Ilustración de Ángel Boligán.

Participar en los procesos electorales –con sus imperfecciones y limitaciones– es uno los derechos más importantes de los ciudadanos en cualquier democracia. Abstenerse es contribuir a que los pocos decidan por los muchos y a aislarse del diseño colectivo del futuro de un país. Pero ese derecho que resulta tan evidente y necesario en una contienda política, está siendo hoy, particularmente en Colombia, desdibujado por las astucias de la propaganda política y una pereza de las mayorías para entender su significado y sus alcances.

He notado, por ejemplo, que colegas y vecinos han decidido votar movidos más por la inmediatez de un corto mensaje en una red social o en un rumor infundado que por un sano análisis de la propuesta programática de un candidato. Los he escuchado decir cosas que a todas luces desconocen la estructura del Estado o el mínimo proceso de la administración pública. Se arman de mensajes incendiarios, provocadores y altamente efectistas que no permiten la discusión serena y analítica. Hay demasiado sectarismo en las consignas que pregonan y un fanatismo que me recuerda mucho al de las “barras bravas”. Pierden la proporción de lo que hablan y los alcances reales de lo que dicen. Su verbo maldiciente corresponde al fogonazo del último video, a las “noticias tendenciosas” que incendian la opinión pública.

Los medios masivos de información poco contribuyen al buen juicio y al ejercicio democrático de votar. Aunque dicen que eso es lo que se proponen, lo cierto es que contribuyen en grado sumo a la confusión del elector; mezclan peligrosamente informar con opinar y se escudan en la presunta libertad de prensa para ser jueces de aquellos candidatos que no les simpatizan. Censuran las fallas éticas en los políticos de turno, pero poco las ven en su modo de enfocar la noticia, titularla, o convertirla en “tendencia”. Por supuesto, estos comunicadores –conscientes o no–, sirven a los intereses particulares de conglomerados económicos que sí les importa el triunfo o la derrota de un candidato específico.  Es una lástima que por su afán de subir el “rating” hayan convertido el ejercicio informativo en un “reality show”, en un espectáculo agonista, en el que se diluye su función social de “buscar la objetividad y la verdad” y vigilar el buen funcionamiento de la democracia. 

No creo que tenga ninguna madurez política el “votar contra alguien”, invalidando con ello el propio partido al que se pertenece. Tampoco considero de un buen juicio democrático decir que se “vota por el menos peor”, a sabiendas de que se tiene la opción del voto en blanco. Si ninguna de las propuestas convence del todo (si es que se han estudiado a fondo para mirar sus programas y ver los matices de sus diferencias) por qué tomar la vía del descarte o dejarse llevar por la turba que obnubila nuestra libertad. Entiendo el juego de las alianzas y la rapiña de los puestos en un futuro gobierno de los políticos de oficio, pero no comprendo cómo los ciudadanos se dejan manipular por ellos. A pesar de que las creencias o las actitudes de un candidato no satisfagan totalmente nuestras expectativas, al votar lo que hacemos es refrendar una apuesta por él, confiar en su palabra, simpatizar con buena parte de sus iniciativas. “Votar a favor” de alguien es el comportamiento elemental de una persona que valora y le da importancia a su voto. Y porque así lo entendemos es que, pasado el momento de la elección, los ciudadanos debemos ejercer ese otro derecho del control político, de solicitar si es el caso la dimisión al elegido o quitarle el respaldo al partido que él representa.

El riesgo de votar azuzados por la emoción del momento, por la “calentura” del chisme del día es que descuidamos lo que tal acto participativo representa. Elegir a un presidente es prefigurar qué tipo de futuro nos interesa apoyar. Se trata de una decisión de largo aliento, y eso exige de los ciudadanos cabeza fría, mirada a contextos más amplios, discernimiento orientado más allá de las pasiones personales. Al votar por tal o cual candidato estamos creando las condiciones o los obstáculos para que cada ciudadano tenga las mejores opciones de desarrollarse personal o profesionalmente, para que sus hijos accedan a determinadas oportunidades, para que la sociedad solucione en gran medida los problemas que más le agobian. Aunque se vota de manera individual, lo cierto es que los efectos de ese voto afectan a todos. Por eso hay que pensarlo bien, analizarlo desde diversos puntos de vista, conversarlo en familia atendiendo a los mejores argumentos, revisar nuestra opción sin odios para seleccionar el perfil intelectual y moral con las capacidades más idóneas exigidas para el cargo en disputa.

Tal manera de votar, de banalizar el voto, es la que nos ha conducido a añorar siempre al mesías autoritario que debe resolverlo todo de un manotazo, al caudillo que nos evite hacernos responsables de nuestras decisiones. Y ojalá que sea pendenciero y lenguaraz para que enardezca la tribuna o que desconozca las reglas establecidas para legitimar nuestros comportamientos indebidos. Dilapidamos nuestros votos en esos políticos porque, en el fondo, queremos evitar nuestro compromiso de construir una sociedad más justa, más incluyente, con oportunidades para la mayoría. Esa es una cara de la moneda. La otra consecuencia es que, al votar así, al “votar por un ídolo inflado por los medios y la propaganda”, es previsible la decepción en el corto plazo porque, como es de suponerse, el futuro presidente no cumplirá sus promesas. Entonces, viene como reacción el arrepentimiento y una “quejadera” cotidiana de ese político que, precisamente, fue elegido con los mismos votos de los que ahora lo repudian. Quizá ese sea el destino de ciertas democracias jóvenes o de países que mantienen aún un modo feudal de concebir las relaciones sociales. Aunque me aferro más a la idea de que es la consecuencia de una educación cívica muy débil y de una frágil formación ciudadana a la que, por eso mismo, deberíamos prestarle mayor atención en todos los niveles.

Y si a esto le sumamos el impacto y el culto al ego de las redes sociales, además de la envenenada circulación de las falsas noticias, pues más fácil será votar como si se estuviera eligiendo una marca de gaseosa o poniendo un “me gusta” en cualquier plataforma digital. Pero no es así de simple ni tiene las mismas consecuencias. El dirigente de una nación, el líder emblemático de un país, no es igual a un producto de consumo masivo. Es una persona que, como impulsor de proyectos de largo alcance, debe poseer algunas cualidades intelectuales y morales que sean ejemplo para sus conciudadanos, que tenga un conocimiento amplio de los problemas del territorio que desea gobernar, que posea sensibilidad social para atender no solo a los más poderosos, y unas altas capacidades de liderazgo para saber motivar a su equipo y lograr hacer realidad los sueños que promulgó durante su campaña. De allí que no se trata de elegir “al menos malo” o al que tiene la menor preparación. Un presidente es un estadista (respetuoso de las instituciones), alguien que necesita conocer bien la dinámica de gobernar, competente en las relaciones internacionales, hábil en el manejo conflictos y dispuesto a establecer alianzas para resolverlos, y para eso se requiere experiencia, dominio de sí, habilidad en la toma de decisiones y una disposición de servicio a los demás que interprete sus necesidades y sus más hondos reclamos. Todo ello es lo que hace difícil elegir a un candidato y, al mismo tiempo, lo que convierte al voto es un acto democrático tan importante.

Sé que no se puede obligar a alguien a votar por determinada persona. Eso hace parte del fuero inalienable de cada ciudadano. Pero, observando lo que estamos viviendo en esta campaña presidencial, harto de la interferencia de los medios masivos de información, asombrado del poco o nulo juicio de muchas personas frente a una toma de decisiones tan significativa para este país, me parece que por lo menos debemos “hacer un alto”, apelar a la sensatez, ponerle freno a la contienda emocional y tomarnos en serio, concienzudamente, el acto de marcar un tarjetón y depositarlo en una urna. De esta manera dejaremos de ser espectadores apasionados de unos comicios y nos convertiremos en protagonistas inteligentes de la suerte de nuestro futuro.