
Ilustración de Carme Lemniscates.
Nací entre árboles altísimos y de variadas hojas. A lado y lado de la casa paterna o la de mis abuelos, o en cualquiera de las habitaciones de bahareque y techo de zinc de Capira, estaba la presencia de estos leñosos y firmes ángeles protectores. A veces eran fáciles de trepar como los naranjos, guayabos o totumos y, en otros casos, esquivos como los aguacates o las encumbradas ceibas. Los árboles estaban alrededor de la familia, ofrecían sus frutos sin resistencia, servían de momentánea estadía para las aves y le ofrecían al invisible viento una voz de murmullo o de borrasca. En la cartilla de mi infancia están bien resaltados los animales y, a la par, el nombre de muchos árboles: el duro guayacán, el envés blanco de las hojas de los yarumos, la sangre roja del sangregado, el guamo con sus vainas de copos dulces esponjosos, las gruesas ramas del mango, el rojizo cedro espino, los postes para las cercas del resistente iguá, la pegajosa leche del hobo, las flores amarillas del chicalá… Los árboles han estado desde siempre en mi memoria y siguen ejerciendo una fuerza contemplativa sumada a una curiosidad sobre sus particularidades y misterios.
Precisamente, hace poco leí La historia de los árboles y de cómo han cambiado nuestra forma de vida de Kevin Hobbs y David West (Blume, Barcelona, 2020); un libro de “historias etnobotánicas” en las que se combina la anécdota con algunas particularidades de más de un centenar de árboles. Como una muestra de su contenido, resalto algunos detalles: El ginkgo, que después de la destrucción de Hiroshima por la bomba atómica, rebrotó a solo diez kilómetros del epicentro de la explosión y, por eso, en el Japón se lo conoce como “portador de esperanza”. El tejo que, para las antiguas civilizaciones mediterráneas era símbolo de la muerte y fue usado por devotos cristianos en lugar de palmas el domingo de Ramos. El aguacatero, de cuya semilla los conquistadores extraían una lechosa sustancia marrón rojiza para reemplazar a la tinta. Las varas del avellano que los zahoríes usan desde tiempo inmemoriales para buscar fuentes de agua; la madera de teca que por ser tan resistente a la descomposición era utilizada para la elaboración de navíos y que, según los chinos antiguos, si se enterraba durante varios años mejoraba sus propiedades indestructibles; la savia o el aceite de cedro del Líbano usado en la antigüedad para la momificación; la madera de arce campestre que, por sus propiedades tonales, es apta para la elaboración de violines. El sauce blanco, que es la fuente natural de la salicina y el ácido salicílico y de cuya madera flexible se elabora el filo de todos los bates de críquet modernos… Y se habla también de las quemas rituales del sándalo en el antiguo Egipto, en China, India y Japón y de la importancia del alcornoque, de cuya corteza se extrae el corcho, y del quillay, el árbol del jabón, con propiedades tanto para la cosmética como la farmacia.
De igual modo escudriñé, con cierta pasión infantil, el libro de Jonathan Drori con ilustraciones de Lucille Clerc, La vuelta al mundo en 80 árboles (Blume, Barcelona, 2020). Otro libro en el que la historia, el folclore y la fascinación por la naturaleza se aúnan para ofrecernos una mirada sobre árboles de Europa, África, Asia, Oceanía y América. De sus páginas pude obtener una cosecha maravillosa: que el abedul tiene la capacidad de purificar de hechizos y brujerías y por eso los finlandeses lo ponen en las puertas como protección; que el sauce tiene un vínculo con las tristeza pero también con el alivio de dolor, y por eso Hipócrates prescribía su corteza para curar el reumatismo; que la madera del aliso fue clave en la expansión del pueblo veneciano porque se percataron de que estando al aire se pudría, pero sumergida permanecía intacta; que el nim, además de ser una panacea para muchas enfermedades y un excelente cosmético, sirve como cepillo de dientes en la India o en Norteamérica para rociar la cama de los niños y espantar las chinches; que el kauri, de cuya resina se benefició durante cincuenta años Nueva Zelanda, puede desprenderse de pedazos de su corteza cuando alguna planta parásita pretende engancharse a él; que la koa, una de las maderas más costosas del mundo, es un árbol privilegiado por los hawaiana porque con su tronco se construyen, en un rito sagrado, las canoas alargadas de treinta metros de largo; que el jabillo de Costa Rica dispara sus semillas a unos 70 metros por segundo, y que al girar en forma de frisbee, logran volar unos 45 metros; que el ailanto es tan rápido para crecer como sus flores para expeler los olores más desagradables… En fin, como dice el autor, el libro nos presenta ochenta “historias interdisciplinares” de este tipo de plantas.
Volviendo a mis evocaciones de infancia recuerdo dos ceibas altísimas. La primera estaba en el centro de La Laguna y hacía parte de “La horqueta de los caminos”. Situada en los predios de los Guzmanes, al lado del camino real, con sus largas raíces daba vía hacia las casas de los Ayala, los Ramírez, los Murcia, u orientaba el camino hacia las montañas de los Cáceres y los Rodríguez. Siempre me fascinó el tamaño de esas raíces que parecían crear otras rutas por el subsuelo de estas tierras y la escarbaban como cerdos de largos espinazos. La otra ceiba estaba llegando a la casa de mis abuelos: igual que la anterior se levantaba a la vera del camino real, al lado de una quebrada en la que estaba el pozo de la “La zanja del Peñón” y que, así hubiera verano, siempre mantenía encharcado aquel paso. Más de una vez las bestias de carga se enterraban en aquel lugar en el que, por el espeso ramaje de la ceiba y una tupida bejuquera, tenía una especial tonalidad de penumbra y misterio. Las ramas altas de la ceiba con ese tupido tejido de lianas, daba pie para que la gente de la región dijera que ese era el nido del “Pollo de viento” o la morada de las brujas de Capira. De igual manera permanecen en pie dentro de mis recuerdos las palmeras reales en los potreros de mis tíos, las que se iban empequeñeciendo a medida que la mirada bajaba hacia el plan del Tolima y sentía la arena caliente del sinuoso río Magdalena. Qué gruesos y fuertes los troncos grises de estas palmeras que, a pesar de las quemas, seguían inalterables al fuego y la candela; cuántas aventuras con mi primo Saúl para bajar, usando las caucheras, los cuescos que colgaban como frutos inalcanzables, y ya con ese pequeño tesoro volver a la casa familiar para romperlos con una piedra y poder degustar la pequeña almendra que sabía a un manjar desconocido. Tengo viva, también, la presencia tutelar de un alto Caracolí en el que se posaban, de vez en cuando, el águila o los gavilanes de manera frecuente; este árbol era imponente, de unos treinta metros de altura, y cuando hicieron el tendido de cables para poner la luz en la casa de los abuelos, debieron derribarlo. Se requirieron la fuerza y el hacha de varios hombres para tumbarlo, a pesar de que en el suelo mostrara un tronco hueco por el que salían a borbotones miles de hormigas de un color brillante como la miel. Y están de igual modo los guácimos que, además de sombrío para el café y de ser una de las mejores leñas para sacar lejía, mis tías maternas usaban su corteza en agua para obtener una baba que, según me contaban, hacía crecer el cabello.
Pero no son únicamente los biólogos, naturalistas y ecologistas los que han exaltado las características y virtudes de los árboles. De igual manera la literatura ha sabido abordar y adentrarse de manera prolífica en el mundo de estas “flechas caídas del azul”, al decir de García Lorca. Bastaría mencionar al viejo campesino iletrado Elzéard Bouffier que sembró durante tres años cien mil árboles a pesar de las guerras y la indiferencia de la gente; un viejo que vivía en soledad y que de manera inquebrantable sembraba esperanza. Jean Giono en El hombre que sembraba árboles dio vida a este “atleta de Dios” quien confiaba en la “reacción de cadena” producida por la siembra de sus bellotas y mediante la cual se daba la reaparición de la vida en las tierras infecundas. O podríamos recordar lo que escribió sobre los árboles Herman Hesse en El caminante: “Los árboles son santuarios. Quien sabe hablar con ellos, quien sabe escucharlos, aprende la verdad. No predican doctrinas y recetas, predican, indiferentes al detalle, la ley primitiva de la vida”. O, así sea de manera fugaz, repasar algunos poemas sobre estas “enormes olas de tierra que desde el fondo revientan”, según los versos de Vicente Aleixandre. Cómo olvidar, por ejemplo, “Árbol adentro” de Octavio Paz, en el que el poeta mexicano elogia y testimonia la hermandad íntima del hombre y el árbol hasta el punto de aunar frutos y palabras: “Creció en mi frente un árbol. / Creció hacia adentro. / Sus raíces son venas, / nervios sus ramas, / sus confusos follajes pensamientos…” O quedarnos extasiados con los descubrimientos instantáneos de la naturaleza que nos comparte el sueco Tomas Tranströmer en su poema “El árbol y la nube”: “Un árbol anda de aquí para allá bajo la lluvia, / de prisa, ante nosotros, en lo gris derramándose. / Lleva un recado. Saca vida de la lluvia / como un mirlo en un jardín de frutales. // Cuando la lluvia cesa, el árbol se detiene. / Se vislumbra derecho, quieto en noches claras, / en espera, como nosotros, del instante / en que los copos de nieve florezcan en el espacio”. O aprender de la sabiduría de Eugenio Montejo en uno de sus poemas clarividentes, que es al mismo tiempo una invitación a escuchar estos silentes seres devotos de las alturas: “Los árboles”: “Hablan poco los árboles, se sabe. / Pasan la vida entera meditando / y moviendo sus ramas. / Basta mirarlos en otoño / cuando se juntan en los parques: / sólo conversan los más viejos, / los que reparten las nubes y los pájaros, / pero su voz se pierde entre las hojas / y muy poco nos llega, casi nada. // Es difícil llenar un breve libro / con pensamientos de árboles. / Todo en ellos es vago, fragmentario. / Hoy, por ejemplo, al escuchar el grito / de un tordo negro, ya en camino a casa, / grito final de quien no aguarda otro verano, / comprendí que en su voz hablaba un árbol, / uno de tantos, / pero no sé qué hacer con ese grito, / no sé cómo anotarlo”.
Retornando a mis reflexiones, menos líricas, me gusta el modo de pensar del biólogo francés Francis Hallé. En su conferencia La vida de los árboles (Gustavo Gili, Barcelona, 2020) dice cosas que bien vale la pena resonar aquí: “Lo único que pide un árbol es que se le deje en paz. Encuentro que son muy útiles para la especie humana, son discretos, a veces un tanto callados, y totalmente pacíficos”. “Cuando les planteo a mis contemporáneos de dónde procede la materia de un árbol, me contestan que la materia del árbol sale del suelo. Lo siento, pero esta respuesta es falsa. El árbol es una acumulación de los contaminantes atmosféricos que proceden del aire. Toma del aire el contaminante, el dióxido de carbono. Claro que recoge algo del suelo, pero su cantidad es comparable a una cucharadita de café, nada más. Lo esencial lo recibe a través de una depuración atmosférica; es más, podemos comparar el árbol con una fábrica de depuración”. “La madera envejece porque se van añadiendo capas cada año hacia el exterior, y la madera que se encuentra en el centro muere. Un árbol es sobre todo madera muerta por donde no circula la savia”. “La mezcla entre el diámetro de los troncos de los árboles y un fenómeno estrictamente astronómico como la marea puede parecer sorprendente. Cuando la luna atrae, hay marea alta y el árbol crece un poco y se estrecha. Un árbol representa una masa de agua suficiente para que pueda medirse la atracción lunar. Cuando la luna no ejerce atracción, el árbol decrece un poco y engorda”. “Toda nuestra evolución biológica cabe en la vida de un árbol” … De sus agudas reflexiones me queda resonando ésta: “un árbol muy grande es esencialmente madera muerta, una película viva sobre un enorme montón de madera muerta”.
Sea esta la ocasión para enaltecer la vida y las banderas de Wangari Maathai, la mujer que plantó millones de árboles y transformó de esta manera el paisaje y la sociedad de Kenia. Releí el discurso que leyó al aceptar el Premio Nobel de la Paz en 2004. Su punto de partida está bien definido: “mi inspiración procede, en parte, de mis experiencias y observaciones de la naturaleza durante mi niñez en la Kenia rural”. El proceso de concientización está inmerso en las experiencias de su contexto: “empecé a entender que cuando el medio ambiente es destruido, saqueado o mal gestionado, se socava nuestra calidad de vida y la de las generaciones futuras”. Esa toma de conciencia da nacimiento a la líder, a la impulsora del movimiento “Green Belt” (cinturón verde): “plantar árboles se volvió la opción natural para resolver algunas de las necesidades básicas inicialmente identificadas por las mujeres. Además, plantar árboles es sencillo y asequible, y garantiza resultados rápidos y exitosos en un período de tiempo razonable. Eso mantiene el interés y el compromiso. Juntas hemos plantado más de treinta millones de árboles que proveen de combustible, comida, refugio e ingresos para la educación de los hijos y las necesidades familiares. Esta actividad, adicionalmente, genera empleo y mejora los suelos y las cuencas fluviales”. Las demandas que hace esta africana son contundentes para dirigentes y empresarios de nuestros días: “aceptemos la gobernanza democrática, protejamos los derechos humanos y protejamos el entorno”; “es hora de reconocer que el desarrollo sostenible, la democracia y la paz son inseparables”; “la industria y las instituciones globales han de darse cuenta de que garantizar la justicia económica, la equidad y la integridad ecológica es más valioso que los beneficios a toda costa. Las industrias globales extremas y los actuales modelos de consumo persisten a expensas del entorno y la coexistencia pacífica”. Es urgente no claudicar en este propósito, nos advierte Wangari Maathai, “tenemos que volver a despertar nuestro sentido de que somos parte de la gran familia de la vida, con la que compartimos nuestro proceso evolutivo”. Hay que “avanzar en un nuevo nivel de conciencia, alcanzar un nivel moral más alto”. Solo así, “restauraremos el hogar de los renacuajos y devolveremos a nuestros hijos un mundo de belleza y maravilla”.
Empecé diciendo que mi niñez estuvo signada por infinidad de árboles y esto, según imagino, me ha hecho sensible a la necesidad de su presencia. De allí que los busque mientras camino, que me quede largo rato observándolos y que lamente cómo las grandes ciudades los han ido constriñendo a espacios minúsculos. Me extasía oír el juego del viento entre sus ramajes y el trinar de los pájaros ocultos en su follaje. Creo que el hombre ha aprendido de los árboles voluntad de infinito y una cierta disposición hacia la generosidad. Me asombra saber que muchos de ellos nos antecedieron en nuestro paso por este mundo y que otros sobrevivirán al declive de las actuales generaciones. Creo que además de ser un espacio verde de sosiego y reanimación para nuestro espíritu, en los árboles está una de las claves de conservación de la vida en nuestro planeta. Considero que nuestro afán depredador de la naturaleza nos ha hecho torpes para entender su importancia e indiferentes a las necesidades de cuidado que reclaman como miembros de “nuestra gran familia”. Árboles: además de contemplarlos deseamos, hoy más que nunca, escucharlos.

Ilustración de Joey Guidone.