“Teme al hombre de un solo libro”.
Tomás de Aquino
A veces, sin darnos cuenta, terminamos leyendo solo un campo particular de información, acostumbrándonos a un tipo de texto y a una temática que, de tanto frecuentarla, nos empieza a servir de “comodín” para nuestras conversaciones cotidianas o para entender la vida, el mundo o nuestras relaciones interpersonales. Al reducir de esta manera las potencialidades de la lectura y su variedad de expresiones, nuestra mente se conforma con esa parcela de textos y va descuidando otras que, si no estamos atentos, terminará minando nuestras facultades cognitivas y, de alguna manera, constriñendo el espacio de nuestra sensibilidad. Es probable que este modo reduccionista y acotado de leer sea una de las causas del fanatismo actual y la dependencia de las redes sociales. Al haber condenado nuestras lecturas a un tópico de interés, a veces a un género y un modo de presentarse la información, hemos ido justificando nuestras creencias, además de convertirlas en un mundo autorreferencial, marcadamente excluyente y con tendencia al sectarismo.
Pensando en tal reduccionismo de nuestras prácticas lectoras y en la necesidad de ampliar nuestra mirada intelectual para acceder a variados modos de entender a las personas, la vida y el mundo que habitamos, es que presento las alternativas siguientes. Mi tesis de base es que, en lugar de servirnos un único plato de lectura, optemos mejor por enriquecernos con un menú variado. Tal vez de esta manera tendremos una vigorosa salud intelectual y, seguramente, un concierto de voces diversas que contribuyan a alimentar y fortalecer nuestra necesitada y débil sabiduría. ¿Qué deberíamos leer, entonces, para mantener en dinamismo nuestra mente y nuestro espíritu?
Para comenzar recomendaría leer diversos tipos de texto. Ensayos, crónicas, cuentos, novelas, entrevistas, fábulas, perfiles, biografías, poesía, teatro… Cada tipología textual nos exige un modo de aproximación y, a la vez, nos ofrece posibilidades de desarrollo mental y goce estético. Lo importante es no encerrarse en una única tipología, como aquellas personas que sólo leen noticias de prensa o se acostumbran a frecuentar únicamente determinada columna de opinión. O esos otros lectores que no salen de los textos de “autoayuda” o aquellos otros que reducen todas las posibilidades de la literatura al cómic. Y ni qué decir de los consumidores de redes sociales que han convertido el “zapping page” en su manera de ver sin leer o de pasar la información sin profundizarla. Mi consejo es combinar diversas tipologías textuales; tener a la mano varias de ellas, sabiendo que cada una exige estrategias y recursos cognitivos diferentes. Precisamente, ese es el objetivo de fondo de mi propuesta: que nuestra inteligencia sepa cuándo tiene que identificar la tesis en un ensayo, el conflicto en un relato, la tensión en un drama, los incidentes críticos en una historia de vida o la imagen motivo en un poema. Tal variedad de textos nos obliga también a desarrollar una fuerza de concentración diferente, acorde al tipo de texto que nos interesa. No podemos, y ese parece ser el mandato implícito de la mensajería virtual, sentenciarnos a lecturas minúsculas o imposibilitarnos a leer textos de largo aliento. Es probable que, al aceptar esta recomendación, se descubran con asombro y fascinación algunas tipologías textuales dejadas de lado porque no se ha hecho el esfuerzo de explorarlas.
Continuaría recordando la lectura cotidiana de poesía, no únicamente porque contribuye a mantener la plasticidad en nuestras ideas, sino porque es, en sí misma, la destilación rítmica y cuidadosa del lenguaje. Varias personas huyen de la lectura de poesía al suponer que es la expresión “sensiblera” y romántica de la existencia, desconociendo que es otro modo de conocer el mundo, otra manera de explicarnos el sentido de la vida y sus problemas más esenciales. Los textos poéticos le piden a nuestro pensamiento que ejercite su potencial relacionante, que sepa explotar la fuente creativa de lo analógico; esos textos nos exigen expandir las fronteras de la realidad que conocemos para entrever otros mundos construidos mediante metáforas e imágenes. Por lo demás, la lectura de poesía es una buena escuela para entender lo indecible, expresar lo que nos sobrecoge o hallar una vía de comunicación al fluir sanguíneo y difuso de las emociones, las pasiones y los sentimientos. Recuerdo ahora lo que nos enseñó Francisco Brines: “La poesía, tanto en quien la hace como en quien la recibe, es primordialmente un acto de intensidad: cumple, pues, una función exaltadora de la vida (…) Y el poeta está siempre desvelando la palabra, y penetrando con ella la alegría, el misterio, el azar o el dolor: es decir, la vida profunda”.
Considero fundamental, de igual modo, leer textos de tono filosófico porque contribuyen a que nuestra mente se esfuerce en no perder su capacidad de análisis. Es un buen recurso para poner entre paréntesis las opiniones infundadas, las generalizaciones manipuladoras, los rumores que nos apabullan con su ponzoñoso veneno de informaciones falaces o calumnias sobre determinado asunto o persona. Tener a la mano el texto de algún filósofo contribuye a que se mantengan alertas nuestras facultades de inferencia, que no se nos amellen la deducción, la inducción y los procesos lógicos del pensamiento. Resulta alentador para nuestra mente leer o releer con frecuencia filósofos clásicos, por ejemplo, los Diálogos de Platón, o explorar en autores contemporáneos como Slavoj Zizek. No digo que deban ser únicamente estos filósofos; afirmo que leer con frecuencia alguna obra en clave filosófica resulta vivificante para estimular nuestro cerebro con ideas complejas, menos simplistas, que nos potencien desalentadas formas de pensar y nos abran nuevas perspectivas para ver un problema o una situación. Me gusta citar, a manera de ilustración, al filósofo francés Pierre Hadot: “Siempre he considerado la filosofía como una transformación de la percepción del mundo (…) Percibir las cosas como extrañas es transformar la propia mirada de tal modo que se tiene la impresión de verlas por primera vez, liberándose del hábito y de la banalidad”.
Resulta provechoso para nuestras potencialidades imaginativas leer regularmente obras narrativas. Los relatos, de larga o corta duración, son un estímulo a nuestra facultad de contar historias, a esa capacidad narrativa que desarrolla la fantasía y sirve, además, para resignificar las experiencias. La lectura habitual de cuentos, para poner un caso, contribuye a que nuestro discurso sea más fluido, menos episódico o fragmentado; la lógica del relato nos provee de recursos para organizar una anécdota de principio a fin, dotándola de elementos interesantes e interpelativos para un posible oyente. Independientemente de la profesión u oficio que se tenga, la lectura de textos narrativos hace que nuestra estructura cognitiva, como ha dicho más de una vez Jerome Bruner, descubra un camino idóneo para crear y recrear la identidad. Y gracias a la narrativa también podemos dotar de sentido nuestro pasado y “reinventar nuestro mañana”. Por supuesto que al leer obras de esta índole satisfaremos el deseo de ocio o entretención, pero de igual modo iremos apropiando unos esquemas de pensamiento tales como los de planteamiento, nudo y desenlace, o los de introducción, clímax y final, que resultan apropiados para enriquecer nuestros recursos comunicativos, diversificar el modo de interrelacionarnos y conjugar en una trama interesante lo cotidiano con lo extraordinario.
Agregaría, a este menú, la lectura de diarios, textos testimoniales, o biografías. Las bondades de este tipo de lecturas es la de ponernos en contacto con determinadas personas para conocer las vicisitudes que tuvieron, la forma como resolvieron algunos problemas, las creencias y aspiraciones que les sirvieron de bandera y las experiencias que poco a poco modelaron su existencia. Pienso que la lectura constante de este tipo de textos permite recoger el itinerario vital de ciertos individuos y, en sentido amplio, las variadas manifestaciones de la condición humana. Al leer estas obras hallamos en otros seres, vivos o muertos, puntos de confluencia, zonas de preocupación semejantes, lazos de hermandad por situaciones conflictivas; en fin, descubrimos que sus historias pueden ser excelentes puntos de referencia para nuestra travesía existencial. Sirva de ejemplo, lo que acabo de leer de Giorgio Agamben: Autorretrato en el estudio (Adriano Hidalgo editora, Buenos Aires, 2018), “Lo que nos acompaña en la vida es también lo que nos nutre. Nutrir no significa sólo hacer crecer: significa ante todo dejar que algo alcance el estado al cual tiende naturalmente. Los encuentros, las lecturas y los lugares que nos nutren nos ayudan a alcanzar ese estado. Con todo, algo en nosotros se resiste a esa maduración y, precisamente cuando esta parece cercana, obstinadamente se detiene y se vuelve hacia atrás en dirección a lo inmaduro”.
Quedarían incompletas estas sugerencias para una vigorosa salud intelectual, si no mencionara la lectura de libros álbum. Me refiero, por supuesto, a esos artefactos culturales en los que se combinan el texto y la imagen con el fin de aguzar nuestra reflexión a la par que provocar nuestra emoción estética. Es una lástima que dentro de nuestro menú lector no los consideremos relevantes o merecedores de ocupar el puesto de un primer plato. Tal vez se deba a creer erróneamente en que estos libros son únicamente para los más pequeños o que son una literatura menor; sin embargo, el libro álbum se ha convertido en nuestros días en un modo de presentar o resolver situaciones o hechos problemáticos, circunstancias o eventos inadvertidos, conflictos o dilemas axiológicos que a todos nos deberían interesar. Ya no se trata de textos con ilustraciones anexas, sino de genuinos productos artísticos en los que se combinan los elementos narrativos con una sintaxis de la imagen, además de propuestas de diseño gráfico que favorecen el gusto por leer y el desarrollo de un modo de pensar en el que, al mismo tiempo, atendemos lo que dicen las líneas y también lo que nos muestran las superficies.
Las recomendaciones anteriores reafirman mi tesis inicial: para no terminar inutilizando algunas de nuestras estructuras cognitivas, empobreciendo nuestro discurso o reduciéndonos a un único modo de percibir y comprender la realidad, lo conveniente es variar y enriquecer nuestro menú lector. Y si bien nos puede seguir interesando una temática en particular, lo que no debemos perder de vista es el aporte que hacen otros tipos de lectura tanto a nuestra mente como a nuestra sensibilidad. De nosotros dependerá, entonces, seguir alimentándonos de un único plato o, por el contrario, explorar en las bondades de una dieta plural y equilibrada.