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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: junio 2022

Sobre el diálogo

24 viernes Jun 2022

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Aforismos

≈ 4 comentarios

Pintura de Louis Charles Moeller.

Hay algo de búsqueda nutritiva al participar en un diálogo; así como se comparte el pan cotidiano, de igual manera departimos el manjar de la palabra.

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Diálogo: desplazamiento del yo que habla al tú que me interesa escuchar.

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El diálogo es un intento de armonizar diversas voces –a veces de tesituras opuestas– para descubrir las bondades intelectuales de la polifonía.

*

Como toda agua, el diálogo necesita un buen cauce de atención para poder discurrir. Los diálogos que no fluyen son monólogos en grupo.

*

En el diálogo hay altibajos, cambios de intensidad, con momentos tranquilos o abiertamente tensos. Sin embargo, aunque todos procuran mantenerlo continuo y lleno de viveza, siempre está la amenaza de que caiga en un punto muerto. De allí que los participantes en un diálogo oscilen entre reavivarlo con sus oportunas intervenciones o dejarlo extinguir poco a poco con sus silencios.

*

Los dialogantes consumados son herederos de Penélope. Saben que su labor principal es mantener en vilo el tejido que van tramando las palabras.

*

¿Quién tiene mayor dificultad para dialogar? Aquel que desde el comienzo ya sabe el final de la conversación. Si no se acepta cierta incertidumbre o deriva al dialogar, es inútil o imposible establecer una plática fecunda.

*

La consistencia del diálogo es líquida: se puede abrir, interrumpir o cerrar. Si se congela deja de fluir; si es demasiado gaseoso pierde el interés. Por ser líquido el diálogo necesita circular de manera incesante; si se estanca, emanan de sus aguas los hedores del aburrimiento.

*

Si se quiere saber cómo dialogar certeramente basta captar en la rueda de palabras que gira el intersticio por el cual sea posible introducir el hilo de la propia voz, pero sin frenar su movimiento. No es tanto cuestión de velocidad, como de escucha oportuna.

*

Cuando decimos que un diálogo fue fructífero es porque cada participante actuó como cultivador de tal encuentro. Contribuir a un buen diálogo es comportarse como animoso sembrador de palabras.

*

Esta es la paradoja del diálogo en las relaciones interpersonales: sirve de medio para resolver los conflictos, y es el detonante de querellas inesperadas. La explicación de tal contradicción resulta evidente: dialogamos con las razones que dominamos, pero también con las pasiones que nos gobiernan.

*

Se dice que hay diálogos profundos, como también diálogos de altura. Es decir, mediante la conversación podemos sondear o escalar los límites de la geografía de las ideas.

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Desde la escuela peripatética de la antigua Grecia se sabe que existe una relación fecunda entre caminar y dialogar. En consecuencia: para despertar las ideas en nuestra cabeza lo mejor es salir a mover los pies.

*

Lógica contradictoria de la comunicación entre enamorados: a veces dialogan para no pelear y, en otras ocasiones, pelean por haber dialogado.

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El diálogo tiene matices. Desde el coloquio familiar hasta la cháchara vana y sin fundamentos. Puede tomar la forma de la tertulia para compartir opiniones y creencias o asumir la estructura del debate para defender argumentos opuestos. Es charla informal en la vida privada o foro reglado cuando se vuelve pública. Todos estos matices nos advierten que sin el diálogo estaríamos condenados al soliloquio ensimismado o expuestos sin remedio a la orfandad de los demás.

*

¿Por qué es tan difícil dialogar con quien piensa diferente a nosotros? Sencillo: porque para hacerlo necesitamos previamente aceptar que la contraparte puede tener razón. Y esta condición es muy difícil reconocerla, debido a que pone en entredicho las convicciones o las certezas que nos dan seguridad. Si se quiere dialogar con quien piensa distinto a nosotros es fundamental renunciar a las verdades absolutas.

*

Aunque tengamos un propósito al dialogar con una o varias personas, nunca sabremos al inicio el resultado de tal encuentro. En esta perspectiva, el diálogo se parece más al descubrimiento de piedras preciosas que a la extracción de agua de un pozo.

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El café o el vino son excelentes cómplices para el diálogo.  La clave está en que tanto las dos bebidas como la conversación piden ser degustadas sorbo a sorbo, palabra por palabra. El diálogo es un líquido estimulante que se saborea poco a poco.

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En los diálogos platónicos Sócrates llega al mejor argumento no solo porque escucha con gran atención lo que afirman sus contertulios, sino por el tipo de preguntas que les hace.

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Platón más que filósofo fue un perspicaz autor de teatro: sus diálogos, como método de enseñanza, concebían al aprendiz no como un silencioso discípulo sedente, sino como un actor de diferentes obras dramáticas sobre el conocimiento.

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Fanático: persona intolerante con la que es muy difícil dialogar porque sabe de antemano todas las respuestas. Sectario: un fanático que, además de estar exacerbado, es intransigente.

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Los dialoguistas más comprometidos son los que pasan, etimológicamente hablando, del “inter” al “intra”. Es decir, no sólo tienden puentes con sus intervenciones, sino que se adentran en lo que dicen los demás.

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El ritmo del diálogo es por alternabilidad: primero un turno, luego el otro. El compás depende del interés o desinterés de los participantes.

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Es innegable que cada persona tiene una perspectiva para mirar las cosas. Pero, cuando se desea participar en un diálogo genuino, lo esencial es poder cambiar ese punto de vista. Quien varía su perspectiva logra mayor profundidad.

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La guerra le gritó al diálogo, “¡Vete!; la paz le pidió: “¡Quédate!”. El diálogo miró a las dos partes mientras hacía una pregunta: “¿Y si mi aceptan como peregrino?”

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El ambiente más propicio para que crezca saludable el diálogo no es la suficiencia en un tema, sino la confianza. Más la familiaridad que la erudición.

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La tensión del participante en un diálogo oscila entre hablar o quedarse callado. Excederse en cualquiera de los extremos es romper los hilos de la conversación.

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¿Qué es lo más delicado –o lo más temerario– de hacer en un animado diálogo? Interrumpir.

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Los silencios en los diálogos íntimos los suplen los besos, las manos, los abrazos. La muda piel enamorada habla y responde con caricias.

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Las reuniones de trabajo son la perversión del diálogo. En lugar de ser la búsqueda colectiva para tomar una decisión o solucionar un problema, son la forma simulada de llamar a la obediencia.

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Si no fuera por la sal de las anécdotas y la pimienta de las murmuraciones, los diálogos informales caerían en el sinsabor del hastío.

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Hay diálogos que van apagándose al igual que una vela y otros que aumentan su incendio con la fuerza de una hoguera. Todo depende de cómo sople el vaivén de la palabra.

*

En tanto el diálogo es una obra polifónica, cada interlocutor aporta a esa construcción colectiva. Sirve el entusiasta que lidera, el insistente en un punto de vista, al igual que el conciliador que ve relaciones entre opiniones contrarias o el bromista que ayuda a distender la reunión. Contribuyen los grandes conocedores del tema y también los que, atentos, siguen la conversación en silencio.

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Los diálogos de paz son una esperanza para las víctimas del conflicto y una debilidad para los guerreristas indolentes. Los primeros saben que cediendo un poco se logran los acuerdos; los segundos, que exigiendo mucho se conquista la victoria.

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Los políticos sagaces usan la palabra diálogo con sus contradictores así como los ratones juegan con sus víctimas antes de devorarlos.

*

Esta es la verdad del diálogo entre padres e hijos. Los primeros esperan que sus enseñanzas sean lecciones para el mañana; los segundos, entienden aquellos consejos como lecciones hacia el pasado.

*

Le preguntaron a Eva –como resultado de sus charlas con la serpiente– sobre la importancia del diálogo, y ella contestó con alborozo que era el medio para acceder a lo prohibido. Le hicieron la misma pregunta a Adán: “es la causa por la cual se pierde el paraíso de lo conocido”, dijo nostálgico.

*

Ciertas personas se mueren por dialogar con alguien y, apenas logran su cometido, se sienten profundamente decepcionadas. Otras, en cambio, a pesar de no estar interesadas especialmente en una persona, una vez que hablan con ella, terminan fascinados. El diálogo tiene algo impredecible, sorpresivo, azaroso. Revela y oculta a la vez; genera atracciones y provoca rechazos.

*

Los culpables imploran dialogar para resarcir su falta; los ofendidos se niegan a hacerlo porque los enmudece el rencor.

*

Buena parte de los diálogos cotidianos con los amigos van acordes al ciclo de la vida: de niños, sobre pilatunas y aventuras; cuando jóvenes, sobre amores y proyectos; en la edad adulta, sobre negocios y posesiones; entrados en la vejez, sobre dolencias y fármacos.

*

Dialogar consigo mismo es un modo sencillo de hacer filosofía o una manera íntima de orar. Sea como fuere, para hacerlo con profundidad, es indispensable aprender a disociar la conciencia.

*

El diálogo sincero con lo trascendente siempre es en silencio. Tanto en las preguntas como en las respuestas.

Votar con sensatez

17 viernes Jun 2022

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

≈ 10 comentarios

Ilustración de Ángel Boligán.

Participar en los procesos electorales –con sus imperfecciones y limitaciones– es uno los derechos más importantes de los ciudadanos en cualquier democracia. Abstenerse es contribuir a que los pocos decidan por los muchos y a aislarse del diseño colectivo del futuro de un país. Pero ese derecho que resulta tan evidente y necesario en una contienda política, está siendo hoy, particularmente en Colombia, desdibujado por las astucias de la propaganda política y una pereza de las mayorías para entender su significado y sus alcances.

He notado, por ejemplo, que colegas y vecinos han decidido votar movidos más por la inmediatez de un corto mensaje en una red social o en un rumor infundado que por un sano análisis de la propuesta programática de un candidato. Los he escuchado decir cosas que a todas luces desconocen la estructura del Estado o el mínimo proceso de la administración pública. Se arman de mensajes incendiarios, provocadores y altamente efectistas que no permiten la discusión serena y analítica. Hay demasiado sectarismo en las consignas que pregonan y un fanatismo que me recuerda mucho al de las “barras bravas”. Pierden la proporción de lo que hablan y los alcances reales de lo que dicen. Su verbo maldiciente corresponde al fogonazo del último video, a las “noticias tendenciosas” que incendian la opinión pública.

Los medios masivos de información poco contribuyen al buen juicio y al ejercicio democrático de votar. Aunque dicen que eso es lo que se proponen, lo cierto es que contribuyen en grado sumo a la confusión del elector; mezclan peligrosamente informar con opinar y se escudan en la presunta libertad de prensa para ser jueces de aquellos candidatos que no les simpatizan. Censuran las fallas éticas en los políticos de turno, pero poco las ven en su modo de enfocar la noticia, titularla, o convertirla en “tendencia”. Por supuesto, estos comunicadores –conscientes o no–, sirven a los intereses particulares de conglomerados económicos que sí les importa el triunfo o la derrota de un candidato específico.  Es una lástima que por su afán de subir el “rating” hayan convertido el ejercicio informativo en un “reality show”, en un espectáculo agonista, en el que se diluye su función social de “buscar la objetividad y la verdad” y vigilar el buen funcionamiento de la democracia. 

No creo que tenga ninguna madurez política el “votar contra alguien”, invalidando con ello el propio partido al que se pertenece. Tampoco considero de un buen juicio democrático decir que se “vota por el menos peor”, a sabiendas de que se tiene la opción del voto en blanco. Si ninguna de las propuestas convence del todo (si es que se han estudiado a fondo para mirar sus programas y ver los matices de sus diferencias) por qué tomar la vía del descarte o dejarse llevar por la turba que obnubila nuestra libertad. Entiendo el juego de las alianzas y la rapiña de los puestos en un futuro gobierno de los políticos de oficio, pero no comprendo cómo los ciudadanos se dejan manipular por ellos. A pesar de que las creencias o las actitudes de un candidato no satisfagan totalmente nuestras expectativas, al votar lo que hacemos es refrendar una apuesta por él, confiar en su palabra, simpatizar con buena parte de sus iniciativas. “Votar a favor” de alguien es el comportamiento elemental de una persona que valora y le da importancia a su voto. Y porque así lo entendemos es que, pasado el momento de la elección, los ciudadanos debemos ejercer ese otro derecho del control político, de solicitar si es el caso la dimisión al elegido o quitarle el respaldo al partido que él representa.

El riesgo de votar azuzados por la emoción del momento, por la “calentura” del chisme del día es que descuidamos lo que tal acto participativo representa. Elegir a un presidente es prefigurar qué tipo de futuro nos interesa apoyar. Se trata de una decisión de largo aliento, y eso exige de los ciudadanos cabeza fría, mirada a contextos más amplios, discernimiento orientado más allá de las pasiones personales. Al votar por tal o cual candidato estamos creando las condiciones o los obstáculos para que cada ciudadano tenga las mejores opciones de desarrollarse personal o profesionalmente, para que sus hijos accedan a determinadas oportunidades, para que la sociedad solucione en gran medida los problemas que más le agobian. Aunque se vota de manera individual, lo cierto es que los efectos de ese voto afectan a todos. Por eso hay que pensarlo bien, analizarlo desde diversos puntos de vista, conversarlo en familia atendiendo a los mejores argumentos, revisar nuestra opción sin odios para seleccionar el perfil intelectual y moral con las capacidades más idóneas exigidas para el cargo en disputa.

Tal manera de votar, de banalizar el voto, es la que nos ha conducido a añorar siempre al mesías autoritario que debe resolverlo todo de un manotazo, al caudillo que nos evite hacernos responsables de nuestras decisiones. Y ojalá que sea pendenciero y lenguaraz para que enardezca la tribuna o que desconozca las reglas establecidas para legitimar nuestros comportamientos indebidos. Dilapidamos nuestros votos en esos políticos porque, en el fondo, queremos evitar nuestro compromiso de construir una sociedad más justa, más incluyente, con oportunidades para la mayoría. Esa es una cara de la moneda. La otra consecuencia es que, al votar así, al “votar por un ídolo inflado por los medios y la propaganda”, es previsible la decepción en el corto plazo porque, como es de suponerse, el futuro presidente no cumplirá sus promesas. Entonces, viene como reacción el arrepentimiento y una “quejadera” cotidiana de ese político que, precisamente, fue elegido con los mismos votos de los que ahora lo repudian. Quizá ese sea el destino de ciertas democracias jóvenes o de países que mantienen aún un modo feudal de concebir las relaciones sociales. Aunque me aferro más a la idea de que es la consecuencia de una educación cívica muy débil y de una frágil formación ciudadana a la que, por eso mismo, deberíamos prestarle mayor atención en todos los niveles.

Y si a esto le sumamos el impacto y el culto al ego de las redes sociales, además de la envenenada circulación de las falsas noticias, pues más fácil será votar como si se estuviera eligiendo una marca de gaseosa o poniendo un “me gusta” en cualquier plataforma digital. Pero no es así de simple ni tiene las mismas consecuencias. El dirigente de una nación, el líder emblemático de un país, no es igual a un producto de consumo masivo. Es una persona que, como impulsor de proyectos de largo alcance, debe poseer algunas cualidades intelectuales y morales que sean ejemplo para sus conciudadanos, que tenga un conocimiento amplio de los problemas del territorio que desea gobernar, que posea sensibilidad social para atender no solo a los más poderosos, y unas altas capacidades de liderazgo para saber motivar a su equipo y lograr hacer realidad los sueños que promulgó durante su campaña. De allí que no se trata de elegir “al menos malo” o al que tiene la menor preparación. Un presidente es un estadista (respetuoso de las instituciones), alguien que necesita conocer bien la dinámica de gobernar, competente en las relaciones internacionales, hábil en el manejo conflictos y dispuesto a establecer alianzas para resolverlos, y para eso se requiere experiencia, dominio de sí, habilidad en la toma de decisiones y una disposición de servicio a los demás que interprete sus necesidades y sus más hondos reclamos. Todo ello es lo que hace difícil elegir a un candidato y, al mismo tiempo, lo que convierte al voto es un acto democrático tan importante.

Sé que no se puede obligar a alguien a votar por determinada persona. Eso hace parte del fuero inalienable de cada ciudadano. Pero, observando lo que estamos viviendo en esta campaña presidencial, harto de la interferencia de los medios masivos de información, asombrado del poco o nulo juicio de muchas personas frente a una toma de decisiones tan significativa para este país, me parece que por lo menos debemos “hacer un alto”, apelar a la sensatez, ponerle freno a la contienda emocional y tomarnos en serio, concienzudamente, el acto de marcar un tarjetón y depositarlo en una urna. De esta manera dejaremos de ser espectadores apasionados de unos comicios y nos convertiremos en protagonistas inteligentes de la suerte de nuestro futuro.

Ufanarse de la ignorancia

11 sábado Jun 2022

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

≈ 10 comentarios

Ilustración de Alfredo Martirena.

Está de moda presumir de ignorante. Tanto políticos como influenciadores sociales, hacen gala de sus flagrantes vacíos de conocimiento o, lo más grave, banalizan a quien osan corregirlos. Y si sus “errores” los llevan a una situación comprometida, salen del impasse con alguna broma de mal gusto o le dan a su comportamiento el trato de un desliz sin importancia.

Ahí vemos a la ignorancia desfilar por todas partes con altanería: opina de cualquier cosa sin ningún fundamento, difunde sus mentiras que solo los tontos o cándidos toman como verdades, saca provecho de los miedos de la gente, evita la confrontación de sus afirmaciones a toda costa, usa generalidades que repite hasta la saciedad. Si se siente acorralada saca las garras de la ofensa, manotea, amenaza, humilla y se ensaña con el opositor. En algunos casos, para pasar por alguien ilustrada, compra o adultera títulos académicos, llena de volúmenes sin abrir su biblioteca, dice conocer a personas famosas o utiliza algún dato estadístico para simular que ha estudiado a fondo determinada realidad.

Es posible que esta forma de comportarse o de entender la relación con el saber responda a una particularidad de esta época leve, rápida, que no le gusta meditar o tomarse el tiempo para entender a fondo las cosas o los problemas. También es posible que tal desprecio por el conocimiento esté asociado a una inversión de la escala de valores en la que lo más importante es tener y aparentar que ser y convivir. O quizás, sea el resultado de las secuelas del mundo del narcotráfico que, como bien se sabe, nivela por lo bajo a las personas esgrimiendo la consigna de que lo más importante es adquirir dinero como sea, sin prestar mucha atención a los medios empleados. Y hasta cabe otra explicación: el menosprecio al trabajo denodado, a las labores que requieren esfuerzo y disciplina, engatusados por el éxito fácil y cierta creencia generalizada de que todo vale lo mismo.

Ese pregón por la ignorancia toca también a las nuevas generaciones que con tal desfachatez dicen cualquier cosa cuando se los interroga, apenas leen los textos que se les comparten y han vuelto una rutina el copiar y pegar para resolver sus tareas. La información importante, según ellos, es la que logra ser tendencia en las redes sociales, se exhibe en los chismes de la farándula o toca el mundo de las figuras deportivas. Lo demás parece perderse en una nebulosa que lleva a una limitada forma para comunicarse y a un ansia por las novedades que ofrece la sociedad de consumo. Ardua tarea es hoy para los maestros y maestras incentivar y mostrar a sus estudiantes la importancia del conocimiento, la fuerza de las ideas, el patrimonio recogido en un legado cultural.

Y ni qué decir de todos aquellos intelectuales que por esta ramplonería y simplismo de la ignorancia altanera han pasado a ser mirados como seres extraños, en lugar de servir de referentes para el buen juicio o la toma de decisiones. Los políticos los señalan por ser críticos, los empresarios los acusan de no responder a la lógica de sus negocios, los comerciantes dicen no entenderlos y la gran masa los acepta como personas “bien particulares”. Hay una corriente, remachada por los medios masivos de información, que pretende minimizar su participación en temas sensibles para una sociedad porque no son “claros” o no saben cómo aumentar las audiencias. Es más, si no se ponen a tono con un lenguaje agresivo, estereotipado y soez, poco o nada contribuyen a exacerbar las pasiones irracionales de las masas.

Que todos tengamos zonas de ignorancia es inevitable; pero ufanarnos de ellas con fatuidad y mucha pedantería, resulta realmente reprochable. Y más aún en personas que dicen ser líderes o cabezas visibles de un grupo amplio de individuos. El acceso a la ciencia, la lucha por romper o contrarrestar el fanatismo movido únicamente por creencias infundadas, la conquista de pensar por cuenta propia, la ganancia de pluralidad de visiones para observar la realidad, todo ello ha significado el esfuerzo de muchas generaciones. La escuela existe porque reconoce ese legado y por eso dedica tiempo y formadores entusiastas –muchas veces en contravía de las familias– a recoger esa tradición, a leerla en sus textos, a aprenderla y conservarla como un tesoro, a convertirla en un escenario de gran altura para avizorar el porvenir. Por eso, darle al estudio el lugar que se merece, otorgarle a la inteligencia su justo rol en una sociedad, preferir el buen juico de la razón sobre la necia y tosca fuerza, supone denunciar a los que denigran del conocimiento, de la cultura en todas sus manifestaciones. E implica, además, defender el papel formativo de la educación, subrayar la clarificadora función de la investigación, insistir en los acuerdos razonados para convivir pacíficamente, confirmar la búsqueda de la luz de la sabiduría para no quedarnos confundidos y a tientas entre las tinieblas de la necedad.

Demasiadas lecciones tenemos en la historia sobre la actuación del ignorante con poder, del inculto adinerado. Arrasar, quemar, destruir, son acciones que van bien con su manera de entender el mundo y las personas. No debe resultar extraño, por lo mismo, que en un ambiente donde la ignorancia exhibe sus galas sin escrúpulos, se lea muy poco, se debata menos, se estigmatice al diferente o se tenga a la cultura como una invitada que entra por la puerta de atrás. Basten dos imágenes para representar este modo de desprecio hacia el saber: la de los bárbaros destruyendo la biblioteca de Alejandría y la noche de la quema de libros hecha por los nazis. En ambas situaciones lo que se exhibe como presea es que el conocimiento acumulado nada importa, que el sectarismo se impone al buen juicio, que las cenizas y la algarabía pesan más que las obras de la inteligencia.

Por eso hay que estar atentos, porque detrás de la ignorancia rampante y belicosa —aunada a la ostentosa riqueza— se esconden otras intenciones que terminan socavando o poniendo en peligro las grandes conquistas sociales e inmateriales de la humanidad. 

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