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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: marzo 2021

Principios didácticos de la escritura

28 domingo Mar 2021

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

≈ 12 comentarios

Ilustración de Joey Guidone.

Los principios hacen las veces de “nociones básicas o fundamentos” de un oficio, una práctica o un arte. En este sentido, quisiera que las ideas siguientes sean entendidas por los maestros y maestras como referentes básicos cuando se propongan enseñar a escribir.

Principio uno: escribir no se reduce a redactar.

El proceso de escribir incluye tres momentos: la preescritura, la redacción y la posescritura. La primera  etapa tiene que ver con la producción y organización de las ideas; la segunda, con la redacción, es decir, con la sintaxis, la ortografía, el dominio semántico; y la tercera, con la corrección, con la conciencia del tipo de lector para quien escribimos.

La escuela le ha dado demasiada importancia a la segunda etapa de escribir y ha abandonado la primera y la tercera. Una didáctica de la escritura supone no sólo enseñar los pormenores de la redacción, sino ocuparse también de cómo se producen y organizan las ideas o cómo se estructuran y organizan. Y, además, presupone darle una alta importancia a la corrección, a los ajustes y cambios  necesarios que debe hacer el escritor cuando tiene en su mente un tipo de lector.

Principio dos: la escritura no se aprende sólo con recomendaciones generales.

Por ser la escritura una labor artesanal, de ir paso a paso elaborando un texto, es necesario pasar de recomendaciones genéricas a correcciones puntuales. La escritura se aprende por casos, analizando situaciones concretas, señalando correcciones precisas. Por eso es tan importante un maestro tutor que no solo chulee o revise de afán los textos de sus alumnos, sino que se siente con ellos a ver las deficiencias concretas en un escrito. La escritura se cualifica hombro a hombro con un maestro que lea, en verdad, las producciones de sus estudiantes y señale en detalle dónde hay un problema de ilación, una imprecisión en una palabra, un uso incorrecto de algún signo de puntuación o una confusión en el desarrollo de una idea.

Principio tres:  mejorar una tipología textual demanda enseñar los procesos de pensamiento que les son propios.

Escribir es un proceso superior de la mente. En esa medida, se hace necesario desarrollar los procesos de pensamiento inherentes a determinada tipología textual. Si, por ejemplo, nos interesa enseñar textos argumentativos y, particularmente, el ensayo, tendríamos que antes de poner a nuestros estudiantes a redactar dicho texto, emplear un buen tiempo enseñando aquellas operaciones de pensamiento necesarias para poder argumentar. Me refiero a la deducción, la inducción, la comparación, la ejemplificación, la analogía. Pienso que damos por hecho el conocimiento y dominio de esos procesos de pensamiento, y esa es una de las causas de los pobres resultados en los ensayos producidos por los estudiantes. Cada tipología textual demanda la enseñanza de determinados procesos de pensamiento.

Principio cuatro: la experticia de la escritura es el resultado de la corrección continua.

Escribir siempre es una tarea inacabada, es una labor artesanal, de ir poco a poco tejiendo un texto. De allí que las enmiendas, las correcciones, los tachones, no sean un error al escribir, sino el modo como se pueden alcanzar los mejores resultados. Más que inspiración, la escritura es trasudación. La calidad de la escritura es un proceso de destilación. Por eso es clave, en una didáctica de la escritura, privilegiar el portafolio, la bitácora; en estos artefactos se podrán ir apreciando las diferentes versiones de un mismo texto. La reflexión por parte de los estudiantes de los cambios o ganancias en cada una de esas versiones constituye el aprendizaje directo sobre la técnica de escribir.

No sobra recordar que los estudiantes alcanzarán cierta experticia al escribir cuando sean capaces de autorregular la corrección, cuando vean las imprecisiones, las vaguedades o las incoherencias en lo que escriben, sin que sea necesario la presencia del maestro para señalarlas.

Principio cinco: enseñar los signos de puntuación presupone una focalización del tipo de signo que nos interesa trabajar en el aula.

Como no aprendemos todo a la vez, resulta conveniente enfocarse en un determinado signo de puntuación, y en un particular tipo de uso. Si, por ejemplo, queremos enseñar algo sobre la coma, lo mejor es empezar por el empleo de los incisos, dejando en un segundo plano otras utilidades. Concentrarse en este uso, corregirlo con insistencia, privilegiarlo en clase durante un buen tiempo, ayudará a que no solo se fije en la mente del aprendiz tal signo, sino a tener clara su finalidad dentro de la redacción. Después podrá seguirse con otro aspecto de la coma, demos por caso, el uso para los vocativos… y luego con otra utilidad en la redacción. Terminado el abordaje a este signo, puede avanzarse en la enseñanza de otro signo de puntuación.

Lo importante es entender que muy poco sirve marcar o señalar en un escrito de un estudiante todas las falencias de todos los signos de puntuación, cuando él está pendiente únicamente de la calificación o cuando, en realidad, no ha comprendido el sentido o finalidad de cada signo y sus diferentes usos.  

Principio seis: el párrafo es el mejor laboratorio para aprender a redactar.

Más que pedir extensos textos a los estudiantes, lo recomendable es tomar el párrafo como un laboratorio de observación y práctica. En un párrafo podemos ver cómo se organizan las ideas, cómo funciona la puntuación, cómo se va desarrollando lógicamente un planteamiento. Mediante un párrafo es posible enseñar asuntos como la precisión semántica, la cohesión expositiva o argumentativa, el valor de un conector lógico. Y una vez se tiene ese dominio sobre la hechura de un párrafo podemos pedirle al estudiante que se lance a elaborar el siguiente para ver cómo se engarzan, encadenan, subordinan o relacionan las ideas nuevas con las anteriores.  

Principio siete: trabajar frecuentemente los conectores lógicos en enseñar la cohesión y la coherencia en los textos.

Los conectores lógicos, llamados también marcadores textuales, son una ayuda fundamental para lograr que las ideas escritas de los estudiantes no queden desperdigadas, desarticuladas o totalmente inconexas. Los conectores contribuyen a la cohesión, cuando se emplean al interior de los párrafos, y apoyan la coherencia, cuando están al servicio de la estructura de un texto. Buena parte de la cohesión y coherencia en un escrito dependen de la experticia para emplear los conectores lógicos. Por eso hay que enseñarlos, practicarlos y lograr que los estudiantes los interioricen. Recordemos que los conectores tienen diversos usos y, por su misma complejidad, merecen formar parte de la agenda didáctica de los maestros.

Por lo demás, los conectores crean un efecto de cercanía con el lector; son un recurso comunicativo muy eficaz para crear vínculos comprensivos, para ofrecerle a quien lee pistas que le permitan seguir sin tropiezos en la continuidad discursiva de un texto y tenderle puentes hacia la claridad de su mensaje.

Principio ocho: se escribe siempre prefigurando un tipo de lector.

El que escribe tiene en mente un lector; prefigurarlo es parte sustancial de aprender a escribir. No es lo mismo producir un texto para el mundo administrativo o legal que para una comunidad científica o académica. Cuando se tiene en mente este aspecto es que comienza a ser importante para quien escribe el título elegido o la necesidad de subtitular, al igual que la selección del vocabulario, el tratamiento de la información o la extensión de un escrito. Y si bien es cierto que los maestros son los primeros lectores de las producciones de sus estudiantes, no deben suponer que son el único público, o que los estudiantes no tienen que aprender a escribir prefigurando otro tipo de lectores.

Principio nueve: la competencia superior de la escritura implica el dominio de diversas tipologías textuales.

En la medida en que hay una variedad de tipologías textuales, si queremos hablar de una competencia superior de la escritura, es necesario que nuestros estudiantes conozcan y dominen varias de ellas. Pienso ahora, por ejemplo las diferencias en tres de los más usados: los textos expositivos, los textos narrativos y los textos argumentativos: un informe, un cuento, un ensayo. En la primera tipología lo importante es el tema; en la segunda, la historia  y, en la tercera, la tesis. Como se ve, cada una de esas tipologías demanda unas técnicas y ciertos protocolos, por eso hay que enseñar a diferenciarlas y ejercitarse en el modo de elaborarlas. Un estudiante es un competente escritor porque logra identificar y producir diversas tipologías textuales.

Principio diez: las bases de la didáctica de la escritura están en los procesos de composición de la retórica clásica.

Si bien es cierto que la lingüística y las teorías sobre el texto han ayudado a comprender la producción de discursos, sigue siendo fundamental conocer los aportes de la retórica clásica si es que deseamos, en verdad, enseñar a componer un texto. Desde cómo se elabora el inicio y el cierre hasta toda la reserva de tópicos con que cuenta un escritor al momento de persuadir a un lector. Hay una larga tradición en la enseñanza de los géneros discursivos (el epidíctico, el demostrativo y el forense) que rinde grandes beneficios para una didáctica de la escritura.

De otra parte, los ejercicios usados por la retórica antigua, agrupados bajo el nombre de progymnasmata, son un repertorio didáctico que incluye desde las tipologías de la descripción con sus diversas gamas, hasta la fábula, la anécdota o la tesis. Aquí hay un material para enseñar a escribir que vincula la lógica, la dialéctica y la retórica.

El potencial crítico de la caricatura

21 domingo Mar 2021

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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«Canasta familiar» de Hernán Merino.

La caricatura es, en sí misma, un modo de hacer lectura crítica. Su objetivo puede ser un hecho en particular, las actuaciones de una persona o algún vicio social. Tal vez por eso ha ocupado un lugar privilegiado en la página editorial de los periódicos o ha tenido gran importancia en los medios contestatarios o de declarada oposición al poder. Por todo ello, la caricatura enriquece la opinión pública y cumple el papel primordial de toda postura crítica: leer entre líneas, sacar a flote lo oculto, motivar a la reflexión y, sobre todo, ponernos alertas ante la manipulación ideológica o despertarnos de los estados cándidos de la conciencia.

Siendo fiel a su origen, la caricatura exagera, recarga algunos rasgos físicos o morales para que sean fácilmente perceptibles por los receptores. Al proceder así, deja de lado aspectos generales para centrarse en detalles realmente significativos. La caricatura se queda con lo esencial; es un mensaje sin adornos o barroquismos explicativos. Este modo de elaborar sus mensajes ayuda a que el lector enfoque el interés, halle los puntos neurálgicos de un asunto o descubra las columnas que soportan un espectáculo. Peter Aldor, el húngaro que terminó su vida en Colombia, es un ejemplo de este esfuerzo de focalización gráfica que es, al mismo  tiempo, una manera de apuntar al corazón de una situación. La caricatura tiene por título “Yo Yo”, ese juego de moda en los años 60-70 y que, como se aprecia, está siendo manipulado por la mano de la muerte. El yo yo es el mundo mismo y al frente de esta esquelética jugadora está un ángel asustado que tiene en sus manos la paloma de la paz. El mensaje nos interpela más en la medida en que se condensa en una sencillez contundente.

Por lo general, el caricaturista pone en evidencia lo que se trata de ocultar; establece el deseo de verdad sobre la soterrada mentira. Para ello puede emplear diversos recursos: la parodia, el sarcasmo o la burla descarada. Basta tomar una caricatura de Ricardo Rendón, por allá del año 1924, para ejemplificar lo que digo:Observando la anterior caricatura podemos hacer esta reflexión: que los parlamentarios aprovechen su condición de legisladores para favorecer sus propios intereses, no es ninguna novedad; pero convertirlos en niños que luchan por beber del seno de la nación, ese es un acertado recurso del caricaturista para mostrar cómo “los padres de la patria” lo que en realidad pretenden es la satisfacción de sus apetitos personales y no contribuir a solucionar las necesidades de la mayoría de los ciudadanos.

O puede suceder que el caricaturista diga abiertamente aquello que los interesados pretenden acallar. Cuando así procede cumple el papel de quitar los afeites, los eufemismos o los simulacros de que se valen los engatusadores de masas. Al igual que el niño del cuento del traje nuevo del emperador de Andersen, el caricaturista emplea sus dibujos para decir lo que nadie –por miedo o acomodo– se atreve a decir: “el rey esta desnudo”. José María López, “Pepón”, puede ilustrar este recurso de la caricatura de “decirle al pan, pan y al vino, vino” mostrando una práctica politiquera colombiana que, de tanto emplearse, ya parece común y corriente.

En otras ocasiones el caricaturista se vale de la alegoría para lograr su finalidad crítica. Cuando así procede puede echar mano de un animal, un objeto o un decorado, para señalar de manera indirecta algo que no es correcto, un atropello o un exabrupto político. La alegoría permite que los dibujos representen ideas abstractas y las conviertan en algo físico o más cercano al gran público. Pepe Gómez, el caricaturista bogotano de la década de 1930, usaba este recurso de manera impecable. Las medidas poco afortunadas del presidente de la época Miguel Abadía Méndez cobran mayor realce cuando se ponen en un escenario alegórico:

Por supuesto, el contexto en el que se inscriben las caricaturas es determinante para entender bien la intención crítica que poseen. La anécdota que sirve de detonante es fundamental para el sentido mismo de la caricatura. No olvidemos que una de las tareas de un lector crítico es poder vincular los textos con los contextos; es decir, no mirar los acontecimientos como hechos aislados, sino como un entramado de mutuas relaciones. De allí que a veces, pasado el tiempo, se pierda algún nivel de comprensión de la caricatura porque nos falta entender el marco histórico –muchas veces local– que era la diana a la que quería apuntar la intención comunicativa del caricaturista. Esta vez la aguda pluma de Héctor Osuna nos sirve de ejemplo:

Si el lector desprevenido no sabe o indaga sobre lo que acaeció en Bogotá, el 6 de noviembre de 1985, sobre la toma del Palacio de Justicia por un comando del M-19 y luego la retoma por parte del ejército, no entenderá esta conmemoración elaborada por el caricaturista, un año después de aquel holocausto. Intencionadamente, Osuna resalta de la frase de Francisco de Paula Santander que servía de distintivo al Palacio, el fragmento que enfatiza el uso de las armas (“Colombianos, las armas os han dado independencia, las leyes os darán libertad”). Y es precisamente el uso desmedido de esas armas lo que convierte la puerta del Palacio en un féretro gigante. Con estas referencias contextuales, la caricatura cobra un valor de juicio a los actores violentos que protagonizaron dicho evento.

Sin lugar a dudas, la ironía es el medio predilecto de los caricaturistas. Como bien se sabe, este recurso retórico es cercano al sarcasmo y la sátira y consiste en afirmar algo que es contrario a lo que se dice o se muestra. Lo que produce el humor es, precisamente, esa discrepancia entre actores o aspectos que presenta el dibujo o entre lo que se enuncia en el título o el texto de la caricatura y lo que muestra escuetamente la imagen. Aquí vale la pena utilizar una pieza de humor gráfico de Antonio Mingote, publicada en la revista satírica española La Codorniz.

Con lo que acabo de exponer creo que he podido argumentar el potencial crítico de la caricatura. No son “monos” de adorno o “monachos” para entretener a niños de escuela. Por el contrario, la caricatura es una herramienta idónea para ayudar a la conciencia reflexiva y cuestionadora, un recurso de resistencia ante las injusticias sociales o abusos de los poderosos, una fuente de investigación para entender los vaivenes de la opinión pública, una expresión del ingenio que potencia la sospecha y la controversia. De allí que sea importante aprender a leerla y utilizarla más intencionadamente en los procesos formativos de generaciones atrapadas por la sociedad de consumo, el fanatismo y la credulidad sin filtros de las redes sociales.

El hombre del túnel

14 domingo Mar 2021

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Ernesto Sábato: «El hombre, al final, se inclina más por la esperanza, que por la desesperanza».

He vuelto a releer El túnel de Ernesto Sábato (Seix Barral, Barcelona, 2018). Esta vez he procurado reconstruir –página a página– cada personaje para, desde allí, entender con más cuidado el tipo de conflicto que plantea esta novela, publicada por primera vez en 1948.

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En principio, lo que sobresale en la novela es el modo de pensar de Juan Pablo Castel; la forma como rumia lo que piensa o lo que le dicen; lo que habla o lo que escucha. Castel es un químico de los pensamientos propios y de los discursos ajenos, un “analista de sentimientos” (p. 111). Todo lo filtra, lo destila, lo pasa por el cedazo de interpretaciones posibles, lo cierne hasta el punto de encontrarle a un mínimo asunto significados inusitados. Castel no se contenta con lo que le cuentan, siempre pide aclaraciones suplementarias; siempre encuentra un vacío en una afirmación; siempre halla desvíos para lo que no tiene mayor complicación. Castel sufre de la manía de “querer encontrar explicación a todos los actos de la vida” (p. 12). Esto lo convierte en alguien lleno de dudas, de incertidumbres. Castel sospecha de todo y de todos. Apenas intenta creer en alguien, recuerda una aseveración anterior y, entonces, con una lógica implacable consigue demoler la posibilidad de la confianza, del amor, de la compañía.

Tal vez por eso mismo, otra de las costumbres de Castel es “querer justificar cada uno de sus actos” (p. 22). Para él nada debe quedar al azar o darse de manera gratuita. Si hace algo es porque responde a un análisis anterior; si dice algo es porque –maquiavélicamente– espera comprobar una hipótesis que con anterioridad ha establecido. Castel está acostumbrado a “reflexionar sobre los problemas humanos” (p. 23); es un habitual “barajador de combinaciones” (p.26); un ser que pone a funcionar su mente en todas las “variantes” de un hecho, un encuentro, una confesión. Por eso no cree en las casualidades; más bien considera que la vida, las relaciones, el mundo mismo, responde a “construcciones imaginarias” como las que fragua, medita, construye sin cesar. Y porque es un analista “necesita de detalles, le emocionan los detalles, no las generalidades” (p. 48).

La mente de Juan Pablo Castel es “un laberinto oscuro. A veces hay relámpagos que iluminan algunos corredores” (p. 40). Tal organización de su cabeza lo lleva a lagunas o desconciertos: “nunca termina de saber por qué hace ciertas cosas” (p. 40). Su mente es oscilante al igual que sus pasiones, cambia súbitamente de trayectoria. Hay mucho de contradictorio en su modo de raciocinar, y lo habita una amplia zona de inestabilidad. Sus “sentimientos de felicidad son tan poco duraderos” (p. 58). Dentro de él bullen y se enfrentan fuegos encontrados: la belleza contra la falsedad y la ridiculez; las buenas intenciones contra la falta de generosidad. Por eso anda en la soledad, por eso algunas veces se “deja acariciar por la tentación del suicidio, se emborracha y busca prostitutas” (p. 90). Es un ser fluctuante, ambiguo, “bipolar”, como se dice hoy.

Todo ese modo de ver y valorar la vida lo lleva a situaciones trágicas, si no dramáticas. Debido a esa manera de pensar y actuar va elaborando su propio infierno: “mis dudas y mis interrogatorios fueron envolviendo todo, como una liana que fuera enredando y ahogando los árboles de un parque en una monstruosa trama” (p. 76). Ese parece ser un acertado autodiagnóstico. Castel termina enredado en lo mismo que analiza, en sus conclusiones infinitas, en sus suposiciones de las actuaciones de otros, en su “sensualidad introspectiva, casi de pura imaginación” (p.114). Es su mismo pensamiento, esa costumbre de “analizar indefinidamente hechos y palabras” (p.60) lo que lo convierte en un ser escindido, fracturado. Juan Pablo Castel reconoce que “esa maldita división de su conciencia ha sido la culpable de hechos atroces” (p. 87), y que ese “minucioso infierno de razonamientos, de imaginaciones” (p.151) es el que lo ha conducido a asesinar a “la única persona que podría entenderlo”: María Iribarne (p.13).

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Si algo sorprende de María Iribarne es que, a pesar de no tener sino 26 años, “existe en ella algo que sugiere edad, algo típico de una persona que ha vivido mucho” (p. 39). Y aunque no ofrece resistencia cuando Juan Pablo Castel la conduce hacia algunos de los cafés en donde conversan, “siempre está como queriendo huir” (p. 39). María está rodeada por un halo de misterio o secretismo; no se sabe a ciencia cierta por qué hace lo que lo hace o por qué desaparece, o la causa de sus súbitas indisposiciones o por qué cambia de voz o “cierra la puerta para que no la molesten cuando habla por teléfono” (p. 47).  Además, no responde a las preguntas directas que le hace Castel o, cuando las contesta, siempre emplea otras preguntas. María realiza viajes inesperados al campo, incumple citas de manera repentina, deja historias a medio camino; en síntesis, “alrededor de ella existen muchas sombras” (p. 52). Está casada con el ciego Allende pero vive una relación paralela con Juan Pablo Castel y, según varios indicios, con su primo Hunter. Lo que sí parece es que posee la habilidad de simular (p. 52, p. 137); según Castel, María presenta esa ambigüedad de parecer una adolescente púdica y al mismo tiempo, una mujer cualquiera” (p. 72). O como ella lo confesó: “no era solamente barcos que parten y parques en el crepúsculo” (p. 120). Quizá todos estos rasgos son los que la llevan a tener la conciencia de que su forma de ser “puede hacer mucho mal” (p. 66). Una maldad que, desde la reflexión de Castel, incluiría muchas cosas: “te haré mal con mis mentiras, con mis inconsecuencias, con mis hechos ocultos, con la simulación de mis sentimientos y sensaciones” (p. 137). En consecuencia, estar cerca de María es vivir en carne propia su amarga convicción: “la felicidad está rodeada de dolor” (p 112).

María Iribarne tiene la capacidad de abstraerse en detalles. Es la única de los asistentes a la galería que percibe la ventanita en el cuadro pintado por Juan Pablo Castel; es capaz de mantenerse absorta con la mirada fija en un árbol de la plaza mientras el pintor le habla de sus dudas amorosas (p. 61); se complace observando el furioso batir de las olas durante largo tiempo (p. 115). María es una mujer que se ensimisma, se aísla, se torna ajena (p.115) mientras rememora o busca a un “interlocutor mudo”. El marido la conoce bien porque afirma de ella que “muchos confunden sus impulsos con urgencias” (p. 54) y, en esa medida, “hace con rapidez cosas que no cambian la situación” (p. 54); ella, aunque varía de ambientes o de personas, “siempre está en el mismo paisaje” (p. 54). Tal vez por eso, María afirma que “vivir consiste en construir futuros recuerdos” (p. 64). Su modo de amar o de existir es adivinar un futuro, a sabiendas de que siempre al realizarlo habrá de equivocarse, “como se ha equivocado otras veces” (p. 115). Toda su vida ha estado vacilando entre la ansiedad de perder y el temor a hacer el mal” (p. 116). En este sentido, el alma de María Iribarne juega bien con sus facciones: “cara inescrutable”, “mandíbulas apretadas” (p. 42).

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Como puede esperarse, es imposible que estos dos personajes se encuentren de verdad, en sus esencias. Hay “un muro de vidrio” que los separa. Juan Pablo Castel lo reconoce hacia el final de la novela: María Iribarne era alguien “a quien podía ver, pero no oír ni tocar” (p. 146). Y la propia María, eludía los últimos encuentros con el pintor porque sabía que, al hacerlo, “solo lograrían hacerse un poco más de daño, destruir un poco más el débil puente que los comunicaba, herirse con mayor crueldad” (p. 140). Castel se concibe como un túnel “oscuro y solitario” (p. 146) y María parece otro túnel paralelo sin posibilidad de encuentro (p 149). De allí la imposibilidad de comunicarse, de allí la abundancia de sospechas, de allí el rehuir al amor físico (p. 74). ¿Cómo podrían juntarse un analista de sentimientos con una simuladora?, ¿cómo vincular el necesitado de respuestas con una mujer experta en los silencios? Tanto uno como otra tratan de construir un vínculo, pero lo que logran es confirmar el fracaso y la equivocación.

Ni Juan Pablo Castel ni María Iribarne tienen en su corazón la suficiente confianza para creer en el otro, para abandonarse en el amor. Tratan de relacionarse, de poner historias en común, pero desde el comienzo van descubriendo que ese sentimiento o esa pasión “es un puente transitorio y frágil colgado sobre un abismo” (p. 45). Era inevitable el desenlace. No es posible colmar la soledad con alguien que siempre huye; no es posible satisfacer la esperanza de encontrar un alma gemela con alguien que ve a la humanidad como algo detestable” (p. 49). Cada uno, a su manera, observa al otro con extrañeza, con miedo de entregarse o asumir la verdad que los constituye. Y, la novela es el recuento de esa imposibilidad de unión entre dos personas, el relato de cómo lo que en un inicio parecía el descubrimiento de ese ser especial tanto tiempo buscado (p.115), termina en el alejamiento o en el asesinato. Quizá todos soñemos, como María Iribarne, en encontrar una persona “para compartir ese mar y ese cielo” (p.115), pero el miedo a equivocarse, el miedo a perder, el miedo a repetir los errores pasados, el miedo a elegir… nos lleva a mantenernos en la soledad, a alimentar la depresión existencial, a torturarnos con palabras dichas a destiempo, a seguir derramando lágrimas en silencio. Es imposible juntarse amorosamente con otra persona si, de antemano, en lugar de ver la belleza del mundo, sólo vemos “la fealdad y la ridiculez de todo sentimiento de felicidad” (p.88).

Esta “esencial incomunicabilidad” (p. 73) subraya la soledad de los dos personajes. Porque para Castel, la soledad parece más una presea olímpica, y para María la confirmación de parecerse a la mujer del cuadro, la de la ventanita, que vive en una “soledad ansiosa y absoluta” (p. 14).  De allí el tono fallido que se escucha a lo largo de la novela, ese ámbito de fracaso desesperanzado de tal relación amorosa. Porque, ¿cómo puede construirse el amor con una mujer “aislada del mundo entero” y un hombre tímido, “condenado a permanecer ajeno a la vida de cualquier mujer”? (p. 17). Juan Pablo Castel buscaba una mujer-casa, igual que en sus sueños, pero al hallarla descubrió que no había sino vacío y sombras amenazantes; María Iribarne esperaba algo, “quizá algún llamado apagado y distante” (p, 14), pero al cumplir tal expectativa lo que encontró fue un cuchillo clavándose en su pecho y en su vientre. El testimonio de Ernesto Sábato corrobora esta atmósfera desesperada y desengañada de la vida, que es el mensaje transversal de la novela: “cuando escribí El túnel era todavía demasiado joven, y pienso que expresa sólo mi lado negativo de la existencia, mi lado negro y desesperanzado”.

Jorge Oñate y los Hermanos López en tono autobiográfico

07 domingo Mar 2021

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Del diario

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Pablo y Miguel López con Jorge Oñate.

Bogotá, primeros años de la década del 70. La música vallenata empezaba a adentrarse en los hogares de la capital. Los acetatos y los casetes eran los dispositivos de la época. En todas las casas se tenía un equipo de sonido que jerarquizaba la organización de la sala. El mío era un Hitachi –que aún conservo y funciona– comprado a plazos en “Electrodomésticos Aponte”, en la esquina de la carrera 9 con calle 16. En ese contexto se inicia mi amistad musical con Jorge Oñate y los Hermanos López.

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Buena parte de los vallenatos, como se sabe, son los cantos de historias o sucesos de determinadas personas en un lugar específico. Son, por decirlo así, la épica de una provincia.  Precisamente, de todos esos vallenatos que tienen la magia del relato vuelto canción recuerdo uno, en especial: “Las bodas de plata”. Me veo bailándolo en una de las tantas fiestas que disfruté en mi juventud, acompañado de primas y amigos de parranda. Mi memoria ubica la escena en la amplia sala de la casa del barrio Estrada o, en esa otra, del Bosque Popular. Allí estaban Elsa y Nidia y Nelly y Rubiela y Henry y Fabio y Zabaleta y, por supuesto, mi querida Penélope. Alrededor del equipo de sonido, que con su aguja de diamante iba recorriendo los surcos de los LP de la CBS, todos los invitados celebrábamos el incansable vigor de la juventud que pregonaba la vida a la par que bebíamos una tras otra las botellas de aguardiente: “En estas fiestas bonitas sonaron todos los acordeones…”

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Fiestas y más fiestas, recorridos nocturnos por barrios de Bogotá como Modelia, San José, Quinta Paredes, Corkidi, Trinidad Galán, Kennedy o Santa Isabel, llevando debajo del brazo los LP y la compañía de familiares o seres muy cercanos al corazón. A eso de las diez de la noche la fiesta ya estaba en plenitud, el bochorno de la concurrencia se aliviaba un poco al dejar abiertas las puertas de la casa y permitir que los vecinos disfrutaran también de este jolgorio que terminaba a las cinco o seis de la mañana. No había descanso. La voz de Jorge Oñate se amplificaba en los altos bafles que parecían guardianes del toque inconfundible de los Hermanos López. 

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“Acordeón bendito el que Migue’ toca… yo ya me estoy embrujando con el vaivén de sus notas”.

Pero en otras ocasiones, algunos temas vallenatos tocaban los recuerdos de mi infancia. Entonces, desde el fondo del alma, repetía con Jorge Oñate “…es difícil olvidar aquellos hermosos tiempos, cuando suelo recordarlos me duele y suspira el alma…”. Y aunque bailaba ese tema musical con el cuerpo, el espíritu sentía la nostalgia de la tierra de mis mayores, la de Custodio y María Catalina, la tierra de Capira, la de las hermosas montañas en las que viví las experiencias fundantes de mi niñez. Y sin saber bien por qué, apenas terminaba ese disco, yo seguía repitiendo en mi mente algunos apartados, como para no sentirme del todo huérfano de aquel pasado maravilloso.

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Es indudable que muchos de estos temas hacen parte de las marcas de mi juventud y, muy especialmente, de las primeras exploraciones amorosas. Cuánto afán por la conquista, por tener acceso a unos labios, por darle rostro a las ilusiones del afecto. La música vallenata, en particular algunos merengues, era un medio para acercar el cuerpo que nos gustaba o para compartir la sangre que pedía otra piel a borbotones. El tema de “Amor ardiente” es uno de esos que ayudaba a entrar en el remolino de las pasiones juveniles. Aunque siempre, apenas Jorge Oñate exclamaba “oigan los bajos de Miguel López”, yo invitaba a mi pareja a detenernos por unos segundos y gozar con esa melodía que parecía salir del subsuelo de aquel Hohner rojizo plateado de teclas blancas.

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Aunque no siempre la música de los Hermanos López y la voz de Jorge Oñate era para disfrutarla bailando. Muchas veces se la gozaba de otra manera: oyéndola con un grupo pequeño de amigos, tomando alguna cerveza y conversando, hablando largas horas. Tal evocación del sentido de la parranda se hacía más entrañable cuando alguno de los contertulios, recuerdo a Fragoso, tocaba la guacharaca o con algún objeto improvisaba una caja para acompañar la música que detrás del grupo alimentaba la conversación. A veces el LP iba pasando corte tras corte hasta terminar, pero, en otras ocasiones, yo debía levantarme para repetir un tema específico. Estas audiciones rubricaban la amistad y permitían darle al canto las resonancias de lo inolvidable: “los amores que se fueron todos se los lleva el viento… en cambio por ti yo siento un amor tan verdadero…”

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Y si había alguien con quien daba gusto compartir estas audiciones era con Don Antonio, el papá de Penélope. Cuando él y su esposa volvieron años después a la Costa norte, lo recuerdo echado hacia atrás en la mecedora, extasiado, escuchando “Corazón vallenato”. Me tomaba con una mano el brazo derecho y, con la otra, sostenía un vaso de whisky. “Mala la música”, decía, para señalar la grandiosidad de la voz de Jorge Oñate pero, en especial, la cadencia del acordeón de Miguel López. Con los ojos cerrados, como si estuviera poseído por una deliciosa fuerza interior, festejaba la selección de temas vallenatos que yo había hecho para él. El viento parecía ser un cómplice invisible de este rito de escuchar juntos vallenato clásico. La música a buen volumen inundaba los rincones del apartamento en el barrio Crespo, de Cartagena. Cantábamos alegres, y nuestra voz se fugaba por las puertas y ventanas hasta contagiar a los vecinos. “Mucha gente que afirma que no parezco de allá, porque no toco la caja ni toco yo el acordeón, es que con las manos no sé tocar, eso lo ejecuta mi corazón…” Don Antonio, como este tema, sigue perenne en los afectos hondos de mi corazón.

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Jorge Antonio Oñate González, “El jilguero del Cesar”.

Por supuesto, cada uno elige los temas musicales que más le gustan o que están impregnados de su historia personal, pero la interpretación de Jorge Oñate de “El cantor de Fonseca” es como un sello distintivo de aquella voz. Hay algo de canto elegíaco, de testimonio de trovador, que convierte este tema en una marca de estilo de su modo de cantar y, al mismo tiempo, en un ejemplo de lo que está en la médula de la música vallenata.

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Mucho tiempo después, en el año 2000, la voz de Jorge Oñate volvió a escucharse en mi casa. No en un ambiente de jolgorio, sino de suma tristeza. La imagen es nítida: mientras suena este tema voy bajando a mi padre envuelto en un sudario hasta el primer piso. Mis lágrimas se confundían con ese homenaje al “Viejo Custodio” que con sus alas bienhechoras me había cuidado por más de cuarenta años. “Mi padre se jugaba conmigo, y yo me jugaba con él”, repetía en mi mente. Aun llegando a la sala, las ondas del equipo de sonido seguían acompañándome: “Mi padre fue mi gran amigo, mi padre fue mi amigo fiel…” Quizá de esta manera, después de escuchar “Ya se murió mi viejo” de Garzón y Collazos, “Hijo de tigre” de Enrique Díaz, “El canalete” de Silva y Villalba y “Mi gran amigo” de Los Hermanos López, yo intentaba con la música despedirlo definitivamente de esta su casa, la que pagamos juntos, la que era su conquista después de tantos años para tener un techo propio.

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Conservo todos esos acetatos. Los tengo en sus carátulas y sus bolsas protectoras. Son otro de mis tesoros, junto con mi biblioteca. Jorge Oñate y los Hermanos López forman parte de mi historia personal, son otro hito de mi travesía existencial; y cada vez que la evocación hiere esos tiempos, no solo los recuerdo con profunda alegría, sino que vienen a mí personas, lugares y eventos altamente significativos. La música –cuando la escuchamos– tiene esa capacidad de hacernos contemporáneos de años pretéritos. Y aunque ya no estoy inmerso en esas fiestas o esas parrandas, ni estoy tan cerca de todos esos amigos y familiares, a pesar de que varias de esas personas ya fallecieron, aquella época vivida a plenitud sigue alimentando de forma inagotable mi espíritu.

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Jorge Zuleta en la caja, Adalberto Mejía en la guacharaca, José Vásquez en el bajo, Napoleón Calderón en la tumbadora, Leonel Benitez en el cencerro y Julio Morillo y Johnny Cervantes en los coros.

 

 

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