Existe al margen de nuestra presunción de artistas”.
Muerte en Venecia, Luchino Visconti
Belleza…, la mano extendida, temblorosa, moribunda; la mano ligeramente temerosa, indecisa por la mirada ya borrosa, ya perdida. Belleza que aún a la muerte se atreve a seducir, que aún puede volver la vista (la misma mirada, pero desde otra visión) y despreciar la vida. Esquivarla –si se quiere– coquetamente. Belleza, la mano moribunda, inmoral, tratando de asir la eternidad. Belleza es una mascarada por abarcar en un único instante la totalidad del tiempo. Belleza no habita en la confianza, en el lugar seguro de lo deducible, no; ella se mantiene junto al mar, en la arena o en la noche, siempre moviéndose en el espacio de lo infinito, de lo inconmensurable.
Si alguien pregunta ¿dónde está la belleza? Yo –mostrándole algunos de mis poemas– le diré: “Toma, léelos y te darás cuenta de lo que es el intento por retener la belleza”; y si insistiese en su pregunta, sólo podría darle un argumento más: “Belleza es tan cercano a muerte, a Dios… Cuando quieres tenerlos, y son tuyos, ya no puedes saber dónde hallar su presencia. Belleza es ansiedad de ver el envés de la vida, la espalda de las cosas, el dorso impenetrable de la sangre… Lo visible, lo que uno se atreve a mostrar como belleza: el poema, la escultura, la pintura: la obra, no recoge la esencia de lo bello, nunca ha podido. Lo que retiene la obra de arte es el apetito, el ansia furibunda de otear aquella ignorada pradera donde, según se dice o se intuye, viven las presencias angélicas, los héroes, la luz intermitente de una virgen y el sello tranquilo con que se impusieron las señales constitutivas del mundo… Lo que retiene la obra de arte es lo que ella, por sí misma, nunca logrará ser. La belleza que se aposenta no existe, su ser es el movimiento; pero en un ritmo tan perfecto que logra ser quietud. La belleza detiene el flujo de lo interior y lo exterior en su fluctuar, lo torna puro equilibrio, símbolo pleno”.
Mortalidad que, reconociéndose, se afianza en lo inmortal. Finitud que, contemplándose en el espejo, descubre la nostalgia o la reminiscencia del infinito. Muerte que, desde su corte brusco o inesperado –siempre venidero– se levanta insensata, proclamando resurrección. “¡Oh, Dios, tú que nos has hecho para morir, ¿por qué nos inundaste la sed de eternidad, que hace al poeta!”, reclamaba Luis Cernuda. Belleza es un vaivén, un árbol majestuoso quejándose por no llegar al cielo…; lo bello es seducción de sacrificio, llamado que es destino, camino que es olvido. Bello es el viento en su presencia ausente, en su caricia sin mano, en su frescura impalpable. No, la belleza no está en lo determinado; si hay belleza, ella es lo indefinido. No es bella la mujer, no es bello el hombre; tan solo son hermosos. ¿Quién, entonces, en la vida retiene un soplo de lo bello? ¿Quién juega a mantener la monstruosa sensación de la belleza? Ese quien no se muestra y, si de veras existe, es una peligrosa unión, un contraste de labios rojos, manos largas y ojos tristes somnolientos a playa; sí, ahí, en el despertar indeciso, en la alegría que es ausencia de conocimiento; ahí, se reclina momentáneamente la belleza, se deja ver, pero no debe tocársele. La mano que roza la belleza, la caricia que se unta de lo bello quema ardiendo la flor, destruye el espejismo: se conoce su engaño. La verdad de la belleza es efímera, su gesto es apariencia. Belleza no hay en las dimensiones conocidas ni en las realidades propuestas por la historia; belleza no se encarna en lo visible, en lo sensual; belleza siempre es límite… Límite de lo humano que todavía no ha alcanzado más allá de sí mismo y, en esta dirección, límite también de lo inhumano, juego simbólico en el extremo límite terreno. Belleza: el juego en sí, el juego que el hombre juega con sus propios símbolos y así, simbolizando –lo único posible– escapar a la angustia de su finitud.
No es belleza lo que las obras guardan; es belleza lo que las obras buscan. Nada hay perfecto en la imperfección y sólo la imperfección sabe ir a lo perfecto. El barro quiere ser luz iridiscente, la luz tiempo vacío, el tiempo cuerpo, el cuerpo eternidad. No es belleza lo que el poema atrapa, es belleza lo que huye del poema. Toda obra de arte es imperfecta porque, de otra manera, sería divinidad o mera muerte; y la obra, se esfuerza por ser vida o afirmación de la vida. Así que tiene que resignarse a la mutilación o lo incompleto. No es belleza lo que el poeta siente; es belleza lo que no es el poeta. Allí, la vida, la realidad manchada de costumbre; allá, lo bello, lo innombrable dispuesto a la sonrisa. Allí, la sensación, el vestigio primario de la esencia; allá, el espíritu, la resistencia imperturbable a ser naturaleza; allí y allá: la levantada insatisfacción, el abandono a lo imposible. No es belleza lo que la vida busca, es belleza lo que la vida ignora. Toda obra de arte repite el mismo movimiento de búsqueda, perpetúa el tintineo de husmear en la prohibición, en el misterio de lo santo. Hay tantas experiencias negadas al entendimiento. Toda obra de arte repite el grito salvador en medio de la peste, la blancura de un traje en medio de la podredumbre del abismo. Toda obra de arte baja como Dante a los infiernos y repite la aventura del sentido. Odisea, travesía, correría. ¿Dónde, dónde la belleza? Al final nunca habita, nunca vive al comienzo. ¿Dónde, dónde la belleza? En el esfuerzo, en el intento, en la paciencia del artesano, en la ignorada persistencia, en el golpeteo constante, en la obra; sí, en la obra de arte se encuentran los vestigios de la belleza. No es belleza lo que las obras tienen; es belleza de lo que las obras dan indicios y… de nuevo, la búsqueda: arte. La promesa: “Lo bello no es tan operante como prometedor”, decía Goethe, y son “solo pocos los que recuerdan lo sagrado que han contemplado”.
Belleza… la mano extendida, temblorosa, moribunda; la mano ligeramente temerosa, indecisa por la mirada ya borrosa… La mano del poeta John Keats: “Estoy convencido de que escribiría por puro anhelo y amor de lo bello, aun cuando el trabajo de mis noches apareciera quemado cada mañana y ningún ojo la llegara a contemplar”.
En aquel entonces vivíamos en el barrio Ricaurte. Recién acabábamos de llegar huyendo del bandolerismo y, después de muchas búsquedas infructuosas de trabajo, mi padre había conseguido un puesto de celador almacenista en una fábrica de jabón. Los escasos recursos obligaban a mi papá a restringir cualquier gasto innecesario, y las manos de mi madre ayudaban para hacer rendir los alimentos en la cocina. En esas condiciones recibí la navidad, cuando tenía nueve años.
Mi memoria tiene aún frescos los alumbrados del parque, los dibujos que se hacían en las calles, los festones multicolores, las luces decorando las casas y negocios y la música festiva que salía de todas partes, compitiendo con los vendedores ambulantes y el apetitoso olor de los pollos asados que vendían en El Semáforo en Rojo. Todo el barrio exhibía, adentro y afuera, la alegría y el colorido navideño. La misma iglesia disponía en el vestíbulo unas figuras enormes en el pesebre, ubicadas al frente de un largo telón pintado de azul oscuro que reflejaba la noche y la estrella de Belén. Mi corazón de niño empezaba a agitarse con una emoción de júbilo, de querer saltar, de añorar la noche del veinticuatro y poder quemar luces de bengala o salir a mirar cómo otros muchachos encendían volcanes o los más viejos lanzaban voladores a las alturas.
En ese diciembre, al igual que en el año anterior, mi petición al niño Dios era un balón de fútbol, pero de los profesionales, de aquellos que eran cosidos en cuero y que tenían válvula inflable. Porque no es lo mismo jugar un partido con una pelota de plástico, esas que el viento las lleva a su antojo, que hacerlo con un balón de verdad. Aquel deseo se lo comunicaba a mi madre de manera insistente. Ella se mantenía en silencio, sirviendo de cómplice, pero consciente de que tal petición no era fácil de cumplir. Sin embargo, no desanimaba mis anhelos.
—Pídale al niño Dios con mucha fe —me contestaba—, mientras acababa de preparar el almuerzo de ese día.
El sitio donde dormíamos era una pequeña pieza a la entrada de la enorme fábrica. Pasaba uno la pieza y seguía otro mínimo espacio distribuido entre la cocina y el baño. El ambiente era reducido, apenas para que cupieran dos camas y un armario de madera que servía de división. Una mesa para el comedor y otra más pequeñita para la estufa de gasolina, de esas de tanque rojo que había que darles bomba para que lanzaran sus llamas azulosas. Allí vivíamos, arropados por el amor y la esperanza de tener algún día un techo propio.
Pero en esas navidades mi urgencia de recibir el balón se convirtió en una obsesión. Mucho más cuando descubrí que quien poseía uno de ellos era el que disponía la selección de jugadores y el tiempo que podían durar aquellos partidos al terminar las clases. Balón tenía Cardona, y también Murillo, uno de los del curso que era muy buen arquero. Por eso, le decía a mi madre que ojalá el niño Dios no me trajera un pantalón de pana, como el año pasado, sino un balón de cuero, de esos que cuando se iba desinflando había que ir hasta una bomba o un pequeño local especializado en despinchar llantas para que allí le hicieran a uno el favor de inflárselo de nuevo. Tal era mi reiteración en esos días previos a la nochebuena que mi padre, una noche después de la comida, me dijo una cosa que me desalentó un poco.
—A veces el niño Dios debe darles regalos a los niños más pobres —afirmó—. Y por eso algunos niños se quedan sin recibir nada el 24 de diciembre.
Cuando mi papá me dijo esas cosas, yo podía ver en los ojos de mamá un hilillo de esperanza. Seguramente yo no haría parte de los niños sin regalo. Hasta llegué a desear ser como Tibocha, uno de los compañeros más humildes del salón, quien no tenía casi nunca para las onces, y se mantenía de pie, recostado en una de las paredes del patio, mientras se terminaba el recreo. Quizá si yo fuera más pobre tendría asegurado mi balón.
—Si uno tiene fe, el niño Dios siempre se acordará de nosotros —agregó mi madre—, llevando los platos hacia la reducida cocina.
Mi padre se quedaba sentado un buen tiempo reposando la cena. Prendía un radio transistor y escuchaba una de las radionovelas que tanto le gustaban, Arandú el Príncipe de la selva… Yo acercaba un pequeño butaco y juntos nos emocionábamos con las aventuras de este héroe que enfrentaba al Kaitolé ayudado por su amigo Taolamba. Apenas que mi madre terminaba de lavar la losa me invitaba a cepillarme los dientes y disponerme para dormir. En mi cama, después de que apagaban la luz, yo seguía pensando en el balón, en el niño Dios y los pobres, y en la tristeza de esos otros niños que no recibirían ningún regalo el 24 de diciembre.
Tres días antes de Navidad, mientras mi madre preparaba una deliciosa natilla, que acompañaba con dulce de mora, me senté en la mesa del comedor y empecé a redactar en una hoja del cuaderno ferrocarril, para que me quedara la letra bien pareja, mi carta al niño Dios. Tenía al lado mi borrador y el corazón henchido de expectativas maravillosas. Puse la fecha y el destinatario, subrayando con rojo el nombre de Niño Dios. Enseguida empecé a justificar mi petición. Hablé de que me había portado bien, que no había perdido ninguna materia, que me había ganado un “billete de honor” por mi conducta, disciplina, orden y puntualidad en el Liceo San Gregorio Magno, y que no le había respondido mal a ninguno de mis papás. Cuando ya estaba por empezar a redactar lo esencial de mi petición, mi madre me interrumpió:
—Vaya corriendo y me compra una cajita de uvas pasas, en la tienda de Doña Bertha.
Para no contradecir mi justificación de niño obediente y juicioso, tomé el billete que mi madre sacó de su delantal, bajé dos escalones, abrí el portón verde y salí corriendo hasta la tienda de la señora Bertha que quedaba una cuadra abajo de donde vivíamos. La tienda estaba llena y en las mesas pude ver a varias personas tomando cerveza. Con la caja de uvas pasas en una mano y las vueltas en la otra, regresé corriendo hasta la entrada de la fábrica. Siempre que salía se presentaba el problema de que el timbre estaba muy arriba para mi altura y necesitaba golpear muchas veces el portón metálico. A veces dejaba un palito, al lado de un poste, para que me sirviera de ayuda, pero siempre desaparecía. Después de varios intentos, me abrió mi padre que seguramente estaba ocupado recibiendo algún pedido al otro extremo de la fábrica.
—¿Dónde andaba? —me preguntó.
—Haciendo un mandado.
Mi padre me sobó cariñosamente la cabeza. Di varios pasos, subí los escalones de cemento, entré a la pieza y entregué a mi madre la cajita de color rojo. Presuroso volví a mi tarea. El olor que salía de la cocina me animó a escribir el regalo que tanto anhelaba. Describí el tipo de balón con detalle, para evitar que el niño Dios fuera a equivocarse y me trajera uno de plástico. Al final di las gracias y puse mi nombre bien clarito.
—¡Ya terminé la carta al niño Dios! —le grité a mi madre.
Ella levantó su cara, me miro con ternura y agregó algo digno de su amor infinito:
—Póngala debajo de la almohada, que el niño Dios recoge esas cartas cuando uno tiene sueños.
—¿Cuando uno está soñando?
—Sí —respondió—.
Doble la carta en cuatro mitades y le puse en los dos extremos un poco de goma para que conservara el porte de documento secreto. Enseguida volví a la cocina a buscar alguna prueba de esos manjares que preparaba mi madre únicamente en navidad. De un recipiente de vidrio, mi mamá extrajo una cucharada de dulce de mora y me la dio a probar. El olor a la canela se expandió en mi paladar.
—Es una pruebita —advirtió mi madre—. Espere a que esté la natilla.
Volví a la mesa del comedor y me puse a imaginar la realización de mi sueño. El niño Dios recogería esa noche mi carta, la leería con atención y, aunque yo sabía que no era tan pobre, haría una excepción o pondría mi carta de primeras, porque los motivos expuestos por mí eran una razón de peso. Algo para tener en cuenta. Yo no era tan pobre como Tibocha, pero sí más juicioso que él. En esos pensamientos andaba cuando mi madre me volvió a llamar para traer de la placita de mercado que quedaba cerca unas cosas que faltaban para el sancocho del veinticuatro. Me tocó hacer una lista, dictada y repetida varias veces por mi madre.
—Vaya donde la pecosa Helena, que ella tiene buen mercado—me advirtió—. Diga que es para la señora Saturia.
Repetí mi ruta de salida y esta vez, en lugar de tomar hacia el occidente, emprendí mi carrera hacia el norte de la ciudad. En mi rápido desplazamiento pude ver la pequeña puerta por la que descargaban el carbón para la enorme caldera que hacía hervir el jabón en los tanques enormes donde se fabricaba; observé en las ventanas de las casas vecinas los dibujos de Papá Noel y las luces eléctricas que decoraban los ventanales. Aminoré el paso y me entretuve un buen tiempo mirando las reses que descendían de los camiones y seguían el laberinto de los corrales del matadero. Muchas personas a lado y lado de la calle vendían y compraban diferentes productos. El bullicio parecía aumentar el jolgorio de las fiestas. A pleno día un hombre echaba voladores que al explotar en el cielo hacía que los gritos de los allí reunidos levantaran la voz como si fuera un brindis colectivo. Seguí hacia adelante y, a mano derecha, entré a una pequeña plaza. El puesto de la pecosa estaba como a la mitad del segundo pasadizo. Le pasé la lista y dije mi carta de presentación
—Es para la señora Saturia.
La Pecosa me miró y constató en mi rostro los rasgos de mi madre. Exhibió una sonrisa, procediendo luego a meter en una bolsa verde de plástico las yucas, los plátanos, la arracacha, unas mazorcas y unas papas. Después de empacado aquel mercado procedió a buscar un cuaderno cuadriculado donde apuntaba las clientes que tenían crédito. Me entregó la bolsa y como ñapa una manzana roja.
—Es porque estamos en navidad —me dijo.
Retorné a la fábrica a toda carrera. Cuando le conté a mi madre del regalo de la manzana me dijo que el niño Dios a veces tomaba la forma de personas común y corrientes.
—Son como pequeños regalos adelantados.
Me acomodé a los pies de mi cama y disfruté la manzana, una fruta que pocas veces teníamos en nuestra mesa. Allí sentado me imaginé llegando al parque con mi balón nuevo, mirando cómo otros niños venían hacia mí para pedirme que los dejara jugar y yo eligiendo a los que formaran parte del equipo de esa tarde. Me estiré un poco en la cama y revisé que la carta estuviera donde la había dejado horas antes. Todo parecía correcto. Después me entretuve un buen tiempo jugando a indios y vaqueros con muñecos de plástico que mi madre me iba comprando poco a poco.
En la fábrica los empleados salían a las cinco de la tarde. Después, el enorme espacio de aquel lugar quedaba a mis anchas. Mi padre seguía terminando sus labores y empacando en bolsas jabón de bola, para la venta al detal. Yo lo iba a acompañar unos minutos hasta que mi madre me llamaba para que fuera a traer el pan del otro día. Por supuesto, eso era después de terminar la radionovela. Salía entonces corriendo hasta una panadería que quedaba por la calle décima, arriba de la carrera 28. Se llamaba ICOPAN y vendían mogollas rellenas de bocadillo y un pan coco muy delicioso.
—Como mañana voy a hacer masato, traiga además tres mantecadas.
Al oír esas dos palabras juntas, el masato y la mantecada, me llené de una alegría adicional, porque esa era otra de las razones por las que me gustaba diciembre. Únicamente en esas fechas mi madre preparaba masato, y era tan rico combinarlo con los bocados de mantecada que vendían en esa panadería de altas y surtidas vitrinas.
—Que le empaquen aparte las mantecadas —me advirtió mi madre—, sacando del delantal unas monedas.
Salí corriendo calle arriba. Pasé la gran avenida, volteé a la derecha y subí por la calle décima hasta entrar a la panadería. Allí atendieron la solicitud. Me entretuve mirando unas galletas decoradas con figuras navideñas y varias repollas que, una vez, me habían comprado con un jugo de curuba en leche. Pagué, me devolvieron otras monedas y salí a toda carrera hacia la casa. Las luces de colores en las ventanas y las guirnaldas plateadas en los almacenes parecían encender aún más mi alegría. Varios niños jugaban balón en el parque. Vi a Aldana, uno de mis compañeros, y a Murillo, pero preferí pasar rápido sin que ellos se dieran cuenta. Golpeé con mis manos el portón verde y, a los pocos segundos, apareció mi padre. Entré de una vez a la pieza donde dormíamos y fui a entregarle a mi madre las dos bolsas de pan. Yo quería probar las mantecadas.
—Déjela para mañana, que eso sabe mejor con el masato.
Pero como mi mamá se dio cuenta de mi ansiedad, cortó con el cuchillo un pedacito de mantecada y me la entregó como si fuera un premio por haber hecho el mandado tan rápido.
—Pruebe, o si no se le totea la hiel —comentó, sonriente.
Esa noche, después de tomarnos una maizena con pan, mi padre me contó que cuando niño lo único que le traía el niño Dios era ropa.
—Y eso en ocasiones especiales —agregó—. Muy de vez en cuando.
Mi madre, que estaba planchando, corroboró lo dicho por mi padre, diciendo que en esas épocas lo que a veces daban eran unas muñequitas de carey, que vendían en el pueblo de San Juan.
—Lo que a uno lo hacía feliz no eran los regalos, sino la comida que le daban en todas las casas de la vereda, por esas fechas —comentó mi padre—. Daba gusto recibir morcillas en una parte, chicharrones en otra, tamales allí, bizcochuelos más allá…
Después de que mi mamá acabó de planchar me fui a bañar los dientes y me dispuse para acostarme. Yo sabía que ese día el niño Dios se llevaría mi carta y en la noche del veinticuatro, debajo de mi cama encontraría el balón de cuero. Entre sueños escuché a mis padres seguir conversando.
Lo primero que revisé al despertarme fue mi almohada. Nada había debajo. El niño Dios ya tenía en sus manos mi petición. Desde la cama le grité a mi madre dicho descubrimiento.
—¡Ya se llevó la carta, mamá…!
—Me alegra, mijo, esa es una buena señal…
Corrí a bañarme cuanto antes. El agua fría de la ducha no me resultó tan helada como en otros días. La emoción me llevó a imaginarme el día veinticinco de diciembre cuando llegara al parque con mi balón nuevo, para estrenarlo, mostrándoselo a los otros compañeros del Liceo y organizando el equipo para el partido de esa tarde. Hasta me vi marcando un golazo de tiro directo, pasando por las piernas de Díaz, López y Villaveces. Enseguida de bañarme pasé a desayunar en compañía de mi papá.
—¿Y qué le pidió al niño Dios? —me preguntó sonriente.
—Un balón de cuero —le respondí entusiasmado—. De los profesionales.
Mi padre apuró otra cucharada de caldo, levantó sus ojos y me observó con cariño.
—Ojalá el Niño Dios alcance a llegar hasta este barrio.
—Yo creo que sí, porque anoche recogió mi carta.
—Lo importante es que algo le traiga, mijo —agregó—. Mejor la gratitud que la sorpresa.
Yo le dije con la cabeza que sí, pero en mi corazón no perdía la esperanza de que el obsequio fuera mi balón. Además, el niño Dios volaba como el viento, tan rápido que podía en una sola de sus salidas dejar debajo de la cama de los niños miles y miles de regalos. Mi padre terminó de desayunar, se despidió de nosotros y salió a atender los asuntos de la fábrica. Mi madre me invitó a terminar el chocolate, lavarme los dientes y ayudarle a arreglar nuestra pequeña habitación.
—Tienda la cama, barra, y prepárese porque vamos a comprar vino y galletas.
Me puse alegre con esa noticia. Uno de los ritos decembrinos que hacía en compañía de mi madre consistía en comprar esos dos símbolos de navidad: las galletas y el vino. Para ello nos dirigíamos a una bodega inmensa situada a una cuadra arriba de donde vivíamos y, allí, adquiríamos las “Caravana”, una caja de color amarrillo que solo aparecía en estas festividades. Después, caminábamos unas cuadras hacia el sur, en donde quedaba las Bodegas del Rhin, allí mi madre compraba una botella de un moscatel de pasas. Luego retornábamos a la casa. Mi padre nos recibía con una sonrisa, pero al ver la bolsa que traía yo y la otra que portaba mi madre, soltaba una frase que le escuché repetir con frecuencia:
—Mija, hay que ahorrar todo lo que se pueda.
Mi madre le daba un beso y entrábamos con ella a la pequeña pieza. Con una voz entre juguetona y amable le respondía a mi papá.
—Son para el niño…
Al entrar a la pieza mi mamá me invitaba a abrir el paquete amarillo. Yo buscaba las galletas que más me gustaban; unas redondas de chocolate rellenas de crema blanca. Apenas tenía la galleta en mi mano, mi madre destapaba la botella de vino, sirviéndome un trago en una copa de aguardiente.
—Solo porque estamos en navidad —me decía—, sirviéndose ella otra copita de ese licor café rojizo.
Me gustaba ir combinando un sorbo de vino con un bocado de la galleta. Durante ese tiempo, aprovechaba el momento para decirle a mi mamá lo feliz que sería si el niño Dios me regalara el balón de cuero, y que no por eso iba a dejar de ser juicioso en el estudio. Mi madre me escuchaba con ojos amorosos.
—Hay que tener fe, mijo. La fe mueve montañas.
Como en esos días estaba de vacaciones del Liceo aprovechaba el tiempo para ir a ver televisión donde los Garzón, unos de mis compañeros de estudio. Allí en esa casa taller, disfrutaba las películas de Tarzán y una serie que me encantaba, “Bonanza”. O me iba a jugar con los hijos de la señora Idally, la modista de mi mamá, quienes tampoco tenían televisión, pero en cambio poseían una lotería y un parqués. Claro está que lo que más deseaba era encontrarme con Salazar y Bolívar, en el parque, para nuestra vuelta a Colombia por los sardineles de los andenes con tapas de gaseosa, pero mi madre no me daba permiso. La otra cosa que me llenaba de felicidad era ir con mi papá a cine, aunque ese plan se daba de manera excepcional.
Siempre era en domingo, después de almorzar. Asistíamos al teatro Encanto o al San Jorge, a ver a Cantinflas o a Jorge Negrete, pero lo que más nos encantaba eran las películas del oeste. El plan consistía en, antes de entrar a ver la película, comprar una bolsa de “piquitos” y una colombina “charms” para que me durara toda la película. Luego nos veníamos caminando hasta la casa. Mi padre me hablaba sobre sus historias de niño cuando fue boga y pescador en el río Magdalena. Generalmente, antes de llegar a la fábrica, mi padre se detenía en una cafetería situada diagonal a la iglesia y allí le compraba a mi madre unos merengues que le gustaban. Yo no paraba de contarle a mi mamá la película que acabábamos de ver, mientras en la radio Santafé se escuchaba la música distintiva del programa “La hora de los novios”.
El tan esperado veinticuatro de diciembre comenzaba con un desayuno que mi madre lo llamaba “especial”, porque incluía además del chocolate y el pan, unos envueltos de mazorca rellenos de cuajada. A mi padre le gustaba repetir ese manjar, elogiando la sazón de mi mamá. Mi mente no paraba de contar las horas que faltaban para la llegada del niño Dios. Ese día me mostraba más colaborador que de costumbre y estaba atento a todos los mandados que me solicitaran. Mi padre aprovechaba la tarde libre de ese día para mandarse peluquear y hacer algunas diligencias de último momento. Yo me quedaba con mi madre colaborándole a preparar el almuerzo de ese día, otra delicia navideña: el sancocho tolimense.
—Vaya, hasta donde la pecosa y me trae dos tomates bien maduros.
No sé cuántas más correrías hice en ese día, pero mis pies no sentían ningún cansancio. Yo estaba seguro de que el niño Dios ya me tenía separado mi regalo. Por eso creo que el apetito me aumentó a la hora del almuerzo y pude comerme toda la costilla que me sirvieron y el arroz atollado y el caldo y la yuca y el plátano con ese hogao tan exquisito. Lo mismo hizo mi padre, quien también dejó los platos limpios. Mi madre estaba feliz de vernos comer así. Los sonidos lejanos de unos voladores sirvieron de postre al sancocho.
—Empezó la fiesta —dijo mi padre—. Comenzaron temprano este año.
A mí me gustaba echar pólvora, pero mis padres me la prohibían.
—Eso es quemar la plata —afirmaba serio mi papá.
Las horas parecían ir muy lentas. Hacia la mitad de la tarde mi madre me dijo que la acompañara hasta donde la señora Bárbara, una mujer delgadita que tejía en paño. Después de arreglarse y cambiarse de ropa, salimos con ella hacia arriba de la calle 11, buscando el sector más comercial del barrio Ricaurte. La carrera 28 estaba llena de gente, vendedores, niños y adultos caminando en doble vía. La música decembrina sonaba a todo volumen y en más de un local “La paloma guarumera” salía de los bafles que estaban a la entrada de los establecimientos. Mi madre llegó al sitio de la señora Bárbara, conversaron unos minutos, y ella le entregó una bolsa que tenía guardada. Pasamos luego por la Droguería Social. No sé qué más compraría mi madre, porque yo estaba entretenido mirando la caseta de venta de pólvora en la esquina del parque. No muy lejos podía ver los voladores, las rodachinas, las cajas de luces de bengala y los volcanes de diverso tamaño. Al lado de la caseta dos canecas verdes, tan altas como las que había en la fábrica, servían de guardianas del pequeño local. Cuando mi madre salió de la droguería, le lancé una petición que más parecía un lamento:
—Mamá, al menos cómpreme una cajita de luces de bengala.
—No, mijo, mire que a varios niños se les enredan esas bengalas en el pelo.
Yo insistí, pero mi madre se mostró inflexible. Sin embargo, ya llegando a la otra esquina del parque, donde estaba ubicada otra caseta, lancé de nuevo mi ruego:
—Bueno, al menos cómpreme de navidad algo para celebrar esta noche…
Mi mamá no dijo nada. Cruzó la calle y fue hasta el pequeño sitio de venta de pólvora. Allí estaban exhibidos en una mesa las mechas, los buscaniguas, las sirenas, los volcanes… y colgados atrás los totes y las rodachinas, y en el piso los voladores y otros artefactos pirotécnicos. Mi madre observó con cuidado y, al final, me compró dos volcanes, de los más pequeñitos. Me puse feliz, a pesar de que ansiaba las luces de bengala. Enseguida volvimos a la casa. Mi padre nos abrió el portón. El sonido de la pólvora empezaba a oírse muy cerca. Después de comernos un tamal, que mi papá tenía por costumbre comprar para esas fechas, y acompañarlo con chocolate y pan, salimos a la calle a ver a los vecinos celebrar el veinticuatro.
Si uno miraba hacia arriba veía la cantidad de niños moviendo sus brazos con las luces de bengala, mientras otros saltaban de un lado a otro, porque alguien había prendido un “marranito” y no se sabía bien para dónde tomaba rumbo. El cielo se iluminaba con el destello de los voladores y en algunas partes era incesante el ruido de las mechas o el estallido de los torpedos. Cuando uno miraba hacia abajo no era tanta la algarabía ni el resplandor de la pólvora, pero se podía ver los que quemaban totes, los que amarraban una esponjilla con una cabuya, para luego prenderle fuego y hacerla girar como un rejo multicolor. Mis padres saludaban a los vecinos y los niños de la cuadra celebrábamos en común lo que era escaso para cada uno. Los Garzones podían echar “helicópteros” o darse el lujo de apuntillar en un palo de escoba cinco rodachinas que al prenderse la primera iba encendiendo la segunda en un espectáculo maravilloso. Así estuvimos por lo menos una hora, hasta que me animé a quemar mis volcanes. Mi padre estaba atento a mis movimientos.
—Agáchese, préndalo con la vela y apártese de una vez…
Por unos segundos la mecha del volcán parecía extinguirse, pero luego brotaba de aquel pequeño cono una explosión plateada de chispas, estrellas, fuego en miniatura. Apenas eran unos segundos, pero yo saltaba de la emoción, haciendo una ronda alrededor de aquel artefacto que poco a poco dejaba de expulsar aquellas luces fascinantes. Estos volcanes no explotaban al final, como si lo hacían los de pólvora “Mariposa”, más nada de eso me importaba en esos momentos. Apenas terminó el primero encendí el segundo, feliz de mi pequeña fogata multicolor. Como estaba haciendo bastante frío, estuvimos otros minutos en la calle, hasta que mi padre nos dijo que era mejor entrarnos.
Para cerrar el día comimos natilla, escuchamos música en el radio… nos tomamos otros vinitos, casi que acabamos la caja de galletas y como a eso de las diez nos acostamos. Mi mente y mi cuerpo sabían que el niño Dios llegaría a visitarme esa noche. Quise dormirme rápido, pero la emoción me desveló. El ruido de la pólvora no paraba de sonar. Por la pequeña ventana que daba a la calle se podía ver en el cielo el destello de los voladores de luces, esos que no explotaban, pero formaban figuras hermosas, como si fueran magos fugaces que pintaran en la noche.
Al despertarme al otro día, lo primero que hice fue mirar debajo de la cama. Vi un papel regalo en forma redondeada y otro paquete envuelto en papel de navidad. La dicha se me agolpó en la garganta.
—¡Vino el niño Dios! —grité—. ¡Sí pasó por aquí!
Mis padres sin levantarse de la cama me vieron llegar con los dos regalos.
—Abra a ver qué le trajo el niño Dios —dijo mi padre.
Mis manos tomaron el regalo redondo. Lo abrí con rapidez. Sí era un balón, pero plástico, de esos grandes con rayas rojas. Mi sorpresa se transformó en tristeza. Mi mamá notó mi desilusión.
—¿No era eso lo que le había pedido?
—Sí, era un balón, pero yo quería uno de cuero —respondí—, poniendo en mi voz un tono de reclamo.
—Eso pasa, mijo, no siempre lo que uno le pide al niño Dios es lo que le trae —interrumpió mi padre.
—¿Y qué será el otro regalo? —agregó mi madre.
No tan entusiasmado como la primera vez comencé a abrir el otro paquete que, por el tacto, parecía ropa. Mi intuición se confirmó: era un chaleco de lana azul.
—Felicitaciones —dijo mi padre—, extendiendo los brazos e invitándome a acomodarme entre ellos dos. Me abrazó con fuerza a la par que me acariciaba la cabeza.
—De pronto el otro año el niño Dios sí le cumple sus deseos…
Yo dije que sí con la cabeza, pero tenía como ganas de llorar. Con este ya llevaba dos años en que no se cumplían mis peticiones. A lo mejor el niño Dios solo le cumplía las promesas a los más pobres de la ciudad, o se había equivocado de dirección, porque yo creo que no era el único que pedía pelotas para jugar, o por ser tantas las solicitudes se había agotado la existencia de balones de cuero en el cielo.
—Al medio día vamos a comer pollo asado —me confesó mi padre—, a ver si con eso se le quita un poco la tristeza.
Ese malestar en el corazón no se me pasó de una vez. Pero al estar en medio de los brazos cariñosos de papá y mamá e imaginar que pronto saborearía las alas tostadas del pollo que vendían en El Semáforo en rojo, me ayudó a recuperar la alegría de aquellas fiestas navideñas.
Una buena manera de ejercitarse en la escritura argumentativa de largo aliento es empezar a redactar ensayos de una página. Esto no solo ayuda a que el estudiante comprenda mejor las particularidades de esta tipología textual, sino que es una buena estrategia didáctica para que el profesor haga en verdad una corrección puntual sobre la producción del estudiante. Lo que sigue, entonces, es una guía para escribir un miniensayo, que puede profundizarse o estudiarse con mayor amplitud en mi libro Las claves del ensayo.
Primer paso
Elija un tema (bien sea señalado por algún profesor o según determinado compromiso académico), y redacte un primer párrafo en el que se muestre de manera explícita la tesis de lo que va a ser su miniensayo. La tesis debe estar destacada entre comillas. Tenga en cuenta lo siguiente: este es el primer párrafo de los cuatro que constituyen su escrito; en consecuencia, trate de elaborarlo en función de lo que va a ser luego el desarrollo de su texto argumentativo. No es un párrafo suelto o desligado.
Pistas sobre cómo presentar la tesis en un ensayo
Primera: Piense bien el tema. No se lance a redactar lo primero que se le ocurra. Investigue. Lea. Consulte. Recuerde que la tesis debe ser medianamente novedosa. Segunda: La tesis no puede ser tan extensa. Debe ser puntual. No la explique, ya tendrá tiempo de argumentarla en los párrafos siguientes. No se alargue demasiado si no quiere perder la contundencia de su tesis. Tercera: La tesis es la promesa que el ensayista hace al lector. Es una especie de apuesta intelectual a la que luego deberá dar soporte y aval suficientes. En cuanto promesa, hay que dimensionar su alcance. No prometa cosas que luego no podrá cumplir. Cuarta: La tesis debe ser interesante. Busque que ese pequeño párrafo cautive a un posible lector. El interés puede provenir de un asedio al tema poco explorado; de una relación inadvertida o de una postura crítica a lo dado por hecho. Si no hay ese esmero por hacer atractiva o sugestiva la tesis el hechizo de atrapar la atención del lector se perderá desde el inicio. Quinta: No confunda la tesis con un derroche de emociones o una declaración de corte testimonial. Tenga en mente que está empezando a escribir un texto argumentativo y, en consecuencia, deberá apelar más a razones que a sentimientos. La tesis es una afirmación que usted tendrá que defender lógicamente, así como los abogados o los filósofos. En este sentido, la tesis exigirá un esfuerzo de su inteligencia, un ejercicio del pensar con lucidez y una paciente labor de sopesar y tejer juicios.
Segundo paso
Con base en la tesis (aprobada por el profesor) escriba el segundo párrafo de su ensayo, usando por lo menos un argumento de autoridad. Recuerde que estos argumentos deben servir de soporte a su tesis. Los argumentos de autoridad son su respaldo conceptual; para ello debe consultar fuentes bibliográficas y encontrar una cita o un apartado que esté en consonancia con su planteamiento de base. Tenga cuidado en la manera como engarza la voz de otros autores con su propia voz. No deje las citas desconectadas o desligadas de las otras partes del párrafo. Siga la normatividad de citación prevista para tal fin (APA, ICONTEC).
PISTAS SOBRE EL USO DE ARGUMENTOS DE AUTORIDAD
UNO: Los argumentos de autoridad deben ser pertinentes con la tesis del ensayo. El autor o la cita de autor traída a colación tienen que emplearse para reforzar o avalar la tesis objeto de su ensayo. Lo que hace que el argumento de autoridad sea pertinente no es la figura convocada, sino su directa relación con la tesis. DOS: Los argumentos de autoridad necesitan encajar o articularse con la tesis. Es recomendable apropiar la cita, darle carta de ciudadanía en su línea argumentativa. A veces, esa apropiación se hace antes de incluirlas y, en otros casos, después de presentarlas. Precisamente, los conectores lógicos son de gran ayuda para hacer este zurcido de los argumentos de autoridad con la tesis de nuestro ensayo. TRES: Cuide la extensión de los argumentos de autoridad empleados. No caiga en el error común de hacer tan larga la cita que termine ahogando sus propias ideas. Y cuando sea estrictamente necesario incluir un argumento de autoridad in extenso, puede parcelarlo o irlo incluyendo en su discurso por partes, siempre dialogando con él, evitando perder su tesis por un exceso de las citas anexadas. Seleccione muy bien las citas más significativas, las sustanciales para su estrategia argumentativa. CUATRO: Use las notas a pie de página cuando sea estrictamente necesario agregar una información adicional para enriquecer su argumentación. Las notas a pie de página son el lugar apropiado para incluir esas citas que por su valor estratégico para su fundamentación merecen tener una voz en su ensayo. Puede también utilizar las notas a pie de página como una reserva de argumentos de autoridad. En este caso, aunque están puestos en un espacio aparte, su verdadera utilidad es la de servir como una segunda línea de refuerzo a su planteamiento.
Tercer paso
Elaborado el párrafo de autoridad (revisado y aprobado por el profesor) escriba el tercer párrafo de su ensayo, usando por lo menos un argumento de analogía. Tenga presente que va a valerse de una comparación a partir de la cual resulta más ilustrativa su tesis. Medite bien de qué otra realidad (semejante, equivalente), podría valerse para argumentarle al lector lo fundamental de su planteamiento.
PISTAS SOBRE EL EMPLEO DE ARGUMENTOS CON ANALOGÍAS
UNO: La analogía elegida debe presentar una similitud entre su tesis y otra realidad que, por ser más conocida, genera un mayor convencimiento o aporta más evidencia a lo que usted desea presentar. Para que la comparación sea consistente o tenga fuerza argumentativa debe atender al mayor número de características posibles. No es un mero símil sino un razonamiento que saca provecho de las propiedades compartidas por los dos sistemas comparados. DOS: Cuando emplee la analogía como medio de argumentación en su ensayo procure ampliar o enriquecer el sistema de semejanzas seleccionado. No es suficiente con mencionar una afinidad o un parecido. Recuerde que la analogía es uno de los recursos fecundos de la invención y, como tal, lo obliga a explorar las relaciones o las correspondencias entre realidades heterogéneas. TRES: No olvide elegir las características más relevantes de la realidad conocida que le van a servir para darle consistencia a su tesis; use el peso de lo evidente de la segunda relación para terminar aclarando lo medular de su ensayo. No traiga a colación sutilezas o minucias poco sabidas o demasiado abstractas.
Cuarto paso
Concluido el párrafo de analogía proceda a redactar el párrafo final de su miniensayo. Recuerde que no se trata de hacer un resumen de lo dicho, sino de reforzar o darle nuevos bríos a la tesis presentada. Subraye algunos de sus argumentos más importantes, ponga sobre la mesa nuevas implicaciones o lleve al lector hacia consideraciones inéditas. No asuma este párrafo como algo menor o secundario; el último párrafo es la carta definitiva de su argumentación.
Quinto paso
Finiquitados los cuatro párrafos haga una revisión de los conectores empleados, tanto al interior de cada párrafo como aquellos que sirven de enlace entre ellos. Fíjese en la secuencia de esos conectores y si mantienen una secuencia lógica. Revise la continuidad en la argumentación a lo largo de todo el texto. Aproveche esta revisión para hacer ajustes en la puntuación y en la precisión semántica de algunos términos que le resulten ambiguos o poco claros.
USOS BÁSICOS DE LOS CONECTORES LÓGICOS
Para recapitular o resumir: como se indicó, con todo esto, de lo que llevo dicho, en conclusión, en concreto, en definitiva, lo dicho hasta aquí, todo esto significa que, ya he señalado, volvamos a…
Para hacer un énfasis o subrayar una idea: conste que, en otras palabras, hemos de realzar, insisto en que, mejor aún, mejor dicho, pero más todavía, quiero insistir en, reitero que, todavía más…
Para ejemplificar o ilustrar: en el caso de, como caso típico, este es un buen ejemplo de, ilustremos lo dicho, observemos cómo, por caso, me sirvo de esta caricatura para, sirva de ilustración, verbigracia…
Para dar continuidad o hacer una transición en el discurso: a continuación, a esto se añade, ahora bien, ahondemos más, así que, como se indicó, con esto en mente, de acuerdo con, de lo anterior, desde luego, es oportuno ahora…
Para señalar un orden temporal o una secuencia: a continuación, al inicio, al principio, comencemos con, de lo anterior, desde entonces, después, en primer lugar, en últimas, entonces, más tarde, por último…
Para contrastar o hace evidente una antítesis: a diferencia de, cosa distinta es, de otro lado, en cambio, inversamente, no acontece lo mismo con, por el contrario, sin embargo, hay un contraste entre…
Para presentar una semejanza o establecer una relación: algo parecido ocurre con, así mismo, así como, compárese, de manera análoga, hay una paridad entre, de parecido modo, igualmente, es obvio el parentesco entre…
Para inferir o concluir un razonamiento: a causa de ello, así que, como consecuencia, como resultado, en conclusión, de acuerdo con, de ahí se infiere que, de ellos resulta que, es por esto que, por ello, por tanto, se deduce que…
Para admitir o conceder la razón: aceptando que, admitamos que, concedido todo esto, estoy de acuerdo con, hay que reconocer que, no discuto que, no niego que, si aceptamos que, verdad es que…
Para adicionar o agregar: a esto se añade, al lado de ello, además, hay más todavía, me queda por añadir, otra circunstancia, otra consecuencia, otro ejemplo, pero hay más, por añadidura, y además…
Para explicar o exponer algún asunto: a causa de ello, ahondemos más, así las cosas, cabe señalar, comencemos con, con esto en mente, de lo que llevo dicho, de este modo, desde otro punto de vista, empezaré por, es decir…
Para indicar una relación espacial o un contexto: al lado de, al margen de, aquí observamos, bajo esta perspectiva, desde este ángulo, llegados a este punto, pero dejando de lado, por esta vía, por otro lado, veamos de cerca…
Para justificar una omisión o evitar un malentendido: con esto no quiero decir que, dejando de lado, entiéndase bien, mas no se crea que, no diré que, no hay necesidad de, no me referiré a, no se crea que, pudiera creerse que…
Para hacer una advertencia o prevenir sobre algo: a menos que, adviértase que, aunque en realidad, empero, excepto que, no es fortuito que, no se olvide que, salvo que, si aceptamos que, sin embargo…
Sexto paso
Revise el título y mire si está en sintonía con la tesis de su miniensayo. Pase a limpio el texto definitivo y envíeselo a su profesor. Esté atento a las posibles correcciones o sugerencias. Analice sus posibles errores y mire en qué etapa del proceso tiene mayores debilidades. Recuerde que la escritura se mejora con cada nueva versión elaborada. Haga las enmiendas necesarias y vuelva a compartir el texto con su profesor.
“El tiempo que perdiste por tu rosa hace que tu rosa sea tan importante”. Ilustración de Federico Avella.
Ana Luisa: Por lo que noto, andas muy ocupada en este mes…
Karen: Sí, no te imaginas cuánto. Esto de la pandemia nos ha duplicado el trabajo a los maestros. Estoy, lo que se dice, agotada.
Ana Luisa: Pues yo ando lo mismo. Haciendo mi trabajo secretarial desde la casa. Y en hogar…
Karen: Igual yo. Y como tuvimos que prescindir de la muchacha que venía los tres días a ayudarme, me ha tocado repicar y andar en la procesión.
Ana Luisa: Ojalá el otro año podamos volver a la normalidad… aunque, por lo que he visto en la televisión, lo único cierto es la incertidumbre. ¿Y a ti ya te confirmaron tu trabajo en el colegio para el próximo año?
Karen: No. Es la primera vez que estamos a la expectativa. Hasta el otro año lo sabré, dependiendo de cuántos estudiantes se matriculen. Pero, confiando en Dios, lo más seguro es que siga allí…
Ana Luisa: Eso espero. Yo sé que tú eres una maestra excepcional, y no te dejarán ir por nada del mundo.
Karen: Confío en que sea así, pero con esta pandemia uno tiene que estar dispuesto para lo inesperado…
Ana Luisa: ¿Ya hiciste el arbolito?
Karen: Con ganas. Me dedicaré a eso el próximo domingo. Lo hago por los dos pequeños que ya me han preguntado si este año habrá niño Dios…
Ana Luisa: Ni que se hubieran puesto de acuerdo con mi hija. Por ahí la vi escribiendo una carta para Papá Noel. Ha estado como triste por momentos, y no es para menos. Aquí encerrada la mayor parte del tiempo, sin poder salir a jugar cuando ella quiera, metida en el computador tantas horas… Y ni qué decir de Juliana, que ha estado con un genio de los mil demonios… irritable, deprimida, enconchada. Y quién no va a estar así, si no ha podido salir a rumbear, a verse con su amado tormento, ni andar de centro comercial con su grupo de amigas…
Karen: No ha sido fácil para los niños y los adolescentes estos nuevos comportamientos que trajo el covid-19. Pero, como decía mi madre, al mal tiempo buena cara.
Ana Luisa: No hay de otra… Y por eso es que te llamo, para que me des una manita con lo de los regalos…
Karen: En lo que pueda, con el mayor de los gustos. Aunque si es para cosa de ropa, lo mejor es preguntarles a ellos…
Ana Luisa: No, es sobre un consejito para unos libros… porque, quién mejor que tú, la experta en español y literatura, para recomendarme unas cuantas obras… Pero, te advierto que el presupuesto está muy limitado…
Karen: No tienes que recordármelo. Hoy, más que nunca, es necesario saber invertir los pocos pesos…
Ana Luisa: Yo quiero darle a Nelly un libro que, además de ser entretenido, le sirva para su propia vida… Y que esté dentro de mi presupuesto…
Karen: ¿Y ya tienes alguno en mente?
Ana Luisa: Mi hermana Inés me habló de uno, que es ilustrado, El Principito, de un autor todo raro de escribir y pronunciar…
Karen: Antoine de Saint-Exupéry.
Ana Luisa: Ese, sí. Que era un aviador…
Karen: Un aviador filósofo… Me parece una excelente elección…
Ana Luisa: ¿Y por qué crees que le va a gustar a mi chiquita?
Karen: Por muchas cosas, apreciada Luisa… Porque además de estar escrito en un lenguaje claro, cercano, directo, habla de cosas profundas como el sentido de la amistad, el para qué de la existencia y es un canto a no perder ese niño interior que está dentro de nuestro corazón y que, por este afán o este estrés con el que vivimos, lo vamos sepultando o relegando.
Ana Luisa: ¿Pero es un libro sólo para niños?
Karen: Fíjate que ese es otro de los encantos de esta obra. Puede ser leída por un niño y también por un joven o un adulto. A todos les interesará porque lo que late en el fondo del libro son esas preguntas esenciales sobre la comprensión de la vida…
Ana Luisa: ¿Tú lo has trabajado con tus alumnos?
Karen: Siempre. Es uno de esos libros “clásicos”. Me gusta contagiar a los niñas y niñas del valor de hacerse preguntas, de no renunciar como El principito a interrogar, a indagar a todos aquellos que los rodean… Y me fascina que ellos, a la par que van leyendo el libro, se pregunten si tienen una flor a quien cuidar, un cordero a quien proteger, un zorro para “domesticar…”
Ana Luisa: ¿Todo eso contiene ese libro?
Karen: Lo que pasa es que está dicho con sutileza, con un lenguaje aparentemente infantil; pero si uno se adentra en el contenido de la obra descubrirá lecciones profundas sobre la importancia de aprender a establecer vínculos, el valor que tienen los rituales, la banalidad del poder, y un secreto que es como la consigna de oro de todo el libro: “lo esencial es invisible a los ojos…” y por eso “hay que buscar con el corazón”.
Ana Luisa: Muy bonito…
Karen: Yo he aplicado eso para mi vida… “Lo más importante es invisible”. Y quizá la autenticidad de los niños radica en esa forma de ver el mundo a partir de lo que siente su corazón…
Ana Luisa: Las famosas corazonadas…
Karen: Algo así. Pero el libro, querida Luisa, pone el acento también en la importancia de explorar en todos los sentidos… que no nos privemos de sentarnos a mirar una puesta de sol, que tengamos la paciencia para aspirar las flores y comprender, así no seamos pequeños, que “es preciso soportar dos o tres orugas si queremos conocer las mariposas”.
Ana Luisa: De acuerdo, no hay felicidad en la vida sin algunas lágrimas en el camino…
Karen: Me encanta en clase proponerles a mis estudiantes un juego sobre a quién desean domesticar…
Ana Luisa: ¿Una mascota?
Karen: No. A alguien de la clase o a algún conocido… Es que en el libro se habla de eso, de lo vital que resulta “crear lazos”, de entender el sentido de los ritos cuando entramos en contacto con otra persona… O, mejor dicho, de lo que hay detrás de la expresión, “cultivar una amistad”.
Ana Luisa: Con todas esas cosas que me dices, voy a tener que comprar dos libros, uno para Nelly y otro para mí…
Karen: Será un excelente regalo navideño…
Ana Luisa: ¿Y es costosito?
Karen: Hasta donde sé, hay ediciones buenas y no tan caras… Yo conseguí una para mis clases que tiene ilustraciones desplegables… Es preciosa.
Ana Luisa: ¿Qué haría yo sin amigas como tú?
Karen: Eso digo yo, qué sería de mi vida sin una amistad como la tuya de tantos años… Eso es como un regalo de la vida. Los amigos son los hermanos elegidos. Y yo te considero mi hermana del alma.
Ana Luisa: No me digas esas cosas, porque tú sabes que soy muy llorona…
Karen: Ay, Luisa, pienso que nuestra amistad sigue intacta porque tanto tú como yo hemos cuidado esta relación; porque al igual que El Principito con su rosa, hemos sabido proteger nuestra fragilidad.
Ana Luisa: Ya me hiciste llorar…
Karen: No, señora… Estamos en Navidad. Por eso, te mando un abrazo fuerte, así sea por este medio, mientras llega el tiempo de encontrarnos cara a cara…
Ana Luisa: Es lo que más deseo, y muy pronto. Saludos a todos… Cuídate mucho.
Karen: Igual tú. Y no dejes de mirar las estrellas…