Otto Weininger, Lawrence de Arabia, Dylan Thomas, Alfonsina Storni… Cada uno, a su manera, tuvo un máximo de desesperación, un grado culmen de sensibilidad. Es que la naturaleza humana, al decir de Goethe, “puede soportar hasta cierto grado la alegría, la pena, el dolor, pero si pasa o traspasa más allá, sucumbe”.

El territorio del suicida es también el territorio de la pregunta: ¿cuándo?, ¿por qué?, ¿dónde?, ¿quién?, ¿para qué? Preguntas y más preguntas, he aquí la dialéctica del suicida. Si no hay respuestas, si no se devela el misterio, al suicida no lo queda otro recurso que quitarse la vida. Es su ley: buscar la luz o el conocimiento. Aunque, la mayoría de las veces, el exceso de luz lo encandila y el exceso de saber lo lleva a la locura.

Sí, hay otros suicidios. Existe la pérdida de la vida consciente. Nietzsche y Hölderlin, son un ejemplo. Matarse equivale, en estos casos, a un lento perderse en la oscuridad. Un perderse a tientas en el antiquísimo caos, buscando el abismo primordial, “el paisaje final e instantáneo de la demencia”.

Así caí yo mismo alguna vez

desde mi desvarío de verdad,

desde mis añoranzas de día,

cansado del día, enfermo de luz,

–caí hacia abajo, hacia la noche, hacia las sombras,

abrasado y sediento

de una verdad.

Quien se suicida no espera la muerte, sino que sale a su encuentro. El suicida posee una concepción distinta del tiempo: él conoce el final, se lo impone. Por lo mismo, la muerte no lo acompaña desde el nacimiento; el suicida se vuelve mortal sólo cuando concibe la idea de matarse. Todo suicida nace inmortal, hasta que él mismo, cansado, decepcionado o repleto de lucidez, decide parecerse a cualquier hombre. Un suicida es, como lo expresé en un antiguo poema, un dios cansado de su eternidad:

¡Seré Dios por un día!

Separaré la luz de las tinieblas

y nombraré las cosas nuevamente…

Sabré de los sueños realizables.

Descubriré el rostro del Destino.

El tiempo será mío. Escribiré mi historia.

¡Seré Dios por un día!

La omnipotencia habita entre mis manos.

Se ha dicho que el suicida fluctúa entre el sumo valor y la total cobardía. Se ha dicho también que los suicidas transgreden una ley divina, la misma ley que preocupaba a Hamlet: “¡Que el eterno no hubiera fijado su ley contra el suicidio! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!”. Se ha dicho, finalmente, que el suicidio es una banalidad, una tontería. En todo caso, cualquiera que sea el juicio sobre los suicidas, sí hay un elemento indiscutible: matarse es algo más que una huida o una fácil decisión. Quizá sea un acto que escapa a nuestra racionalización, a nuestra concepción de lo normal.

Kirilov, el personaje de Dostoievsky, se propuso no sentir miedo ante la muerte. Fue su propósito vital. Sin embargo, justo antes del disparo, se escuchó un grito. Ese grito sigue siendo el gran misterio, la gran pregunta.

El tiempo y la belleza

20 domingo Sep 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Cuentos

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“El tiempo ordena a la vejez que destruya la belleza” de Pompeo Girolamo Batoni.

—Puedes empezar por las mejillas —dijo el viejo, señalando con el índice de su mano izquierda el rostro sonrosado de la joven.

La vieja alargó los dedos de la mano derecha con el fin de tocar aquella piel tersa, inmaculada, perfecta.

La joven que permanecía expectante, se echó un poco hacia atrás para protegerse del contacto de la anciana.

—¡En la cara no, os lo ruego! —exclamó con tono suplicante.

El viejo le hizo un gesto a la anciana para que se detuviera. La mujer se apoyó en su bastón y esperó las órdenes del hombre encanecido.

—Ya es tiempo… —repuso el viejo—, mirando el reloj de arena que sostenía en su mano derecha. Las alas en la espalda hicieron que la joven se fijara en la tonalidad de las plumas. Eran del mismo color de su cabello. El anciano, aunque estaba sentado en una piedra, parecía en actitud de levantar el vuelo.

—Unos años más, es lo único que os pido —volvió a insistir la joven, resguardándose involuntariamente en un manto de seda rosada.

El viejo notó que la mujer no traía puesto ningún calzado. Levantó la mirada y se detuvo en los ojos sorprendidos de la joven. Miró el cabello dorado y se recreó observando con detalle aquel rostro. Pensó que esa frente seguía extrañamente inmaculada, notó la límpida forma del mentón, los pequeños labios que jugaban armónicamente con la fina nariz, se extasió en el largo cuello y en la altivez de unos senos magníficos. 

—No es posible, y tú lo sabes —agregó, poniendo en aquella respuesta un tono de soterrada piedad.

—Al menos que no sea en mi cara, por favor —insistió la joven.

El viejo se acomodó el manto azul que le cubría la entrepierna y observó cómo la menuda arena seguía cayendo hacia el fondo de la pequeña clepsidra. Levantó la mirada y, con el mismo dedo índice, incitó a la anciana a hacer la tarea que antes había detenido.

La vieja, apoyándose en su bastón, fue lentamente acercando su mano hasta la cara de la joven, quien volteó el rostro como si esquivara una caricia de alguien indeseado.

—Espera —dijo con voz ahogada la vieja.

La joven sintió la piel áspera de los dedos sobre su mejilla izquierda. Y a pesar del ambiente cálido de la cueva, percibió que esos dedos estaban fríos, que su carne era dura como las ramas secas de los olivares.

No fue sino un pequeño toque, casi un roce. Después la vieja bajó el brazo, se arregló la pañoleta en la cabeza y miró al viejo para tener de él la verificación de su mandato. El anciano no dijo nada, apenas con su mirada aprobó aquel fugaz contacto.

—Es hora de partir —exclamó el viejo, batiendo sus alas con una fuerza inusitada.

El anciano tomó su manto azul, dio unos pasos hacia la salida de la cueva y levantó el vuelo. Varias plumas fueron cayendo poco a poco sobre el piso. La vieja se agachó para tomar una de ellas y meterla en su morral de cuero.

La joven estaba conmocionada e impresionada por la escena. Inconscientemente con la mano izquierda se tocó la mejilla donde minutos antes habían estado aquellos dedos fríos y arenosos. Se sorprendió al sentir que su piel estaba intacta, límpida, sin marca alguna.

—Gracias, señora, gracias —dijo apresuradamente.

La vieja hizo caso omiso del cumplido. Después, con una seña de la misma mano derecha, se despidió de la joven, impulsando sus pasos con lentitud, siempre apoyada en su bastón.

La joven observó a la vieja alejarse, entrando a una arboleda en busca del  meandro de un camino lejano. Le pareció que iba muy lento para alcanzar la meta que le esperaba.

La joven, en medio del asombro y la conmoción, sintió en su interior alegría. Volvió a acariciarse las mejillas, repasó su frente, tocó sus labios y deslizó la palma de su mano varias veces por su cuello. Estaba intacta.

Quizás el viejo se había condolido con su súplica o acató la sugerencia de no afectar su cara. Sintió curiosidad. Miró sus pies y seguían como siempre, levantó ligeramente el vestido verde musgo para apreciar sus piernas y descubrió que permanecían inmaculadas. Palpó sus senos. Se sintió feliz.

Dejó la cueva y quiso cuanto antes ir a refrescarse en una fuente. Recordó las alas del anciano, la barba blanca y aquella mirada que parecía adivinar los más secretos pensamientos. Lamentó no haber recogido alguna de esas plumas.

Con agilidad de gacela pasó entre piedras y raíces de árboles, caminó entre prados florecidos, corrió hasta el río y allí, en un remanso, se arrodilló para mirarse.

El reflejo del agua la dejó estupefacta: era la misma, pero se veía diferente.

El amor en versos

13 domingo Sep 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Pintura de Roberto Ferri.

Tantos versos dedicados al amor, cuántos poemas para exaltarlo, convocarlo o lamentarse de su pérdida dolorosa en nuestras vidas. Pedro Calderón de la Barca creía que el amor era una “falsa sirena” que “halaga con la boca a quien con la cola mata”; algo semejante pensaba Manuel Machado: el amor es veneno “que envenena y que no mata”; y Rosalía de Castro sabía que el amor es una “inaplicable angustia”, un “hondo dolor del alma”, un “recuerdo que no muere”, un “deseo que no acaba”. Juan Ramón Jiménez escribió que el amor, “saca cantando, con sus brazos frescos, agua del pozo de nuestros corazones”; y Delmira Agustini confesó que el amor “es una flor de fuego deshojada por dos”. Octavio Paz afirmaba que amar es “dejar de ser fantasma con un número a perpetua condenado por un amo sin rostro” y Carlos Castro Saavedra definió este “purgatorio de goces” como “una candela estremecida” que “empuja la noche de la vida hacia la madrugada de la muerte”.

Los poetas y poetisas han intentado definirlo o aproximarse de diferente manera a este sentimiento alado. Jorge Manrique nos regaló varios versos sobre dicho tópico: que el amor era “una porfía forzosa que no se puede vencer”, que “es un placer en que hay dolores” y un “dolor en que hay alegrías”. Así cantaba Manrique en su poema “Diciendo qué cosa es amor”:

Es una cautividad

sin parecer las prisiones;

un robo de libertad

un forzar de voluntad

donde no valen razones.

Pablo Neruda, que tantos versos puso al servicio de este sentimiento, sabía que el amor era “una cuerda dura que nos amarra hiriéndonos”, que “el amor restituye un cristal quebrantado en el fondo del ser”, y reconocía en el otoño de su vida que el amor antiguo “camina en silencio por una eternidad de bocas enterradas”. De igual forma, Pedro Salinas, dedicó gran parte de su obra lírica a desentrañar este “largo adiós que no se acaba”, a comprender esta pasión que “tiene su cima en la resistencia a separarse”, a esa nominación libre de un “tú” que nos saca del anonimato.

Y si bien podríamos extendernos en ejemplos, o en las variadas manifestaciones del amor con sus plenitudes y tristezas, quiero centrarme en esta ocasión en dos poemas que intentan definir esta “libertad encarcelada”, esta “deliciosa mentira”, este “bien arrebatado al cielo”. Empezaré con uno del colombiano Eduardo Cote Lamus que lleva por título, “Esto es amor”:

Esto es amor: llevar en la sangre

el impulso inefable de otra sangre,

buscarse el corazón dentro del pecho

y no encontrarlo hasta palpar su frente,

padecer la ansiedad de ser en otro

como grano de trigo germinando,

es trasladar el mar hasta sus ojos

y sumergirse en ellos hasta el alma,

sentir la eternidad entre las manos

al descubrir a Dios en su mirada,

árbol del bien que las horas traspasa.

Esto es amor: ser uno proyectado.

Subrayo en este poema la idea de que el amor es un impulso en busca de otra sangre, es meternos dentro del propio pecho hasta encontrar la frente de otra persona; es una ansiedad por germinar en otro ser, es trasladarse, salir de sí, con el fin de transformar el mundo y volverlo dádiva o regalo amoroso. Amar, nos dice Cote Lamus, es poder sentir la eternidad entre las manos al descubrir la luz de Dios en la mirada de quien amamos; es ser atravesados por la bondad de ese regalo celeste. Por todas esas cosas que trae o produce este impulso, este sentimiento, es que el amor nos saca del cuarto de lo que somos y nos proyecta hacia otro ser. 

El segundo poema que me interesa resaltar es “El amor está en lo que tendemos” del español José Ángel Valente:

El amor está en lo que tendemos

(puentes, palabras).

El amor está en todo lo que izamos

(risas, banderas).

Y en lo que combatimos

(noche, vacío)

por verdadero amor.

El amor está en cuanto levantamos

(torres, promesas).

En cuanto recogemos y sembramos

(hijos, futuro).

Y en las ruinas de lo que abatimos

(desposesión, mentira)

por verdadero amor.

En este caso, el poeta comienza diciéndonos que el amor nace en un apetito de vínculo, en extender los brazos a la par que las palabras. Que el amor inicia en esos puentes lanzados hacia otra persona. Y de igual modo el amor está en esa alegría que ponemos en alto cuando sentimos o recibimos la brisa del amor. Y porque es un viento jubiloso lo izamos al aire, como para decirles a otros que somos seres privilegiados. Pero, además, para lograr que ese amor sea verdadero, tenemos que combatir el vacío y las largas noches solitarias. Por eso nos son tan necesarias las promesas, esas torres del lenguaje en las que ciframos nuestro anhelo de perpetuidad de este sentimiento. El amor, continúa Valente, es también lo que sembramos con otra persona, así sean hijos o proyectos; y si queremos que ese amor sea en verdad genuino, si en eso nos empeñamos, tendremos que abatir o herir mortalmente nuestros egoísmos y nuestros embustes afectivos; porque si aspiramos al verdadero amor, deberemos ser capaces de desposeernos y aniquilar la falsedad. En todas esas acciones se cifra el amor: “tender”, “izar”, “levantar”, “sembrar” y, muy especialmente, “combatir” y “abatir”.

Retomemos nuestro punto inicial: el amor que “parece mentira de poetas, sueño de locos, ídolo de vanos”, ha inspirado a líricos de diferentes tiempos y latitudes; y cada poeta o poetisa ha intentado señalarle algunos rasgos, dejar constancia de su presencia quemante. Dámaso Alonso se preguntaba, por ejemplo, si el amor “¿era limpio cristal o vestisquero destructor?”; Gabriela Mistral intuía que el amor “habla lengua de bronce y habla lengua de ave”… Y Xavier Villaurrutia nos dejó unos indicios de las maneras de manifestarse el amor en nuestras vidas: “es una suspensa y luminosa duda”, es “una cólera secreta, una helada y diabólica soberbia”, es «una sed, la de la llaga que arde sin consumirse ni cerrarse».

Condiciones del buen escucha

06 domingo Sep 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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«La lección de música» de René Magritte.

En una época como la nuestra en la que circula y abunda la información, el ruido llena cualquier espacio público, se exacerban los fanatismos y se alimenta el odio por nuestros conciudadanos, sí que resulta importante poner el tema de la escucha en primer plano. No solo porque sin la escucha es muy difícil establecer relaciones sociales de calidad, sino porque ella misma es un modo de ponernos en contacto con nuestra interioridad y, en gran medida, un medio para apaciguar el deslenguado “yo” y empezar a albergar con discreción el “nosotros”. Detengámonos, en esta ocasión, en las condiciones o requisitos del buen escucha; bien sea como un propósito personal, familiar o laboral, como un modo de participar en los escenarios políticos, o como un mapa de trabajo para los espacios educativos.

La primera condición para ser un buen escucha es nuestra disposición del entendimiento. Más que estar de “cuerpo presente” lo que se necesita es que nuestra mente esté abierta. Esto implica una actitud de apertura hacia mensajes o ideas que, no necesariamente, son afines a nuestras creencias o a nuestra manera de percibir el mundo o la vida. Disponer el entendimiento, en consecuencia, es básico para que cobren “volumen” las opiniones ajenas, para que sean audibles esos mensajes, para que sean legítimas y válidas las opiniones de los demás. Si no hay esa actitud, si nuestros dogmatismos o fanatismos ideológicos nos cierran los oídos, seremos sordos para establecer algún vínculo comunicativo. La disposición de entendimiento, el tener una mente sin talanqueras predeterminadas, ayuda a que cobre interés la voz del semejante, de la pareja, del aprendiz, del amigo; porque ponemos en reserva nuestras convicciones, porque nos permitimos entender que hay otras maneras de comprender un hecho, un problema, una situación, es que podemos hospedar ideas foráneas, abrirnos a los lenguajes del extraño, del diferente, del que no es nuestro compartidario. Esta primera condición, entonces, presupone en el buen escucha ejercicios de tolerancia, de respeto, de flexibilidad y generosidad.

El segundo requisito, tan importante para la meditación y otras prácticas del autocuidado, nace y se potencia en la atención concentrada. Si nuestro oído no lograr percibir bien, si no podemos apartar los ruidos o minimizar las distracciones del ambiente, seguramente nos perderemos de lo medular o esencial de un mensaje. La atención supone una focalización de nuestros sentidos y un deseo interesado por conocer a fondo lo que otro nos dice o comenta; la atención es curiosidad genuina y, al mismo tiempo, es un modo de dignificar al que tenemos frente a nosotros. Atención concentrada es miramiento, esa prudencia que se vuelve tacto y amabilidad; y es también, perspicacia, esa aguda sutileza que nos permite adentrarnos en los detalles aunque no estén muy claros. Si escuchamos con esa cautela moderada, si estamos alertas a un cambio de entonación, a los silencios, a las reiteraciones, si tenemos ese esmero y esa vigilancia sobre los mensajes que nos dicen o comparten, seguramente advertiremos cosas que, de otra forma pasarían inadvertidas o perderían su densidad comunicativa. Este segundo requisito del buen escucha demanda el ejercicio físico constante, tiempo para descansar, algunas técnicas de respiración, la audición selectiva, la meditación, entre otras.

Muy asociada a la anterior está la capacidad de relación entre las partes de un mensaje. Los buenos escuchas interrelacionan, tejen filiaciones de sentido, zurcen lo que parece deshilvanado, ponen en sintonía pedazos, fragmentos, cortes en un discurso. Precisamente, porque se tiene una atención concentrada es que se logra “atar cabos”, “vincular afirmaciones sueltas”, “unir los pedazos del rompecabezas”. La capacidad de relación del escucha hace que el emisor del mensaje compruebe el grado de interés de su interlocutor; es la prueba de que en verdad hay una escucha cabal. Por ser el oído un sentido analítico, por percibirse los mensajes segmento por segmento, resulta fundamental que quien esté escuchando logre “retener” lo que se va diciendo de manera discontinua para luego, en un acto comprensivo, reunir esos pedazos y construir la figura definitiva del mensaje. Si no se posee la capacidad de relación, lo común será que entendamos mal, parcialmente o definitivamente tergiversemos lo que la otra persona nos dice. Buena parte de los conflictos comunicativos nacen de ahí: de reducir el mensaje a un segmento o de descontextualizar la parte dentro de un conjunto. La capacidad de relación presupone, de igual modo, que el buen escucha interpela a su interlocutor para completar los enlaces que le faltan, que no se queda inactivo ante el fluir enunciativo de un determinado emisor. Porque desea configuar las fonounidades de un mensaje es que va más allá del asentimiento gestual o las meras muletillas fáticas. Esta otra condición del buen escucha nos debería llevar a poner siempre las palabras en situación, a no sacar conclusiones apresuradas hasta no tener la totalidad de un mensaje, y a volver a escuchar cuantas veces sea necesario para captar el sentido comunicado.

Precisamente, y esta es otra característica medular de los buenos escuchas, se requiere voluntad de contención para no pasar al reclamo, la ofensa o la interrupción agresiva, cuando percibimos algo que no nos gusta, oímos un término que nos molesta o nos enfrentamos a las razones de un contradictor. La voluntad de contención es saber manejar los tiempos de la espera para que la otra persona acabe de decir lo que piensa, para que desarrolle su planteamiento o finiquite de la mejor foma una disculpa, un reclamo o una confesión. Voluntad de contención es aprender a callarse oportunamente, es retener por un tiempo nuestras razones, así nos parezcan las más legítimas y acertadas, es suspender por unos instantes el juicio crítico, es abstenerse de la descalificación inmediata o el señalamiento estereotipado y excluyente. La voluntad de contención está muy asociada con las prácticas del “morderse la lengua”, conocer la fuerza pasiva del silencio y una ejercitada voluntad para dominar la explosiva manifestación de las pasiones. Esta cuarta característica de los buenos escuchas, como se adivina, implica el discernimiento continuo, el cuidado de nuestras emociones, el autonálisis, la exploración comprensiva de nuestros sentimientos y un decidido gobierno de nuestro temperamento, mucho más cuando se es irascible, agresivo, explosivo o intransigente.

Decía atrás que los buenos escuchas son interactivos con su interlocutor y, por eso, poseen otra característica: son hábiles en la retroalimentación. Saben que la otra persona al hablarles o manifestarles alguna cosa los están invitando a participar de tal comunicación, que no es una simple información sin destinatario, sino un verdadero intento de querer comunicarse, de lanzar lazos para la complicidad, la coparticipación, los vínculos humanos, la confidencia o la catarsis solidaria. Entonces, los buenos escuchas usan gestos, palabras, conectores verbales, aclaraciones, preguntas, reiteraciones que contribuyen a que el mensaje no caiga en el vacío, no muera en la falta de contacto con un destinario. El que nos habla lanza sus palabras al viento, las disemina con la esperanza de que haya un terreno fértil para que esas semillas se desarrollen en plenitud; es una especie de aventura verbal en pos de una reacción, un recoconimiento o una simple contestación. Avivar al otro con muestras de retroalimentación, con signos de reacción empática, contribuye a que nuestro interlocutor sienta que no está en el monólogo o en el delirio en despoblado. Esas habilidades de retroalimentación, tan necesarias en un buen escucha, comienzan con afinar el tino para detectar la oportunidad de réplica, con la prudencia para saber dosificar una interrupción, con el uso adecuado de las pausas y los silencios, y con la selección del lenguaje apropiado a la persona y la circunstancia.

Cabría enumerar otras condiciones, pero basten por ahora estas cinco. Lo esencial de este quintento de características o requisitos del buen escucha está en un cambio de perspectiva o de foco sobre nuestras interrelaciones: más que darle pábulo a la palabra incendiaria u ofensiva, deberíamos comenzar a explorar en las bondades que trae “frenar la lengua” y redescubrir intencionadamente las virtudes de nuestro sentido del oído. Tal vez así, empecemos a familiarizarnos con uno de los modos de acceder a la discreta sabiduría.

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