La investigación consiste o se manifiesta en no estar conformes; en no quedar satisfechos con las primeras respuestas que nos dan; en no estar contentos con el orden de cosas establecidas. La actitud básica de un investigador es la de sospechar, dudar, hacerse preguntas, continuadas preguntas.
La investigación es una actitud personal que se manifiesta en una voluntad de análisis, de escrutinio. Es una actitud personal que nos lleva a fijarnos en los detalles, a estar intrigados por el mundo, los hechos, los acontecimientos. Y también es una disposición a asumir riesgos, contingencias, azares; y por eso mismo resulta fascinante explorar, lanzarse a la aventura.
La investigación es una actitud personal de ser fisgones, de meter las narices, de ser impertinentes; de tener frente a los diversos escenarios de la vida una postura o una perspectiva de detectives, de sabuesos que andan tras la resolución de enigmas, de problemas. Porque se tiene perspicacia es que se escudriña, se husmea, se examina, se observa mucho. En síntesis, investigar es mantener viva la curiosidad.
La investigación es un modo de conocer
La investigación es un modo de conocer en el que hay que salir a mirar, a experimentar, a confrontar las ideas que tenemos sobre algo o alguien; un modo de conocer que, en muchos casos, pone en cuestionamiento las primeras impresiones de nuestros sentidos. Un modo de conocer que implica cotejar fuentes, confrontar, contrastar, rastrear las diversas maneras de aproximarse a un hecho, un tema, un problema; un modo de conocer que rompe la magia sugestiva de las creencias o el sentido común; un modo de conocer en el que importan más las incertidumbres que las certezas.
La investigación es un modo de conocer gestado en la idea de que se pueden seguir indicios, huellas, síntomas de algo. Precisamente, investigium es eso: seguir las huellas de los pies, seguir el rastro.
La investigación es un modo de conocer no contento con dictámenes como el de “esta es la única verdad…”; un modo de conocer anclado principalmente en la razón, aunque también en la intuición; un modo de conocer que capitaliza la experiencia; un modo de conocer que desconfía de las verdades absolutas y definitivas.
La investigación es una práctica académica
La investigación es una práctica que adquiere densidad, sistematización y legitimidad especialmente en el mundo académico; es allí en donde tiene carta de ciudadanía y toma la concreción de protocolos, formatos, guías, metodologías, instrumentos. Una práctica académica en la que hay estadios, etapas, medios de control y un tipo particular de acompañante para llevar a cabo esa tarea: el tutor de investigación.
La investigación es una práctica académica en la que no solo hay que cumplir con requisitos y formatos, sino acceder a rituales específicos: la presentación de avances, la sustentación ante jurados. Una práctica académica soportada o anclada en el dominio de formatos especiales de escritura, en el conocimiento y experticia de normas de presentación, en la suficiencia de un lenguaje riguroso, justificado, argumentado, coherente. Una práctica que exige pasar de la opinión gratuita al juicio razonado; una práctica que nos exige dar cuenta de las voces de la tradición para hacerlas consonantes con nuestra propia voz.
La investigación es una práctica académica que nos exige, en la mayoría de los casos, aprender a trabajar en equipo, a hacer consensos, a producir documentos colectivos, a disentir pero también a consensuar. Una práctica académica en la que los problemas de investigación se afrontan desde líneas, grupos, redes. Una práctica académica que no es idéntica a tomar clases; una práctica académica que nos exige cambiar el rol de estudiantes; una práctica académica que diferencia el nivel de estudio, asociándolo a los alcances de la misma investigación: investigación formativa en los pregrados, investigación aplicada en las especializaciones, investigación de las prácticas en las maestrías, investigación de punta en los doctorados.
La investigación es una práctica académica que nos confronta con publicar, con mostrar a otros lo que hemos investigado. Una práctica académica que implica asumir la mayoría de edad del pensamiento al configurarse en escritura.
La investigación es una estrategia para la innovación
Cuando se quiere innovar, cambiar, modificar, buscar alternativas a un problema, un proceso, una situación, la investigación es una estrategia primordial. Con ella, mediante ella, descubrimos otros modos de proceder, otras maneras de llegar a una solución, otras posibilidades de sortear una dificultad.
La investigación, como estrategia para la innovación, convoca a todos los recursos de la creatividad, de la imaginación, de la experimentación. Cuando usamos la investigación en esta perspectiva, siempre es una heurística (hallar/ inventar), una modalidad de la serendipia (descubrimiento causal o inesperado), una construcción de hipótesis y creación de escenarios. Es posible, entonces, la visualización, la prospectiva, el estudio de casos, la experimentación.
La investigación como estrategia de innovación presupone vincularla con los procesos de cambio en una sociedad, en una organización, en un contexto determinado. Y esto demanda emparejar la lógica de la investigación con acciones administrativas como diseñar, planear, organizar y controlar procesos o acciones.
La investigación como estrategia de innovación de un producto, un servicio, una práctica, supone entender que sus resultados no son de aplicación uniforme; más bien, que deben sufrir adaptaciones, transformaciones o modificaciones según los contextos. La investigación como estrategia para la innovación es adaptativa o afectable por el entorno.
La investigación es un medio para contribuir al desarrollo social
La investigación aspira a no quedarse únicamente en el cumplimiento de un requisito académico, sino en aportar o buscar solución a algunos de los problemas más urgentes de un país, una región, una comunidad.
La investigación más significativa, la más necesaria, traspasa los límites de lo individual para entrar en las zonas de lo comunitario, lo público. La investigación como medio de contribución al desarrollo social parte del hecho de que los problemas nacen de la realidad, brotan de sus estructuras, nos gritan desde las necesidades o los conflictos humanos que piden alternativas de comprensión o solución. Por esto, si vamos a gastar un tiempo considerable investigando, si empleamos recursos de variado tipo, cómo no centrarnos en problemas auténticos, prioritarios, con sensibilidad social, enfilados a contribuir de alguna forma a solucionar, así sea en parte, todas las inequidades, exclusiones, violencias que afectan o fracturan el desarrollo humano, el desarrollo social, la calidad de vida de la mayoría de las personas.
La investigación como medio para contribuir al desarrollo social no olvida que debe haber una relación estrecha entre la academia y la sociedad, entre la universidad y la empresa, entre la universidad y otras instituciones gubernamentales, o entre el microescenario de la academia y el mundo de la vida. Porque, en últimas, si investigamos es para lograr mejores condiciones de vida, mejores maneras de convivencia, mejores formas de comprensión de los problemas, mejores vías para resolver los problemas que ponen en vilo la sobrevivencia y la dignidad de las personas.
Héctor José, hombre de gran sensibilidad, recibió a su correo la invitación para un seminario sobre Desarrollo Integral Armónico. Aunque no estaba muy animado para ir al evento, decidió asistir y aprovechar ese fin de semana como unos días de descanso. Empacó alguna ropa informal y, muy temprano, tomó un taxi que lo llevaría hasta el punto de encuentro a las afueras de la ciudad. Allí se reunió con otros colegas de trabajo y, a las ocho en punto de la mañana, él y los demás compañeros se acomodaron en el autobús que la Compañía había contratado para conducirlos hasta un hotel campestre, sede del evento.
El viaje no tuvo contratiempos. Más de tres horas de camino le permitieron a Héctor José y a sus colegas llegar a tiempo para la hora del almuerzo. Pasada la etapa de la inscripción y el proceso normal de alojamiento, el hombre de pelo cano bajó a elegir el menú entre las diversas alternativas dispuestas en varios samovares. Terminado el almuerzo, enriquecido por el diálogo y las bromas de los amigos de oficina, Héctor José se dirigió a su cabaña para lavarse los dientes y rápidamente se dirigió al salón “Cattleya” destinado para el seminario.
El protocolo del inicio del evento consistió en unas cortas palabras del jefe de personal y la entrega de una carpeta con la programación de los días del evento. Hecha la presentación del currículo del conferencista, llamado Santiago Contreras, éste tomó la palabra, dio la bienvenida a la concurrencia e inmediatamente les pidió a los asistentes que llenaran un pequeño cuestionario que tenían dentro de la carpeta entregada hacía unos minutos. La hoja mostraba 5 puntos y un título a manera de pregunta: “¿Es usted un buen escucha?”.
A Héctor José le pareció interesante el ejercicio y con entusiasmo respondió a todos los interrogantes. Terminó de escribir y esperó las indicaciones del expositor. Un par de mujeres jóvenes estaban atentas para recoger la hoja de respuestas. Cuando todos acabaron de contestar aquella encuesta el doctor Contreras empezó una disertación sobre la importancia de la escucha en los diferentes escenarios de la vida. Apoyado en una presentación de power point el conferencista iba desarrollando su argumentación con voz pausada y agradable.
—Oír no es lo mismo que escuchar. Lo primero es natural, lo segundo un acto intencionado que hay que aprender.
La charla no solo era interesante por los contenidos, sino por el modo como Santiago explicaba cada aspecto. Se notaba que era un tema sobre el cual tenía dominio y que disfrutaba al compartirlo con los participantes.
—Escuchar es más difícil que hablar, porque supone una fuerza de contención interior, un constreñimiento de la propia palabra.
Casi dos horas empleó el expositor Contreras para finalizar la primera charla de la tarde de ese viernes. Enseguida vino un tiempo de descanso para tomar un café y, luego, pasar a un trabajo en grupos de discusión. La concurrencia estaba motivada y más de uno hacía bromas retomando algunos de los puntos mencionados en la charla. Héctor José buscó un lugar entre los grupos de sillas organizadas en el amplio espacio del salón “Cattleya”. Cuando todos estuvieron acomodados, el conferencista tomó el micrófono y dio las indicaciones para la actividad.
—De ahora en adelante nadie puede hablar.
Se oyó un murmullo de sorpresas y algunas risas. El doctor Contreras prosiguió:
—Me gustaría que en grupo logren escribir en una cartelera, que ya les vamos a entregar, las cinco condiciones básicas para una buena escucha.
Héctor José recordó en ese momento el juego de adivinar películas con mímica que practicaba con un grupo de amigos cuando estudiaba en la universidad y le pareció una actividad retadora o, al menos, entretenida. Miró a sus compañeros del pequeño grupo y le pareció que ellos compartían su misma percepción del ejercicio.
—Tienen hora y media para presentar su cartelera. Sean creativos. Sáquenle provecho a los marcadores de colores que les estamos entregando. Recuerden —insistió el doctor Contreras— deben estar en silencio.
Lo que parecía una instrucción fácil de cumplir no resultó como se esperaba. En el salón se oían risas, carcajadas y monosílabos que estallaban en gritos, seguidos de invitaciones a callar. Cada participante sacaba a relucir sus dotes histriónicas y otros miraban a sus compañeros como espectadores de una comedia improvisada. En el grupo en el que estaba Héctor José la situación de comunicación se hacía más difícil porque dos de los siete integrantes al no entender a sus colegas se ponían de pie y empezaban a manotear negativamente o a hacer musarañas de desaprobación. Así transcurrieron los primeros minutos del ejercicio. Tal vez por ser jefe de departamento o porque transpiraba autoridad, Alirio Cáceres calmó los ánimos y el desorden, invitando al grupo a tratar de comprender lo que intentaban comunicarles los demás. Con los gestos de las manos fue dando el turno y, después, cada uno como bien podía expresaba con su cuerpo o haciendo mímica lo que consideraba era una de las condiciones de la buena escucha. Héctor José de manera espontánea manifestó con un gesto repetitivo de su mano derecha que él sería el redactor de la sesión. Para que se viera algún avance, Héctor José sacó unas hojas tamaño carta de la carpeta que les habían entregado y, en ellas, empezó a escribir lo que parecía la síntesis o interpretación de aquellas muecas de sus compañeros. Este recurso obligó a los siete miembros del equipo a abandonar los asientos y tirarse en el piso para leer lo que el hombre de pelo cano ponía en letras grandes. Por supuesto, más de una vez los índices decían que no era eso lo que tenían en su mente o las palmas de las manos, con un movimiento de lado a lado, señalaban que lo escrito era un concepto aproximado a lo expresado. Alirio no paraba de manifestarle al pequeño grupo con sus brazos actitudes de espera, de bajar el tono de la voz cuando involuntariamente salía de las bocas presas de la desesperación, de invitar de nuevo a cada persona para que escenificara otra vez lo que era su aporte o contribución para el logro de la actividad. Casi una hora duraron en este tanteo comunicativo. Al final, con un poco de frustración y de optimismo por haber logrado sacar adelante la tarea, cada grupo fue hasta unas pequeñas mesas dispuestas alrededor del salón para redactar en las carteleras los acuerdos de cada equipo. Héctor José le pidió el favor a Stella, una de las secretarias del Departamento, para que fuera ella la que pusiera de manera estética aquellas condiciones del buen escucha. La mujer de uñas impecables se mostró algo tímida a la invitación, pero después asumió la tarea con esmero y creatividad.
Una vez el conferencista comprobó que todos los equipos habían terminado el ejercicio pasó al frente del auditorio y dijo con voz vibrante:
—Ahora sí, ya pueden hablar.
La indicación del Doctor Contreras hizo que las palabras represadas de la concurrencia salieran como una avalancha, se transformaran en carcajadas o en bromas sobre la incomprensión o la falta de ingenio para comunicarse. Las personas se recriminaban jocosamente entre sí o agregaban explicaciones no pedidas a lo que ellos consideraban un flagrante malentendido. No le resultó fácil al conferencista lograr la calma del auditorio.
—Voy ahora a invitarlos a visitar el producto de cada uno de los grupos de trabajo. Pasen por las carteleras y obsérvenlas como si fueran las pinturas en una galería. Les pido —agregó Contreras— que en la libreta de notas que les entregamos, recojan algunos de los puntos que les vayan llamando poderosamente la atención.
Poco a poco los asistentes fueron desfilando a lo largo de las paredes del salón en donde estaban expuestas las carteleras. Héctor José se sorprendió de ver en la mayoría de ellas dibujos de orejas como recurso decorativo y, en otras, labios pintados con una “X” encima para indicar la orden de silencio. Con la libreta de notas en sus manos comenzó a entresacar aquellas ideas que le parecían más interesantes.
—Escriban las ideas tal y como aparecen en las carteleras —advirtió el doctor Contreras— dirigiendo la dinámica desde el escenario.
Héctor José encontró que en un buen número de esos carteles se mencionaba “el estar muy atentos” y “aprender a tener la boca cerrada”, pero hubo dos afirmaciones de grupos diferentes que lo sorprendieron. La primera frase estaba escrita en rojo. Decía: “Ponga en stop los prejuicios, así sea por unos minutos”. El grupo había dibujado, además, al lado de esta condición de la buena escucha una señal de tránsito de las usadas regularmente para indicar “prohibido parquear”. La otra frase que Héctor José consideró llamativa fue la de un equipo que, por los nombres puestos en la parte inferior derecha de la cartelera, estuvo constituido solo por mujeres: “sea cómplice y no juez de su interlocutor”. Terminado el paseo de observación, cada uno volvió a tomar asiento. El conferencista invitó a que algunos leyeran en voz alta lo que habían escrito, haciendo unos cortos comentarios o repitiendo la idea que había escuchado. Cerró esta parte del ejercicio pidiendo un aplauso de felicitación por el logro colectivo e inmediatamente le pidió a una de las muchachas auxiliares que fuera repartiendo a la concurrencia una hoja doblada de color amarillo.
—No lean todavía la hoja que les están entregando. Guárdenla en su carpeta para que la lean esta noche, antes de ir a dormir.
El doctor Contreras pidió a una de las asistentes que apagara las luces de la parte delantera del auditorio y aprovechó la penumbra de la noche incipiente para lograr un mejor contraste en sus diapositivas.
—Les voy a ir pasando algunos aforismos con el fin de que mediten en lo que allí se dice. El aforismo —prosiguió el expositor— es un escrito concreto, agudo, en el que se resume un caudal de sabiduría y tiene como objetivo ponernos a reflexionar.
La primera diapositiva traía una frase de algún filósofo chino que Héctor José no conocía. Las letras amarillas resaltaban sobre el fondo oscuro: “Una boca y dos orejas tenemos. En consecuencia, escucha dos veces antes de decir una palabra”. El conferencista continuaba pasando aquellas láminas sin hacer ningún comentario. Las diapositivas que siguieron eran de filósofos antiguos. Héctor José las iba leyendo, a pesar de que algunas le parecían bastante enigmáticas: “Los dioses son dioses porque, a diferencia de los hombres, pueden escuchar en silencio”. Fueron por lo menos veinte diapositivas las que desfilaron frente a los ojos de los asistentes. La última era un refrán que Héctor José recordó usaba mucho su padre, en las conversaciones familiares: “Del escuchar procede la sabiduría y del hablar el arrepentimiento”.
—Creo que estos aforismos son un buen aperitivo para la cena que nos espera —dijo el Doctor Contreras— dando por concluida la primera sesión del seminario.
El grupo abandonó el auditorio conversando animadamente. Algunos retomando ideas de las que habían presentado en las carteleras, otros haciendo eco a los aforismos y otros más exaltando o retomando para sí varias de las sugerencias ofrecidas por el conferencista.
Después de cenar, de charlar con amigos del trabajo, Héctor José prefirió caminar por la amplia zona verde del hotel, en parte para ayudarle a la digestión y como una manera de aprovechar el aire puro y reflexionar sobre la temática de esa tarde.
Quizá por la resonancia en su mente de las conferencias sus sentidos estaban atentos. Pudo percibir con claridad el sonido intermitente de los grillos, el ladrido de los perros y uno que otro cacareo de gallos en las casas vecinas. Se adentró por un camino, entre bambúes, y escuchó al viento acariciando las ramas. Se detuvo a detallar el croar de las ranas que permanecían invisibles entre la variedad de plantas que servían de andén a los caminos empedrados. Miró el cielo y se fascinó con las estrellas, titilantes, hermosas. En esa postura, se dijo a sí mismo que la ciudad no ayudaba mucho a la escucha, que el abundante ruido y el afán angustioso de la urbe, además de las demandas de la velocidad, poco colaboraban para que el espíritu hiciera esa pausa en la que podía percibir el sonido de cada uno de los seres vivos, la presencia susurrante de la vida. Por más de una hora Héctor José siguió deleitándose con esas voces que tenuemente se escuchaban en la lejanía, en otros cantos de aves que, si bien él no conocía sus nombres, podía diferenciarlos en la penumbra del bosque. Se sintió feliz. Pensó que si uno se dedicaba a escuchar alcanzaba cierto nivel de tranquilidad interior, y guardó esa idea para el siguiente día, si el conferencista le pedía algún aporte. Retornó al cuarto caminando con lentitud. Prefirió no prender la televisión. Se cambió de ropa, se cepilló los dientes y se tendió en la cama a rememorar y darle libertad a sus pensamientos. Justo en ese momento recordó la hoja amarilla que el Doctor Contreras les había entregado. Se levantó hasta una pequeña mesa, buscó la carpeta y extrajo la hoja doblada por la mitad. Volvió a la cama, se sentó y empezó a leer el documento, titulado: “Oración del escucha”.
Dame, Señor, paciencia para escuchar a mi prójimo,
atención infinita para no perderme sus reclamos;
pon un sello en mis labios para acallar mis palabras,
y un remanso en mi corazón para albergar el silencio.
Que yo tenga, Señor, la voluntad de escucha necesaria
para entender lo que alguien dice a medias,
para comprender el fondo oscuro de una confesión,
el lamento que balbucea como un niño,
las voces difusas de la soledad o la desesperanza.
Héctor José dejó de leer el pequeño texto y se acordó de su hijo adolescente, Vladimir; tuvo por unos segundos la última discusión con él, a pesar de su intención de evitar los conflictos. También vino a su mente la cara de Janeth, de quien se había separado hacía por lo menos dos años. Janeth que era iracunda y ofensiva; Janeth que, como él le decía, siempre veía el vaso medio vacío y no medio lleno. Esos rostros pasaron por su cabeza antes de terminar el texto.
Señor, aminora el ritmo de mi sangre, hazme lento
para no sacar conclusiones apresuradas o juicios inmediatos;
no dejes que mis pasiones cieguen mi inteligencia,
ni permitas que mi indiscreción rompa la frágil tela del secreto.
Que yo tenga, Señor, el don de la tranquilidad
y el tacto suficiente para saber ser oportuno;
que pueda, con el pasar de los años, crecer en sabiduría
y tener la humildad necesaria para inclinarme respetuoso
y escuchar, sin afanes ni censuras, el testimonio de los demás.
Concluida la lectura de la hoja amarilla, Héctor José releyó algunos apartados. La oración no tenía autor y todo hacía indicar que debía ser una creación del Doctor Contreras. Eso lo consultaría al otro día. Una vez más los recuerdos vinieron a su mente, esta vez en forma de autoexamen: ¿Sería él un buen escucha?, ¿parte de sus problemas familiares se deberían a esa incapacidad?, y si no fuera así, ¿por qué varios compañeros de la oficina lo consideraban un buen amigo? Así continuó meditando durante un buen tiempo mientras que lentamente le cogía el sueño. Lo último que escuchó fue el pito de algunos automotores que, lejos en la carretera, se abrían paso en medio de la noche.
*
El desayuno estuvo magnífico. Frutas y variedad de quesos y panes, huevos al gusto, varios tipos de jamones, jugos en cantidad… La conversación crecía en intensidad y el entusiasmo por el nuevo día de seminario estaba muy alto. No fue solo Héctor José el que elogió la oración de la hoja amarilla, sino varios los que subrayaron la importancia de compartirla con los miembros de su familia.
—Eso le queda como anillo al dedo a mi marido —comentó Stella, la secretaria de bonita letra.
—No, y será un obsequio que gustosa le llevaré a mi suegra —repuso sonriendo Nelly, una de las más jóvenes del Departamento donde laboraba Héctor José.
Pasado el desayuno los asistentes volvieron a sus habitaciones y retornaron rápidamente para empezar a tiempo la jornada. El Doctor Contreras los esperaba en la puerta del salón, dándoles la bienvenida, a la par que los invitaba a buscar un sitio que les agradara. Terminado este protocolo, el conferencista fue hasta el atril y desde allí empezó a hablar de la importancia del discernimiento.
—Discernir es pasar la acción por el cedazo de la reflexión —afirmó categórico.
En tal asunto empleó casi una media hora. Enseguida fue pidiéndoles a los participantes que dijeran en voz algún discernimiento producto del día anterior.
—Yo creo que no es fácil escuchar, aunque parezca natural —opinó un hombre que trabajaba en Contabilidad.
—A mí me llevó a pensar que, porque hablo mucho, es que no dejo un espacio para escuchar a los otros —dijo Lucy, la de ventas.
—Yo pienso —intervino Héctor José— que la ciudad no deja mucho tiempo para escuchar, que el ruido y la angustia cotidiana le cierran a uno los oídos. Que el afán es enemigo de la escucha…
—Yo creo que la oración la voy a rezar todas las noches —agregó Marina, una de las secretarias más antiguas—. Después de una pausa, puntualizó: —A ver si mi Diosito me ayuda a lograr comprender a mi hija.
Un buen número de participantes hizo público su discernimiento. El Doctor Contreras los escuchaba con atención, haciendo pequeñas glosas sobre algunas de las intervenciones. De esta manera concluyó la primera hora del día. Enseguida el conferencista proyectó en la pantalla una pintura de un hombre amarrado al mástil de un barco.
—Este que ven aquí es una representación de Odiseo el personaje de Homero, una magnífica obra que narra las aventuras de un héroe, astuto, que sufre infinidad de peripecias antes de retornar a su patria con su amada Penélope.
Con esa imagen de fondo el Doctor Contreras empezó su charla de esa mañana.
—Yo creo que para ser un buen escucha hay que ser como Odiseo: es necesario amarrarse la boca a ese mástil, para lograr escuchar las voces del silencio, el canto de las Sirenas.
Héctor José estaba fascinado con aquella manera de interpretar ese relato. Sus recuerdos fueron hasta el colegio Panamericano y en él vio al profesor Peláez hablando emocionado del cíclope, de la maga Circe, de la añorada Ítaca, de la tela que tejía durante el día y destejía de noche la fiel Penélope y de todo ese mundo de mitología que un ciego nos hizo ver con sus versos. Los recuerdos le hicieron perder algunas aseveraciones del Doctor Contreras.
—Pienso que, si uno no tiene voluntad de escucha, si no logra sujetar sus pasiones, sus prejuicios, sus escrúpulos, terminará estrellándose contra las rocas de la incomunicación o los malentendidos… Las personas le temen a las Sirenas del silencio.
Esta disertación duró hasta la media mañana. El doctor Contreras era un gran expositor y lograba con las inflexiones de su voz cautivar a su audiencia. Apenas terminó el relato, el conferencista empezó a enumerar y explicar algunas condiciones del buen escucha. Pasó revista a los pormenores de la atención concentrada, amplió las cualidades de la interlocución inteligente, puso varios ejemplos de cómo los escuchas de calidad sabían relacionar los mensajes segmentados y cerró con un aspecto que él consideraba esencial.
—Lo fundamental es tener voluntad de contención. Sin esa talanquera en nuestras palabras, sin esa restricción a nuestro afán por defendernos o avasallar a nuestro interlocutor, es imposible escuchar.
Precisamente con ese punto se terminó la primera sesión de la mañana, porque lo que vino luego, una vez tomado el refrigerio, fue una actividad de escritura individual. Las indicaciones las dio el Doctor Conteras:
—Cada uno vaya a su habitación o halle un lugar apartado en las instalaciones de este hotel y redacte una carta para alguna persona a quien desea manifestarle su voluntad de escucharla, o explicándole en la misiva por qué no lo ha podido escuchar en verdad. Procuren ser sinceros tanto en la elección de la persona como en el contenido de la carta —concluyó el Doctor Contreras.
Héctor José prefirió buscar una banca de cemento ubicada hacia la parte superior del hotel, desde donde podía divisarse el pueblo ubicado en las laderas de una montaña cercana. Abrió la carpeta, sacó una hoja de papel y se entretuvo largos minutos eligiendo quién iba a ser el destinatario o destinataria de su carta. En un primer momento pensó en Janeth, su exmujer, pero consideró extemporánea aquella confesión. Optó, entonces, por su hijo. Redactó, tachó, volvió a escribir, hizo enmiendas hasta que pudo elaborar el primer párrafo. Centró la carta en reconocer su dificultad para comunicarse con Vladimir, agregó que no sabía escucharlo, que los lugares para conversar con él no habían sido los más adecuados, al igual que el poco tiempo destinado para sus encuentros. Héctor José fue sincero hasta las lágrimas. Concluyó la misiva reiterándole el cariño y el apoyo a su hijo y, con letras subrayadas, solicitándole otra cita para “escucharte como mereces”. Terminada la misiva la metió en la carpeta, pero se quedó sentado allí otros minutos, contemplando las formas caprichosas de las nubes o cerrando los ojos para recrearse con el múltiple canto de los pájaros.
Después del almuerzo había en la programación del evento tarde libre. Esto quería decir que los participantes podían elegir entre descansar en su habitación, charlar con amigos, estarse un rato en la piscina, disfrutar la mesa de juegos o, como lo hizo Héctor José, irse caminando hasta el pueblo cercano. Todos se encontrarían de nuevo en el restaurante a la hora de la cena.
*
Terminada la comida, Héctor José se quedó conversando con Mauricio y Daniel, dos de sus amigos más cercanos. Stella, la secretaria de la bonita letra, estuvo un tiempo con ellos, pero luego los dejó porque tenía que ir a arreglar maleta y reportarse con su familia.
—Este seminario apareció en un momento clave de mi vida —dijo Daniel, llenando un vaso de plástico con cerveza—. Estoy viviendo una crisis de pareja muy tenaz.
—Eso nos pasa a todos —terció Mauricio—. La convivencia no es fácil.
—Lo que pasa es que los dos tenemos nuestro genio y terminamos peleando por bobadas. Pero yo creo que una causa de lo que nos está pasando es que solo nos vemos por la noche, cuando uno está cansado y no quiere sino descansar.
—O como dijo el conferencista —agregó Héctor José—, se empieza a vivir de sobreentendidos, y ninguno ya se escucha. Cada uno habla, pero ninguno lo escucha. Es una costumbre que lentamente va rompiendo la relación. La quiebra desde dentro, sin que se vea nada por fuera.
—¿Ese fue el motivo de su separación? —preguntó Daniel al amigo.
—En parte fue eso… Lo otro es que Janeth era muy celosa y eso la hacía decir cosas que me dolían demasiado porque no eran ciertas.
—En mi caso creo que el responsable soy yo. Me pongo a ver televisión y no le presto la suficiente atención a mi mujer. O cuando me cuenta sus problemas en el trabajo yo apenas cabeceo como para que no se moleste, pero en el fondo no los considero importantes o dignos de gastarle mucho tiempo.
—Y con lo sensibles que son las mujeres para estas cosas —comentó Mauricio, poniendo un tono de suspicacia en su apreciación.
—Yo creo que todos somos sensibles cuando no nos sentimos escuchados, es una especie de reacción ante la indignidad o la falta de consideración. ¿Se acuerdan de un aforismo que nos presentó el conferencista? —¿preguntó Héctor José a sus amigos?
—¿Cuál? —interpeló Mauricio.
—Uno de un escritor mexicano —agregó Héctor José— ¿Cómo era que decía? “Escuchar a otro es ponerle un rostro, que ya no sea un ser anónimo”. Algo así.
—Sí, sí, —contrapunteó Mauricio—. “Escuchar a otro es darle un rostro, es quitarle el peso de parecer un ser insignificante”.
—Buena memoria la tuya, querido amigo —dijo Héctor José, apurando otro sorbo del vaso con cerveza.
La noche cálida, la brisa refrescante, contribuían a que los amigos siguieran en su diálogo sin pensar en compromisos laborales o urgencias del diario vivir. A eso de las diez de la noche se despidieron. Héctor José caminó hasta su cuarto llevando el vaso en una de sus manos. Entró a la habitación, sacó una silla plástica y se acomodó en el vestíbulo a escuchar los sonidos de la noche. El croar de las ranas era más fuerte que el chirrido de los grillos. Su mente meditaba al mismo tiempo que se cuestionaba en silencio: ¿a cuántas personas había dejado sin rostro por no escucharlas?, ¿a cuantos más su falta de genuina atención los había convertido en seres insignificantes? El aullido de un perro lo sacó de sus cavilaciones. Apuró el último sorbo del vaso y entró al cuarto. En ese instante, quizá como un efecto del clima o del alcohol, sintió en su espíritu una inusitada tranquilidad y escuchó nítido cada palpitar de su corazón.
Las ideas que siguen pueden resultarles útiles a quienes inician sus estudios de doctorado. Me interesa, de especial manera, reflexionar sobre las condiciones de los estudiantes y no tanto en aspectos epistemológicos o de orden curricular. Procederé por ideas fuerza, ampliando algunas de estas afirmaciones.
¿Qué significa empezar a estudiar un doctorado?
Es una oportunidad para ser, en verdad, investigador.
Tal vez los candidatos a un doctorado han sido investigadores de manera ocasional, esporádica; pero cuando se empieza un doctorado se tienen varios años para descubrir el sentido, los métodos, las técnicas necesarias para ser un investigador. A pesar de que los planes de estudio ofrecen seminarios y electivas, lo vertebral, lo esencial de un doctorado es esa línea que concluye con la elaboración de la tesis.
Lo medular de un doctorado, lo que lo hace ser el culmen del proceso de formación académica, es que el candidato se dedica horas, días y años a seguirles la pista a unos indicios, a tratar de resolver una inquietud, a darle respuesta a algún problema. Volverse, de verdad, un investigador. Cuando se entra a formar parte de un doctorado el estudiante deja por un momento las seguridades de lo ya sabido y empieza el camino de las incertidumbres, de dejarse habitar por algunas preguntas, de adquirir una voz propia para presentar alternativas o soluciones.
Es un modo especial de formación en el que se estudia a fondo un problema, a partir del desarrollo de una tesis.
Esto quiere decir que, entre otras cosas, en un doctorado hay que leer mucho, tomas notas de forma permanente, trabajar con fuentes primarias, indagar en hemerotecas, profundizar en los vacíos de otras investigaciones, cotejar y analizar los antecedentes de un problema.
No se trata, en consecuencia, de hacer una mirada superficial o elaborar un comentario tangencial de los textos sugeridos por el programa o que empiezan a interesarnos; todo lo contrario, es un estudio en profundidad que nos permita salir de las fronteras de la monografía (dar cuenta extensiva de un tema) para justificar y profundizar en un problema.
Como bien se sabe, el problema es una forma de encarar lo que ignoramos o desconocemos, y no la tranquila enunciación de lo que nos es familiar. El problema, por lo general, nos obliga a trasegar varios semestre o años con la incertidumbre, el cuestionamiento prolongado; y por eso mismo, dada esa larga travesía académica, es importante contar con la guía, con el acompañamiento de un tutor de investigación.
Es una práctica formativa en la que la relación pedagógica fundamental es con un tutor o director de tesis.
Por supuesto, a lo largo de un doctorado habrá profesores y profesoras de gran trayectoria, se tendrán que presentar trabajos y atender a variadas actividades, pero lo que diferencia a un doctorado de otras modalidades de formación superior, es la relación continua, cercana, hombro a hombro, con un tutor de investigación. Esto supone en los estudiantes del doctorado una escucha atenta, el diálogo genuino, un juicioso seguimiento de instrucciones o recomendaciones, una comunicación sincera y permanente.
Además, la relación con el tutor de tesis, en un doctorado, no es pasiva o de obediencia ciega. La tutoría de investigación es un espacio para compartir dudas y hallazgos, para discutir una conclusión, para mostrar avances y, lo fundamental, para hacer circular preguntas concretas, preguntas generadoras que movilicen el desarrollo de la tesis. Cada encuentro con el tutor de tesis es una conversación académica en la que se movilizan las inquietudes, las pistas incipientes que el doctorando va encontrando en su viaje investigativo. Solo de esta manera se logra, mancomunadamente, adentrarse en las particularidades de un problema.
Es un tiempo para hallar, escoger o consolidar un campo del conocimiento, una parcela de problemas, al cual o a la cual dedicarse varios años de vida.
Desde el momento en que los doctorandos se inscriben en una línea de investigación, o cuando seleccionan una de las diversas propuestas académicas, están perfilando o delineando un campo de estudio que será su parcela para muchos años. Quizá esta sea otra diferencia notable de anteriores estudios posgraduales. En un doctorado hallamos un eje de interés o ponemos en un mismo mapa inquietudes dispersas, intereses casuales o temáticas heterogéneas que han venido bullendo en nuestra cabeza, pero sin un asentamiento o articulación. Los estudios doctorales exigen, por lo mismo, hallar el filón que en verdad nos motiva, nos preocupa, nos dinamiza la curiosidad. Por eso es tan importante elegir bien esa zona de trabajo, ese laboratorio de investigación.
Pienso que la falta de consistencia o el poco impacto de las investigaciones de muchos doctorandos está asociada a no haber encontrado ese “nicho intelectual propio”, a andar siempre a la deriva, a perderse entre las novedades bibliográficas y las modas académicas. Y esa es también la razón por la cual, buena parte de los doctorandos, una vez se titulan, no continúan investigando y publicando, dejan atrás la tesis como un largo y arduo trabajo, pero desligado de su proyecto de vida intelectual. Al no haber descubierto su “zona temática de problemas”, dilapidan el tiempo del doctorado atendiendo los compromisos académicos, pero sin encontrarles un centro de gravedad. Delimitar y profundizar los temas y los problemas, he ahí una buena y fundamental tarea para los noveles doctorandos.
Es una relación nueva con el conocimiento, en la que priman el pensamiento crítico y la producción de saber.
Este es uno de los matices más significativos en un doctorado: la relación con el saber no puede ser pasiva o de simple consumo de información. Ahora hay que leer entre líneas, tomar postura, filtrar los mensajes, contrastarlos, compararlos. Es aquí, en un doctorado, donde se ponen en escena todos los recursos del pensamiento crítico: inferir las ideologías subyacentes, ver las fisuras de los discursos, someter la interpretación de la realidad a diversos filtros de análisis, poner los textos en diálogo con los contextos. En suma, considerarse un actor protagonista en la consecución, uso y utilidad de las fuentes escritas o del testimonio de los informantes. En un doctorado se espera que el estudiante establezca una interacción genuina con el saber y, esto sí que es vital, produzca conocimiento.
Esto trae consigo, y así parezca básico decirlo, proveerse de ediciones críticas de las obras que vayamos a emplear como soporte o referente, revisar y enriquecer la biblioteca que tengamos, establecer nuevos hábitos de estudio, hacer un razonado pero estricto manejo del tiempo, al igual que un compromiso ético para no plagiar o querer evitarse la lenta y exigente producción escrita.
Es un espacio de reflexión e indagación que está mediado y soportado, prioritariamente, en la producción escrita.
En un doctorado se escribe desde el inicio de la admisión al programa hasta la redacción final de la tesis, que debe ser un producto original, innovador y de impacto social. Escribir es el modo como damos razón de nuestra voz intelectual y la manera en que avanzamos en nuestra relación con el tutor de investigación. En un doctorado, la aduana son los escritos que elaboramos; son ellos los que evidencian nuestra capacidad de análisis, nuestros descubrimientos investigativos o nuestra postura frente a determinado asunto.
La escritura que pide un doctorado es una escritura soportada en argumentos, en fuentes; es una escritura retadora porque supone no sólo el dominio de la cohesión, la coherencia de nuestras ideas a lo largo de muchas páginas, sino una consistencia en lo que allí se plantea y una pertinencia relacionada con el problema que se trae entre manos.
Visto desde otra perspectiva, un doctorado también ofrece las condiciones de tiempo y de asesoría para conseguir el sueño de aquellos estudiantes que han pretendido siempre escribir un libro. Pero esto supone el dominio de esta herramienta de la mente, la experticia para diferenciar tipologías textuales, la artesanía que va desde la producción y organización de las ideas hasta la redacción y las interminables correcciones. Desarrollar esa competencia de escritura académica, que no es idéntico a saber redactar, es otro de los retos y los beneficios al hacer un doctorado.
Es un modo de intervención estratégico para contribuir al análisis o solución de algunos problemas de una sociedad en particular, de un contexto determinado, de una región específica.
Por supuesto, no es cualquier investigación la que se realiza en un doctorado. Tampoco es un trabajo para lograr graduarse o mostrar suficiencia académica. La investigación doctoral tiene un propósito más alto o unos objetivos que rebasan las formalidades de una institución. Lo que se pretende con la tesis es contribuir a comprender o solucionar un problema o una situación que está presente en la comunidad, que afecta a una región o que exige a los investigadores una contribución real para solucionar un conflicto, innovar una práctica u ofrecer elementos de juicio, claves para comprender de mejor manera determinado asunto de interés colectivo.
La finalidad de las investigaciones de un doctorado, en esta perspectiva, quieren interpelar a los contextos, situar el papel de la academia en el concierto de repensar lo público, poner el conocimiento al servicio de la solución de las flagrantes necesidades, desigualdades, exclusiones que nos circundan. Las tesis de los doctorados aspiran a darle al conocimiento una función social, y eso trae para los doctorandos unas responsabilidades éticas y políticas.
Es una ocasión para hacer pasantías internacionales, movilizar los propios marcos de referencia y conocer otras tradiciones académicas.
Si bien, por las condiciones laborales de muchos estudiantes de doctorado, este punto se vuelve una dificultad o un obstáculo, lo cierto es que hace parte de la esencia de esta modalidad posgradual. Salir y conocer otras tradiciones académicas, debatir, participar de otros ambientes y otra forma de abordar problemas semejantes, constituye un reto que no puede desaprovecharse. El que estudia un doctorado necesita tener esa perspectiva del exterior para hacer más consciente su familiar territorio. Alejarse para ver ayuda a comprender y dimensionar la tesis, y es un modo de poner en la balanza tanto sus presuntos logros como sus flagrantes deficiencias.
La exigencia de pasar un tiempo, hacia el final del doctorado, indagando o siendo asistentes de investigadores con larga trayectoria en un problema similar al de la tesis en que se ha venido trabajando, es un modo de validar o darle carta de ciudadanía a nuestra parcela de estudio. Podría decirse que al tener que exponer a pares autorizados lo realizado, los doctorandos tienen que asumir en propiedad su voz de investigadores, mostrar las pruebas de lo hecho, evidenciar que ya son productores de conocimiento.
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Por todas estas razones y otras más que cada persona irá descubriendo a lo largo del proceso de su formación doctoral es que se requiere un cambio de actitud como estudiante, un modo diferente de asumir los seminarios o los trabajos, otra manera de aproximarse al saber, un cambio en la valoración de la importancia social de la investigación y una capacidad distinta de asumir la relación enseñanza-aprendizaje. Obvio, si es que en verdad lo que se desea es aprovechar sustancialmente un doctorado y no simplemente cumplir con los compromisos mínimos que llevan a conseguir otro título universitario para la hoja de vida.
Tuve la fortuna, a lo largo de mis años de educación primaria, de utilizar y disfrutar las antologías de lectura de Álvaro Marín Velasco. Los libros tenían como título Nuevas lecturas escolares y se inscribían dentro de la metodología de la “globalización” que buscaba desde el lenguaje “integrar” las otras áreas de formación. Las lecturas pretendían, en este sentido, “relacionar las áreas, iniciándolas o complementándolas”. El antologista había nacido en Popayán, estudiado en la Escuela Normal de su ciudad natal, recibió Cursos de Información en el Gimnasio Moderno de Bogotá y fue, entre otras cosas, maestro de escuela, director de Normales, Inspector, consultor y presidente de la Asociación de Autores Colombianos de Textos Didácticos.
Las Nuevas lecturas escolares las imprimía Editorial Prensa Moderna de Cali o la Editorial Bedout de Medellín. Eran libros que oscilaban entre las 240 o 250 páginas, con abundantes dibujos, en colores planos, elaborados por Manuel Parra, y que yo copiaba con devoción en mi cuaderno Ibérica. Una vez se presentaba cada lectura seguía la parte de los ejercicios, distribuidos siempre en cuatro momentos de la “lectura activa”: vocabulario, interpretación (a partir de preguntas), ortografía y redacción. La primera página, con varios dibujos verde oliva, estaba destinada para llenar el “pertenece a…”, y la última incluía una ficha de preguntas relacionadas con el día en que se terminó de leer el libro, el nombre de los padres y de la profesora, del establecimiento educativo y una invitación a escribir las lecturas que habían gustado más. También se dejaba un espacio para pegar el retrato del lector.
Pero, lejos de hacer una evaluación de la propuesta didáctica sobre lectura, lo que me interesa es resaltar la selección de textos, el buen criterio del antologista y creador de historias, de estos libros de lectura y su valor en el proceso formativo de los estudiantes. Subrayo, para empezar, la combinación acertada de diversas tipologías textuales, el valor edificante de las anécdotas incluidas, el deseo por inculcar en los espíritus infantiles las virtudes básicas para cimentar un carácter o preparar al buen ciudadano y un repertorio de textos que incitaban la curiosidad o el asombro. Bastaría mirar con algún detenimiento uno de aquellos libros y decir algo más al respecto. Elegiré el libro tercero, que empezaba con un poema de Carmen Sylva, “Humilde y pequeño”:
Considero que para un niño que cursaba tercero de primaria, aprender estos versos de memoria era una especie de sello imborrable en su corazón, una lección sobre cómo el alcanzar grandes metas se logra con pequeños y humildes esfuerzos. Mi memoria no recuerda nada que nos hubiera comentado el profesor Paz sobre Carmen Sylva, aunque hoy sé que ese nombre era el seudónimo de la reina Isabel de Rumania, y que el poema tenía más versos de los seleccionados por Álvaro Marín.
Después de esto venía una serie de anécdotas sobre Simón Bolívar, articuladas desde su lema: “¡Siempre adelante!”. Y en las páginas siguientes estaba “La canción del herrero” de Miguel Roquendo que hacia el final decía: “Coraje, muchachos / Cargad bien el fuego / la fragua del pecho / y enciéndase el fierro/ que fue un corazón/ ¿Teméis que en el yunque/ lo rompa el destino? / No importa: quien cumple, / cayendo ha vencido: que cante el martillo/ la férrea canción: / tón, tín-tán, tín-tón”. Enseguida había una recreación de la fábula de “La lechera”, y una hermosa historia de los tipos de vivienda, y una exploración sobre los “Animales que parecen flores”, y una descripción sobre las estrellas en el firmamento… Posteriormente aparecía de nuevo la poesía, una de Rafael Pombo, que sigue resonando en mi cabeza después de tantos años:
“Mirringa Mirronga, la gata candonga
va a dar un convite, jugando escondite,
y quiere que todos los gatos y gatas
no almuercen ratones ni cenen con ratas…”
Si uno seguía avanzando en las páginas de Nuevas lecturas escolares podía encontrarse con anécdotas sobre los pieles-rojas o con poemas, esta vez uno de Víctor Hugo, traducido por Andrés Bello, “La oración por todos”, o con fábulas o relatos aleccionadores como el de “Don Entrometido”. Esta variedad en las lecturas era el mejor remedio contra el aburrimiento y llevaba a que uno, en su casa, avanzara en el libro más allá de las tareas señaladas por el profesor. Álvaro Marín echaba mano de capítulos de obras clásicas como aquél de “La zorra y el gato engañan a Pinocho” o recurría a responder preguntas como “Por qué le ladran a la luna los perros” o ideaba historias que buscaban poner en escena algún vicio con sus respectivas consecuencias. El menú de lecturas ofrecía textos sobre historia, biología, geografía, virtudes, cuentos y una buena cantidad de poesía. Cómo olvidar ese poema heroico y de un ritmo vertiginoso de José Santos Chocano, “Los caballos de los conquistadores” que primero se recitaba en el salón y luego, el que mejor lo hiciera, era seleccionado para presentarlo en las Semanas Culturales del colegio.
Superada la página 150 el libro no perdía el interés. Uno se enteraba de las particularidades del avestruz, se entretenía con relatos como “Las peras de oro” o “Nadie debe morder el anzuelo”, o se fascinaba con el origen y exploración del petróleo o la destrucción de la ciudad de Pompeya. Ahí estaba el conejo “Sabelotodo” que servía para ilustrar la petulancia y “El príncipe feo” que lograba trasmitir su talento a la persona que lo amara, como también un poema dramático de Francisco Añón, titulado: “Antón y el eco”:
He pasado revista con algún detalle a las Nuevas lecturas escolares de Álvaro Marín porque encuentro en ellas una riqueza didáctica, un esfuerzo de armonizar el gusto por leer con una preocupación por la formación moral y el desarrollo de la curiosidad y la imaginación. Buen tino hay en la selección de los textos, atinadas las adaptaciones de los temas a la edad de los estudiantes y siempre, tal como lo afirma el autor en el preámbulo del libro, se nota la intención de exponer o tratar situaciones “de la vida misma de los niños y sus relaciones con la naturaleza, con el hogar, la escuela, conjuntamente con sus alegrías, ilusiones y conflictos”. Se observa que es un texto elaborado por alguien consagrado al oficio de ser maestro, de un conocedor de los contextos citadinos y rurales, y por un experto en la elaboración y aplicación de guías didácticas.
Cuánto necesitamos hoy en la escuela antologías de lecturas tan bien pensadas, tan fundacionales para el carácter de las nuevas generaciones como las de Álvaro Marín, o esas otras antologías tan recordadas y queridas como la Alegría de leer de Evangelista Quintana o Para los niños de Colombia de Cecilia Charry Lara. Y ni qué decir de obras magníficas como Lecturas para mujeres de Gabriela Mistral o Lectura en voz alta del mexicano Juan José Arreola. Todas estas propuestas cumplían lo que la nobel chilena consideraba las tres cualidades de este tipo de textos: intención moral, belleza y amenidad.
Álvaro Marín, “el hábito de leer para agilizar la capacidad mental de los niños”.