Tal vez una forma de celebrar el día del idioma sea detenernos a pensar en las palabras, esa materia prima que, en mi caso, es el español. Pero no deseo entrar en estudios filológicos o en disquisiciones de hondura lingüística; prefiero hablar de las palabras como usuario de ellas, como alguien que se vale de su utilidad comunicativa o que lucha con sus significados cuando intenta escribir. Celebremos el idioma enalteciendo la sustancia especial con que está hecha nuestra lengua.
Iniciemos, entonces, este homenaje a las palabras diciendo que ellas empiezan a escucharse desde el vientre de nuestra madre; y que se hacen más visibles y sonoras al empezar nuestra existencia. Las palabras son otra leche que bebemos en la infancia. Como viví esos primeros años en las montañas campesinas de Cundinamarca y el Tolima, buena parte de las primeras palabras que impregnaron mi mente provienen de los nombres de la naturaleza o de herramientas de trabajo. Recuerdo ahora palabras como “cucarachero”, “guatín”, “barretón”, “totuma”, “guácimo”, “enjalma”, “tomineja”, “guayacán…” Esa cartilla viva del entorno, aquellas palabras, eran dichas de forma espontánea por mis familiares o por jornaleros que trabajaban en las tierras de Capira. Así que no eran términos abstractos, sino realidades que se movían en las canales de la casa, o trofeos exánimes que traía mi tío Ulises luego de llegar de cacería, u objetos que mi abuela Hermelinda llevaba al hombro para sacar unas yucas, o útiles caseros para tomar la limonada, o árboles de los cuales se tomaban unas bellotas para cuidar el cabello de las mujeres, o un apero para ponerle a las mulas, o un pequeño pájaro tornasolado que pasaba fugaz, o un árbol de madera dura del cual se hacían zurriagos y que era un objeto indispensable de cualquier caminante. Las palabras nacen inmersas en un contexto; o mejor, responden a la manera como los hombres habitan determinado ambiente geográfico.
Otras palabras que tengo vivas en mi memoria son las usadas para señalar algunas acciones o para identificar ciertos oficios: “trillar”, “desgranar”, “amolar”, “soasar”, “agüeitar”, “descerezar”, “apuntalar”, “traspaliar…” Por supuesto, esos verbos formaban un campo semántico con utensilios u objetos que de tanto oírlos se iban interiorizando sin que tuviera absoluta conciencia. Porque no se puede trillar sino se tiene el “pilón” y la “manija”; porque es imposible desgranar sin evocar la “tusa”, el “amero” y el “zarzo”; porque es irrealizable amolar sin pensar en el “machete” o la “peinilla”; porque no se puede soasar sin el “fogón” y un buen “rescoldo”; porque para “agüeitar” es necesario que salga el “carmo” o el “ñeque”; porque en la acción de descerezar está la “almendra” y también la “pulpa”; porque para apuntalar se requiere un “fiambre” y para traspaliar hay que llevar un “calabozo” o tener al frente un “monte jecho”. Como puede inferirse de todo este vocabulario, muchas de estas palabras tienen significado encarnado para mí, en tanto para otras personas resonarán distantes o sin ninguna carga comunicativa. Las palabras, las propias, son otra señal de identidad de nuestra procedencia, otro modo de nombrar un origen.
Después de salir huyendo del bandolerismo y llegar a la ciudad capital, varias de esas palabras seguían en mí y en mi familia. Y si bien empecé a conocer otros vocablos, en el pequeño espacio del hogar mi padre seguía hablando de que tenía “gurbia”, comentaba de alguien que era un “angurriento”, “arrumaba” los trastos, se “achajuanaba” de buscar durante días un empleo, se le “enmochilaban” las razones, le buscaba la “comba” al palo, pedía que yo fuera “acomedido” con mi madre, afirmaba que no tenía “marmaja” o se molestaba por algún “pechugón” que llegaba a visitarnos justo antes del almuerzo. Mi padre hablaba de lo triste que era caer en la “pernicia”, insistía en ahorrar para no quedar en la “inopia” y cuando me veía desatento o “atembado” frente a algo que trataba de enseñarme me corregía con un verbo que a pocas personas he escuchado: “atisbe”. Así que uno se traslada de domicilio, pero lleva consigo sus palabras, al igual que carga sus “chiros” en una maleta. Quizá dejemos de usar algunas de ellas, pero en nuestra mente siguen reverberando como un murmullo plagado de afectos y recuerdos: “chapalear”, “agalludo”, “langaruto”, “entenado”; el “nicuro”, la “oscurana”, la “talanquera”; el pasto “yaraguá”, el “sol de los venados”.
Decía que la ciudad capital me puso en contacto con otras palabras, muchas de ellas provenientes de los libros. Estas nuevas palabras podían salir de un dato histórico, una anécdota, alguna materia en particular: “Leoncico”, “Tundama”, “Bochica”, “nimbos”, “pijaos”, “arcabuz”, “Orinoco”, “Cumbal”, “palafitos”, “esdrújulas…” Todas esas palabras vinieron como una avalancha, grado a grado, año tras año; además de leerlas las escribía en mis cuadernos “Cardenal”. En varias de las clases de primaria nos pedían transcribir el vocabulario que estaba al final de cada lectura y que buscáramos el significado en el Diccionario. Creo que allí empezó una fascinación por ese tipo de obras. El diccionario está lleno de palabras, es como la selva del lenguaje, como un mar extenso de vocablos. Rememoro aquel primer Diccionario abreviado de la lengua española, Vox, que tenía páginas a color con ilustraciones. Resultaba entretenido ver cómo unas palabras me llevaban a otras y éstas a otras más en una cadena interminable. “Catafalco: túmulo para las exequias”; “Exequias: honras fúnebres”; “fúnebre: relativo a los muertos. Luctuoso”; “Luctuoso: triste y digno de llanto…” A veces, terminada la tarea, me quedaba hojeando ese pequeño libro, viajando entre sus páginas, un poco a la deriva por la curiosidad y el asombro de lo desconocido: “arrebol”, “contumelia”, “epitelio”, “fosforescencia”, “hemeroteca”, “juglar”, “mucílago”, “podenco”, “reticencia”, “talismán”, “vespertino”.
Y había unos textos en los que se encontraban palabras “extrañas” o que no se usaban de manera corriente: en los poemas. Una buena parte de esas palabras tenían dentro de sí una especie de música que les otorgaba un encanto especial. El profesor leía esos poemas con voz entonada, alargando el final, para que nosotros nos contagiáramos de una emoción o un estado de exaltación lírica: “El mismo sol que la esmaltó de verde / la abrasa en los ardores del estío; / si ayer ciñó diadema de rocío, / hoy diadema, color y vida pierde…” En ese momento yo desconocía algunas de esas palabras, pero al oírlas leídas por el maestro me llevaban a recordar los árboles de mi infancia. “Despojo es del gusano que la muerde, / del cierzo que la empuja a su albedrío; / sumergida en el fango o en el río / ¿quién habrá que mañana la recuerde…?” Palabras como “esmaltó”, “estío”, “ciñó”, “cierzo”, “albedrío”, con otras tantas que parecían salir de algún mundo fantástico, desfilaban por el salón cuando el profesor leía esos versos. Hoy sé que los vocablos usados por la poesía no sólo significan, sino que pretenden tocar nuestra sensibilidad, mover nuestras emociones; en este sentido, las palabras además de servir de medio de comunicación son también un recurso para conmovernos, apasionarnos o tocar las fibras de nuestro corazón.
Cuántas palabras vamos apropiando de lo que leemos, de personas con las que tratamos, de viajes o aventuras a otros territorios, de largas horas de estudio al aprender una profesión. Muchas de esas palabras, aunque ajenas al principio, van formando parte de nuestro modo de expresarnos, se convierten en un bien preciado de nuestro capital cultural. De alguna manera, somos las palabras que nos habitan y aquellas que pronunciamos. No obstante, todos esos términos oídos o leídos cobraron otro sentido cuando empecé a intentar escribir. Diría que fue un redescubrimiento de la materia misma de las palabras, de su origen, de su variedad, de su escurridizo dominio. Porque no es lo mismo “acceder” que “infiltrarse”, ni “pasar”, que “penetrar”; porque si bien hay afinidades entre las palabras, de igual modo existe un vocablo que es el más justo o adecuado para determinada frase o expresión. A veces las palabras nos engañan con un presunto parecido: “Infectar”, “infestar”, o hay grados entre ellas que nos obligan a seleccionar el término preciso para el remedio que tenemos en mente: quizás “antídoto” sea preferible a “bálsamo” o a lo mejor “lenitivo” sea más certero que “calmante”. Infiero de lo anterior, que quien se vuelve un artesano de las palabras descubre en ellas potencialidades inadvertidas para las otras personas. O, dicho de otro modo, que hay niveles diferentes en el uso de las palabras; que existen unos que las cultivan y degustan con fruición y otros, la mayoría, que las consumen rápido según la ocasión o la necesidad.
Me analizo en mi labor de orfebre de las palabras y observo alrededor de mi escritorio los útiles que me sirven de oráculos o mentores. Una variedad de diccionarios presta fila como escuderos de mi oficio solitario: están los dos tomos del Diccionario de uso del español de María Moliner; al inicio ella habla del “cono léxico” y de las “palabras cumbre” y de la dificultad para redactar definiciones con “uniformidad, precisión y propiedad”. Moliner es mi ayudante de cámara cuando escribo. Un poco más arriba, hacia la izquierda de la biblioteca, está el Thesaurus Sopena de antónimos y sinónimos que me ayuda a ver las palabras en sus campos semánticos, en esa red de significados con sus sentidos y acepciones. Con este diccionario multiplico las posibilidades de una idea o le doy variedad léxica a lo que escribo. Al lado de este grueso volumen, se encuentra el Diccionario ideológico de la lengua española de Julio Casares que hace contrapunto con el Diccionario de ideas afines de Fernando Corripio; dos obras que ya tienen las marcas del uso de mis manos porque, a veces, uno conoce el significado de una palabra, pero ha olvidado el nombre o el término preciso; entonces, al ir a estos diccionarios, la memoria o el grado de afinidad entre las palabras me permite reencontrar lo que buscaba. Y están también los Diccionarios de Dudas del español con los cuales trato de no caer en errores flagrantes de redacción o evitar que algún “gazapo” salte traviesamente en una página. Son más los guardianes de mi oficio artesanal con la escritura; aunque al tener toda esa fortaleza de palabras, me siento más confiado para adentrarme en sus terrenos inestables e inexplorados.
Concluyo este homenaje a las palabras mencionando siete de ellas, entre muchas agolpadas en mi mente, que me son queridas o están en sintonía con mi personalidad: “Capira”, que es otro nombre de la libertad, del aire limpio y el sol esplendoroso, de la montaña majestuosa y las palmeras en lejanía. “Perseverar”, la gran lección de mis mayores, el mandato supremo para enfrentar las dificultades y el secreto para conquistar las grandes metas. “Ensimismarse”, que es un llamado a ir hacia adentro y concentrar la atención hasta el punto de hablar con nuestros pensamientos. “Fraternidad”, porque ella representa mi sensibilidad hacia la fragilidad ajena y mi deseo de ofrecer un abrazo al necesitado. “Enseñar”, que habla de un quehacer que colma mi espíritu y mediante el cual contribuyo a construir un mundo más equitativo y menos plagado de fanatismos. “Escribir”, por ser mi camino elegido, en el que se conjugan la pasión y la creación, el testimonio de vivir y las lúdicas formas de la imaginación. “Sabiduría”, que es el propósito supremo de una existencia reflexionada, el descubrimiento de la cordura necesaria para llegar con tranquilidad hasta el final de mis días.