Escucho a profesores universitarios decir que, frente a la poca motivación de los estudiantes por escribir ensayos, la salida es emplear otro tipo de escritos menos engorrosos y sin tantas complicaciones. “Algo corto, así como lo que escriben en las redes sociales”, afirman. Entiendo que este tipo de comentarios son producto más de la angustia o el desespero de los docentes por los bajos resultados en la escritura argumentativa que una genuina renuncia a la producción de este tipo de textos. Y porque lo considero vertebral en cualquier proceso de formación superior –aunque también de los últimos años de la educación media–, deseo explicar en los párrafos que siguen mis razones.
Comenzaré diciendo que el ensayo es fundamental para que los estudiantes desarrollen operaciones de pensamiento típicamente argumentativas: inferir, deducir, comparar, contrastar, analogar. No se trata solo de hacer una “redacción”, sino de consignar en una página el resultado de un proceso de pensamiento en el que las ideas –propias o ajenas– se someten a la deliberación, al análisis, al debate o la validación. Ensayar es la manera como ejercitamos de forma lógica el juicio para reconocer dónde hay un engaño en un planteamiento o un discurso y cuáles son las mejores razones para mostrar sus fisuras. Privar a los estudiantes de esta herramienta cognitiva me parece no solo un error académico, sino un retroceso en el desarrollo intelectual de las nuevas generaciones con unas implicaciones muy fuertes para esa tan esperada mayoría de edad que supone aprender a pensar por cuenta propia.
Cuando llevamos al aula el reto de escribir ensayos, en consecuencia, estamos desarrollando también el pensamiento crítico de nuestros estudiantes. Al pedirles que sospechen, que pongan entre paréntesis, que vean las fisuras en textos o discursos, a que no “coman entero” toda la información circulante, cuando todas estas acciones propiciamos, lo que hacemos es formar personas críticas. Ciudadanos hábiles para reclamar sus derechos y participar activamente en la sociedad. Al exigirles que tomen una postura en el ensayo, a que presenten y defiendan su tesis, lo que en verdad estamos haciendo es romper su pasividad o su modorra mental; porque asumir una voz personal es activar las potencialidades de la libertad, los matices de las diferencias: es descubrir la poderosa herramienta de tener un criterio personal fuertemente sustentado. Por eso creo que va más allá de una tarea de redacción. Escribir un ensayo es permitirse enunciar la propia voz a veces en contravía de la opinión de la masa; es una forma de expresar la singularidad, el matiz de una conciencia. Dejar de enseñar a escribir ensayos es condenar a los estudiantes a estar plegados al homogenizante ronroneo de la sociedad del espectáculo o a la astucia de los demagogos sin escrúpulos, que propagan mentiras con apariencia de verdades.
De otra parte, cuando el estudiante tiene que buscar argumentos para soportar o avalar su tesis, lo que se logra es un desplazamiento de la opinión gratuita al juicio sopesado. Preguntarse cómo se sustenta una tesis es confiar no tanto en la fuerza del capricho o en la agresión verbal, sino en la coherencia de la lógica o en la experiencia de otros que han trasegado con la misma materia de nuestras inquietudes. Enseñándoles a buscar argumentos a las nuevas generaciones lograremos dos cosas: primero, que no desprecien el legado cultural de la tradición expresado en fuentes, libros y demás medios de consulta y, segundo, que hagan una lectura crítica de ese patrimonio inmaterial. Saber por qué elegimos uno u otro argumento, descubrir cuál es el más idóneo o más relevante para un ensayo, nos hace más aptos para dialogar con otros que piensan diferente, nos da fortaleza interior para discutir sin amenazar, para entender que hay diferentes modos de interpretar el mundo. Desde luego, aprender a hallar esos argumentos –de autoridad, lógicos, usando ejemplos o recurriendo a las analogías– es un modo de aprender a participar en sociedades gestadas desde los acuerdos consensuados y el respeto por el diálogo.
Escribir ensayos es también una buena escuela para la cohesión y la coherencia entre las ideas. No basta con exponer un planteamiento, hay que lograr desarrollarlo y darle consistencia a medida que se despliega en los diversos párrafos. Acá resulta valioso el uso de los conectores lógicos. Por tanto, cuando se enseña la composición de ensayos resulta esencial mostrar la función y las diversas aplicaciones de estas “bisagras textuales” o estas palabras que permiten unir las causas con las consecuencias, las premisas con las conclusiones, un planteamiento con un resultado. La variedad de utilidades de los conectores –para resumir, recalcar, ejemplificar, dar continuidad, señalar una secuencia, contrastar, presentar una similitud, deducir, conceder la razón, adicionar, explicar, indicar una relación espacial, hacer una advertencia o justificar una omisión– es tan importante para los textos y discursos argumentativos que no puede quedar al garete en un proceso didáctico de la escritura ensayística. Es más: merece un capítulo aparte, con el suficiente detenimiento por parte de los maestros, especialmente hoy, cuando lo que prolifera en buena parte de la escritura de los jóvenes es un discurso fragmentado, deshilvanado y, por lo general, sin amarres de continuidad o cohesión. No podemos dejar que la escritura de estos muchachos y muchachas sea un reflejo de un habla infecta de muletillas, conatos de expresión, procacidad reiterativa y un desprecio por la riqueza del lenguaje. En tal propósito, la composición de ensayos puede traer con el tiempo resultados muy positivos tanto en la estructuración de los textos escritos como en la calidad de la expresión oral de estas generaciones.
Agregaría otra razón: al escribir ensayos se afianza o se practica la meditación, el filosofar, el quehacer reflexivo. Cuando se escribe un ensayo, quiérase o no, se tiene que tomar un tiempo para aquilatar las ideas, para someter un tema o un problema a diferentes tamizajes, para ver los pros y los contras de un planteamiento. Ensayar es, de alguna manera, un buen escenario para pensar. Así como quería Ortega y Gasset, cuando escribimos un ensayo tenemos que entrar de lleno en la introspección, en la contemplación, en un ensimismamiento sobre determinado asunto. De ese acto reflexivo y concentrado es que brota, precisamente, la tesis de nuestro ensayo. Quizá por ello, antes de que nuestros estudiantes se lancen a redactar el ensayo, necesitamos conducirlos, con buen tacto, a que primero mediten sobre aquello que les interesa escribir. Que se atrevan a ser filósofos, en el sentido, de pasar su experiencia y sus acciones por el cedazo de la reflexión; que se cuestionen a partir de algunas preguntas; que se permitan responder, así sea provisionalmente, algunas de las inquietudes fundamentales que han acompañado a todos los hombres de diversas épocas y naciones. Dedicarse a pensar resulta vital en esta época, cuando todo parece girar desde la dinámica de la prisa y el consumo de novedades. Gracias a esa pausa reflexiva es como se logran conseguir ensayos de calidad.
De lo dicho hasta aquí puede inferirse que no es una buena idea claudicar en la escritura de ensayos. A pesar de que los estudiantes no estén del todo entusiasmados, dando por descontado que les costará elaborar este tipo de textos, a pesar de ello, debemos mantener en firme nuestro propósito de enseñar a argumentar, usando la escritura ensayística. Son más las bondades que los impedimentos; más los beneficios a largo plazo que las apatías del momento.