Sin temor a equivocarme, creo que todos los educadores –formales e informales– han sentido la necesidad de elaborar una guía para sus estudiantes o aprendices. Y, en la mayoría de los casos, con una lógica más intuitiva que didáctica, lo que se les entrega es un listado de instrucciones, con información escueta y algún objetivo medianamente definido. Esas guías hacen las veces de trabajo adicional para la casa o de “laboratorio” dentro de la clase. Precisamente por ello, y dada la abundancia de estos artefactos en las prácticas educativas, considero oportuno dedicar un tiempo para reflexionar y entender mejor el sentido de las guías didácticas.
Empezaré por decir que las guías, esas que se llaman de cocina, de viajes, de ejercicios físicos, de modo de empleo de algún aparato, parten de un principio compartido por las guías didácticas: son útiles para que el estudiante aprenda de manera autónoma. La guía misma funciona como una especie de “mentor silencioso” o de “tutor en la distancia” que va conduciendo al aprendiz a elaborar un alimento, llevar a feliz término una meta, practicar un deporte o desentrañar el modo como opera un electrodoméstico. Es decir: están concebidas para que alguien aprenda algo sin necesidad de tener presente la figura de un maestro. Este dato es importante porque pone en evidencia que las guías didácticas deben hacerse de tal manera que en ellas mismas esté la información, los recursos y los modos de lograr determinado objetivo. Tal previsión de suficiencia informativa, de secuencialidad intencionada, es lo que le otorgan el calificativo de didácticas.
Noto también que en esas guías, de fotografía, de horticultura, de meditación, abundan los consejos, las sugerencias, los “tenga en cuenta”, los “no olvide que”, diseñados al lado o en los márgenes de la información básica. Dichas indicaciones adicionales hacen las veces de subrayados o destacados dentro del cuerpo del texto. Es como si en la misma guía confluyeran dos órdenes discursivos con un mismo propósito: evitar que el aprendiz caiga en una flagrante confusión, descuide una labor aparentemente secundaria o que omita un paso clave para un logro posterior. Las guías didácticas, en esta misma perspectiva, buscan advertir el error, adelantarse a las dificultades de aprendizaje o prevenir al bisoño aprendiz de sus posibles equivocaciones. En el fondo, las guías didácticas se fundamentan en el modelo formativo de expertos y novatos; son una manera de transferir mediante “advertencias”, y “consejos útiles” la sabiduría de un oficio, de un saber-hacer, de una práctica.
Abundan de igual modo en esas guías (de mecánica, tributarias, de pintura) los ejemplos. A veces, echando mano de dibujos, diagramas o fotografías; en otras, acudiendo a un cuadro, un formato o determinado caso de estudio. Lo cierto es que las guías no solo informan sino que ilustran con ejemplos lo que allí se enuncia o se pide hacer. Las guías insisten en este carácter de hacer evidente lo que se declara en el texto. En esa misma vía, las guías didácticas contienen en sí mismas las explicaciones; ejemplarizan para mermar la duda o aclarar lo que podría ser complejo en el discurso escrito. Los ejemplos, además, están expuestos desde el “paso a paso”, siguiendo un itinerario o enumerando las acciones con sus respectivos resultados parciales. No es un asunto menor proceder de esta manera, porque si no se ejemplariza algo que se desea aprender de manera autónoma, lo más seguro es que se multipliquen las dudas o los caminos errados en el aprendiz. La ejemplarización es un modo de regular el alcance positivo de la tarea.
Resalta también en estas guías, demos por caso, las de computación, la cuidadosa selección de la información y la claridad de las mismas. No son documentos extensos o atiborrados de cuanto dato haya; por el contrario, se centran en lo esencial o en lo que es vital para alcanzar la meta propuesta en la guía. No se basan en la acumulación, sino en la extracción de lo importante. Y por ese aspecto, las guías tienen niveles o apuntan a un público determinado entre el novicio o aficionado hasta el profesional o experto. De igual modo, sobresale en estas guías el poco uso de “tecnicismos”, la preocupación por el tono cercano en la información y una conciencia de quién es el posible receptor de la guía. Mirado este aspecto en las guías didácticas, diría que si no se hace una selección de la información, si no se adapta el discurso al nivel y tipo de usuario, si no hay esa conciencia comunicativa, muy difícilmente se establecerá un vínculo con el aprendiz para crear una genuina relación de aprendizaje. De allí que no sea lo mismo preparar un syllabus que elaborar una guía didáctica; ni listar una bibliografía que sugerirla de manera comentada; ni saturar de información al estudiante sobre un tema que elegir aquellas fuentes relevantes y pertinentes para aprender algo en particular. Las guías son un buen ejemplo de transferencia didáctica del conocimiento erudito.
Hasta aquí hemos abordado algunas de las características de la guía didáctica. Ahora podemos mencionar los aspectos o elementos fundamentales de su estructura, teniendo como insumos la propia experiencia, las contribuciones del saber didáctico y la revisión de propuestas en programas de Educación a distancia. Sé que hay matices y condiciones especiales de una institución o requerimientos puntuales de una profesión; sin embargo, podemos enumerar los siguientes elementos básicos de la estructura de una guía didáctica. Primero: consiste en ubicar la guía dentro del lugar de formación o el espacio académico en el que se inscribe. Es darle, por decirlo de otra manera, su puesto curricular. Segundo: se trata de explicar el alcance de la guía, el contenido de la misma y algunas recomendaciones para su uso. Es la visión panorámica del contenido y finalidad de la guía. Tercero: corresponde a los objetivos o metas de aprendizaje para la cual se ha elaborado la guía; es lo que se quiere lograr con lo propuesto o desarrollado paso a paso. Cuarto: destinado a la presentación del tema o subtema alrededor del cual se ha hecho la guía; es la parte “teórica” que nutre, contextualiza o da soporte a las actividades. Quinto: es la parte práctica de la guía; aquí es donde se señalan, paso a paso, las actividades o ejercicios y se muestran ejemplos. Sexto: es el espacio para la presentación de las ayudas o recursos necesarios para cumplir con la actividad; hace las veces de “caja de herramientas”. Séptimo: es la parte donde se incluye bibliografía comentada o glosada según su utilidad en las diferentes etapas de la guía; es otro insumo de información enfocada y orientada. Octavo: empleado para comunicarle al aprendiz la forma y el modo como va a ser evaluado en concordancia con lo esperado de la guía; la evaluación debe armonizar con los objetivos o metas de aprendizaje y condensarse en rejillas o rúbricas. Noveno: es el lugar, bien sea al inicio o al final de la guía, para mencionar el nombre del maestro o tutor con sus datos de acceso y, si es pertinente, algún horario de consulta para resolver las inquietudes brotadas al desarrollar la guía.
No sobra advertir que las guías didácticas son expresiones de genuino acompañamiento; es decir, requieren que el docente se coloque más en el lugar del aprendiz que en el pedestal de la enseñanza. Esto supone sopesar bien los alcances de lo que se pretende, ser “amigable” en el modo de redactar el contenido de la guía y tener un sentido de previsión que permita avizorar las posibles dificultades. Las guías didácticas son la manera como el maestro, sin estar al frente del que aprende, lo va llevando a descubrir o experimentar las claves de un oficio, una técnica o una profesión. Porque están pensadas desde las urgencias y las necesidades del estudiante, las guías didácticas se afianzan en las propuestas educativas de “aprender haciendo” y en el papel formativo de la experiencia orientada.
PARA PROFUNDIZAR
– Zabalza, M. y Zabalza, M. (2010). Planificación de la docencia en la universidad. Elaboración de las guías Docentes de las materias. Madrid: Narcea.
– Universidad Nacional de educación a distancia – UNED – (1997). Las guías didácticas. En Unidades didácticas y guías didácticas en el aula. Orientaciones para su evaluación. Madrid: IUED.
– Universidad Católica de Temuco (2014). Orientaciones para la renovación curricular. Etapa 5. Elaboración de guías de aprendizaje. Temuco: Dirección General de docencia.
– Díaz Barriga, F. (2006). Enseñanza situada: vínculo entre la escuela y la vida. México: McGraw-Hill.
– Gargallo López, B. (2000). Procedimientos. Estrategias de aprendizaje. Su naturaleza, enseñanza y evaluación. Valencia: Tirant Lo Blanch.
Durante los días 13,14 y 15 de septiembre la Normal Superior del Quindío con el apoyo logístico del Doctorado en Ciencias de la Educación de la Universidad del Quindío organizaron el Primer Congreso internacional de prácticas pedagógicas investigativas: lenguajes, comunicación y bilingüismo en el que ponentes nacionales e internacionales compartieron sus ideas y propuestas. Además de celebrar y apoyar este tipo de eventos me reconforta constatar que son muchas las personas que compartimos la pasión por enseñar y que seguimos considerando la educación como un pilar del desarrollo humano y una mediación fundamental para refigurar las sociedades presentes y, con mayor énfasis, las futuras.
Los organizadores del evento me invitaron a participar y, para ello, preparé una ponencia que a continuación les comparto.
¿Cómo formar a los futuros maestros?
Las reflexiones que presentaré tienen cuatro insumos que son, al mismo tiempo, ejes de soporte: una larga experiencia como formador de maestros, en diferentes niveles educativos; unos largos años en el rol de director y gestor de programas de formación; varias investigaciones que he realizado o dirigido con estudiantes de pregrado y posgrado; y el análisis comprensivo sobre esta profesión, recogido en mis libros, Oficio de Maestro (2000), Educar con maestría (2007) y El quehacer docente (2013).
Ahora bien, teniendo en cuenta el amplio menú académico de este Congreso voy a centrarme en la formación docente, vinculándola en ciertos momentos con la formación investigativa. Procederé por ideas fuerza, con el fin de que dichos planteamientos puedan ser luego enriquecidos, contrastados o discutidos por maestros en formación, maestros tutores y directivos docentes.
Empecemos, entonces, con la pregunta eje de mi disertación: ¿cómo se forman los maestros?
Para responder esta pregunta debo hacer primero una distinción. La que hay entre profesor y maestro. Entiendo que el profesor está más cerca al dominio de una disciplina o la experticia en un campo de saber. El profesor enseña una materia y su calidad depende, en gran medida, de su dominio conceptual. El maestro, en cambio, aunque posee un conocimiento disciplinar y un dominio temático, le interesa no solo enseñarlo, sino que sus estudiantes lo aprendan. Al maestro le preocupan los modos, los tiempos, los ritmos, los estilos de aprendizaje. Esta distinción resulta fundamental cuando hablamos de formación de maestros, porque, entre otras cosas, habla de las prácticas que privilegiamos, de la bibliografía que seleccionamos y del perfil curricular que sirve de base o de salida en una institución educativa.
Dicho de otra manera, ¿dónde queremos hacer el énfasis?: ¿en la excesiva información y su acentuación teórica? o ¿en la formación y sus complejidades con las dimensiones del desarrollo humano? ¿Cuál es la columna vertebral que orienta y aquilata acciones las académicas y organizacionales de las instituciones formadora de maestros?: ¿las habilidades de enseñanza? o ¿el conocimiento de las edades, los tiempos y los modos de aprender? ¿Es importante para nosotros explorar en el vínculo de la relación pedagógica?, ¿nos siguen pareciendo fundamentales los asuntos de la formación ética, la educación del carácter y el testimonio ejemplarizante?
Otro asunto clave en esto de la formación de maestros tiene que ver con las estrategias o medios para hacerlo. Me explico, si queremos que alguien aprenda a desarrollar una clase, ¿qué hacemos?: ¿lo ponemos a leer autores sobre esa temática?, ¿lo mandamos a observar cómo hacen otros docentes tal actividad?, ¿lo invitamos a que haga memoria y nos relate cómo hacían clase los maestros que tuvo…?; ¿qué hacemos primero? Menciono este punto porque la profesión de maestro tiene unas particularidades que implica la selección de ciertas estrategias formativas que no son las mismas que pueden servir para formar un ingeniero o un biólogo. ¿Cómo se aprende un oficio que no es solo un conglomerado de información?, ¿cuáles son las claves prácticas para realizar esta actividad?, ¿cuál es papel de la experiencia en este tipo aprendizaje?, ¿en qué medida las marcas particulares de los futuros maestros ayudan u obstaculizan apropiar una práctica?
Sabemos que habido propuestas y modelos para tal fin: la microenseñanza, la videoformación, las entrevistas de clarificación, los cursillos especializados, el uso de portafolios. A veces se emplea la simulación y, en otros momentos, la inmersión en situaciones reales; en ciertas ocasiones, se le ha dado más importancia al seguimiento de protocolos rigurosos o se ha dejado que sea la “creatividad” la que sirva de referente a los maestros noveles. No obstante, se sigue considerando vital el papel del mentor en estos procesos de formación.
Considero que aprender una práctica, como lo he expuesto en otros escritos, implica tiempo, atención concentrada, paciencia y una voluntad de imitación a toda prueba. Apropiar una práctica, por lo demás, trae consigo la constancia, el ejercitamiento, la persistencia y una dedicación que a veces raya con la tenacidad. Se comienza reconociendo las deficiencias y aspirando, con el apoyo del maestro mentor, a superarlas o cualificarlas. Este aspecto es uno de los más difíciles en la formación de maestros, especialmente en los programas de posgrado. Los que llevan década dedicados al oficio de enseñar consideran que poco necesitan modificar o cambiar y terminan “titulados” pero continúan haciendo lo mismo. Esa es la razón por la cual, cuando se aprende una práctica es fundamental desaprender una infinidad de cosas. Aquí veo una clave para la formación de maestros y una pista para los planes de estudio de los educadores noveles. Cuánta falta hace en los currículos de las instituciones educativas formadoras de maestros las prácticas de aprendizaje por imitación, por variación; prácticas que exploren y enseñen la incorporación de hábitos; prácticas pensadas desde ejercicios escalonados en grado de dificultad y complejidad. Si se trata de formar a un maestro los conocimientos, las teorías son importantes, pero si no hay una contrastación permanente con la acción, quedarán sin ataderos a la profesión docente. No podemos olvidar que las prácticas exigen que el aprendiz esté en situación, que experimente por su mano la dureza del material y el tino de saber escoger adecuadamente las herramientas. Si no hay ese contacto directo, si todo acaece en un ambiente ordenado y aséptico, muy seguramente los resultados del futuro maestro serán limitados o poco efectivos.
Como ven, son muchas cosas las que están en juego cuando queremos formar a un maestro.
Y a la par de lo anterior cabe otra pregunta, ¿quién es un formador de calidad?, ¿qué rasgos debería tener este tipo de educador? Porque, formar un futuro maestro supone compartir un abanico de informaciones, pero, especialmente, hacer un acompañamiento, una especie de tutoría o mentoría que rebase los límites de una clase. Hay excelentes docentes expositores que, sin embargo, no logran esa misma calidad cuando se vuelven tutores de investigación o tienen un desempeño regular como “maestros de práctica”. De allí me pregunta: ¿cómo se aprende a acompañar?, ¿cuáles son los indicadores de calidad de ese acompañamiento a un novel maestro?
Como puede inferirse, la figura de un maestro tutor es determinante. Bien sea porque el propio docente sirve de referente o porque se convierte en un espejo refractante, en un antagonista fraterno, en una conciencia alerta del futuro educador. Tal vez esto sea así porque la profesión de maestro tiene como materia prima a otros seres humanos y eso demanda un tacto que sobrepasa el conocimiento erudito. No es cuestión de seguir a pie juntillas un formato de instrucción ni de dominar con suficiencia un campo de saber; también cuenta el tipo de vínculo que se establece con otro ser humano y la manera como movilizamos en él sus capacidades y sus talentos insospechados. Y eso hay que aprenderlo viendo a otro maestro experimentado, charlando con él sobre por qué hizo lo que hizo, apreciando las variaciones y adaptaciones empleadas, observándolo y preguntándole en repetidas ocasiones sobre sus decisiones u omisiones.
Me vienen a la memoria algunos rasgos de un maestro tutor de investigación, que si desean ampliar pueden leerse en el libro La tutoría de investigación, publicado por la Universidad de la Salle en 2019. Allí escribía, entre otras cosas que: a) Los tutores calidad no hacen recomendaciones generales, sino comentarios puntuales; b) Los conocimientos llevados por el tutor de un proyecto de investigación no son la sumatoria de sus lecturas, sino información seleccionada y pertinente para el proyecto; c) El tutor no solo dirige, sino que ayuda a comprender; d) Los marcos teóricos, los esquemas de fundamentos, no se logran poniendo al estudiante a que camine los mismos senderos por los que pasó el tutor; e) El tutor debe preparar su tutoría como el profesor prepara su clase; f) Las correcciones escritas del tutor son la mediación real para nueva tutoría; g) Un tutor de calidad cuenta con protocolos de seguimiento que permitan visibilizar el avance y la gestión de su labor; h) Un tutor necesita conocer habilidades de manejo de grupo y técnicas de mediación de conflictos; i) el tutor necesita aprender habilidades de escucha, como la voluntad de contención, el tacto para la retroalimentación y la generación de confianza.
Vuelvo a mi pregunta inicial: ¿cómo se forman los maestros? Pero deseo variar mi foco de interrogación: ¿qué conocimientos son los más adecuados o atinados para formarlos?, ¿qué tipo de saber es el prioritario o esencial para su proceso formativo? A veces pesa demasiado el discurso pedagógico y escasea el saber didáctico; o se opaca la lectura de obras clásicas so pena de atender cualquier moda intelectual ¿Qué libros consideramos básicos para formar a los nuevos maestros? ¿Qué prácticas lectoras favorecemos durante el proceso de formación de los que podemos llamar los clásicos de nuestro oficio? Y, algo más, ¿ese conocimiento lo transferimos en fragmentos, en fotocopias náufragas, en colchas de retazos? ¿Formamos a los nuevos maestros en el conocimiento en profundidad de obras de los grandes educadores? Todas estas preguntas convergen en algo que atañe al macro y el microcurrículo de las instituciones formadoras de maestros. ¿Hay plan lector intencionado para la formación? Lo que llamamos materias de fundamentación, ¿qué es lo que fundamentan?
Sólo para compartirles una experiencia, hace unos años con un grupo de colegas de la Maestría den Docencia de la Universidad de La Salle, leímos en profundidad la Guía de las escuelas de Juan Bautista de La Salle. (Hay acceso abierto para los que deseen consultar este trabajo. Se titula: Relectura de la Guía de las escuelas). Lo hicimos en un seminario de profesores, obligándonos a escuchar, debatir y escribir (como creo debe ser la formación permanente de los profesores de una institución formadora de maestros). Fue sorprendente el resultado y el asombro de los maestros al releer este ideólogo de la educación, a este didacta, a este formador de formadores. Resalto algunos capítulos de la obra colectiva que escribimos en el 2016: “La formación de maestros noveles en la Guía de las escuelas” del profesor José Luis Meza; “Las rutinas y los hábitos para mantener el ‘orden’ en las escuelas” de la profesora Patricia Moreno; “el seguimiento, una estrategia primordial en la propuesta de Juan Bautista de La Salle” de la profesora Adriana Goyes; “El acompañamiento del maestro en la Guía de las escuelas” del profesor Luis Evelio Castillo… En ese texto publiqué un contrapunteo con algunos apartados de la Guía de las Escuelas que, además de ser una estrategia poderosa de lectura para dialogar con el texto, me permitió entender a fondo aquella premisa de Juan Bautista de la Salle: “La formación de los maestros nóveles consiste en dos cosas: 1° Eliminar en los maestros noveles lo que tienen y no deben tener. 2° Darles lo que no tienen y que es muy necesario que tengan”.
Insistamos: ¿cómo se forman a los maestros?, ¿cómo se aprende esta profesión, a sabiendas de que alberga la particularidad, tiene que adaptarse a los contextos y debe responder a las necesidades de cada época? Aquí es donde entran a formar parte los procesos formativos de la investigación en aula, la investigación sobre las profesiones, la investigación sobre el aprender y el enseñar, la investigación sobre el saber y la práctica… Y entra también el valor que tiene la escritura para hacer comprensiva la acción, para tomar distancia de lo habitual y para lograr la cualificación profesional; en últimas, para alcanzar lo que conocemos como la práctica reflexiva.
Es muy difícil mejorar nuestra profesión docente sino la investigamos; esa debería ser una consigna para los maestros en formación. ¿Por qué? Porque el quehacer docente no es algo fijo, determinado y con resultados precisos. Hay demasiadas variables; las variables propias de los seres humanos. Influyen las características personales, el grupo de estudiantes, el ambiente escolar, el discurso que empleamos, nuestro modo de interactuar, las estrategias que utilizamos en clase, el juego entre kronos y Kairós, la manera como planeamos y evaluamos; influyen nuestros colegas y el estamento educativo al que pertenecemos, influye las propuestas formativas de una institución y las políticas públicas. En fin, es una profesión que, si no se la investiga, fácilmente se acartona, se avejenta o pierde su incidencia social. Investigarla es el medio como la desentrañamos y, a la vez, como logramos innovarla.
Quisiera aprovechar este momento para señalar cinco asuntos esenciales en la formación investigativa de futuros maestros: 1) Empiezo por la necesidad de enseñar a identificar y definir problemas; eso es me parece más rentable que ofrecer temas. Si no tenemos problemas reales, problemas de nuestra práctica, problemas que en realidad nos reten o nos perturben, las investigaciones no pasarán de ser monografías (es decir, rastreos bibliográficos sobre un tema). 2) Considero que los excesivos cursos de metodología de la investigación son poco útiles, sino se tiene un problema que los filtre y les dé pertinencia. Es el problema el que convoca al método, y no al revés. 3) Resulta muy provechoso para noveles investigadores leer informes de investigación y estudiar en detalle cómo otros han llevado a cabo determinada investigación. Estudiar el proceso de investigaciones concretas resulta provechoso para entender la lógica de este tipo de producto y permite ver, mediante la ejemplificación, qué es eso de adelantar una investigación. 4) Enseñar a recoger y archivar evidencias de las labores cotidianas en una clase o en quehacer docente es fundamental para cualquier trabajo investigativo. Tener registros de lo que hacemos es un modo de dignificar la profesión y, al mismo tiempo, tener información para futuras investigaciones. 5) Es fundamental para cualquier análisis de la información enseñar a clasificar, codificar y categorizar. Para clasificar se necesita saber formular criterios; aprender a elegir esos miradores selectivos de información es esencial. Si queremos codificar hay que aprender a nominar lo que hemos clasificado; eso no se logra sin un repertorio semántico de base. Y para categorizar la información hay que abstraerla en “términos” que cumplan los principios de jerarquía o subordinación, de exclusión mutua, de semántica uniforme, y de organización sistémica. Sin estas habilidades de pensamiento es muy difícil que tengamos buenos resultados o que alcancemos cierta validez y rigurosidad en nuestros hallazgos.
Voy concluyendo estas reflexiones de ¿cómo se forman los maestros?, pero dirigiendo la pregunta hacia los fines últimos de nuestras apuestas formativas: ¿qué deseamos como perfil de salida profesional de los nuevos maestros?, ¿qué rasgos son los que nos interesa destacar o darle preminencia? Sé que esos rasgos dependen de los contextos y de las urgencias históricas en las que se desenvolverán los futuros educadores; sin embargo, me gustaría señalar algunas características prioritarias en la formación de futuros maestros. Comenzaré diciendo que los maestros son o deben ser promotores de la esperanza: en su discurso, en sus prácticas, en lo que hagan o digan, deben abrir horizontes de posibilidad en lugar de sembrar el pesimismo, la sin salida y la derrota. Promocionar la esperanza es un modo de poner la mirada en el futuro para no quedarnos amargados en la impotencia del presente. Pero, además, cuando formamos maestros debemos insistir en que ellos son, y lo serán mucho más en los tiempos venideros, mediadores de convivencia. Gracias a esa mediación favorecerán el reconocimiento de las diferencias, valorarán el diálogo para zanjar los conflictos y abogarán por la inclusión, la participación y los consensos. Una característica adicional de los futuros maestros es la de saberse animadores de prácticas de cuidado. El cuidado de sí y de los demás, el cuidado del entorno y de todo aquello que favorezca la vida. Cuidar es tener sensibilidad social, es sentirse corresponsable de las futuras generaciones, es meditar el conocimiento para que se convierta en genuina sabiduría. Y resaltaría otro rasgo en los maestros que formamos, ese de ser propiciadores del espíritu crítico, porque sin esos lentes para leer la realidad que los circunda, fácilmente serán embaucados por los medios masivos de comunicación, caerán fácilmente en actitudes o creencias fanáticas, perderán la posibilidad de disentir o reclamar sus derechos.
Precisamente, para desarrollar el espíritu crítico necesitamos capacitar a los maestros en formación en estrategias de lectura crítica. Valga manifestar aquí varias de ellas: a) Siempre que proponga una lectura, procure seleccionar al menos dos posturas ideológicas diferentes. Comparar fuentes, opiniones, posturas ideológicas diferentes; tener una visión plural de los hechos, los temas o los problemas, contribuye a que los aprendices de maestros tengan una mirada diversa sobre determinado asunto, a mermar la intolerancia y a “prevenir” el fanatismo. b) Lea o invite a leer los textos en su contexto histórico; ubique la obra en la perspectiva nacional, regional e internacional. Contribuir a hacer una lectura situada, atenta a los contextos y a propiciar un comparativismo de épocas, de ambientes, de particularidades históricas, evita la pérdida u omisión de los referentes espacio-temporales, tan importantes para entender la producción y circulación del saber. c) Enseñe y guíe la lectura de las partes de un texto siempre en relación con la totalidad del mismo. Vincular los detalles con el conjunto, relacionar la macroestructura de un texto con la microestructura, fomentar la atención en los pormenores que pueden ser indicios-claves del significado global, ayuda a no tener lecturas “sesgadas” o de “mera impresión”; potencia el darse cuenta del valor de “los detalles” para tener una visión integral de las cosas y facilita explicar la “edición” que hacemos de la información circulante. d) Trabaje en los procesos formativos con tipologías textuales concebidas para la crítica, como son el contrapunto, el aforismo, la fábula, el ensayo. Hacer transferencia de lo leído a lo comprendido, refigurar la información obtenida en otros formatos diferentes a los que han servido de base, mostrar el proceder argumentativo o los recursos discursivos de lo alegórico, del humor y la ironía, todo esto son buenos recursos para enfrentar el “copy paste” y para fomentar las operaciones básicas del pensar crítico: contrastar, comparar, inferir, derivar… En síntesis, es una oportunidad de desarrollar el pensar por cuenta propia.
¿Cómo se forman los maestros?: el diálogo continúa. Pero no quisiera terminar mi disertación sin dejar de recomendarles un libro magnífico de Massimo Recalcati, La hora de clase, en la que el autor italiano hace una defensa de la importancia de nuestra profesión docente y del lugar de la clase como escenario privilegiado para la formación. Transcribo la tesis central de su libro: “Lo que perdura de la Escuela es el papel insustituible del enseñante. Función que consiste en abrir al sujeto a la cultura como lugar de ‘humanización de la vida’, la de hacer posible el encuentro con la dimensión erótica del conocimiento”.
Dada la calidad y las potencialidades didácticas del libro álbum ¿Alguna pregunta? de la canadiense Marie-Louise Gay, voy a pasar revista a algunos de sus elementos principales y, enseguida, haré unos comentarios adicionales derivados de esta excelente obra publicada por Santillana en 2017.
El punto de partida del libro álbum son las preguntas que hacen los niños sobre cómo nace un libro y cómo se cuenta una historia. La autora se involucra en el relato retomando inquietudes de los pequeños escuchadas en sus encuentros en escuelas y bibliotecas. Las preguntas sobre el proceso de composición son amplias y variadas: desde las relacionadas con la historia ¿de dónde sacas las ideas?, ¿dónde empieza una historia…?, hasta aquellas inherentes a la ilustración: ¿cómo aprendiste a dibujar?, ¿dibujas con lápiz…? O preguntas de tipo personal: ¿tienes un hámster?, ¿escribes todo el día de la noche a la mañana? Este ya es un primer acierto de la obra: a la par que se hacen preguntas, en el mismo libro se ofrecen variedad de respuestas, pero ambientadas en la lógica del relato o de la historia que se cuenta.
De todas esas preguntas la autora opta por una, una buena: ¿dónde comienza una historia? La respuesta tanto en el escrito como en lo visual Marie-Louise Gay muestra una de esas páginas; es decir, convierte el libro álbum en un registro de sus propias respuestas. Y si bien algunos no ven nada al comienzo en esa página en blanco, otros sí.
Lo que sigue es un juego con las posibles variantes o las alternativas para poblar esa hoja en blanco. La página en blanco puede convertirse en una tormenta de nieve, o tornarse en una hoja amarillenta o en un papel azul como el mar o adquirir tonos grises liláceos, verdes selva o negros como la noche… Esa es una primera opción: pintar la página en blanco de una tonalidad que dé pie al inicio de un cuento.
Pero no solamente podemos acudir al color para llenar esa página en blanco. Las historias también pueden comenzar con palabras o ideas que se nos vengan a la cabeza. Algunas de esas ideas se “capturan” y se ponen por escrito para que “despacio, muy despacio”, surja la historia. Otras se desechan y, unas más, como recomienda la autora, se “guardan cuidadosamente en un cajón para usarlas en el futuro”.
Con ese inicio de palabras lo que continúa es la “aparición” de pequeños dibujos que empiezan a rodearlas. De igual modo brotan “manchas de color” que salpican silenciosamente la página y “se convierten en formas, personajes e ideas”. La historia comienza a desarrollarse. Marie-Louise Gay apela a dibujos secundarios que enriquecen o generan diálogos con el texto central del libro álbum.Pero a veces la historia se estanca porque no se sabe cómo continuar o porque hay que buscar otras ideas o formularse nuevas preguntas. La autora reconoce que, en ocasiones, no se le ocurre ninguna idea o que piensa ideas descabelladas que no hilan bien con la idea inicial. Entonces, hay que usar la imaginación para explorar o probar nuevas ideas.Sin embargo, eso de buscar alternativas no siempre funciona, pues no se encuentran las ideas adecuadas. La salida es, según la autora, empezar a dibujar estrellas y espirales. Dibujar, pintar, cortar, pegar; es decir, dejar vagar la mente. Como se ve, más que un logro mágico o producto de genios excepcionales la creación es un trabajo artesanal.Y de tanto sacudir y voltear las ideas al revés, de repente se encuentra la solución… Es ahí donde en verdad comienza la historia. Esa historia se boceta o va distribuyéndose en viñetas. Avanza poco a poco en un proceso de exploraciones, borradores y alternativas surgidas de nuestra prolífica imaginación. El texto convoca a la imagen y ésta lo incita por terrenos insospechados.Un logro más de este libro álbum es el de involucrar al lector en el proceso creativo. Después de cuatro páginas de relatar una historia, Marie-Louise Gay hace un alto para invitar al lector a imaginar qué sigue. La autora le cede el turno al lector y le muestra un ejemplo de cómo puede colaborar con el cuento, mostrándole que están permitidas las enmiendas o tachaduras. De nuevo las alternativas se multiplican y las posibilidades desfilan página tras página.La autora retoma una de las alternativas propuestas por sus pequeños colaboradores y la teje con la historia que traía. El resultado es una invitación a que los lectores se maravillen con el resultado. Valga resaltar otro logro de este libro álbum: el incorporar diferentes historias que se van anudando en un juego narrativo y lúdico. No sobra repetirlo: contar es anudar y anudar historias.
Y si bien la historia llega a su fin, la autora deja un intersticio para que aflore la creación de un nuevo cuento. Es como si les dijera a los lectores que ahora es su turno. Después de enseñarles cómo se construye una historia, de llevarlos por el paso a paso de la composición de un cuento, Marie-Louise Gay invita a los niños y niñas a que escriban y dibujen su propia historia. Todo final da pie para otro inicio.Por todas estas razones es que me ha parecido clave exaltar este libro álbum de Marie-Louise Gay. Porque el contar historias, el saber y enseñar a contarlas, hace parte de una competencia narrativa que supera los límites de la clase de español o las aspiraciones de un profesor de literatura. Competencia narrativa hay cuando relatamos nuestra propia vida o la de otros, competencia narrativa existe cuando aprendemos a convertir hechos en acontecimientos y competencia narrativa utilizamos cuando refiguramos los sucesos vida cotidiana. Desarrollar la competencia narrativa, por lo mismo, es una manera de apropiar el pasado y, de igual modo, un medio para avizorar el porvenir.
Valga citar acá a Kieran Egan, quien en su libro La comprensión de la realidad en la educación infantil y primaria ha señalado el valor de la narración tanto para el diseño curricular como para asignaturas específicas. Egan nos anima a “considerar las lecciones o unidades curriculares como buenas historias para ser contadas más que como objetivos para ser conseguidos”. Y lo más importante, según Egan, es que “las narraciones no solo organizan hechos, ideas, personas, reales o imaginarias, sino que modelan nuestras respuestas afectivas”.
Contar historias es algo que los maestros deberíamos tomarnos más en serio, y no confiar en que el súbito ingenio o la etérea inspiración lleve a nuestros estudiantes a aprender a componerlas… Para evidenciar lo que digo, quisiera retomar algunos de los aspectos que he resaltado al inicio de esta exposición, a propósito del libro álbum ¿Alguna pregunta? Entonces, voy a sacar en claro ciertos puntos que pueden enriquecer el trabajo didáctico sobre la competencia narrativa en varias áreas o disciplinas de nuestras instituciones educativas.
Primero: que las preguntas de nuestros estudiantes pueden ser un buen detonante para elaborar o crear una historia; que su curiosidad se manifiesta en esas preguntas y, por ello, no podemos ignorarlas o considerarlas banales. No sobra recordar que, en su origen, preguntar significaba propiamente “tantear, sondear, buscar en el fondo del mar o río” (derivado del latín CONTUS, y éste del griego, KONTÓS: “Pértiga con la que el barquero impulsa la barca”; “remo”, “pica”, “lanza”). Es más, que muchas de esas preguntas tocan o interpelan nuestra propia vida y que, por eso mismo, deberíamos no solo volver el conocimiento una información, sino un contenido filtrado por nuestros afectos, nuestras experiencias, nuestro mundo vivencial.
Aquí vale la pena retomar y subrayar una idea de John Dewey sobre la esencial tarea del maestro en el uso didáctico de la pregunta: “Preguntar es el arte de guiar al estudiante hacia las ideas claras y vivas; de incitarle su imaginación, estimularle el pensamiento y darle alientos para la acción. El maestro que sabe preguntar sabe también guiar el aprendizaje”. O apropiar las reflexiones de Walter Bateman, cuando recomienda el uso de la pregunta para enseñar a investigar a los estudiantes, en su obra Alumnos curiosos. Preguntas para aprender y preguntas para enseñar: “Los docentes expertos y competentes pueden darse cuenta de que al comenzar una clase con una pregunta general o un problema, prepararán a los alumnos para la discusión y para pensar, en lugar de hacerlo únicamente para tomar apuntes o soñar despiertos”.
Segundo: y esto sí que es importante cuando lanzamos una tarea o proponemos una actividad creativa: que hay que aprender primero a observar, a contemplar, a exacerbar los sentidos, antes de hacer o realizar una actividad. Me gusta sintetizar dicho planteamiento con esta idea: hay que lograr que nuestros estudiantes pasen del ver al mirar. Este principio sirve para sociales, artes, español, ciencias…, para varias disciplinas.
Tercero: resalto el apartado del libro álbum en el que la autora afirma: “una historia siempre comienza en una página en blanco”. Esto es vital para los procesos creativos porque les quita a los estudiantes el miedo a inventar, el miedo a lo inédito, el miedo a lo desconocido. Pienso en la hoja en blanco y en todas las estrategias didácticas para romper su hechizo: a) empezar a emborronar la hoja en blanco de cualquier manera, a ver si de pronto hallamos una idea que nos parezca sugerente o con posibilidades, b) usar dibujos o grafismos que convoquen o inciten las palabras, c) escribir una o dos línea y dejarlas por un tiempo para luego volver a ellas, d) hacer listas de palabras, e) diagramar un mapa de ideas, f) escribir y botar la hoja, una y otra vez, hasta que uno de esos intentos nos convenza y nos lleve a escribir (invito a los lectores a revisar mi libro Escritores en su tinta, en el que encontrarán una ampliación de estos recursos para enfrentar la página en blanco).
Cuarto: que crear una historia, componer un relato, elaborar un cuadro, diseñar una diapositiva en power point, elaborar un cartel, no es una labor de una sola vía, sino un juego con las posibilidades, con las alternativas; un abanico poderoso de variaciones que puede proveer nuestra imaginación. A veces es variando el color, o la textura o el tamaño de la letra, o cambiando de posición los elementos, o poniendo en otro orden las partes, o introduciendo un aspecto fantástico o modificando la perspectiva de contar un acontecimiento. La palabra variación es otra de las claves que deberíamos convertir en ejercicio recurrente en nuestro trabajo docente: variación en la forma de presentar los contenidos, variación en el modo de evaluar, variación en el tipo de presentación de las tareas, variación en los tiempos de enseñanza… Hacer variaciones es un modo de potenciar la creatividad, el ingenio y la innovación en la escuela…
Quinto: es el valor que le otorga la autora a algunas palabras como germen de una historia. En otros escritos he hablado de que las palabras están impregnadas de nuestros contextos, de nuestras cicatrices, de nuestra experiencia vital. Tendríamos que lograr una mayor inclusión de las palabras de nuestros estudiantes; reconocerlas, darle densidad, hacerlas que circulen en los productos que pedimos en clase. Las propuestas de escuela nueva y otras tantas de Paulo Freire siguen teniendo vigencia. Pienso ahora en el recurso de los diccionarios autobiográficos o en los tesauros sobre determinados aspectos personales, familiares o de época como recursos poderosos para la creatividad.
Sexto: este es otro punto que destaco especialmente de la obra que nos ha servido de motivo para estas reflexiones. Se trata del significado positivo que le da Marie-Louise Gay a las etapas de bloqueo, de no saber cómo seguir adelante en el desarrollo de una historia. Precisamente, para no ver este momento como un defecto de la composición, sino como parte constitutiva del proceso creativo. Debemos decirlo fuerte delante de nuestros estudiantes: “a veces en su proceso creativo no sabrán cómo seguir adelante” “estarán varados, atascados… y eso no es un fracaso en el proceso creativo, sino un aspecto que deben aceptar, y comprender”. Y si se quieren sortear esos bloqueos, como la misma autora nos los confiesa, tenemos que dejar libre la imaginación, o hacer otra cosa, o cortar o pegar, o ponernos a hacer garabatos a ver si de pronto, “sacudiendo las ideas, volteándolas al revés”, volvemos a encontrar el hilo perdido de la historia.
Séptimo: señalar que los procesos creativos requieren muchas veces el apoyo de otros. La autora nos muestra un ejemplo de lo que es crear colaborativamente. Propone una historia, pero, de repente, la deja en vilo para que el lector la continúe, así como en Cuentos para jugar de Gianni Rodari (en esta obra se ofrecen varios finales a una misma historia y se deja abierta la posibilidad para que el lector proponga otro final). Resulta llamativa y retadora la propuesta creativa de Marie-Louise Gay: “aquí va mi historia…. ¡ahora es tu turno!” Lo que subrayo acá es que la creación de historias no se agota en demandarlas a los estudiantes; también es posible construirlas con ellos; o abrir nosotros el camino de la historia, pero dejando que las voces o las ideas de los muchachos y muchachas enriquezcan nuestro relato inicial. Elogio la apuesta por la cocreación, por el trabajo colaborativo en una composición, por la riqueza imaginativa del trabajo en equipo.
Añadiría que las historias, y los profesores de sociales en particular lo saben, son dinámicas, se transforman, cambian, sufren mutaciones y amplificaciones cuando circulan en nuestra sociedad. No somos espectadores de la historia, entes pasivos, sino protagonistas de la misma.
Octavo: resalto de igual modo, tanto en la obra como en los procesos creativos, la simbiosis poderosa que hay entre palabra y dibujo, entre imagen y texto. Sabemos que el dibujo tiene su origen en la línea, así como la pintura en la mancha; y sabemos también que hay una sintaxis de la imagen (punto, línea, escala, textura, color…) mediante la cual se elaboran infinidad de piezas gráficas. Al tener esos dos lenguajes en movimiento se producen interconexiones, filiaciones insospechadas, amalgamas de gran fuerza creativa. A veces el texto convoca a la imagen y, en otras ocasiones, es el dibujo el que amplifica las potencialidades de la palabra. Esta es una de las apuestas fundamentales del libro álbum: poner a dialogar el texto con la imagen. Resulta evidente en el trasegar de nuestra cultura que no solo se cuentan historias con palabras, de igual modo se relatan historias con imágenes, fijas o en movimiento. Veo en esto de la didáctica de la imagen un filón de intervención de los maestros para enriquecer las composiciones creativas de nuestros estudiantes en diferentes áreas.
Noveno: finalmente, elogio en el libro álbum que nos ha servido de detonante, la importancia de atender el proceso de composición en cualquier actividad creativa ya sea en el área de artes, lenguaje, sociales, o ciencias. Los maestros hemos contribuido erróneamente, por nuestro afán o cierta concepción romántica de lo creativo, a favorecer el logro por genialidad o por inspiración inmediata y definitiva. Hemos dejado a un lado o no hemos insistido lo suficiente en que el proceso de composición tiene etapas como la planificación, la generación y la revisión, que hay puntos de partida, procesos de elaboración, maneras de corregir, que existen formas de autorregulación, que se cuentan con repertorios de técnicas validadas por la tradición de un oficio, que hay diferencias notables entre el modo de proceder de los novatos y los expertos. En últimas, que componer o crear no es un acto mecánico o mágico sino un proceso artesanal que merece conocerse paso a paso, desentrañando sus potencialidades al igual que sus zonas de dificultad. Todo eso podemos apreciarlo en una obra como ¿Alguna Pregunta? de Marie-Louise Gay.
Las manos de Bonifacio se hundieron en el suelo húmedo. “Qué yucas las que da esta tierra”, pensó y, al mismo tiempo, cortó con la peinilla tres canales el cuello terroso que las ataba al tallo de la planta. Metió las yucas en un costal de fique, cargándolo enseguida a su espalda.
—Da gusto llevar estas yucas— repitió entre dientes, pero un aire rápido arrastró las palabras hacia la hondonada cercana y de allí logró levantarlas hasta difuminarlas entre las montañas de Lomalarga y Bellavista.
Bonifacio sudaba. La camisa se le pegaba al cuerpo, y el jugo lechoso de un racimo de plátanos recién cortados, se adhería también a su piel. Apartando unos retoños de maíz con la mano izquierda, como esquivándolos para no sepultarlos con su pie, Bonifacio pensaba alegre: “seguro que la cosecha de este año va a ser mejor que la del pasado… Y con el aguacero de anoche”. En tanto avanzaba, camino hacia la casa familiar, vio abajo, en un espacio privilegiado por la luz que dejaban entrar los árboles, la figura reluciente de una papaya madura. Descargó el bulto con las yucas, y puso sobre el tronco de un viejo guácimo el racimo de plátanos. Decidido, atravesó la cortina de hojas de los maizales hasta hallarse justo debajo del papayo. Hizo una horqueta con una rama caída de matarratón y descolgó con ella, delicadamente, la papaya rojiza, la cual tenía algunos agujeros hechos seguramente por los picos de los toches y los azulejos. “Es una de las buenas”, pensó. Una pechiblanca lo miraba asustada desde la segura sombra de una mata de palmicha, como previendo el vuelo o la huida, pero no fue necesario porque Bonifacio se alejó del lugar tarareando una canción muy popular entonces: “Te espero, allí donde tú sabes; lo quiero porque tenemos que hablar…”
*
Recordé esta historia como si la estuviera leyendo en algún libro mágico. No sabía bien si la recordaba o si la recreaba, pero ahora, cuando mi padre me ha pedido —sin exigírmelo— una ayuda para el pago de los servicios, siento que la historia toma la solidez del recuerdo. No es que vivamos en la miseria, sólo que en estos días de marzo la abundancia familiar de la comida se ha visto restringida por el ahorro obligado, por la posible compra de un negocio. Tampoco es que me sienta miserable pero sí he visto la preocupación de mi padre por mantener sin interrupción la constancia del plato de sopa, por no dejar vacía del todo la nevera. Sé también que las deudas aumentan y que los intereses de las mismas van formando otro dolor de cabeza, otra peladura más en el estómago de mi padre, quien está sentado frente a mí leyendo con la ayuda de una lupa los avisos clasificados del periódico.
—Y cuánto es lo que tenemos para el negocio —interrumpí a mi padre—, tratando de crear un espacio de diálogo con él.
—Quizá unos setecientos mil, pero de eso tenemos que pagarle doscientos mil a su tío Ernesto.
Mi padre dobló ligeramente el periódico y por enésima vez me repitió la difícil situación por la que estábamos pasando.
—No es sólo la deuda con su tío —dijo desconsolado—. Es también el pago de la otra hipoteca que ya, en tres meses, se nos viene encima.
Mi padre siguió hablando sobre el dinero necesario para pagar las deudas, el arriendo, los servicios, y dado que yo me había concentrado en la lectura de un libro, fue aminorando el ritmo de su monólogo hasta quedar en silencio. Preferí hundirme en la lectura. No por evasión o por cobardía, sino por conocer en cierta forma mis limitaciones económicas. En la lectura encontraba algunas respuestas que, si bien no solucionaban directamente los problemas monetarios de mi padre, sí por lo menos me consolaban a mí de mi impotencia. “Debes con dignidad soportar la vida, / tan solo lo mezquino la hace pequeña”, leí, y de inmediato levanté la mirada. Mi padre seguía imperturbable leyendo los avisos clasificados, marcando algunos, como haciendo una lista imaginaria de lo inalcanzable: “Lindo negocio panadería-cafetería local edificio dos apartamentos bodega oficina produciendo $40.000 diarios. $20.000.000. facilidades 2445967”.
—Ay, mijo, parece que va a llover esta tarde —dijo mi padre—, en tanto se levantaba de la butaca negra. —Y yo que quería ver un negocito, allá arriba, sobre la calle 68, cerca al cementerio.
—Toca insistirle —dijo finalmente mi padre—, y salió de la pieza comedor arrastrando tras de sí las gotas de lluvia que empezaban a patinar sobre los cristales de la ventana.
Continué leyendo. Sin embargo, la historia aquella de las yucas, los plátanos y la papaya había quedado retenida sobre el vidrio de la mesa como la gelatina sin dulce que acostumbra a hacer mi madre.
*
Los plátanos y las yucas, la papaya picoteada por los pájaros y algunos aguacates, estaban ahora dispersos sobre el corredor de cemento de la casa familiar. La boca del costal acababa de soltarlos, luego de haberlos tenido encerrados durante un buen trecho, durante el tiempo necesario que había de Caracolí a Capirita. Al lado del mercado, las voces de la esposa y el hijo y el constante batir de cola de los perros, creaban el ritual de la vuelta a casa. Porque es seguro, totalmente cierto, que en el campo toda ida es un adiós y toda llegada un nacimiento. Una totuma llena de limonada, con las pepas de limón aún sobrenadando, refrescaron los labios y la garganta de Bonifacio. El sol estaba en su punto, los árboles ni siquiera mecían sus hojas. Era un mediodía silencioso.
—La próxima semana tengo que ir hasta “La Guácima”, por los linderos de los Murcia, porque vi unos racimos de plátanos maduros, y da lástima que se pierdan.
La mujer no respondió. Estaba ocupada atizando el fogón, revolviendo la olla y cuidando que no se fueran a quemar las arepas. El humo salía de la amplia cocina de bahareque y se iba levantando por encima del techo de paja, como formando un holocausto; luego, se dispersaba entre el cielo azul claro.
—Papá, ¿me va a llevar mañana a San Juan? —preguntó el niño.
—Ya veremos —dijo Bonifacio—, mientras desprendía con sus manos los cadillos agarrados fuertemente a su pantalón.
*
Una voz me sacó de mi lectura. Mi madre llamaba desde la cocina. Dejé a un lado el libro y me encaminé hacia ella. Mi madre estaba preparando una crema de “Durena”. Al verme entrar, me ofreció un jugo de moras.
—No hay como este juguito para reponer la sangre —me dijo—, en tanto limpiaba el vaso con un trapo húmedo.
Hacía calor en la pequeña cocina de techo ahumado y ventana con rejas, y el sonido sordo de la estufa eléctrica contrastaba con el ruido lejano de algún radio del vecindario.
Mi madre esperó hasta que apuré el contenido del vaso y luego se dispuso a lavarlo.
—Si uno deja acumular la loza sucia, llama ruina —dijo.
Asentí con un leve movimiento de cabeza y volví a mi alcoba. En la habitación contigua, mi padre en ese mismo momento prendió el televisor disponiéndose a ver “El Llanero Solitario”. Era día domingo y él acostumbraba entretenerse mirando la vieja película del enmascarado que está del lado de la justicia.
Abrí el libro en la página que había dejado señalada con un separador negro y otra frase se estrelló ante mis ojos: “Y carente de todo arreo quiero ufanarme, / mientras sienta que el pecho se me ensancha…” , pero dejé inconcluso el renglón porque unos golpes secos atrajeron mi atención hacia la puerta de la casa. Fui hasta la ventana y vi, abajo, en la acera, la figura conocida de mi tía Dioselina.
—Es mi tía Diosa —grité—, cerrando la ventana.
Mi padre, al oírme, bajó a abrirle la puerta.
—Diosita, ¿y ese milagro? —oí que saludaba mi madre a su media hermana.
—Bien mija —respondió ella—. Que muchas saludes de todos por allá y que aquí le mandan estas yucas y esta papayita con este gajo de plátanos.
Al escuchar las palabras de mi tía, salí corriendo hasta la sala y allí, sobre la mesa que servía de comedor, vi tirados los plátanos, las yucas y una papaya pequeña. Los tomé entre mis manos, los olí y luego, como seguro de un sueño anterior, como aboliendo de un golpe las leyes del tiempo, le dije a mi madre: