El suicidio: ¿absoluta soledad o absoluta lucidez? Heinrich von Kleist, Sylvia Plath, Vladimir Maiacovsky, Sergei Esenin… larga fila de artistas, émulos de Kirilov. Con razón afirma Milan Kundera: “Cuando los poetas traspasen por error los límites del salón de los espejos, morirán, porque no saben disparar y cuando disparen sólo acertarán a su propia cabeza”. Yasunari Kawabata, Arturo Koestler, Stephan Zweig… lista interminable de nombres, obras y vidas. Suicidas generalmente condenados por la sociedad, tildados de prófugos que, como aves, levantan el vuelo al sentirse acorralados. Suicidas a los que se ha querido coartar ese acto de íntima libertad.
“Un hombre no se mata, como se piensa comúnmente, en un acto de demencia, sino más bien en un acceso de insoportable lucidez, en un paroxismo que puede, si se empeña uno, ser asimilado a la locura, pues una clarividencia excesiva, llevada hasta su límite y de la que quisiera uno desembarazarse a cualquier precio, rebasa el cuadro de la razón”, ha escrito Emil Cioran. Y prosigue: “el momento culminante de la decisión, pese a todo, no testimonia ningún embotamiento: los idiotas no se matan prácticamente nunca; pero puede matarse uno por miedo, por presentimiento de la idiotez”.
Entre la idea y el acto del suicidio queda un espacio propicio para la cobardía o la indecisión. El rumiar la propia muerte es una búsqueda de ataduras, de raíces que mantengan alguna esperanza. Pero esta meditación sobre la propia muerte es siempre un acto de soledad: una última forma de creación. O, si se prefiere, toda una vida consagrada a un postrer acto. La muerte como un poema: “El suicida” de Jorge Luis Borges:
No quedará en la noche una estrella.
No quedará la noche.
Moriré y conmigo la suma
del intolerable universo.
Borraré las pirámides, las medallas,
los continentes y las caras.
Borraré la acumulación del pasado.
Haré polvo la historia, polvo el polvo.
Estoy mirando el último pájaro.
Lego la nada a nadie.
Séneca, delante de algunos de sus discípulos, abre sus venas dentro de un baño caliente; Gauguin quiso acabar su estadía en Tahití con arsénico; Mishima buscó con el hara-kiri devolverle a su patria una dignidad ancestral… Walter Benjamin, Otto Weininger, Lawrence de Arabia, Dylan Thomas, Alfonsina Storni… Cada uno, a su manera, tuvo un máximo de desesperación, un grado culmen de sensibilidad. Es que la naturaleza humana, al decir de Goethe, “puede soportar hasta cierto grado la alegría, la pena, el dolor, pero si pasa o traspasa más allá, sucumbe”.
El territorio del suicida es también el territorio de la pregunta: ¿cuándo?, ¿por qué?, ¿dónde?, ¿quién?, ¿para qué? Preguntas y más preguntas, he aquí la dialéctica del suicida. Si no hay respuestas, si no se devela el misterio, al suicida no lo queda otro recurso que quitarse la vida. Es su ley: buscar la luz o el conocimiento. Aunque, la mayoría de las veces, el exceso de luz lo encandila y el exceso de saber lo lleva a la locura.
Sí, hay otros suicidios. Existe la pérdida de la vida consciente. Nietzsche y Hölderlin, son un ejemplo. Matarse equivale, en estos casos, a un lento perderse en la oscuridad. Un perderse a tientas en el antiquísimo caos, buscando el abismo primordial, “el paisaje final e instantáneo de la demencia”.
Así caí yo mismo alguna vez
desde mi desvarío de verdad,
desde mis añoranzas de día,
cansado del día, enfermo de luz,
–caí hacia abajo, hacia la noche, hacia las sombras,
abrasado y sediento
de una verdad.
Quien se suicida no espera la muerte, sino que sale a su encuentro. El suicida posee una concepción distinta del tiempo: él conoce el final, se lo impone. Por lo mismo, la muerte no lo acompaña desde el nacimiento; el suicida se vuelve mortal sólo cuando concibe la idea de matarse. Todo suicida nace inmortal, hasta que él mismo, cansado, decepcionado o repleto de lucidez, decide parecerse a cualquier hombre. Un suicida es, como lo expresé en un antiguo poema, un dios cansado de su eternidad:
¡Seré Dios por un día!
Separaré la luz de las tinieblas
y nombraré las cosas nuevamente…
Sabré de los sueños realizables.
Descubriré el rostro del Destino.
El tiempo será mío. Escribiré mi historia.
¡Seré Dios por un día!
La omnipotencia habita entre mis manos.
Se ha dicho que el suicida fluctúa entre el sumo valor y la total cobardía. Se ha dicho también que los suicidas transgreden una ley divina, la misma ley que preocupaba a Hamlet: “¡Que el eterno no hubiera fijado su ley contra el suicidio! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!”. Se ha dicho, finalmente, que el suicidio es una banalidad, una tontería. En todo caso, cualquiera que sea el juicio sobre los suicidas, sí hay un elemento indiscutible: matarse es algo más que una huida o una fácil decisión. Quizá sea un acto que escapa a nuestra racionalización, a nuestra concepción de lo normal.
Kirilov, el personaje de Dostoievsky, se propuso no sentir miedo ante la muerte. Fue su propósito vital. Sin embargo, justo antes del disparo, se escuchó un grito. Ese grito sigue siendo el gran misterio, la gran pregunta.