• Autobiografía
  • Conferencias
  • Cursos
  • Del “Trocadero”
  • Del oficio
  • Galería
  • Juegos de lenguaje
  • Lecturas
  • Libros

Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: noviembre 2020

Carta a un amigo que desea escribir su primer libro

29 domingo Nov 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Cartas

≈ 8 comentarios

Ilustración de Pawel Kuczsynski.

Estimado amigo,

Me comentaste en nuestra pasada conversación telefónica que deseabas, ahora sí, convertir en realidad el proyecto de escribir tu primer libro. Celebro esa intención y, para organizar mejor lo que te comenté oralmente, voy a valerme de esta carta por ser un género íntimo y muy cercano al diálogo de viva voz.

Una de las cosas que te comentaba, y seguramente lo has vivido en carne propia, es que lanzarse a escribir un libro no es algo que se logre en un impulso, sino más bien es una labor artesanal en la que se va avanzando párrafo a párrafo, página por página, a lo largo de un tiempo considerable. Muchos de los sueños editoriales de los maestros o profesionales de diferente disciplina terminan en fracasos porque se idealiza la tarea de escribir o se espera que, de un momento a otro, aparezca la chispa de la inspiración y eso les permita redactar en pocos días el mayor número de páginas de un libro. Pero, mi estimado amigo, eso no es así. Por el contrario, tienes que comprender que escribir es una labor artesanal en la que se va lentamente puliendo las frases, reorganizando las ideas, seleccionando las palabras, tachando y enmendando lo que redactamos. Sin paciencia y sin disciplina es muy difícil alcanzar la meta de escribir un libro.

Por eso te recomiendo, y espero no haber sido demasiado insistente, abrir un campo en tu agenda o disponer un tiempo para dedicarte a este proyecto. Te sugiero por lo menos dos horas, dos veces a la semana, en las que puedas dedicarte a este propósito. Has de cuenta que tienes una clase o que, en tu cronograma, en esos días y horas debes atender un compromiso muy importante. Si no logras apartar y respetar tales minutos para tu proyecto de escritura, pasarán los años y nunca lograrás convertir en un producto tus más preciados sueños intelectuales. A mí me da resultado hacerlo por las mañanas, además de dedicar la tarde del último día de la semana. Tú podrás organizarte de otra manera, dependiendo de tus compromisos laborales o de tu ritmo vital. Sea como fuere, cumplir esas horas destinadas para tal fin, preservarlas a toda costa en tu cronograma habitual, es como tener un terreno fértil sobre el cual empiezas a cultivar tu primera obra escrita.

Con esa agenda que hace las veces de guardián de tu propósito, empiezas en firme a adelantar tu proyecto. Por lo general, hay dos vías que terminan hacia el final pareciéndose. La primera, es recopilar lo que ya hayas producido durante un tiempo considerable. Mira en tu computador o en tu escritorio de trabajo los textos escritos que has venido produciendo a lo largo de tantos años; no te preocupes en este momento por la calidad o extensión de los mismos. La idea es poner en un solo lugar lo que está desperdigado o refundido entre los cientos de documentos que guardas en tu ordenador o aquellos otros papeles engavetados en algún archivador personal. Esto te podrá llevar varias sesiones de trabajo. No te preocupes; así no lo creas estás en el camino indicado de realizar tu obra. Esa recopilación te ayudará a tener una visión de conjunto y a descubrir qué tan abundante o reducida ha sido tu producción intelectual. Si es copiosa, lo que sigue es tratar de ordenarla por tópicos o por temas y ya con esa agrupación iniciar una lectura atenta de los documentos para ver si los textos aguantan el juicio crítico de los años, si continúan manteniendo alguna calidad o si pueden resultar interesantes para un lector. Recuerda que, en esta etapa, no se trata de ponerte a corregir o complementar minuciosamente cada escrito que encuentres; si así lo haces, terminarás preso de uno de ellos y, perderás la visión de conjunto. El objetivo es más de revisión global, de apreciar la valía de aquellas producciones hechas con anterioridad.

Terminada esa etapa de compilación, selección y agrupación, entras en un segundo momento del proceso: el de corregir lo ya escrito. A veces necesitarás incluir en uno de aquellos textos un párrafo, en otras ocasiones aclarar una idea, incluir una bibliografía o poner un subtítulo para mejorar la comprensión de lo expuesto. Eso depende de las particularidades de cada escrito. En todo caso, no olvides mi recomendación: no te vayas a perder en dichos productos al querer decir todo lo que sabes hoy sobre algo que escribiste en tiempos pretéritos. Para eso tendrás adelante otro momento. Lo que debes tener en mente es que la corrección de tus textos te llevará a descubrir la necesidad de escribir unos nuevos para enriquecer la obra, para completar un vacío dentro del conjunto o para actualizarla, a partir de lo que has cosechado a lo largo de tu experiencia. Son esos nuevos textos a los que debes dedicarte con profundidad en los días o meses siguientes, como si fueran productos para una obra inédita.

La otra vía nace, precisamente, de evidenciar que tienes muy pocos textos escritos en tu haber o que, por la novedad de tu proyecto de libro, hasta ahora van a empezar a redactarse. En este caso, te aconsejo ir tomando notas de lo que lees o piensas, tener a la mano un diario en el que vayas consignando lo que se te va ocurriendo y procurar cada día elaborar así sea un párrafo sobre el proyecto en curso. Te repito que la escritura requiere un ejercicio continuo de nuestra mente y una lenta apropiación de las técnicas que le sirven de fundamento. Así que, si logras incorporar ese hábito, si tu cuerpo no es tu mayor impedimento, irás ganando en el dominio de la palabra escrita. Ponte como meta redactar una página, por lo menos cada semana, sin importar que siga la continuidad lógica de un artículo o un ensayo; revisa lo que escribes el día de hoy en la jornada siguiente y corrígelo con esmero; vuélvete diestro en el dominio de un párrafo, antes de aventurarte a textos de mayor extensión. Documéntate, ve haciendo tus fichas de lectura, transcribe párrafos que te resulten significativos, analiza cómo otros construyen sus escritos. No te enfrasques todavía en las minucias de la corrección idiomática o en esperar el dominio de la puntuación o los vericuetos de la gramática. Lo que cuenta es producir, escribir constantemente, para darte confianza y comprobar cada día que el proyecto de libro avanza. Procura, si eres docente, poner por escrito algo de lo que vas a hablar en tus clases o realiza una síntesis de lo explicado; o si eres un profesional de otras disciplinas, acostúmbrate a redactar los pequeños textos de tus presentaciones con la calidad de un párrafo bien elaborado. En muchos casos, esos textos sirven de motivo para amplificarlos, desarrollarlos más extensamente o son la base para la construcción de artículos de mayor densidad. Te insisto: escribir tu primer libro será más el resultado de pequeñas y constantes acciones de redacción que la intervención de la genialidad o la inspiración de una musa extraordinaria.

No sobra recordarte el aprovisionarte de algunos útiles de escritura que, como irás descubriendo, son de gran ayuda para resolver las dudas o los escollos de la redacción que encontrarás a tu paso. Los diccionarios de uso de la lengua, los de ideas afines, los razonados de sinónimos y contrarios, para mencionar algunos, te ayudarán a ir ampliando tu competencia lexical, serán tutores para escribir mejor y contribuirán a que halles las palabras precisas para expresar tus pensamientos. Ten esas fuentes a la mano, frecuéntalas, revísalas constantemente. Provéete también de una buena reserva de conectores lógicos, esas partículas o bisagras lingüísticas que ayudan a la cohesión y la coherencia entre las ideas; eso te ayudará –como escribí en uno de mis libros– a que tus textos fluyan con facilidad, a que las causas encajen con los efectos y a que las diversas partes de tus escritos se articulen de manera variada y armoniosa. Una cosa más: acostúmbrate a tachar, a corregir cuanto te sea posible cada cosa que escribas; no te aferres soberbiamente a lo que primero que se te venga a la cabeza, ni pienses que el primer borrador ya tiene la forma de un texto publicable. Y si no eres todavía un buen escritor, conviértete ahora en un exigente lector de aquello que produces.

Hay más cosas que deseo compartirte, pero creo que con estas recomendaciones sacadas de mi propia experiencia es suficiente. Lo que deseaba era celebrar tu decisión de empezar a escribir ese libro del que me has hablado en diversos momentos de nuestra larga amistad. Sabes que cuentas con alguien que estará dispuesto a colaborarte en tal propósito. Porque ese es otro punto que mereces tenerlo en cuenta: siempre es aconsejable hallar un conocido, un colega, que lea con sinceridad lo que escribas; esa persona seguramente te ayudará a que tus escritos se comuniquen con más claridad, te servirá de referente para saber el alcance de tus ideas y será un primer público de tus producciones escritas. En este punto, confío en que me consideres digno de leer tus primeros textos.

Un abrazo cordial.

La gacela y sus enemigos

22 domingo Nov 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Fábulas

≈ 8 comentarios

Para evitar que alguna fiera la devorara, la gacela tomó una drástica decisión: iba a deshacerse de sus enemigos mortales. Para ello le pidió ayuda a una cebra, con la cual siempre hacía su larga caminata en las migraciones. Luego de aquella conversación, la gacela empezó por tenderle una celada a la leona mediante un espeso matorral de bejucos venenosos. Allí se escondió estratégicamente para que cuando llegara la fiera, ella pudiera de un salto eludirla y la leona quedara presa entre las lianas emponzoñadas. Así lo hizo y allí quedó presa su primera amenaza. La gacela volvió a hablar con la cebra compañera de camino. Entre las dos conversaron sobre cómo deshacerse del guepardo, el animal más rápido de la pradera. A la gacela se le ocurrió que podía usar una profunda grieta que había visto en uno de sus paseos por el valle cubierto de pasto. Y hacía allá encaminó su plan: haciendo como si no hubiera visto a la manchada fiera ir lentamente tras de ella, apenas sintió que el guepardo empezaba su veloz carrera, la gacela dio un largo salto, zigzagueó entre el pastizal y con un súbito cambio de dirección hizo que el guepardo terminara desnucándose en el abismo previsto. Con la cebra, a la que ya consideraba su amiga, urdieron otras tantas artimañas para deshacerse del leopardo y una pareja de hienas. Después de todas esas estrategias para acabar con sus enemigos, la gacela se sintió segura. Ya no tendría depredadores a la vista. Ahora sí podía disfrutar a sus anchas del verde pasto de la sabana. Lo que no previó la gacela fue el ataque de su propia compañera de estratagemas. Una tarde, mientras pastaban juntas, la cebra sintió que la gacela se apropiaba de un pedazo de pasto que sentía como propio, y sin pensarlo mucho le mordió una pata. La gacela se apartó de un salto, tratando de minimizar el incidente; al fin de cuentas, era su amiga, y cómo no perdonarle ese súbito cambio de humor. Sin embargo, unos días después la agresión se repitió: pero esta vez el mordisco fue tan fuerte que la dejó renca. La gacela, en consecuencia, poco a poco empezó a quedarse relegada de su manada. La herida terminó infectándose. Casi al cumplir un mes del último y repentino ataque de la cebra, los buitres esparcieron los huesos de la gacela por la caliente pradera.

El reservado

16 lunes Nov 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Cuentos

≈ 2 comentarios

Ilustración de Robert Giusti.

Cuando estoy deprimido tengo por costumbre visitar un bar que queda en la zona rosa de la ciudad donde vivo, “Paris 30”, se llama. Allí, en ese sitio, tal vez porque ya me conocen, me ubican en un cuarto de paredes azul marino con una mesa y una silla de estilo art decó blanquísimas. Creo que hay un pacto entre los meseros para que nadie me interrumpa, mientras me sirven en una pequeña copa mi licor predilecto, un Cointreau, que tiene en mí el mismo efecto del ajenjo. Es en esa habitación en que logro mermar mis estados supremos de ansiedad.

Casi siempre asisto hacia el final de la tarde. Cuando salgo tengo por costumbre ponerme mi saco verde billar, el cual uso como amuleto para mantener a raya los malos recuerdos; pido un taxi, cierro la puerta del apartamento y bajo al primer piso a esperar el automóvil de servicio público. A pesar de los trancones, por lo general llego pronto al lugar. Una vez dentro, un mesero conocido me da la bienvenida, repitiendo los gestos y las palabras de un ritual profano:

—¿Al reservado? —me pregunta con discreción.

Asiento con mi cabeza.

El mesero sigue delante de mí, indicándome la ruta para llegar al pequeño cuarto del segundo piso.

—¿Lo de siempre? —me pregunta con un tono de complicidad. 

—Sí, gracias, Yaky —respondo, mientras tomo asiento en aquella silla que parece una copa con medio borde recortado.

A los pocos minutos llega el mesero trayéndome el licor transparente.

—Buen provecho —agrega, con un gesto y una voz de cortesía. Después sale del cuarto, pronunciando unas palabras que son como un mantra de ese lugar:

—Qué bueno tenerlo de nuevo con nosotros.

Sentado allí me entretengo a disfrutar mi licor. Las paredes azules parecen un mar que me circunda, y el techo un cielo limpio de nubes. La pieza no tiene bombillos, ni lámparas en las paredes, y supongo que traerán candelabros en la noche para iluminarla. Me gusta mirar el piso brillante de madera de la habitación. Son 24 listones, sin una mancha, perfectos. Cuando voy por la mitad de mi bebida es que empiezo a sentir la presencia del ojo enorme. Es la sensación de una fuerza, de una presencia omnisciente, intimidadora. Volteo la cabeza hacia la pared del lado norte, y me encuentro con ese ojo gigante que, si bien es una pintura, parece tan real como si fuera el ojo de un Polifemo náufrago. Conozco ese dibujo, pero casi siempre su presencia me resulta inesperada, sobrecogedora. Es un ojo que dirige hacía mí la mirada, a mí quien me atisba con su iris café. Lo que siento no deja de resultar contradictorio, porque si bien percibo esa energía de luz fiscalizadora, que no deja de ser intimidante, también tengo la evidencia de una presencia a quien le intereso. Mi sensación depresiva baja un poco y vuelvo a mi posición inicial. Mis pensamientos encallan en lo mismo: en el rostro ensangrentado de Angélica, en sus lágrimas infinitas y en la soledad que llevo a cuestas durante estos largos meses después de que ella me dejó con toda la culpa por ese hecho innombrable. Me quedo como alelado en mis recuerdos. Es entonces cuando percibo, al lado y un poco atrás de mi hombro derecho, la enorme oreja desplegaba en la pared. El rabillo del ojo percibe la formación del lóbulo, del pabellón y la concha en forma de laberinto. Esta es otra de las piezas decorativas de este cuarto. Sin cambiar mi posición, apuro la parte final de la copa y empiezo a hablar como si alguien me escuchara: “Yo no quería hacerlo, y menos a ti, pero a veces hay pedazos de uno mismo que no cuadran con la figura del rompecabezas; yo no quería provocarte dolor, y menos a alguien que me ofreció durante cuatro años tantas cosas llenas de felicidad; pero no siempre lo que uno quiere es lo que termina haciendo, esas son las marcas que vienen en los genes, el destino al que me condenó mi padre…” 

Giro el rostro hacia la izquierda y veo a Yaki, parado a la entrada del cuarto. Su presencia es discreta. Nuestras miradas coinciden por unos segundos. Muevo mi cabeza de arriba abajo.

El mesero entiende mi gesto. Al poco tiempo regresa trayéndome una nueva copa. Recoge el cristal vacío, dejándome otra vez solo con mis pensamientos.

Muevo mi cuerpo para apreciar mejor lo que sobresale de la pared occidental de la habitación: La gran oreja. Uno de los atractivos de aquella pieza. Me sigue pareciendo muy innovadora esa decoración. Intuyo que el dueño o el creador de este ambiente es alguien que debe padecer estados depresivos como el mío, o que ha escuchado demasiadas historias de personas ansiosas o deprimidas o abandonadas por la buena fortuna. Porque, a quién se le ocurriría esta ambientación, sino a alguien necesitado de miramiento y compañía. Lentamente giro sobre la silla y vuelvo a mi estado de siempre: piernas cruzadas, un brazo sobre la mesa, y mi mirada puesta en el azul marino de la pared sur del cuarto.

Apuro el primer trago de la nueva copa y comprendo que lo de Angélica había sido un error involuntario, una de esas acciones marcadas por la fatalidad.

Cuánto añoro la voz de mi madre, cuánto sus manos consoladoras, cuánto sus ojos benignos. Pero ella se fue tres años antes que Angélica… Yo sé que a ella no le hubiera gustado nada de lo que hice, pero al menos habría tenido el reproche justo para empezar a purgar mi pecado. No sé, pero intuyo que mi madre ahora mismo está en la habitación por un temor y un aire de comprensión que parecen invadir el recinto. Puede que sea el efecto del Cointreau, que con sus 40 grados de alcohol reduce al mínimo las resonancias de mis culpas. Pero solo este triple seco me produce esta sensación, porque el vino me lleva a la locura.

—Eso, eso que me hiciste es imperdonable —recuerdo que me dijo Angélica, al momento en que uno de mis hermanos me sacó a la fuerza del apartamento de ella.

Volteo la cabeza hacia la derecha para quedar cerca del pabellón de la gran oreja decorativa. Bebo el último trago y comienzo a hablar en voz alta, como si estuviera repitiendo la rutina de la confesión de los viernes, en el colegio de los Hermanos donde estudié toda la vida… “Si al menos me hubieras dado tiempo para explicarte los motivos de ese hecho, Angélica, si hubieras intentado comprender que era una acción producto de mi deseo por ti, de los largos meses de ausencia de tu cuerpo; si en tu alma, que sé que es buena, hubieras tenido más caridad que amor, seguramente no me habrías puesto esa denuncia… Si comprendieras que hay marcas en nuestra forma de proceder de las que no somos responsables del todo, cicatrices que nos impulsan a actuar de una manera errada…, huellas que se convierten en un doloroso destino…”

Tal vez por el tono alto de mi voz, Yaki aparece de nuevo a la puerta de la habitación. Esta vez lo miro de reojo y, frotando los dedos índice y pulgar de mi mano derecha, le indico que me traiga la cuenta.

Aprovecho el tiempo de espera para beber las últimas gotas entre suaves y amargas de mi Cointreau. A los pocos minutos reaparece el mesero.

—Aquí tiene —dice—, extendiendo una bandejita de plata, con un pedazo de papel en el centro.

Saco el dinero de mi bolsillo y pago en efectivo.

—Como siempre, es un placer servirlo —agrega Yaki, abandonando el cuarto.

Me estoy sentado unos minutos más en aquella habitación. Luego me pongo de pie. La penumbra ya invade las paredes del cuarto: el ojo apenas se ve y la oreja resplandece tan solo en las formas más exteriores. En mi interior siento el deseo de decirles gracias. Bajo las escaleras del “Paris-30” que a esa hora está bastante concurrido. Salgo a la calle y empiezo a caminar. Las lámparas de los postes de luz hacen las veces de faros para volver a mi apartamento.

El ciervo y la tortuga

08 domingo Nov 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Fábulas

≈ 6 comentarios

Pintura de Lisa Ericson.

“Es una lástima que los ciervos
no puedan enseñar velocidad a las tortugas”
K. Gibrán

 

Una tarde, muy cerca de la recepción del hotel “La lanza de Eros”, un ciervo de grandes ojos se encontró de pronto con una tortuga.

—Y tú, ¿de dónde vienes? —le preguntó.

—De aquí cerca —dijo la tortuga—. He gastado varios días para llegar a tiempo.

—Yo vengo de muy lejos —la interrumpió el ciervo—. Y he tenido que cruzar en un solo día valles y montañas, ríos y veredas… ¡En un solo día!

Tanto el ciervo como la tortuga habían sido invitados a participar en el seminario taller: “De los aceleres y otros agites de la vida cotidiana” que contaba entre sus invitados más famosos al gran profeta “El correcaminos”. Y en medio de las maletas, junto al guepardo y el avestruz, un tanto reunidos por el azar del evento, el ciervo y la tortuga conversaban.

—¡Estoy cansadísima! —dijo la tortuga—, sacudiéndose el polvo de las patas. Es que a mí me agotan estas largas caminatas.

—¿Cosas de salud? —preguntó el ciervo con cierta ironía.

—No. Son como cosas de mi constitución.

—A mí, en cambio, caminar grandes trayectos me apasiona. Siento que se me aligera la sangre y me entran como unas ganas de correr montaña adentro.

—Dichoso usted —dijo la tortuga—, sentándose sobre su maleta de colores vistosos.

Sin saber cómo ni porqué, el ciervo y la tortuga terminaron compartiendo la misma habitación. Así que, de camino a su cuarto, siguieron platicando:

—No, es que si uno no corre, se aburre. Yo creo que la gente que no vuela, que no corre de verdad, como que no sabe lo que es la vida… Es que la gente lenta, esa que no hace nada, me desagrada, me produce…

El ciervo, sin darse cuenta, caminaba solo. La tortuga se había quedado bastante rezagada, arrastrando su maleta. El ciervo, un poco apenado, de un salto dio vuelta atrás.

—¡Qué pena!, déjeme la ayudo.

—Gracias —dijo la tortuga—, haciendo un alto para respirar el aire fresco de los patios verdes del hotel.

El ciervo entró rápidamente al cuarto, tomó la cama doble, desempacó con rapidez, y se puso a esperar a la tortuga recostado en el marco de la puerta de la habitación.    

La tortuga llegó por fin al cuarto. Antes de entrar le regaló una sonrisa al ciervo, luego fue directo hasta el ventanal y se puso a contemplar algunos árboles en el horizonte.

El ciervo cerró la puerta tras de sí.

—Debe ser duro para usted esto de la velocidad, ¿no?

—A veces —le repuso la tortuga.

—¿Sabe?, la lentitud no va conmigo.

—¿Y cómo es eso de la velocidad? —preguntó la tortuga acomodándose en una poltrona.

—¿La velocidad? Mire. La velocidad es lo que nos permite llegar bien rápido a cualquier parte…

—¿Y cómo sabe uno que va rápido?

—No, eso se sabe, uno lo siente —replicó el ciervo—, dando por obvia la respuesta.

—Yo no entiendo —pensó en voz alta la tortuga. Cuando yo voy bien rápido, los demás dicen que estoy lentísima.

—Pero es porque usted no se esfuerza —dijo agresivamente el ciervo.

—Claro que me esfuerzo —contestó con tranquilidad la tortuga—. Pero como que no se ve…

El ciervo miró la maleta de la tortuga. Tenía una mancha morada y otra naranja sobre un fondo rojo muy llamativo e infantil. Levantó la mirada y vio a la tortuga tan tranquila que sintió como un fogonazo en su interior. Esa actitud lo ponía fuera de sí. Súbitamente, se sintió ahogado, constreñido, como si estuviera perdiendo el tiempo.

—¿Por qué no salimos y nos damos una caminadita?

—¿Y no valdría la pena descansar otro ratico? —le respondió la tortuga—, hablándole suave como para no parecer descortés. 

El ciervo refrenó su lengua. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no darle rienda suelta a sus palabras. 

—Sí, creo que a eso fue que vinimos también acá, a descansar…

La tortuga sonrió, pero intuyó el esfuerzo del ciervo.

—No, no se preocupe por mí. Si usted quiere salga a dar su paseito, que yo con este enorme cuarto tengo y me sobra.

El ciervo se levantó de la cama, tomó la llave y abandonó la habitación. Estaba mareado. El aire le hacía falta. Y por primera vez sintió que se le estaban durmiendo las piernas. Miró el reloj:       

—Tengo que apresurarme o no alcanzo a llegar a tiempo a la primera conferencia…

(De mi libro Oficio de maestro, Javegraf, Bogotá, 2000)

Errores típicos de sobreinterpretación

02 lunes Nov 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

≈ Deja un comentario

Es fácil caer en la sobreinterpretación de una obra artística. Entre otras cosas porque resulta cómodo atribuirle a un hecho estético cualquier opinión o dejarse llevar por el interminable río de las impresiones. Sin embargo, la obra misma pide que los receptores o lectores conserven cierta observancia sobre las particularidades que la constituyen, sobre sus fronteras y el modo particular como organiza sus elementos. De lo contrario, la propuesta del autor sería incomprendida o, en el peor de los casos, banalizada. Pensando en ello, se me han ocurrido siete errores típicos de sobreinterpretación que, si tratamos de evitarlos, a lo mejor conseguiremos una atinada aproximación o un buen provecho de una obra artística.

UNO: suponer que una parte de la obra es el sentido total de la misma; confundir un pedazo con el conjunto; agarrarse de un detalle y, desde ahí, lanzarse a poblarlo de significados desligados de la obra, o trasvasarlos a otros contextos.  Detenerse demasiado en el árbol olvidando que él hace parte de un bosque; confundirse entre las ramas dejando de lado el árbol que las soporta. Este error conduce irremediablemente a caer en lo ya conocido, privando al receptor de descubrir lo nuevo, lo inédito que trae consigo la obra.

DOS: convertir la obra en pretexto para opinar cualquier cosa o para justificar una ideología, una creencia; dejar de ver la materialidad física de la obra, su forma, su estructura, y agarrarse de generalidades que fácilmente podrían pertenecer a cualquier otro producto cultural. Olvidarse de lo que nos muestra la obra para extendernos en elucubraciones marginales, ajenas, extrañas a su ser estético. Convertir la obra en un ejemplo de nuestra cosmovisión predeterminada, subvalorando su autonomía significativa. Este error es claramente un modo de subordinar la obra, de no tomarse el tiempo para conocerla y asimilar sus mensajes, de prescindir de ella.

TRES: trasladarles a las cualidades intrínsecas de la obra el rasero de nuestro gusto o aversión. Oponer al ejercicio de estudio o análisis de una obra el veredicto de nuestra emocionalidad; creer que si algo nos gusta es ya de por sí excelente, o menospreciar los logros y valía estética porque sencillamente no está dentro de nuestros gustos. Desconocer que muchas obras, precisamente, tienen como fin trasgredir, cuestionar o darles otra perspectiva a ciertos cánones de agrado y desagrado, de deleite o sensibilidad social. Evitarse la tarea del juicio estético por permanecer en la complacencia inmediata o el entusiasmo de época.

CUATRO: olvidarse de qué tipo de obra es, pasar por alto su especificidad o aquellos rasgos que le son propios. Suponer que todo producto artístico se interpreta de la misma manera, sin fijarse en el género, la modalidad, la especie, el tipo de obra, que le exige al receptor cambiar de lentes o de criterios para adentrarse en sus particularidades. No todo texto, por ejemplo, se interpreta de idéntica manera, como tan poco toda imagen responde a las mismas claves comprensivas. Cada obra pide que los miradores del intérprete sean los adecuados a su naturaleza o que los recursos de intelección empleados sean los más idóneos, los más acordes a su peculiaridad. Cuánto hay de distinto entre interpretar un poema, un ensayo, un cuento; cuánto de diferente al intentar comprender un cómic, una película o un aviso publicitario.

CINCO: confiar en que de manera rápida o instantánea florezca la interpretación, que basta un golpe de vista o una simple hojeada para ya tener en las manos el sentido, el significado profundo de una obra. Pecar por afanados, por impacientes, olvidándonos de que la interpretación implica el análisis previo, la rumia, el pasar la información por diferentes filtros; interpretar es una actividad intelectual de acercamiento, pero también de tomar distancia de la obra que nos interesa. Los buenos intérpretes “estudian” la obra, cotejan, relacionan, dejan reposar una posible vía de sentido, tienen paciencia de tejedores para enhebrar hilos ocultos, toman su tiempo para habitar el territorio del objeto estético. La inmediatez de interpretación lleva al equívoco, al sesgo ideológico, a la opinión gratuita de la impresión superficial. Por ese prurito de querer llegar cuanto antes a la médula de una obra se desemboca en la exageración o en una miopía para descubrir lo que, poco a poco, se sedimenta en su fondo.

SEIS: tener poca escucha para disponer el entendimiento hacia el mensaje que la obra desea comunicarnos o multiplicar hasta el límite la capacidad de sospecha para dotar de significado asuntos que no contienen tal potencial interpretativo. El primer error proviene de la desatención, de pasar por alto elementos, escenas, rasgos, palabras; el segundo, de agrandar lo nimio o de abultar lo insignificante. Si al intérprete le falta perspicacia se perderá de puntos clave dentro de una obra; pero si es demasiado suspicaz, todo le parecerá tan colmado de anuncios que se perderá entre esa maraña de avisos desmedidos.

SIETE:  anteponer nuestros escrúpulos, nuestras preferencias y prejuicios a lo que la obra nos presenta. Prejuzgar antes de tratar de comprender; preconcebir, antes de tener la experiencia estética. Predecir sin haber visto o leído, imaginar sin ni siquiera pasar por la aduana de la comprobación. Buena parte de las sobreinterpretaciones provienen de la aprensión, del fanatismo, del odio infundado, de los escrúpulos morales, políticos o religiosos que llevan a que la obra la saquemos de su órbita o que la hagamos decir o no decir lo que nuestro sectarismo ya tiene determinado. Muchos de los errores de interpretación de las obras artísticas provienen de este caldo de cultivo: la intolerancia parcializada, el dogmatismo recalcitrante, la idolatría prescriptiva.

Aunque los anteriores errores se cometen especialmente al interpretar una obra artística, se producen también al dar cuenta de otros productos culturales, en la recepción de diversos tipos de textos y discursos o en la valoración de prácticas sociales. Quizá por todo ello fácilmente terminamos creando conflictos donde nos los hay, sobredimensionando faltas menores, invisibilizando asuntos importantes o absolutizando nuestras creencias como raseros para interrelacionarnos o tasar horizontes de sentido. Porque si en verdad mantuviéramos un cuidadoso y meditado juicio al dar nuestras interpretaciones, seríamos más ecuánimes, menos extremistas y pondríamos a raya el irreflexivo proceder de nuestra intransigencia.

Entradas recientes

  • Alfabetizarnos en semiótica: una cartilla educativa y un escudo personal
  • Utilidades didácticas de trabajar con miniensayos
  • Poética de la escucha (IV)
  • Los consejos de Italo Calvino para escribir
  • Inquietudes sobre escribir ensayos (II)

Archivos

  • junio 2023
  • mayo 2023
  • abril 2023
  • marzo 2023
  • febrero 2023
  • enero 2023
  • diciembre 2022
  • noviembre 2022
  • octubre 2022
  • septiembre 2022
  • agosto 2022
  • julio 2022
  • junio 2022
  • mayo 2022
  • abril 2022
  • marzo 2022
  • febrero 2022
  • enero 2022
  • diciembre 2021
  • noviembre 2021
  • octubre 2021
  • septiembre 2021
  • agosto 2021
  • julio 2021
  • junio 2021
  • mayo 2021
  • abril 2021
  • marzo 2021
  • febrero 2021
  • enero 2021
  • diciembre 2020
  • noviembre 2020
  • octubre 2020
  • septiembre 2020
  • agosto 2020
  • julio 2020
  • junio 2020
  • mayo 2020
  • abril 2020
  • marzo 2020
  • febrero 2020
  • enero 2020
  • diciembre 2019
  • noviembre 2019
  • octubre 2019
  • septiembre 2019
  • agosto 2019
  • julio 2019
  • junio 2019
  • mayo 2019
  • abril 2019
  • marzo 2019
  • febrero 2019
  • enero 2019
  • diciembre 2018
  • noviembre 2018
  • octubre 2018
  • septiembre 2018
  • agosto 2018
  • julio 2018
  • junio 2018
  • mayo 2018
  • abril 2018
  • marzo 2018
  • febrero 2018
  • enero 2018
  • diciembre 2017
  • noviembre 2017
  • octubre 2017
  • septiembre 2017
  • agosto 2017
  • julio 2017
  • junio 2017
  • mayo 2017
  • abril 2017
  • marzo 2017
  • febrero 2017
  • enero 2017
  • diciembre 2016
  • noviembre 2016
  • octubre 2016
  • septiembre 2016
  • agosto 2016
  • julio 2016
  • junio 2016
  • mayo 2016
  • abril 2016
  • marzo 2016
  • febrero 2016
  • enero 2016
  • diciembre 2015
  • noviembre 2015
  • octubre 2015
  • septiembre 2015
  • agosto 2015
  • julio 2015
  • junio 2015
  • mayo 2015
  • abril 2015
  • marzo 2015
  • febrero 2015
  • enero 2015
  • diciembre 2014
  • noviembre 2014
  • octubre 2014
  • septiembre 2014
  • agosto 2014
  • julio 2014
  • junio 2014
  • mayo 2014
  • abril 2014
  • marzo 2014
  • febrero 2014
  • enero 2014
  • diciembre 2013
  • noviembre 2013
  • octubre 2013
  • septiembre 2013
  • agosto 2013
  • julio 2013
  • junio 2013
  • mayo 2013
  • abril 2013
  • marzo 2013
  • febrero 2013
  • enero 2013
  • diciembre 2012
  • noviembre 2012
  • octubre 2012
  • septiembre 2012

Categorías

  • Aforismos
  • Alegorías
  • Apólogos
  • Cartas
  • Comentarios
  • Conferencias
  • Crónicas
  • Cuentos
  • Del diario
  • Del Nivelatorio
  • Diálogos
  • Ensayos
  • Entrevistas
  • Fábulas
  • Homenajes
  • Investigaciones
  • Libretos
  • Libros
  • Novelas
  • Pasatiempos
  • Poemas
  • Reseñas
  • Semiótica
  • Soliloquios

Enlaces

  • "Citizen semiotic: aproximaciones a una poética del espacio"
  • "Navegar en el río con saber de marinero"
  • "El significado preciso"
  • "Didáctica del ensayo"
  • "Modos de leer literatura: el cuento".
  • "Tensiones en el cuidado de la palabra"
  • "La escritura y su utilidad en la docencia"
  • "Avatares. Analogías en búsqueda de la comprensión del ser maestro"
  • ADQUIRIR MIS LIBROS
  • "!El lobo!, !viene el lobo!: alcances de la narrativa en la educación"
  • "Elementos para una lectura del libro álbum"
  • "La didáctica de la oralidad"
  • "El oficio de escribir visto desde adentro"

Suscríbete al blog por correo electrónico

Introduce tu correo electrónico para suscribirte a este blog y recibir avisos de nuevas entradas.

Únete a otros 953 suscriptores

Tema: Chateau por Ignacio Ricci.

Ir a la versión móvil
 

Cargando comentarios...