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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: diciembre 2021

“Aquellos diciembres”

14 martes Dic 2021

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Libretos

≈ 8 comentarios

Estamos en navidad. Seguramente la luz de los alumbrados callejeros, el dorado de los adornos en nuestras casas, el sonido de la música bailable en las emisoras y el bullicio de la gente comprando algún regalo, han hecho que nuestro corazón se alegre y sintamos en el ambiente los aires de la parranda; la misma “Parranda de navidad”, descrita por Francisco Mata e interpretada por la venezolana Tania.

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La botellita de ron o de aguardiente, la botella de cerveza o de vino; eso de una parte; de otra, el cuatro o la guitarra o el acordeón o las meras palmas, haciendo eco a la voz. Y además de estos dos elementos, un tercero, una aspiración propia de estos días de Navidad, un sueño, un propósito para que en el año venidero se acaben todos los pesares. Un propósito que es también una de las características propias de la fiesta, del carnaval: el año que viene renueva el canto y el goce. La fiesta halla su razón de ser en este juego de espera y renovación; la fiesta actualiza la tradición y, en esa misma medida, potencia el tiempo de la esperanza. Ansiamos que llegue diciembre, pero sabemos que ese diciembre o esos diciembres ya no volverán. Miguel Velásquez, “Los Falcons”, un ritmo de gaita. “Aquellos diciembres”: nostalgia y resurrección, las claves de la fiesta.

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Y la tradición es impensable sin el tiempo del recuerdo. La fiesta revive porque se la recuerda; el carnaval renace porque hubo otro, años atrás, y porque se realizaron otros más en un tiempo ya perdido en la memoria. Toda fiesta se articula desde un pasado epifánico. Para nuestra tradición, las fiestas de navidad nacen allá en un portal, nacen con una estrella fulgurante, una huida, un pesebre, unos pastores, unos reyes magos (cómo no iban a ser magos aquellos que se van de pronto persiguiendo un lucero) y, sobre todo, nuestra Navidad nace con un nombre: Jesús. Recuerdos, dice el poeta, cuánto daría por tenerlos cerca, cuánto daría, cuánto diera… Recuerdos que, como un mosaico bizantino, se aglutinan en cantos, en discos, en ritmos, más significativos para unos, menos para otros, pero casi siempre identificables con un pasado, con un tiempo que ya no nos pertenece y que, sin embargo, no podemos olvidar.

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Polka, porro, son guaracha, porro guaracha, cumbia, paseo, guajira… ritmos, orquestas, compositores, cantantes; años 30, 40, 50, 60, 70… Navidades: ruido de pólvora, luces de volcanes y bengalas, repicar de campanas, voces de niños; la infancia, la edad inolvidable, el tiempo de la fiesta, del juego, de la credibilidad y de la fe. Infancia, la espera en el regalo, el don que traía el niño Dios, el dios niño; infancia, el tiempo de la confianza vuelta esperanza. Niñez: cantera de donde brota la más genuina poesía.

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Pero además de este giro hacia la inocencia que trae diciembre, estas fiestas de fin de año son también un tiempo propicio para la abundancia en nuestra mesa; tiempo para los pasteles, los buñuelos y la natilla. Tiempo para estar en familia y compartir la cena de navidad. El ajiaco, el pavo, la lechona; galletas y golosinas. Tiempo de cosecha espiritual, de ofrecimiento y solidaridad. “24 de diciembre”, la parranda de Francisco Antonio González, recoge todos estos elementos del último mes del año, en donde la juerga y la diversión (los colores de la fiesta) no son sino la exterioridad de una dicha interior, de una alegría que propugna por la paz de las manos abiertas.

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Y aunque estas tradiciones nos han venido de fuera; una, la del pesebre, de España; otra, la del árbol, de la tradición anglosajona; nosotros hemos moldeado a nuestro temperamento, las hemos transformado en una prolongación de nuestra sangre del trópico. Si el árbol florece, florece para que el amor ingrato no reciba regalo; si el árbol florece, florece como una petición de compañía. No es el pino como tal, sino un símbolo al cual se le puede pedir, entre otras cosas, un amor. El amor que también nos había prometido algo. ¿Dónde está mi regalo?, parece ser el clamor navideño. “Arbolito de Navidad”, José Barros, un son paisa y esa proclama esencial de estas fiestas decembrinas: ¿Qué me vas a dar?

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Digamos algo sobre la importancia del regalo. Navidad es tiempo para regalar, para dar o darse. Un regalo es una manera de mostrar nuestra confianza, una forma de descubrirnos. Regalar es extender nuestra persona, es alargar nuestros brazos para que el otro nos toque, nos acaricie; o mejor, para que nuestro amigo o nuestro hermano nos reciba. Un regalo contiene varios sentidos: por un lado, es un signo de lo que somos o de lo que aspiramos ser ante aquel a quien ofrecemos el regalo; de otra parte, un regalo es también una señal para que el regalado se nos muestre, para que el otro devele parte de su intimidad. Navidad, época para el trueque, para el intercambio; época del aguinaldo: un dar lo propio para poder tener lo extraño.

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Hemos hablado de cómo nuestro pueblo ha involucrado su cotidianidad en estas fiestas de Navidad; de igual manera la música, nuestra música, ha recogido tradiciones, gustos, costumbres, timbres, entonaciones de cómo sentimos el nacimiento de un niño Dios. La música ha reunido desde las acostumbradas comidas decembrinas hasta los estados de ánimo; desde la risa hasta el llanto. Hemos hecho de la tradición un canto; he ahí otro elemento de toda fiesta.

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Desde luego, en estas navidades no pueden desaparecer de un momento a otro los tristes, los ensimismados, los solitarios, los famélicos, no. Sin embargo, este tiempo de Navidad clama porque todo, absolutamente todos, participemos de una alegría universal; todos, ricos y pobres, satisfechos o hambrientos, conformamos la gran familia; al menos, por unos días, el pobre llena su mesa de abundancia y el menesteroso viste su mejor traje. Casi que, como una benigna imposición, todos debemos entrar en la barahúnda, en la charla incansable de la fiesta. Este es otro elemento de la festividad: todos participamos de ella, todos nos untamos de sus colores, todos comemos del mismo plato, todo bailamos el mismo son.

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Si hay algo que nos produce diciembre es la ansiedad porque los seres queridos estén con nosotros. Aspiramos a que el amigo lejano regrese; suplicamos para que el amor distante retorne. Diciembre se sitúa en el espacio simbólico del hijo pródigo, del hijo que vuelve a casa. Y es justo a su llegada, cuando empieza la fiesta. El baile anuncia que los seres más queridos están con nosotros. Y si no han llegado, seguramente están próximos a tocar a nuestra puerta. Diciembre es una invitación. Toda fiesta es un llamado, es un grupo de voces amigas, es el gesto de unas manos fraternas que nos dicen: ven, ven, que ya la fiesta va a empezar…

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El plagio en la educación superior

05 domingo Dic 2021

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Ilustración de Gianni de Conno.

“El librito que lees en público, Fidentino, es mío:
pero cuando lo lees mal, empieza a ser tuyo”.
Marcial

 

Una de las faltas gravísimas en el mundo académico es el plagio. Las universidades y otras instituciones educativas señalan en su normatividad, en el reglamento estudiantil, las sanciones a que se exponen quienes cometan esta conducta. Quisiera explicar por qué tal rechazo y condena a esta práctica de poner como propias ideas ajenas.

Empezaré por recordar el valor que tiene en las instituciones de educación superior el conocimiento  o más concretamente la información recogida en libros y fuentes de diversa índole. Eso que podríamos llamar la tradición de las ideas es un bien que la academia conserva, enseña, cuida, y del cual se siente orgullosa. Hago tal afirmación porque el respeto a las ideas, la fidelidad a las fuentes, la salvaguarda de la producción intelectual a través de los siglos, es un principio vertebral de cualquier centro de formación universitaria. Puesto de manera enfática: hacer parte del mundo académico es aprender a dialogar y respetar la autoría de los productos de pensamiento que constituyen el campo de saber de una disciplina o profesión.

Dicho esto, se presupone que por eso mismo, las instituciones prevén unas normas de presentación de los trabajos escritos o una guía de citación de fuentes que serán objeto de cursos específicos y de observancia a lo largo de una carrera o un programa posgradual. Aprender esas normas para referenciar otras voces (APA, Chicago, ICONTEC) es la manera como las instituciones educativas les enseñan a sus estudiantes a poner su voz en concierto con las voces del pasado, pero distinguiendo la opinión personal de las aseveraciones o testimonios escritos de otros autores. Así que, cumplir estas normas es un código de ética mínimo mediante el cual se accede a la dinámica de la producción intelectual, a la generación y desarrollo del conocimiento. Omitir estas convenciones es desconocer la trayectoria de una línea de saber y, al mismo tiempo, una degradación de aquello que se está estudiando.

Desde luego, dominar estas técnicas o recursos de citación puede resultar tedioso para quienes no han entendido su función formativa, o un escollo para aquellos que, sin vergüenza alguna, recogen de aquí y allá cuanta cosa les resulta útil para el propósito de graduarse u obtener un título a como dé lugar. “¿Por qué tengo que volver a citar a ese autor, si ya lo mencioné hace cinco páginas atrás?”, es la disculpa de los plagiadores párrafo a párrafo; o lo más descarado: “¿qué importa si no pongo el nombre completo del autor, el título está incompleto o me falta el año de publicación?”. Eso parece una banalidad para los plagiarios desvergonzados. No es extraño que los estudiantes que afirman tales cosas manden a redactar sus trabajos a otras personas o se escuden en la antigua consigna de los deshonestos: “seguro que el profesor no se da cuenta”. Y si el docente o el tutor de una investigación los descubre en dicha falta, en muchos casos la respuesta se tiñe de altanería, en lugar de ser un avergonzado reconocimiento de la falta. Por eso resulta inconcebible que en un trabajo final de grado, en la tesis, se presente como riqueza personal lo que es un bien intelectual ajeno.

Es común también que el plagiario emplee la disculpa de que lo suyo fue un parafraseo de determinado autor y que, por lo tanto, no tenía que darle crédito. Tal marrulla, en lugar de justificarlo, agranda su falta, porque pone en evidencia que sí se acudió a esa fuente, pero sin haberla reconocido. El plagiario supone que si no hay una cita textual, el autor no debe referenciarse. Por el poco trato con la palabra escrita se olvida que las ideas, los conceptos, las estrategias, métodos o categorías de otros deben ser citadas así no se las tome textualmente. Que es un deber académico, o de alguien que pretende serlo, explicitar a quién le pertenecen esas ideas o cuál es la fuente directa que le sirvió de inspiración. Precisamente, en eso consiste la fundamentación teórica de un proyecto: en saber ubicar ciertos aspectos de una obra, los planteamientos de un autor, para darle consistencia a una construcción discursiva personal. Reconocer tales deudas es una forma de fortalecer las bases o la estructura del trabajo en cuestión.

Si se revisa el Manual de estilo de publicaciones de la APA allí se dictamina que hay que “dar crédito a quienes lo merecen”; es decir, que al hacer plagio, al no dar los créditos respectivos, minusvaloramos o menospreciamos las ideas de otra persona, banalizamos el saber o despreciamos los productos intelectuales de quienes nos precedieron. Dar crédito es lo mínimo que un estudiante puede hacer cuando retoma un concepto, una categoría, una metodología  que le servirá para darle consistencia a un proyecto o para lograr resolver un problema de investigación. Dar crédito es un protocolo para dialogar con esas otras voces, con aquellos textos que nos han servido de consulta. Dar crédito, en últimas, es la manera como aprendemos a pedir prestadas ideas en una casa ajena, sin hurtarlas a escondidas.

Sobra decir que el plagiario actúa así por tres razones fundamentales: una, porque anda de afán y hace su trabajo a última hora; porque no ha tenido el juicio y la dedicación suficiente para desarrollar paso a paso tal obra; porque está más preocupado por cumplir un requisito que por aportar algo significativo con su trabajo de grado. La segunda razón, quizá más profunda, es porque hurtando ideas ajenas logra subsanar en parte sus debilidades intelectuales o de creación. Al plagiario le falta capacidad de análisis, potencial imaginativo, riesgo intelectual para la innovación, mayoría de edad para pensar por cuenta propia, tal como quería el filósofo Inmanuel Kant.  Y cabe una tercera razón: es la poca relación o trato del plagiario con la escritura; el encuentro casual que tiene con ella y que, al tratar de realizarla, pone en evidencia su falta de precisión semántica, la ausencia de estructura de un texto, la poca coherencia y cohesión entre sus ideas. Es probable que estas razones, sumadas a una débil formación moral, lleven al estudiante al fraude académico, a tomar la vía deshonesta de poner el engaño por encima de sus responsabilidades académicas. 

Dada la frecuencia con que se presentan los casos de plagio, intencionado o no, varias instituciones de educación superior han claudicado en esta labor de cuidado y salvaguarda de la producción intelectual, de los derechos de autor, y han preferido omitir este requisito de grado a cambio de un curso remedial o una práctica social. Puede que tal salida sea una buena medida burocrática o un medio rápido de lograr gran cantidad de graduados en un tiempo corto, pero en el fondo es una herida que se infringen ellas mismas a su misión esencial de conservar la tradición del pensamiento y producir nuevo conocimiento. Otro tanto puede decirse de los tutores o docentes encargados de corregir los trabajos de grado de los estudiantes: cuando apenas hojean los textos, sin cotejar las fuentes o revisarlos página por página, seguramente hallarán la complacencia con sus tutoreados, pero perderán la autoridad de maestros. No debemos olvidar que las instituciones de educación superior entran en el proceso de formación de una persona para proveerle habilidades, saberes y comportamientos que le permitan acceder a los bienes intelectuales de la cultura y, al mismo tiempo, participar de ella. Renunciar a tal cometido es una irresponsabilidad con la misión universitaria y un modo de exclusión a los capitales simbólicos de la sociedad.

Aunque resulte redundante decirlo, el plagio está asociado a fallas o desajustes en la conducta ética de las personas. Hay algo de mala fe o de oscura “viveza” en esto de engañar o de “hacer pasar como propia la obra de otro”. Es una actitud que debe ser severamente castigada especialmente en una época en la que las virtudes han sido acorraladas por los vicios, y en la que las argucias de la politiquería o los intereses de los conglomerados económicos, parecen volver regla la estrategia de que los medios poco importan con tal de alcanzar los fines. De allí que la universidad o los establecimientos de formación superior, requieran firmeza moral para no dejarse avasallar por las demandas inmediatistas del mercado, ni por la soberbia demagógica de los gobernantes. La academia también tiene su fuero, que no solo cobija a su recinto físico, sino a las particulares maneras de curricularizar unos saberes y fijar las coordenadas de una impronta ética a sus estudiantes.

Concluyamos estas reflexiones recordando que la palabra plagio, según nos cuenta Efraín Gaitán Orjuela en su libro Biografía de las palabras, tuvo su origen en el Derecho Romano y se refería a la “acción que cometía un individuo al apropiarse, vender, poner en prisiones, castigar a un esclavo ajeno sin el consentimiento del dueño”; era un comportamiento “torcido” castigado con penas muy severas. Como se ve, desde su misma etimología el plagio es un delito, cuyo sentido se trasladó después al mundo de las letras con el significado de hurto literario. Así que para evitar ser tildados de “ladrones intelectuales” y mancillar con ese acto el pacto de respeto a los derechos de autor resguardados por las instituciones de educación superior, lo mejor es poner las comillas donde sean necesarias y referenciar las fuentes que silenciosas han ofrecido su servicio a nuestros requerimientos académicos.

Referencias

Epigramas: Marcial, Editorial Gredos, Madrid, 1997.

¿Qué es la ilustración?: Erhard, Freiherr von Moser, Garve y otros, Editorial Tecnos, Madrid, 1993.

Biografía de las palabras: Efraín Gaitán Orjuela, Editorial Bedout, Medellín, 1970.

Manual de estilo de publicaciones de la American Psychological Association, Editorial El Manual Moderno, México, 2006.

Escritura y universidad. Guía para el trabajo académico: Gustavo Patiño Díaz, Universidad del Rosario, Bogotá, 2013.

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