Estamos en navidad. Seguramente la luz de los alumbrados callejeros, el dorado de los adornos en nuestras casas, el sonido de la música bailable en las emisoras y el bullicio de la gente comprando algún regalo, han hecho que nuestro corazón se alegre y sintamos en el ambiente los aires de la parranda; la misma “Parranda de navidad”, descrita por Francisco Mata e interpretada por la venezolana Tania.
La botellita de ron o de aguardiente, la botella de cerveza o de vino; eso de una parte; de otra, el cuatro o la guitarra o el acordeón o las meras palmas, haciendo eco a la voz. Y además de estos dos elementos, un tercero, una aspiración propia de estos días de Navidad, un sueño, un propósito para que en el año venidero se acaben todos los pesares. Un propósito que es también una de las características propias de la fiesta, del carnaval: el año que viene renueva el canto y el goce. La fiesta halla su razón de ser en este juego de espera y renovación; la fiesta actualiza la tradición y, en esa misma medida, potencia el tiempo de la esperanza. Ansiamos que llegue diciembre, pero sabemos que ese diciembre o esos diciembres ya no volverán. Miguel Velásquez, “Los Falcons”, un ritmo de gaita. “Aquellos diciembres”: nostalgia y resurrección, las claves de la fiesta.
Y la tradición es impensable sin el tiempo del recuerdo. La fiesta revive porque se la recuerda; el carnaval renace porque hubo otro, años atrás, y porque se realizaron otros más en un tiempo ya perdido en la memoria. Toda fiesta se articula desde un pasado epifánico. Para nuestra tradición, las fiestas de navidad nacen allá en un portal, nacen con una estrella fulgurante, una huida, un pesebre, unos pastores, unos reyes magos (cómo no iban a ser magos aquellos que se van de pronto persiguiendo un lucero) y, sobre todo, nuestra Navidad nace con un nombre: Jesús. Recuerdos, dice el poeta, cuánto daría por tenerlos cerca, cuánto daría, cuánto diera… Recuerdos que, como un mosaico bizantino, se aglutinan en cantos, en discos, en ritmos, más significativos para unos, menos para otros, pero casi siempre identificables con un pasado, con un tiempo que ya no nos pertenece y que, sin embargo, no podemos olvidar.
Polka, porro, son guaracha, porro guaracha, cumbia, paseo, guajira… ritmos, orquestas, compositores, cantantes; años 30, 40, 50, 60, 70… Navidades: ruido de pólvora, luces de volcanes y bengalas, repicar de campanas, voces de niños; la infancia, la edad inolvidable, el tiempo de la fiesta, del juego, de la credibilidad y de la fe. Infancia, la espera en el regalo, el don que traía el niño Dios, el dios niño; infancia, el tiempo de la confianza vuelta esperanza. Niñez: cantera de donde brota la más genuina poesía.
Pero además de este giro hacia la inocencia que trae diciembre, estas fiestas de fin de año son también un tiempo propicio para la abundancia en nuestra mesa; tiempo para los pasteles, los buñuelos y la natilla. Tiempo para estar en familia y compartir la cena de navidad. El ajiaco, el pavo, la lechona; galletas y golosinas. Tiempo de cosecha espiritual, de ofrecimiento y solidaridad. “24 de diciembre”, la parranda de Francisco Antonio González, recoge todos estos elementos del último mes del año, en donde la juerga y la diversión (los colores de la fiesta) no son sino la exterioridad de una dicha interior, de una alegría que propugna por la paz de las manos abiertas.
Y aunque estas tradiciones nos han venido de fuera; una, la del pesebre, de España; otra, la del árbol, de la tradición anglosajona; nosotros hemos moldeado a nuestro temperamento, las hemos transformado en una prolongación de nuestra sangre del trópico. Si el árbol florece, florece para que el amor ingrato no reciba regalo; si el árbol florece, florece como una petición de compañía. No es el pino como tal, sino un símbolo al cual se le puede pedir, entre otras cosas, un amor. El amor que también nos había prometido algo. ¿Dónde está mi regalo?, parece ser el clamor navideño. “Arbolito de Navidad”, José Barros, un son paisa y esa proclama esencial de estas fiestas decembrinas: ¿Qué me vas a dar?
Digamos algo sobre la importancia del regalo. Navidad es tiempo para regalar, para dar o darse. Un regalo es una manera de mostrar nuestra confianza, una forma de descubrirnos. Regalar es extender nuestra persona, es alargar nuestros brazos para que el otro nos toque, nos acaricie; o mejor, para que nuestro amigo o nuestro hermano nos reciba. Un regalo contiene varios sentidos: por un lado, es un signo de lo que somos o de lo que aspiramos ser ante aquel a quien ofrecemos el regalo; de otra parte, un regalo es también una señal para que el regalado se nos muestre, para que el otro devele parte de su intimidad. Navidad, época para el trueque, para el intercambio; época del aguinaldo: un dar lo propio para poder tener lo extraño.
Hemos hablado de cómo nuestro pueblo ha involucrado su cotidianidad en estas fiestas de Navidad; de igual manera la música, nuestra música, ha recogido tradiciones, gustos, costumbres, timbres, entonaciones de cómo sentimos el nacimiento de un niño Dios. La música ha reunido desde las acostumbradas comidas decembrinas hasta los estados de ánimo; desde la risa hasta el llanto. Hemos hecho de la tradición un canto; he ahí otro elemento de toda fiesta.
Desde luego, en estas navidades no pueden desaparecer de un momento a otro los tristes, los ensimismados, los solitarios, los famélicos, no. Sin embargo, este tiempo de Navidad clama porque todo, absolutamente todos, participemos de una alegría universal; todos, ricos y pobres, satisfechos o hambrientos, conformamos la gran familia; al menos, por unos días, el pobre llena su mesa de abundancia y el menesteroso viste su mejor traje. Casi que, como una benigna imposición, todos debemos entrar en la barahúnda, en la charla incansable de la fiesta. Este es otro elemento de la festividad: todos participamos de ella, todos nos untamos de sus colores, todos comemos del mismo plato, todo bailamos el mismo son.
Si hay algo que nos produce diciembre es la ansiedad porque los seres queridos estén con nosotros. Aspiramos a que el amigo lejano regrese; suplicamos para que el amor distante retorne. Diciembre se sitúa en el espacio simbólico del hijo pródigo, del hijo que vuelve a casa. Y es justo a su llegada, cuando empieza la fiesta. El baile anuncia que los seres más queridos están con nosotros. Y si no han llegado, seguramente están próximos a tocar a nuestra puerta. Diciembre es una invitación. Toda fiesta es un llamado, es un grupo de voces amigas, es el gesto de unas manos fraternas que nos dicen: ven, ven, que ya la fiesta va a empezar…