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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: abril 2021

Escribir una fábula paso a paso

12 lunes Abr 2021

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Fábulas

≈ 4 comentarios

La fábula, por lo general, tiene tres partes: una situación inicial en la que se plantea un conflicto de orden moral o sentido práctico; una actuación de los personajes (casi siempre animales); y un desenlace o consecuencia de tales actuaciones. Eso en cuanto a la estructura de la fábula. Lo otro tiene que ver con el tono alegórico en el que debe redactarse el texto. Al lector le debe llegar la enseñanza de manera indirecta, alusiva, sin que parezca una lección de preceptiva moral, sino más bien como un pequeño relato del que puede, si reflexiona con cuidado, sacar conclusiones para corregir sus vicios personales o detectar en quienes lo rodean un comportamiento inadecuado que merece el repudio o la crítica.

Para ejemplificar lo dicho podemos intentar mostrar el paso a paso en la elaboración de una fábula. Partiremos de un propósito: nuestra intención será escribir una fábula en la que podamos ilustrar el abuso de poder, en cualquiera de sus facetas. Es decir, el abuso de poder como tiranía (poder total no limitado por leyes), el abuso de poder como arbitrariedad (poder basado en el capricho), el abuso de poder basado en el nepotismo (poder del favoritismo a los familiares o amigos) o el abuso de poder basado en la opresión (poder basado en la autoridad excesiva o injusta). Resulta esencial para la escritura de la fábula reflexionar un buen tiempo en este detonante de la historia porque de eso dependerá el tipo de conflicto y la elección más atinada de los personajes.

Supongamos que nos centramos en el abuso de poder derivado de la opresión. De inmediato pensamos en algún animal poderoso, con mucha fuerza, que podría enfrentarse a otro más débil, si es que deseamos hacer evidente la dominación. El conflicto estaría, entonces, en el uso desmedido de la fuerza contra la flaqueza del frágil, o entre el que se aprovecha de un exceso de armas frente al que está indefenso o inerme. Si esta es la situación inicial ya podemos representárnosla; demos por caso, entre el león y una cebra, o entre el tigre y una gacela. Nos cuidaremos, eso sí, para mantener la verosimilitud en el relato, de no confrontar el león con una rana o un escarabajo; no porque no podamos hacerlo en el “mundo de la ficción”, sino porque perderíamos el “mundo de la vida” que es el referente preferido de la fábula.

Resulta aconsejable, antes de empezar a redactar, documentarse sobre el contexto o el ambiente en que vamos a poner en escena los personajes. Digo esto porque, a veces nos lanzamos a escribir creyendo erróneamente que la “inspiración” o la fantasía suplirán nuestra falta de información o las características de aquellos animales que nos van a prestar sus atributos para señalar debilidades, perversiones o defectos humanos. Un documental o un libro de zoología podrá ofrecernos un vocabulario preciso y unas claves del espacio en el que se desarrollará la fábula. Dicho lo anterior, podríamos empezar a redactar nuestra fábula de esta manera:

Los animales de la pradera aceptaban a regañadientes que el león y su manada cada dos o tres días cazaran una que otra gacela, un joven ñu o una desprevenida cebra. Esto hacía parte de la ley de la selva y así, aunque algo inquietos, seguían su rutina de alimentarse en aquel amplio prado verde.

Ahora es importante incorporar un conflicto que muestre, precisamente, el vicio o evidencia del abuso de poder. Si bien hay un sinnúmero de posibilidades, podríamos irnos por el siguiente camino narrativo:

Pero el león, tal vez mal aconsejado o enceguecido por su soberbia, empezó a cazar más de una gacela, ya no para saciar su hambre y la de su manada, sino por el placer de mostrar su fuerza. Pero no eran solo gacelas sus víctimas; en la pradera quedaban, después de su paso, hienas despedazadas, jabalíes con el cuello roto, jirafas pequeñas sin vida.

—¡Esto es una matanza! —dijo una cebra de largas pestañas.

—Yo creo que es para intimidarnos—respondió un ñu, mirando con temor a todos lados.

El león y su manada se alejaban satisfechos de su cacería. Los buitres eran los únicos que celebraban esta carnicería.

—¡Que bueno para nosotros las locuras de este melenudo rey! —graznaban extasiados con la abundancia de cadáveres.  

Frente al abuso de poder, y este es el motivo del cual se sacará la lección moral de la fábula, es necesario oponer otro personaje que padezca tal atropello o crear una situación que muestre el riesgo de actuar así. Una vez más las vías narrativas son múltiples; no obstante, podemos tomar un rumbo como éste:

Una tarde, cuando el león y su manada fueron a beber en un pozo vieron escrito en la arena un mensaje: “El rey es un as… ¿sí o no?”.

Inmediatamente, como respuesta a este mensaje anónimo, el león incitó a su manada para que atacara a cuanto animal encontraran a su paso. Por lo menos diez gacelas quedaron tendidas en la hierba y una media docena de cebras sufrieron la misma suerte.

—¡A ver si así aprenden a respetar a su soberano! —rugió, mostrando amenazante los afilados colmillos.

Sin embargo, al otro día, en varias rocas aparecieron escritas con barro dos cortas palabras con un signo de interrogación: “¿Sí o no?”

El león sintió que le hervía la sangre y con su camarilla desató como nunca una cacería por toda la pradera. Jabalíes, cebras, ñus, antílopes, búfalos, todos caían o quedaban heridos de muerte. Tal fue la fiereza del ataque felino que muchos de los animales debieron huir o esconderse en las montañas cercanas o en la maleza de la tupida selva. La pradera comenzó a quedar desierta. Solamente los buitres, repartidos en grupos alrededor de los cadáveres, seguían disfrutando del mortecino banquete.

Ya podemos avizorar el resultado del abuso del poder. Lo que sigue es la conclusión y, si consideramos necesario, rubricar la lección o insinuar la posible enseñanza práctica de este relato.

Como las cebras y gacelas corrieron bien lejos para salvar sus vidas y los ñus en estampida pasaron un caudaloso río para distanciarse de aquellas uñas y dientes depredadores, el león y su manada debieron cada día recorrer más y más kilómetros para conseguir alimento. El calor inclemente y la debilidad por la falta de carne fueron haciendo mella en sus cuerpos. Después de unas semanas, en las que solo pudieron roer los huesos dejados por los buitres, el león ya exánime se echó con su manada a la sombra de una acacia. Al león le pareció escuchar el sonido de unas moscas que con sus alas a veces decían “asesss” y en otras ocasiones “sssino”.

Si siguiéramos el modelo de Esopo, pondríamos la moraleja al final (la epimitio); quizá unas cortas líneas de este tenor: “Esto muestra que los que abusan de la opresión del poder no solo malgastan sus fuerzas, sino que van quedándose sin subordinados”. O si siguiéramos el ejemplo de Fedro, pondríamos una promitio o pequeño texto de advertencia al inicio de la fábula; el resultado podría ser el siguiente: “Para cuidar el abuso del poder, deberíamos tener presente lo que se cuenta en la siguiente fábula sobre el león y los animales de la pradera”. Tomada una u otra decisión, nos faltaría poner el título y hacer las correcciones al texto para evitar repeticiones innecesarias de palabras, ajustar la puntuación donde fuere conveniente o cambiar algún término para darle mayor precisión a nuestro relato. He aquí el producto final del ejercicio:

El león enceguecido por el poder

Los animales de la pradera aceptaban a regañadientes que el león y su manada cada dos o tres días cazaran una que otra gacela, un joven ñu o una desprevenida cebra. Esto hacía parte de la ley de la selva y así, aunque algo inquietos, seguían su rutina de alimentarse en aquel amplio prado verde.

Pero el león, tal vez mal aconsejado o enceguecido por su poder, empezó a cazar más de una gacela, ya no para saciar su hambre y la de su manada, sino por el placer de mostrar su fuerza. Pero no eran solo gacelas sus víctimas; en la pradera quedaban, después de su paso, hienas despedazadas, jabalíes con el cuello roto, jirafas pequeñas sin vida.

—¡Esto es una matanza! —dijo una cebra de largas pestañas.

—Yo creo que es para intimidarnos—respondió un ñu, mirando con temor a todos lados.

El león y su manada se alejaban satisfechos de su cacería. Los buitres eran los únicos que celebraban esta carnicería.

—¡Que bueno para nosotros las locuras de este melenudo rey! —graznaban extasiados con la abundancia de cadáveres.  

Una tarde, cuando el león y su manada fueron a beber en un pozo vieron escrito en la arena un mensaje: “El rey es un as… ¿sí o no?”.

Inmediatamente, como respuesta a este mensaje anónimo, el león incitó a su manada para atacar a cuanto animal encontraran a su paso. Por lo menos diez gacelas quedaron tendidas en la hierba y una media docena de cebras sufrieron la misma suerte.

—¡A ver si así aprenden a respetar a su soberano! —rugió, mostrando amenazante los afilados colmillos.

Sin embargo, al otro día, en varias rocas aparecieron escritas con barro dos cortas palabras con un signo de interrogación: “¿Sí o no?”

El león sintió que le hervía la sangre y con su camarilla desató como nunca una cacería por toda la pradera. Jabalíes, cebras, ñus, antílopes, búfalos, todos caían o quedaban heridos de muerte. Tal fue la fiereza del ataque felino que muchos de los animales debieron huir o esconderse en las montañas cercanas o en la maleza de la tupida selva. La pradera comenzó a quedar desierta. Solamente los buitres, repartidos en grupos alrededor de los cadáveres, seguían disfrutando del mortecino banquete.

Como las cebras y gacelas corrieron bien lejos para salvar sus vidas y los ñus en estampida pasaron un caudaloso río para distanciarse de aquellas uñas y dientes depredadores, el león y su manada debieron cada día recorrer más y más kilómetros para conseguir alimento. El calor inclemente y la debilidad por la falta de carne fueron haciendo mella en sus cuerpos. Después de unas semanas, en las que solo pudieron roer los huesos dejados por los buitres, el león ya exánime se echó con su manada a la sombra de una acacia. Al león le pareció escuchar el sonido de unas moscas que con sus alas a veces decían “asesss” y en otras ocasiones “sssino”.

Esto muestra que los que abusan de la opresión del poder no solo malgastan sus fuerzas, sino que van quedándose sin subordinados.

Contemplaciones

04 domingo Abr 2021

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Del diario

≈ 2 comentarios

En la parte inferior del fresco “Crucifixión” de Giotto están los actores del relato bíblico, está la túnica, está María y los discípulos. Pero es arriba en donde sucede lo que más llama mi atención. Es esa bandada de ángeles que acompañan revoloteando al crucificado, recogiendo su sangre, rodeándolo con sus batir de alas, lo que me cautiva. La mayoría de los personajes de la parte inferior parecen desentenderse del martirizado; pero los ángeles no, ellos se muestran solícitos o atentos a las necesidades de ese ser clavado en aquel madero. Contemplo el cuadro y me pregunto: ¿he sido o puedo ser ángel para alguien atormentado?, ¿a quién cuido o puedo cuidar en su dolor?, ¿ofrezco mis manos o mi escucha para recibir el sufrimiento ajeno?

Elijo otra obra: “Cristo en la cruz” de Bartolomé Esteban Murillo. El crucificado, a diferencia del fresco de Giotto, está solo, encerrado en su sufrimiento. El único testigo es la calavera a los pies de la cruz. La penumbra resalta la carne del sufrido; la bruma lo encierra aún más. Es una soledad parecida al abandono. Por un momento pienso que es el momento absoluto de la muerte, cuando nadie puede acompañarnos o socorrernos, el instante supremo en que nos desprendemos de abrazos y gestos amorosos, de los vínculos que hemos cosechado a lo largo de nuestra existencia. Contemplo este crucificado y recuerdo la noche cuando, en la funeraria, estábamos velando a mi padre, y tuvimos que dejarlo solo en aquella sala, únicamente acompañado por las coronas de flores. Dejarlo solo en esa alcoba extraña y, luego, llegar a nuestra casa, para sentir su vacío en todas partes.

Mis ojos se posan en este momento en el retablo “Crucifixión” de Matthias Grünewald. Es un detalle. Es un crucificado que tiene las espinas en todas las partes de su cuerpo. Es un cuerpo llagado, maltratado por el sufrimiento. La herida del costado sigue sangrando y aún se aprecia el lamento en los labios del moribundo. Más que solemnidad o heroísmo, lo que aprecio es la rendición de un hombre ante el dolor. Desgonzado, fracturado, roto de adentro hacia afuera, entregado a la evidencia de su término. Todavía quedan rezagos de su agonía, porque el pintor nos lleva a percibir, desde aquella expresiva carne amarillenta, los tenues lamentos del que siente que ya no puede sufrir más.El color del “Cristo amarillo” de Paul Gauguin rompe cualquier tipo de tristeza. El fondo del lienzo me hace creer que el misterio de la vida es más grande que el misterio de la muerte, que las sombras del dolor no pueden opacar la luz solar de la vida. Este crucificado, por el gesto de su rostro, parece que duerme; no hay expresiones de martirio o de indescriptible pena; más parece que reposa en aquel lecho de madera o que su espíritu ya no sigue en su cuerpo. Contemplo a las mujeres que están a su alrededor y parece que dialogan o rememoran hechos o vivencias compartidas con el crucificado. Las mujeres también están tranquilas. Vuelvo y miro al crucificado: él es un árbol que muere; pero, al fondo, en las colinas, renacen cientos de árboles repletos de vida. Inmediatamente, viene a mi memoria una frase del Evangelio de Juan: “si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto”.

Me detengo ahora en la “Crucifixión blanca” de Marc Chagall. Todo lo que hay alrededor del sufriente, que lleva puestas unas prendas de judío, corresponde a episodios o hechos relacionados con la persecución a este pueblo, con la desposesión de sus bienes, con la diáspora a que fueron sometidos. El crucificado no se muestra como la figura principal; aparece más como un testigo de todas aquellas escenas de barbarie o sufrimiento que desfilan a su alrededor. Contemplo el cuadro y pienso en los desplazados, en los migrantes, en las personas que han debido abandonar su tierra, sus familiares, sus vínculos afectivos, por causa de intimidación, hambre, miedo o amenazas de todo tipo. Este crucificado está ahí para ofrecer esperanza, para garantizar el recuerdo, para ofrecerse como testigo de los hechos de maldad que parecen no importarles a la mayoría de las personas. A este crucificado hay que mirarlo con todo lo que está a su alrededor; es un crucificado situado en territorios y tiempos específicos. La blancura de la cruz parece disolver las llamas y el humo de las atrocidades del mundo.

Cierro este ejercicio de contemplación observando, por enésima vez, el “Crucifijo” de Max Ernst. Lo de menos es el madero, para mostrar el sufrimiento en su punto más alto. El crucificado se encuentra amarrado a una roca o a una pared que lo obliga a permanecer en una postura inclemente. Es el retrato de un martirizado, de alguien que concentra su sufrimiento en el vientre, y que prolonga su dolor en el alargamiento de sus extremidades. ¿De dónde agarrarse para aguantar toda esta pena?, ¿cómo hacer más plástico el cuerpo para que no se concentre el sufrimiento sólo en una parte?, ¿qué hacer cuando el sufrimiento nos invade hasta el punto de cubrir todo nuestro ser? Estar crucificado es sentir dureza o abandono por todas partes.

 

 

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