Al momento de enfrentar una lectura en profundidad o cuando tengamos algún tipo de dificultad en su comprensión, necesitaremos tener a la mano un repertorio de útiles, elementos o habilidades que contribuyan a mejorar u optimizar esta actividad. Por supuesto, este repertorio tendrá un mayor rendimiento dependiendo del tipo de texto elegido, del modo de lectura empleado y de la experiencia del lector.
Atención: La lectura exige poner toda nuestra atención; es una actividad que basa su efectividad en el grado de concentración que tengamos y en una enfocada orientación de nuestra percepción. La atención, reclama para la lectura, un cuidadoso afinamiento de la vista, una enfocada atención de procesos de pensamiento como la inducción y la deducción, al igual que una participativa actuación de la memoria. Leer es un proceso superior de nuestra cognición; los ojos sirven de detonante y medio, pero es nuestro cerebro al que le corresponde la mayor actividad. Por eso, al leer ponemos más de un sentido alerta al igual que las potencias de nuestra inteligencia. Puede resultar fácil pasar los ojos por las hojas, pero si no ponemos la suficiente atención, si no nos obligamos a percatarnos de los variados indicios que una lectura nos presenta, el resultado será precario o fácilmente olvidadizo. Quizá por eso, para darle más consistencia y una diana a la atención, el lector acucioso acude a la escritura, a la relectura, a los esquemas, a las glosas vigilantes de la interacción con el texto.
Bibliografía: Casi siempre, esta información la encontramos al cierre de los textos y, por eso mismo, parece contener información secundaria. Sin embargo, en la bibliografía están los intertextos, esos otros textos que sirven de soporte, de provocación, de refuerzo o sustento al texto que nos interesa. Aprovechar estas fuentes, cotejarlas para enriquecer lo que leemos convierte al lector en un genuino investigador o, por lo menos, en un estudioso de los textos. Todas las referencias puestas en un texto, si somos perspicaces, nos abren nuevas vías a un tema, una problemática o un asunto. Aprender a leer la bibliografía debería llevarnos a entender el mundo de la cultura como un enorme palimpsesto en el que los diferentes textos se imbrican, se conectan, se retroalimentan o van creciendo en un contrapunteo infinito. La lectura de la bibliografía ayuda a sopesar la originalidad, la creatividad de determinado texto.
Contexto: El lector perspicaz sabe que los textos necesitan ser iluminados por los contextos. La época, el ambiente histórico ayuda a entender las improntas en un texto de determinado período específico. El contexto habla de la dinámica social o las vicisitudes de determinado país que sirvieron de motivo a una obra o de las ideas circulantes que, de alguna forma, la marcaron. Dejar por fuera el contexto, ignorarlo, es privarse de otorgarle a la lectura una inserción en una visión de mundo, en una cultura determinada. Al leer el contexto detectamos las ideologías imperantes, los credos que estaban en boga, los conflictos sociales a los que responde, por acción u omisión, una novela, un ensayo, una obra científica, un artefacto creativo. Incorporar la lectura del contexto le da filiación con el pasado a los textos; los sitúa en un campo de intereses; los dota de un marco de circunstancias en las que hay tensiones, conflictos y hechos humanos controvertibles, contradictorios, en permanente dinamismo y evolución.
Diccionarios: Son aliados estratégicos para sacarle un mayor rendimiento a la comprensión de los textos. Pero además de ayudar a aclarar los significados de los términos, es necesario entender que los lectores perspicaces buscan como ayuda los diccionarios temáticos o especializados. Es allí, en esas fuentes enfocadas en un campo disciplinar o en una temática, en los que hay en concreto una información puntual, pertinente, a partir de la cual resulta más fácil ahondar en un concepto o conocer el sentido más apropiado para determinada expresión. Los diccionarios son una fuente esencial para no andar pescando generalidades o divagando sobre semánticas vaporosas. Conocer y dominar estas fuentes especializadas de apoyo resulta muy provechoso y útil cuando la avalancha de información parece devorarnos.
Ejercitar el pensamiento: Quien lee necesita mover los ojos, pero es el pensamiento el que en verdad se ejercita y moviliza de manera constante. La lectura es un proceso en el que entran a operar la inducción, la deducción, todo tipo de inferencia. El que lee compara, coteja, teje evidencias, saca conclusiones o formula hipótesis. En realidad, la lectura es una transacción entre la mente y un objeto textual: hay intercambios, trueques. Y la mente, según esté o no “lubricada” rendirá poco o mucho en tales intercambios. Los lectores perspicaces, en consecuencia, son duchos para rastrear indicios, valorar evidencias, ven la consistencia o la falacia en un argumento, aprecian la estructura de un razonamiento.
Escribir: Bien sea elaborando pequeñas notas en un cuaderno, o redactando una ficha temática o haciendo un comentario o un ensayo, la escritura es un recurso indispensable para acabar de leer. Acostumbrarse a transformar lo leído en escritura es un recurso privilegiado de los lectores perspicaces. La escritura es un yunque a partir del cual conocemos qué tanto apropiamos un texto o de qué manera nos interpeló. La escritura, además, coadyuva a reflexionar sobre lo leído; hace que el juicio y el discernimiento pongan en cuarentena el trabajo de los ojos. Cuando uno escribe, por ejemplo, una reseña, necesita diferenciar el resumen del texto, de ese otro momento en el que uno enjuicia o presenta su valoración. Al escribir, como si fuera un dispositivo de valoración, la lectura adquiere sentido, intencionalidad, una voluntad comunicativa. Por eso es indispensable que toda lectura concluya en algún ejercicio de escritura; que el acto de leer sea aquilatado por la fuerza de los argumentos y las razones lógicas.
Esquematizar: Esta actividad presupone el crear o diseñar un gráfico traductor del texto objeto de nuestra lectura. Esos esquemas pueden contemplar a los mapas de ideas, a los mapas conceptuales o a las redes paragramaticales. Se trata de construir un dispositivo gráfico en el que las partes se interrelacionen con el conjunto; es una manera de traducir el lenguaje puesto en línea a otro lenguaje organizado en superficie. Al esquematizar vemos, a la manera de un ave, el campo del texto, el territorio con sus accidentes principales. Por supuesto, los esquemas sintetizan información a través de cuadros, flechas, enlaces o resaltadores de colores.
Glosar: Es la primera aproximación escrita al texto que leemos. Son las apostillas o comentarios que ponemos al margen, mientras vamos leyendo. Es la escritura que traduce lo leído en el lenguaje de lo comprendido. La glosa, por lo general, se hace de cada párrafo. Tiene, a veces, la función de sintetizar, pero también puede centrarse en ubicar, de manera concentrada, lo medular del texto. La glosa contiene mucho de la propia subjetividad del lector, pero depende de la piedra de toque de las ideas que se van leyendo. Aprender a glosar es acostumbrar la mente a interactuar con el texto; es una primera conversación entre lo percibido y lo comprendido. Por lo demás, contribuye poderosamente a fijar en nuestra mente las ideas; es una técnica para ayudarle a retener a nuestra memoria la información visualizada.
Hábito: Es indudable que habituarse a leer contribuye a afinar la mirada, ganar agilidad para entrever significados, afianzar una práctica o distinguir diferentes modalidades textuales. El hábito otorga experticia, dominio en el uso de herramientas, fineza en el descubrimiento de un mensaje. Tener hábitos lectores, incorporar tal práctica, hace que no solo se gane en rapidez y rendimiento, sino que permite “interiorizar” ciertos modos de proceder, determinadas prácticas de interactuar con los textos. El hábito posee la virtud de ejercitar a la mente y al cuerpo; da fuerza y consistencia a esta labor de develamiento; permite alcanzar objetivos de largo alcance. Tener un hábito lector hace que los objetivos comprensivos sean de mayor amplitud y que lo que es ocasional tome el sendero de lo continuo y permanente.
Imágenes: Debemos tener presente que no se leen solo las palabras en los textos, de igual forma se leen las imágenes que los acompañan. Existe toda una sintaxis y una semántica de la imagen, en la que intervienen el punto, la línea, el color, la textura, la escala, a partir de la cual se compone un escenario de comunicación visual. A veces la diferencia entre figura y fondo conduce a entender la relevancia o el poco interés de una idea; en otros casos, es el color de la letra el que sirve de heraldo para señalar una jerarquía. Una textura utilizada como soporte de un texto puede llevarnos a entender cierta función de destacado o de información anexa. La imagen no es una subordinada de la información escrita; posee sus propias leyes y desempeña funciones tan relevantes como las destinadas al discurso. En varias ocasiones, el lector debe entender cómo se combina, se complementa o interactúa el texto con la imagen.
Negritas, itálicas, subrayados: Todas estas marcas en los textos son indicios o pistas para que nuestra intelección sepa distinguir, diferenciar y, especialmente, jerarquizar la información. Hacen las veces de orientadores o señaladores en medio de la superficie uniforme de la página de un libro o de una pantalla. Dejar pasar por qué a tal autor le interesa resaltar, destacar o diferenciar del resto del texto una idea o una palabra, sería una omisión imperdonable para un lector acucioso. En ciertas ocasiones, estas marcas de distinción jerarquizan la información. Unas mayúsculas quieren imponer un orden de importancia; un subrayado, nos indica que esa información es digna de recordación o que desempeña una función capital al momento de desarrollar un planteamiento. Dichas marcas tipográficas se convierten en otra ayuda capital con el subrayado para discriminar información y otorgarle a una página hitos de interés, zonas de cuidado o señales de relevancia informativa.
Notas a pie de página: Aunque no todos los textos las poseen, son pistas fundamentales para acabar de entender un texto. Son las huellas que nos deja el autor para seguir un planteamiento, enriquecer una propuesta o saber cuáles fueron sus fundamentos. Las notas a pie de página, por más que estén escritas en letra menuda, contribuyen de manera definitiva a ampliar o enfocar el sentido de un mensaje. Algunas de esas notas, si se las lee con cuidado, dan las claves para desentrañar algo que no acabamos de entender en la parte gruesa de una página o un libro. Puede suceder, especialmente para investigadores o educadores, que las notas a pie de página sean una “zona de ejemplificación”, un repertorio de ilustraciones con las cuales lo abstracto o complejo adquiere un mejor tono comunicativo o explicativo. En muchas oportunidades, a través de las notas a pie de página, podemos saber la postura ideológica o el nivel de nivel de influencia ideológica asumido por el autor.
Página legal o de derechos: Esta es otra página por la que, en muchas ocasiones, se pasa rápido o se deja de lado. Sin embargo, contiene información vital para un lector perspicaz. Ahí están, por ejemplo, datos que contribuyen enormemente a identificar el texto que nos interesa. Sabemos cuándo fue publicado, si es una traducción, cuántas ediciones se han hecho, la editorial que lo publicó y la ciudad en la que se ha impreso la obra. La lectura de esta página contribuye a tener elementos del contexto y a incorporar la obra dentro de una tradición cultural. Sirve al mismo tiempo para saber si estamos enfrentados a una bibliografía reciente, de larga data; si hay un editor que la presente, una editorial confiable o lleva bastantes años desde su primera edición.
Releer: Esta actividad es el lubricante de los lectores en profundidad o la clave para alcanzar buenos resultados en el análisis. No puede ahondarse o encontrar relaciones lejanas entre las partes de un texto, si no se relee, si no se vuelve sobre los párrafos o las páginas de un libro. Hay que decir que cada relectura dota de más elementos a la precedente; es un proceso en espiral de ganancia progresiva. De otra parte, releer ayuda a reconducir la atención, a la concentración y a proveer al ojo de cierta agudeza para advertir lo que parece escondido o insinuado en un texto. También la relectura contribuye a fijar en nuestra mente términos, líneas, apartados, que de otra manera terminarían disolviéndose entre la barahúnda de palabras semejantes.
Resumir: Es una actividad compleja en la que se elimina información secundaria para quedarnos con lo esencial de un texto. El resumen parte de la glosa y se hace, casi siempre, de capítulos o subcapítulos de un texto. El resumen implica valorar qué es vertebral y qué secundario en las ideas puestas a circular en una obra o un libro. De igual modo, al resumir necesitamos generalizar lo que hemos leído; es poder abstraer de datos desunidos un mensaje mayor o de valor estructurante. También hay que decir que el resumir es un ejercicio de mayor alcance que la glosa: implica una escritura más amplia o de mayor desarrollo; ya presupone la redacción de un discurso cohesionado o de articulación entre las ideas.
Solapas: Este es otro elemento que por descuido poco se lee o que se considera secundario. Sin embargo, en las solapas hay datos significativos sobre la identidad del autor, sobre su trayectoria y filiación intelectual. Nos permiten explorar en algunos hechos relevantes de la formación académica del autor, de su producción intelectual y de la trayectoria en determinado campo del conocimiento. De igual modo, en las solapas aparecen pistas sobre la línea editorial en la que se inscribe el texto en cuestión o a qué colección pertenece la obra. A veces, en las solapas hay una síntesis de la obra, del propósito de una colección y la mención de otras obras publicadas en el mismo sello editorial, que señalan un campo temático específico de interés.
Subrayar: Es la más importante actividad de un lector perspicaz para discriminar información contenida en un texto. Al subrayar pasamos el mensaje por filtros o tamizajes. Es recomendable subrayar con dos colores, por lo menos. Con el primero se van resaltando las ideas fuerza (esas ideas que nos interpelan bien porque son interesantes, porque nos ponen a reflexionar o porque nos resultan complejas de comprender); con el segundo color se subrayan esos aquellos apartados que respondan a un interés particular, a una búsqueda específica, a una intención previamente determinada (leemos para buscar una cita para un trabajo de investigación, para preparar una clase, para hallar argumentos a favor o en contra de una tesis). Se subrayan ideas completas y no palabras sueltas. Subrayar es un ejercicio con las ideas: ubicarlas, desagregarlas de esa mole que es todo texto.
Tabla de contenido: A pesar de que está al inicio, muchos lectores no la leen por estar con el afán de ir al interior de los textos. Esta tabla de contenido, si se lee con atención, es una carta de navegación para el lector; es el mapa inicial que orienta el caminar por una obra o un texto. De allí que sea tan importante, al igual que como si fuera el ojo de un planeador, revisarlas, analizarlas, ver su itinerario, adivinar su ruta o su recorrido previsto. Acostumbrarse a leer la tabla de contenido hace parte de entender primero el todo, antes de adentrarnos en las minucias de un texto; ese es su papel fundamental: dar unas coordenadas a partir de las cuales resulte más fácil adentrarnos en la selva de las palabras. Otro tanto cumple el índice, solo que de manera más pormenorizada; es una ruta o una guía del viaje ciudad por ciudad, pueblo por pueblo, trayecto por trayecto.
Tipos de texto: Cada texto tiene sus particularidades y pide una manera especial para ser leído. Hay diferentes tipos de texto y es bueno saberlo para emplear, según su tipología, diversas estrategias de lectura. Por ejemplo, hay textos narrativos, que buscan principalmente contar una historia; o textos expositivos, que tienen como fin esencial darnos a conocer un tema; o textos argumentativos, que se proponen persuadirnos de una tesis. Cada uno de estos tipos de texto exige del lector ciertas habilidades para descubrir su fisonomía. Si son narrativos, piden que el lector sea capaz de identificar los personajes, el ambiente, el conflicto, la trama, el punto de vista o la anécdota detonante de la historia; si son expositivos, solicitan que se identifique cuál es el tema o problema base, cómo se organiza o desarrolla esa información y cuál la conclusión ofrecida; y si son argumentativos, demos por caso un ensayo, exigen del lector reconocer la tesis planteada, los tipos de argumentos utilizados, los conectores lógicos empleados, la línea de persuasión seguida por el autor, la función de las referencias dentro del mismo texto. Conocer e identificar el tipo de texto es una de las primeras competencias de los lectores perspicaces.
Título y subtítulos: Son otra manera de orientar el camino del lector; son otras pistas para no ir de cualquier forma a los textos. Las más de las veces, dan una jerarquía al peso discursivo o a la cantidad de información dispuesta a lo largo de unas páginas. Leer el título con detenimiento e ir releyendo los subtítulos permite a los lectores perspicaces sacar sus primeras conclusiones o formular hipótesis de lo que se va a encontrar. No hay que olvidar que en una macroestructura los subtítulos hacen las veces de vigas de amarre o de soportes para el sostenimiento en pie de un ensamblaje. Sacarle provecho a la lectura de estos descriptores o frases cortas contribuye de manera decisiva a ver en los textos niveles, estratos, dimensiones diferentes.