“Ulises y las Sirenas” (detalle) del pintor Herbert James Draper.
La nave de Ulises con su reducida tripulación se acerca a la isla de las Sirenas. En la mente del héroe se reavivan las advertencias de Circe. Los otros marineros que lo acompañan no dejan de sentir temor, pero conocedores de la astucia de aquel líder, esperan sus indicaciones.
—Aquí está la cera. Ponedla bien adentro de vuestras orejas.
Los hombres sueltan los remos y empiezan en distintos tiempos a cumplir la orden. El mar parece tranquilo y el cielo apenas muestra unas pocas nubes.
—Ahora, preparad la soga, una de las fuertes.
Mientras dice esas palabras, Ulises va situándose de pie, justo de espaldas al grueso mástil de la embarcación. Su corazón palpita ansioso. Algo semejante había sentido cuando escapó de la cueva de Polifemo, amarrado al vientre de esos enormes carneros.
—Haced varios mudos, con fuerza; que mi cuerpo parezca uno con la madera —les advierte a dos de sus más cercanos remeros.
Los marineros envuelven a Ulises con la soga, apretando el cuerpo del héroe en más de una ocasión. Después retornan a sus sitios y comienzan a tapar sus orejas con la blanda cera.
Aunque la tripulación sigue remando y el viento mueve tenuemente la vela, la cercanía a la isla crea una especie de silencio profundo. El ruido de las olas del mar suena claro para Ulises, al igual que el movimiento atropellado de sus pensamientos:
—“Quiero escuchar esas voces, adueñarme de sus secretos, deleitarme con su música… Ver y escuchar, eso es lo que deseo”.
Y Ulises, con los ojos muy abiertos, con la mirada fija hacia aquella isla rocosa, se acerca valiente a los reinos de estas tres cantoras con alas y patas de pájaro.
*
—Ligeia: Hermanas, observad al poniente, se aproxima una nave… Que nuestras incesantes melodías sean más fuertes ahora. Tú, Aglaope, tañe la flauta con ese sonido tan penetrante, que parezca uno solo con los pálpitos del corazón de aquellos marineros, mientras yo pulso mi lira con más intensidad.
—Aglaope: Ya los veo… aunque no son muchos, los noto desconcertados; esta será otra tripulación que tampoco llegará a su destino.
—Himeropa: Sí, hermanas, es tiempo de que suene fuerte nuestra música a la par de nuestras voces melodiosas…
—Ligeia: Mirad, en el mástil está atado un hombre, que no deja de mirarnos…
—Aglaope: Es el asombro de vernos y escucharnos por primera vez.
—Himeropa: La tripulación parece no estar oyéndonos, ¿será que nuestra música no tiene la suficiente intensidad para herir sus oídos? Hermanas, aumentad el volumen de vuestros artilugios, que el sonido de la lira y el aulós penetre hasta el fondo de sus almas.
—Ligeia: ¿O será que son sensibles más al canto que al sonido de nuestros instrumentos? Unamos, entonces, nuestras voces y despertemos en ellos recuerdos queridos, ensoñaciones de esas que llevan al llanto.
*
Por un momento la tripulación deja de remar. El tiempo parece haberse detenido. Los navegantes miran hacia la isla y ven en un pequeño promontorio a tres mujeres echadas, observándolos. Como tienen las orejas tapadas, sólo pueden apreciar los gestos de aquellos seres extraños contorsionando su cuerpo a la par que mueven sus manos en unos instrumentos musicales. Imaginan que están tocando y cantando a la vez. Varios de los remeros, sin ponerse de acuerdo, musitan una antigua oración a Poseidón, el dios de los mares, repitiendo entre dientes el final de aquel himno protector: “Oh, bienaventurado, socorre a los navegantes con corazón benévolo”. Únicamente Ulises permanece atento y concentrado en la música envolvente y el canto dulce de las Sirenas.
*
—Ligeia: Observad, los hombres han dejado de mover sus brazos. Su atención está dispersa y parece que estuvieran desconcertados o perdidos en sus pensamientos.
—Aglaope: El que está atado al mástil es el más atento a nuestro llamado sonoro, pero noto que todavía no se anima a romper las ataduras y lanzarse al mar para venir a buscarnos.
—Ligeia: Hermana, cántale con tu voz seductora, recuérdale las largas noches de sincero amor con su entregada esposa y, si eso no es suficiente, tú sabes cómo hacerlo, convierte tu voz en un susurro incitante que evoque las noches apasionadas que este hombre tuvo con alguna de sus amantes. Hazlo, pronto… o si no, libera su imaginación y conviértela en un presagio gozoso de los futuros cuerpos desnudos que están dormidos en su fantasía.
—Himeropa: Eso haré, pero necesito que pulses la lira como si cada cuerda fuera una caricia, como si las notas hicieran las veces de unas delicadas manos.
—Aglaope: Como veo que porta casco de guerra, cantaré como nunca sus hazañas pasadas, recordaré dulcemente sus hechos memorables y pondré tal brillo en mis notas que haré revivir el orgullo de la victoria y el placer de los vítores que preludian los honores.
—Ligeia: Sí, concentrémonos en él, pero sin descuidar a los otros marineros. ¿Qué pócima habrán bebido o qué divinidad los protege para que no los afecte nuestra música? Hermanas, armonicemos nuestras fuerzas para incentivar en esos hombres el deseo de venir hacia nosotras.
*
Casi todos los tripulantes miran hacia el mismo punto. Allá, a corta distancia, están las Sirenas. Unos piensan que son demasiado raquíticas, comparadas con las historias de suma belleza que escucharon en los puertos; otros cavilan en que sus cuellos son demasiado largos para su reducido tronco; algunos más, los de mirada más fina, se detienen en los resplandecientes pechos. Todos, sin saberlo, coinciden en que sus rizadas cabelleras son de una hermosura inigualable, y al verlas ondular por la brisa parecen un mar bermejo con las tonalidades de la miel.
Ulises en cambio, como sí puede escuchar lo que las Sirenas cantan y tocan, está en un estado de éxtasis, de arrobamiento. Unas notas lo llevan hasta su querida Penélope, a sus muslos firmes y ardorosos; otras melodías lo trasladan hasta el lecho de Circe y allí vuelve a sentir la exquisitez de amar y ser amado asumiendo variedad de formas… Y al contemplar los senos de las Sirenas su memoria se sitúa justo en el lecho de Calipso y se ve a sí mismo bebiendo un vino embriagador en aquellas vasijas rosadas turgentes y olorosas a perfume. Y al escuchar aquellos cantos, todo su ser tiembla de emoción al verse derribando a sus enemigos, arengando a los ejércitos, peleando en compañía del veloz Aquiles, ideando y dirigiendo la construcción del caballo de Troya, abriendo el desfile de la procesión triunfal en medio de la multitud del pueblo aqueo que le lanza rosas como regalo a sus victorias. A medida que se intensifica el canto de las Sirenas, Ulises recupera la fuerza juvenil del guerrero, la valentía que rompe cualquier tipo de obstáculos… Aún así, el amarre de la soga lo mantiene fijo al mástil del navío.
*
—Aglaope: Imposible, hermanas, mirad. Los hombres han vuelto a tomar sus remos, la nave amenaza con alejarse de nosotras. Por primera vez unos mortales huyen indemnes de nuestra música. ¡Cantad más fuerte!
—Himeropa: O tú, madre, Melpómene, pon en nuestro ser el don de los arpegios celestiales, agiliza nuestras manos, afina nuestra voz.
— Ligeia: Y el hombre atado al mástil, es implacable en su tenacidad para seguir mirándonos. Esos ojos parecen flechas incendiarias que queman mi garganta. Debe ser un héroe, un semidiós o algún titán de los que nadie sabía nada.
—Aglaope: Se alejan, se alejan, cuánto lamento ahora la ocasión en que concursamos con la Musas y perdimos nuestras alas. Si pudiéramos volar cantaríamos muy cerca a sus oídos y sentirían en su piel la vibración de nuestros instrumentos.
—Ligeia: Hermanas, es el momento de acudir a nuestra última manera de seducir: otorguémosles a esos marineros la facultad de ver el porvenir; démosles, así sea por un corto tiempo, el don de la clarividencia como último recurso para detenerlos.
—Himeropa: Sí, eso es. Que sea el futuro y no el pasado lo que los obligue a venir hasta nosotras.
*
La tripulación empieza a remar con lentitud, esperando a ver si sus ojos les revelan algo especial o diferente de las Sirenas. Sin embargo, nada extraño sucede. Las tres mujeres con piernas de pájaro se mueven acompasadamente en una danza muda. Entonces, miran hacia donde sigue amarrado su líder. Lo notan con los ojos muy abiertos y con un gesto totalmente ausente. No se equivocan: Ulises camina por su Ítaca añorada, siente la brisa refrescante y el olor de su patria; va al encuentro de su servicial Eumeo y unos segundos después se abraza conmovido con su hijo Telémaco. Ve a unos hombres invadiendo su hogar y a la vez vislumbra la estrategia para acabar con ellos. Todo se le revela en una progresión infinita, tan rápida que no alcanza a retenerla en su memoria… Tantas imágenes se aglutinan en su mente que hasta puede verse a sí mismo, ya anciano, relatándole a su amada Penélope la aventura de la que ahora es protagonista.
*
—Himeropa: Me falta el aire, se está apagando mi voz.
—Ligeia: Todas las cuerdas de mi lira han dejado de vibrar.
—Himeropa: La sequedad ha roto mis entrañas… ¡Qué espantoso silencio!
—Aglaope: Padre, mío, acógenos en tus húmedos brazos. Amadísimo, Aqueloo, de ti venimos y hacia ti volvemos.
*
Los hombres alcanzan a divisar en la distancia cómo las Sirenas se lanzan al mar. Se sienten más tranquilos. Rápidamente van quitándose la cera de las orejas y, acto seguido, varios de ellos comienzan a desatar a Ulises. El héroe de los mil engaños sigue absorto en su visión, y apenas está liberado de la cuerda, cae desmadejado al piso de la embarcación. Alguien le lleva agua y Ulises la bebe con tal ansiedad, como si hubiera acabado de salir de un extenuante combate. La tripulación quiere saber de una vez, qué ha escuchado su líder, cómo es el temible canto de las Sirenas. Arden en curiosidad. Sin embargo, Ulises aún sigue tan extasiado, con un rostro absorto y lejano, que los remeros prefieren dejar pasar un tiempo razonable antes de agobiarlo con sus preguntas. Cuando el viento sopla fuerte en sus rostros, izan la vela y descansan sus brazos. Justo en ese momento el rey de Ítaca se pone de pie y, como si adivinara lo que sus hombres desean saber, les dice:
— Es algo maravilloso y muy triste a la vez. Esa música y ese canto me llevaron a revivir, en un instante, la creación de mi pasado, pero también me hicieron contemplar su destrucción. Era como estar en el Hades y el Olimpo al mismo tiempo… Exaltada alegría unida a un profundo dolor fue lo que provocó en mí el canto de las Sirenas.
Enseguida pone su mano derecha a la manera de un parasol sobre sus ojos, mira de donde vienen navegando y dice sentencioso una frase que parece una revelación de tal encuentro:
—Siempre el agua quiere desmoronar la roca porque el movimiento no soporta la fijeza.
Sirva esta nueva cosecha de palabras, en clave de diccionario, para subrayar la profunda relación que hay entre ciertos vocablos y el itinerario vital de una persona. Algunos de estos términos hablan del modo o las circunstancias como han dejado marcada mi conciencia o tatuado parcelas de mi intelecto; otras palabras, al igual que la magdalena de Proust, son poderosos dispositivos de memoria a partir de los cuales se reviven personas ya fallecidas, se tejen vínculos profundos con mi subsuelo interior, se crean reminiscencias de diversa índole.
Armero: Municipio del Tolima en el que pasaron su luna de miel mis padres y al que acostumbraban ir mi tía Purificación, mi tío Israel y de vez en cuando mi tío Ulises. Armero olía a frutas, a badea, a patilla, a mango dulce. Era hermoso ver los campos blancos de algodón antes de llegar a Armero, entrar a esta población por ese arco maravilloso de acacias e ir después, debajo de un parasol, a disfrutar una gaseosa helada “glacial”. Un año después de la avalancha que sepultó a esta ciudad, fuimos con mi padre a visitar ese extenso desierto de arena gris. Al lado de la alta cruz de hormigón, en el mismo lugar que el papa Juan Pablo II oró por las 25 mil víctimas, en ese mismo espacio mi padre lloró unos minutos. Después caminamos, en silencio, viendo las ramas secas de los enormes árboles aun clamando a las alturas por esta tragedia.
Bojacá: Apellido del promotor y vendedor de libros de la editorial Aguilar que conocí cuando trabajaba de joven en el periódico El Espectador. Don Enrique era de baja estatura, carirredondo, siempre vestido de paño y chaleco; llegaba a las oficinas del periódico de la Avenida 68 con su maletín ejecutivo de cuero negro y con bisagras, a exhibir los catálogos y a mostrarme las bondades de aquellas publicaciones impresas en “papel cebolla”. Sobre ese mismo maletín rígido, Enrique llenaba las facturas correspondientes a cada pedido, pasándole a uno luego su “Parker” de tapa plateada para que firmara. Con la modalidad de crédito pude adquirir las obras completas de Goethe, de Shakespeare, de Tolstoi, de Oscar Wilde… Con los años, Enrique Bojacá no solo ofrecía los libros del sello Aguilar, sino la colección “Premios nobel” de Plaza y Janés, con características muy semejantes a la primera editorial. Estos libros, empastados en cuero, siguen siendo una de las joyas bibliográficas de mi biblioteca.
Corona: Marca de zapatos que mi padre apreciaba y usaba únicamente en ocasiones especiales. Los “Tres coronas” eran los de máxima calidad. Y corona es también la marca del molino manual con recubrimiento de estaño que no podía faltar en cualquier casa de Capira. El nuestro es el que trajimos desde aquella época cuando, de afán, tuvimos que huir de “La Laguna” por el miedo del bandolero “Sangrenegra”. Este molino funciona todavía, aunque tiene algo desgastado el disco moledor, tanto la tolva como el cabezal, el gusano, la mariposa y el tornillo prensa están muy bien. Mi madre afirma con orgullo: “Ese molino ya va a cumplir 70 años”.Detrás de la palabra: Programa de radio, de Emisora Javeriana, del cual hice por lo menos un centenar de libretos. Todo comenzó como una invitación del director de la carrera de literatura, el jesuita Marino Troncoso, a que asumiera la redacción de los libretos de un programa semanal de media hora sobre diversos tópicos relacionados con lo literario. El programa se emitía los sábados, a las diez de la mañana, y se retrasmitía los lunes a las nueve de la noche. El técnico de sonido se llamaba Pedro Jiménez Pinto y las otras locutoras que me acompañaban en la grabación eran Patricia Suarez y Emy de La Rosa. Cada programa suponía una larga investigación previa y una búsqueda de melodías acorde a la temática para las cortinas musicales. Además de los libretos, tomé por costumbre elaborar los afiches promocionales de cada programa; los exhibía en una cartelera ubicada a la entrada de la Facultad de Ciencias Sociales: “Alquimia”. Elaboré programas sobre autores como Rubén Darío, Aurelio Arturo, Vicente Huidobro o centrados en obras específicas como El coronel no tiene quien le escriba de García Márquez, Orlando de Virginia Woolf o Tierra de Promisión de José Eustasio Rivera. También hice programas centrados en una temática: el suicidio, la rosa, los diarios, el fuego, la poesía; o programas especiales sobre Homero Manzi o El Banquete de Platón. Dada mi dedicación y apasionamiento por este programa, opté por presentar como trabajo de grado una tesis titulada: El libreto literario para radio: una artesanía recuperable”, en la que rescataba y reflexionaba sobre esta experiencia hecha a la par de mis estudios en la carrera de literatura.
Enseñar: Actividad que, desde muy joven, empecé a ejercer en el colegio Carrasquilla, institución de la que me había graduado. El gozo de enseñar, de poder ayudar a otros a aprender o de incitarlos a ampliar sus conocimientos, es algo que me satisface y a lo que he dedicado buena parte de mi vida. He enseñado a niños, jóvenes y adultos en todos los niveles tanto de manera formalizada como a través de cursos o seminarios especializados para empresas privadas o entidades del Estado. Disfruto mucho el acto de enseñar, a ello dedico días de estudio y preparación y me jacto de buscar siempre un vínculo formativo con quienes son mis estudiantes o hacen parte de mi audiencia. Varios de mis libros, desde Oficio de maestro, continuando con Educar con maestría, hasta El quehacer docente, muestran este apasionamiento por enseñar, y son ejemplos de lo que he reflexionado, investigado y propuesto sobre esta profesión de servicio que cada día entiendo más como un arte del cuidado.
Fábula: Género literario que, desde muy pequeño, atrajo poderosamente mi atención, entre otras cosas por los dibujos que acompañaban los textos. En la primaria leíamos las fábulas de Rafael Pombo, Esopo, Iriarte y Samaniego. Parte de la actividad en clase, además de leerlas, consistía en transcribirlas a los cuadernos e ilustrarlas tal como aparecían en los libros antológicos de dichos fabulistas. Este gusto por las fábulas se fue acrecentando con el tiempo: descubrir a Fedro y La Fontaine, salpimentados con los Caracteres de La Bruyère, me llevaron a explorar creativamente en este tipo de textos. Sigo creyendo que las fábulas, por su sentido alegórico, son una poderosa herramienta para la lectura crítica de las pasiones humanas y los vicios de la sociedad. En este blog hay un buen número de tales producciones.
Gallo: Ave con una fuerte presencia física y simbólica en mi infancia, asociada fuertemente con las tierras de Capira. El canto del gallo era el primer sonido que escuchaba cuando niño al levantarme y, tal vez por eso, mantuvo su recurrencia expresiva en mis iniciales poemas. Los gallos escritos se fueron convirtiendo en objetos artesanales o en criaturas de piedra, madera, vidrio, plomo u hojalata, hasta conformar una gran colección. De alguna manera, en esas figuras variopintas resguardadas en dos galleras de cristal, está depositada también la fidelidad a un origen y una ferviente manera de anunciar con ímpetu, al empezar un nuevo día, la obra que aún queda por realizar.Hugo: Nombre del librero y amigo que durante varios años estuvo al frente de la Librería Lerner de Bogotá. Hugo González se había formado en la Librería Continental de la carrera Junín de Medellín (Rafael Vega Bustamante fue su maestro) y, con esa experiencia, sumada a un trato personalizado con sus clientes, creó una de las mejores librerías de esta ciudad. Con él compartimos diálogos extensos sobre novedades bibliográficas, lo apoyé muy de cerca en su proyecto de abrir un “Sótanos de descuentos” en el mismo local de la Avenida Jiménez y, luego, compartí su alegría del gran proyecto de la nueva sede de la calle 93. Hugo supo de mi primer libro como editor independiente, Pregúntele al ensayista y, cuando lo ojeó, le dio un vaticinio generoso que el tiempo ha validado: “será un best seller”. Gracias a la amistad de Hugo tuve crédito en la librería y siempre, para navidad, me invitaba a escoger como regalo un libro de mi predilección. Hugo murió el 10 de julio de 2004; su trato afable y sus recomendaciones bibliográficas son una ausencia notable para un amante de los libros como yo.
Inquilinato: Experiencia de búsqueda y modo de residencia a la que estuvimos sometidos por muchos años, mientras conseguíamos el dinero o la solvencia para adquirir un techo propio. El inquilino depende de los caprichos del arrendador. Sirva como ilustración el señor Espejo, dueño de una casa de dos pisos en el barrio Estrada, quien no solo levantaba la bocina del teléfono en derivación cuando uno estaba hablando, sino que, además, interrumpía la llamada en curso para decir que había que cortar ya la conversación. Cuando se es inquilino se vive un desmedro de la vida privada: en el barrio Galán, dadas las dimensiones pequeñas del cuarto arrendado, se tenía que compartir el lavadero de ropas y el baño. Todos los que hemos vivido muchos años en situación de inquilinato disfrutamos con inmensa felicidad el día que llegamos a un terreno propio así sea humilde, lejano del centro de la cuidad o con muy pocas comodidades.
Jabones López: Nombre de la fábrica en la que mi padre trabajaba como celador y almacenistas hasta que sufrió su accidente, quemándose parte del rostro con soda cáustica. Quedaba ubicada en la zona industrial del barrio Ricaurte; hoy es una bodega de saldos de almacenes Alkosto. Tres hermanos conformaban el núcleo permanente de la empresa: Raúl, el químico responsable de la fabricación del jabón; Idaly, gerente y Roberto, que hacía las veces de supervisor y relacionista. Dentro de las amplias instalaciones de esta fábrica –de grandes portones verdes pino– pasé buena parte de mi infancia: cómo rugía la caldera de carbón, qué fascinantes las burbujas explosivas del jabón al calentarse, cuántas noches ayudándole a mi papá a empacar bolas azules con manchas blancas de este producto para la venta al detal.
Kafka: Uno de los autores más importante en mis inicios literarios. Mi interés por él comenzó con un libro de notas y recuerdos de su amigo Gustav Janouch: Conversaciones con Kafka. “Cada uno vive detrás de la reja que lleva consigo”, “Definitivo sólo es el dolor”, fueron algunos de mis subrayados de aquel libro. Después me adentré en sus Diarios y más tarde en las Cartas a Felice… En la puerta gris de mi cuarto del barrio Bosque Popular puse en letra negra el siguiente texto de Franz Kafka: “Sólo merece el amor y la vida aquel que diariamente debe conquistarlas” y, en mi diario, transcribí la “Desdicha del soltero”: “Parece tan terrible quedarse soltero; ser un viejo que tratando de conservar su dignidad suplica una invitación cada vez que quiere pasar una velada en compañía de otros seres; estar enfermo y desde el rincón de la cama contemplar durante semanas el cuarto vacío…” Kafka representaba para mí en esos años la figura literaria a emular, el tipo de hombre consagrado a defender su soledad para lograr crear.
Librería: Lugar que acostumbro visitar por lo menos una vez a la semana y en el que me siento entre amigos silenciosos que abren sus páginas a mi curiosidad o que están atentos a mis preocupaciones intelectuales. Siempre he sido fiel visitante de la Librería Lerner, con recorridos alternos y esporádicos a otros lugares semejantes que he visto desaparecer con el paso de los años. Resultaba retador cubrir los variados pisos de la Buchholz de la Avenida Jiménez o la atiborrada sede de Chapinero, como grato era husmear entre los estantes de la Cultural Colombiana o ir a explorar las novedades de la librería Del Seminario. Cuánto lamenté el cierre de Arteletra y los diálogos con mi amiga Adriana Laganis. He tenido la suerte de degustar la magnífica librería El Ateneo de Buenos Aires, la Porrúa en la ciudad de México y la Casa del libro en Madrid. Cuando visito una nueva ciudad, es un ritual indagar por las librerías que allí se ofrecen; ir a conocerlas y descubrir alguna “joya” bibliográfica que esperaba la intercesión de mis manos. En los últimos años he incorporado a mis recorridos la librería Tornamesa al igual que la laberíntica Merlín de Célico Gómez en el centro de Bogotá.
Monaguillo: Oficio que hice cuando niño en la iglesia de Santa Teresita del niño Jesús del barrio Ricaurte. Varias veces tenía que madrugar a acompañar la misa de seis de la mañana y en más de una ocasión me tocó trasnochar para servir de asistente en la Misa de gallo a la media noche de la víspera de navidad. La parte más difícil o más riesgosa de ser monaguillo consistía en saber dar los tres toques secos de la campana a la hora de la consagración. Lástima no tener registro fotográfico de aquella ocasión en que, en una procesión de semana santa alrededor del parque, yo iba adelante con una cruz procesional y veía cómo el pavimento de las calles se transformaba en una alfombra de palmas verdes.
Navidad: Festividad decembrina que me alegra el espíritu, me reaviva la alegría y despierta un profundo sentido del agradecimiento. Quizá porque mi familia ha guardado y celebrado la tradición del pesebre y los regalos debajo del árbol, o porque a pesar de las limitaciones económicas de los primeros años en Bogotá, siempre mis padres mantuvieron la mesa abundante durante esos días decembrinos, la navidad hace que mi corazón sienta la fuerza de la fraternidad, de compartir el pan o de extender mi mano al necesitado. Me gusta comprar galletas, un buen vino, y dedicar horas a buscar el regalo adecuado para mis seres más queridos; me encanta ambientar mi casa no solo con música, sino con adornos alusivos a este tiempo de familiaridad y reconciliación. Por estas razones, entre otras, me animé a escribir un libro que indagara en los significados, los ritos y el sentido de esta festividad, lo titulé: Es tiempo de Navidad. Consideraciones para una novena. El libro, que fue publicado a finales de 2021, cierra con un cuento “Esperando al niño Dios”, que recrea, precisamente, mi entusiasmo jubiloso y esperanzado por estas festividades navideñas.
Ñapa: Encime habitual que solicitaban los habitantes de Capira cuando iban a comprar algo a la plaza o “regalo” que les pedían a los diversos tenderos de frutas y verduras en el mercado de San Juan. “No olvide la ñapita”, decía mi tío Antonio al matarife de San Juan, al momento de comprar la carne para la semana; ñapa o vendaje se llamaba el pan adicional a una compra considerable que regalaba mi padre cuando tuvo su pequeña panadería en ese periplo desde el barrio Santander, pasando por el Garcés Navas y el Siete de Agosto, hasta la última en el Alfonso López, diagonal a la Iglesia Santa Marta; y ñapa es un bocado pequeño de algún alimento principal –algo exquisito– que mi madre guarda aparte y que, una vez termino de almorzar, la trae como regalo adicional de tan deliciosa comida.
Oratoria: Modalidad de expresión que, desde los primeros años del bachillerato, me interesaba hasta el punto de siempre participar en los concursos sobre este género organizados en la Semana Cultural del colegio Carrasquilla. Obtuve varios diplomas al obtener el primer lugar. La buena oratoria, la de los discursos de Demóstenes o Cicerón, cobró más fuerza cuando empecé mi participación y liderazgo político en la Universidad Nacional de Colombia, y esa facilidad de expresión oral me hizo acercarme a la carrera de derecho. Dedicaba horas a escuchar con fascinado interés los discursos de Jorge Eliécer Gaitán y las arengas de otros oradores contenidas en el álbum “Las voces de la revolución”. Al comenzar mi labor como profesor en la Facultad de Comunicación Social de la Universidad Javeriana tuve a mi cargo, en el primer semestre, el curso de Expresión oral. La oratoria ha sido un campo de enseñanza y de estudio, transversal a mi vida como educador, y un modo de ofrecer mi experiencia y mis conocimientos como capacitador en el mundo empresarial.
Porro: Género musical por el cual siento una especial predilección y al que puedo dedicar jornadas de audiciones algunas tardes o los fines de semana. Me gusta la cadencia que se transpira en “El docto” de Alfonso Piña, o ese sentido de inmensidad presente “En la madrugá” de Pacho Galán, o el calor y la brisa traídas por las notas de Clímaco Sarmiento en su porro “San Marcos”. Siento el ondular de las palmeras al escuchar a Pedro Salcedo o constato cómo mi espíritu se reanima con las melodías de Rufo Garrido o con esa maravilla de porro, “Arturo García”, del compositor Lucho Bermúdez. No me canso de escuchar a uno de los más grandes creadores de porros, Pedro Laza, y ese tema: “Montelíbano”.
Quino: Humorista gráfico argentino que, desde sus inicios con las tiras cómicas de Mafalda, fue y sigue siendo objeto de mi admiración. Joaquín Salvador Lavado me atrapó por la sutileza del trazo y por su perspicacia en el modo de hacer visible lo que a todas luces desea ocultarse o nos negamos a aceptar. El humor sin palabras, las viñetas altamente expresivas, los finales inesperados de esas secuencias gráficas que nos obligan a reflexionar, me llevaron a coleccionar sus obras y a ponerlas como ejemplo en varias de mis clases de semiótica. Desde su primera compilación “Bien, gracias. ¿Y usted?” hasta “Simplemente”, me gusta acercarme hasta donde tengo agrupados estos libros de Ediciones La Flor de Buenos Aires y sacar uno al azar para, como él mismo título una de sus obras, hacer “Quinoterapia”.Rompe-cráneos: Revista quincenal del Grupo editorial colombiano (GRECO) en la que empecé a colaborar desde junio de 1978, elaborando pasatiempos diversos como crucigramas, dameros, revoltillos, quisicosas, celeríferos, palabras siamesas y otros juegos de lenguaje. Llevaba las artes finales de mis pasatiempos al séptimo piso del edificio de la calle 61 con carrera 13 de Bogotá; el pago acordado incluía la creación y el diseño por página. Me gustaba de esta revista, como se afirmaba en el primer número, su apuesta porque los diferentes pasatiempos desarrollaran “las funciones analíticas, la concentración, la percepción visual, la memoria y la inteligencia”. Y dado que la demanda me exigía producir una buena cantidad de páginas cada semana, le enseñé a dos amigas, Adriana Barón y a Luz Stella Hernández, a elaborar crucigramas, para así poder ayudarme en la primera versión de esta modalidad de pasatiempo; enseguida los revisaba, hacía los ajustes pertinentes, pasaba a máquina los textos respectivos, pues tocaba mandarlos a “levantar” en frío para con esas tiras empezar a pegarlos en las cartulinas durex que ya había dibujado o trazado con los diagramas preestablecidos. Cada título de los pasatiempos requería pegarlo con “Letraset”, unas hojas adhesivas de letras, y los números menudos de las palabras cruzadas me obligaban a emplear el díngrafo, con sus respectivas plantillas. Fueron infinidad de horas las que empleé ingeniando variados juegos de palabras para retar la agudeza mental y la competencia lexical de los lectores.
Soda cáustica: Sustancia química corrosiva fundamental en la fabricación del jabón y que, por un accidente al explotar una pesada caneca con tal producto cuando la bajaban de un camión, fue la causante de que mi padre perdiera su ojo derecho, y estuviera meses hospitalizado, debido a que había alcanzado a ingerir un poco de ese líquido. Fue el primero de marzo de 1970. En la fábrica de Jabones López almacenaban la soda en una amplia poceta; yo pude ver cómo ese líquido transparente adquiría, después de un tiempo, una placa dura que sobrenadaba, ocultando su letal peligro.
Trocadero: Revista que fundé y diseñé con la complicidad de un grupo de amigos de la carrera de literatura de la Universidad Javeriana, en 1984. Gracias al apoyo del jesuita Jairo Bernal, logré concretar este sueño de tener una revista propia en la que pudiéramos publicar nuestras producciones literarias y los ensayos que respondían a nuestras preocupaciones intelectuales de aquel entonces. Los primeros números se imprimieron en Javegraf, los últimos en la Litografía Guzmán Cortés. La revista vinculaba tanto a profesores como estudiantes, además de convocar a los ponentes que yo iba conociendo en los Congresos de colombianistas norteamericanos que organizaba el departamento. Desde el número tres la revista se volvió monográfica: el cuerpo, la historia, la muerte, lo sagrado, la violencia… La elaboración de “Trocadero” fue, en realidad, una escuela de la producción escrita, desde la concepción de los temas hasta la corrección final de los textos. Mónica Mendiwelso, Penélope Rodríguez, Natalia Romero, Germán Castro, Álvaro Pinilla, disponían sus manos y su talento para sacar adelante cada número. Como el nombre de la publicación era un homenaje a la calle donde había nacido José Lezama Lima, en una visita que hice a La Habana, pude entregar varios números en la Biblioteca homónima del escritor cubano. Me sigue pareciendo retadora y audaz la consigna con que nació “Trocadero”: “Por la era imaginaria de la posibilidad infinita, por la conquista de lo sagrado en lo carnal, por la revolución ontológica latinoamericana, por la crítica… ética”.
UTC: Sigla de la Unión de Trabajadores de Colombia, organización sindical en la cual colaboré en 1980 y 1981 como asesor en estrategias de comunicación. El presidente, en aquel entonces, era Tulio Cuevas a quien presté mi apoyo para la organización del “XV Congreso de la UTC”, en Medellín. Tulio era un referente sindical de los más importantes en el país y contribuyó de manera definitiva a la creación del Banco de los trabajadores. Bajo la dirección de Cuevas, en compañía del periodista y amigo José Yepes hicimos la revista Trabajo y concertación en la que, además de diseñarla, publiqué algunos artículos: “Sibaté: un mundo de abandono y suciedad”, “La socialdemocracia: ¿reformismo o revolución?”, “La televisión, rentable máquina de sueños”. En el número 2 de esa revista, de julio de 1980, escribí una columna que ya prefiguraba mis preocupaciones por la formación: “Educamos hacia el pasado”.Los Versos del capitán: Cuadernillo 36 de la colección “Poesía de siempre” (publicado por editorial Bedout de Medellín) de un poeta anónimo que luego supe de quien se trataba: Pablo Neruda. Quizá fue el primer texto de poesía que disfruté poniendo especial interés en descifrar las urgencias de la pasión amorosa de mi juventud. Esas tres manifestaciones del deseo, como tigre, cóndor o insecto me parecían alternativas perfectas a la sangre que bullía por mi cuerpo. Me gustaba también releer “El alfarero”: “Todo tu cuerpo tiene/ copa o dulzura destinada a mí. / Cuando subo la mano/ encuentro en cada sitio una paloma/ que me buscaba, como/ si te hubieran, amor, hecho de arcilla/ para mis propias manos de alfarero. / Tus rodillas, tus senos, / tu cintura/ faltan en mí como el hueco/ de una tierra sedienta/ de la que desprendieron/ una forma, / y juntos / somos completos como un solo río, / como una sola arena”. Después vinieron otros libros de este poeta oráculo de la pasión amorosa, y especialmente un poema que parecía prestarle la voz a mis trémulos sentidos: “Déjame sueltas las manos/ y el corazón, déjame libre! / Deja que mis dedos corran / por los caminos de tu cuerpo. / La pasión –sangre, fuego, besos– / me incendia a llamaradas trémulas. / Ay, tú no sabes lo que es esto!”.
Weissmüller: Actor húngaro protagonista de las películas de Tarzán que veíamos con mi padre en el teatro “Encanto” del barrio Ricaurte. Jonny Weissmüller había sido campeón olímpico de natación; su cuerpo fornido servía muy bien para interpretar a este rey de la selva que con su grito despertaba a elefantes, cocodrilos, leones y todo tipo de fieras. Las cintas en blanco y negro no mermaban la emoción con que seguíamos atentos las peripecias de este héroe que durante tantos domingos habíamos seguido, viñeta a viñeta, en las “Aventuras” a color del periódico El Tiempo.
Cine X: Películas a las cuales uno de adolescente esperaba poder entrar cuando cumpliera los 21 y que luego, hacia mediados de los años 70, se redujo a la edad de 18 años. Cierta idea de curiosidad y transgresión acompañaba la asistencia a los teatros que, por lo general, se hacía en grupo de amigos. Fue todo un acontecimiento ir a ver Cuando las colegialas pecan. Muchos años después, en el Radio City, que quedaba en la carrera 13 con calle 42, vi una película de sexo explícito: El imperio de los sentidos. La animada tertulia que tuvimos después sobre este filme, con Carlos Paz y Andrés Díaz, me llevó a escribir un poema en honor a la protagonista Abe -Sada que iniciaba así: “Mostrándome sus dientes/ como garras/ exhalando su vaho/ de saké,/ ocultando su vicio/ tras la lluvia / me pregunta: / ¿Ya estás listo? / Le respondo: / todavía no…”
Yopa: Bebedizo refundido con chicha que le dieron a mi abuelo Eliseo y por el cual terminó trastabillando y vomitando, cayéndose de bruces en una quebrada, por los lados de Santa Rosa. De esa “borrachera” nunca se recuperó: pasaba los días sentado en una butaca, casi sin hablar, con la mirada perdida y alejado de todos los hijos e hijas que no sabían qué hacer. Mi tía Dioselina contaba que antes de hacer eso con Eliseo, lo habían intentado también con la abuela Hermelinda: que le enviaron de presente unas bolas de chocolate y que ella, desconfiada como era, cuando las puso en una hoguera, lo que vio fue cómo esas bolas se agrandaban y achicaban en un vaivén espumoso. Nunca se supo bien quién fue el causante de este envenenamiento a mi abuelo, pero según mi tía Purificación, todo se debió a envidias por su riqueza y prosperidad.
Zabaleta: Profesor de español que conocí en el Colegio Carrasquilla de Bogotá y con quien mantuve una amistad hasta que un cáncer terminó con su vida. Jorge Zabaleta era abogado de la Universidad Nacional, le gustaba escribir pequeños cuentos, era insistente en sus clases en las figuras literarias y pretendió durante un buen tiempo a mi prima Nelly. Fueron muchas las fiestas que compartimos con Zabaleta; fumaba constantemente, le gustaba la cerveza en botella, era buen bailador; discutía y participaba en grupos políticos de izquierda. Su hablar pausado iba bien con un temperamento conciliador que lo convertía en un buen escucha y excelente consejero. A él le dedique mi libro La enseña literaria. Crítica y didáctica de la literatura como un representante ejemplar de todos “los maestros anónimos que persisten, con paciencia y dedicación, a incitar el gusto por la literatura”.
Otro grupo de palabras en las que reconozco marcas de una historia personal, indicios de pasiones intelectuales consolidadas en el tiempo, filiaciones y vínculos con personas inolvidables. Cada término abre rutas de comprensión hacia mi niñez, mi juventud o mi entrada a la edad adulta, además de subrayar determinados incidentes significativos en mi trayectoria vital.
Agüeitar: Verbo que escuché muchas veces en Capira para referirse al acto de acechar a la presa, llámese guatín o boruga. Se trataba de esperar escondido al animal de monte, trepado en un árbol frondoso, en medio de la oscuridad y atento al menor sonido de las hojas. Mi tío Ulises, al igual que Misael, el compañero de mi abuela Hermelinda, disfrutaban esta forma de conseguir aquella carne montaraz tan esquiva a los ojos como exquisita al paladar. También este verbo aludía a una forma de asesinar con escopeta a los enemigos, ocultándose en el follaje y usando una piedra o la horqueta de un árbol como mampuesto para afinar la puntería.
Beatriz: Tía política, gran cómplice de mis vacaciones en Capira. Yo siempre la llamé “Biatica” y mantuve por ella un cariño especial, mucho más cuando se suicidó Saúl, ese hijo ajeno que amó como propio. Esta mujer que había nacido en Cambao, llegó a la casa de los Rodríguez atraída por la pasión no correspondida hacia mi tío Ulises, sirvió de apoyo a las hijas de Eliseo y Hermelinda, asistió a la bonanza del cultivo de piña, vio partir a la mayoría de sus cuñados y cuñadas y fue una de las últimas habitantes de la casa paterna. Biatica salía a encontrarme hasta el “charco grande” cuando llegaba a visitarlos a comienzos de diciembre y se quedaba entre lágrimas cuando terminaban mis días de vacaciones. Tenía buena memoria, conocía historias secretas de su familia y de otras de la región, le gustaba el chocolate en las tardes y mantenía un diálogo cercano con Dios.
Crucigramas: Tipo de pasatiempos que empecé resolviendo por curiosidad y a los que, después de desentrañar su forma de composición, me dediqué a elaborarlos con disciplina, a tal punto que durante unos buenos años éstos y otras modalidades de “juegos de lenguaje” fueron una buena fuente de ingresos económicos. Los crucigramas más complejos (según don Gabriel Cano, que los resolvía a cabalidad) eran los de Conchita Montes en la revista La Codorniz. Hacer crucigramas era un modo de ver las posibles combinatorias de las palabras, un ejercicio habitual con el diccionario y un reto a la creatividad y el ingenio. A Editora Cinco le ofrecía estas producciones, y con esta empresa sacamos adelante un proyecto como “Pepazos”. También fueron ellos los que compraron mi iniciativa de un Diccionario para crucigramistas, publicado años posteriores a mi vinculación como colaborador free lance.
Discos: Objetos valiosos y de profunda devoción en mi juventud. Eran el ingrediente más importante para las fiestas y una manera de goce solitario al amplificar sus melodías en las horas de ocio. Buena parte de esos discos o LP los compré en “Discos Bambuco” y la gran mayoría formaban parte del género de la música tropical. Todavía siguen en sus cubiertas y protegidos por las bolsas plásticas: La Billo’s, los Melódicos, El Supercombo los tropicales, Nelson y sus estrellas, Nelson Henríquez, Pastor López, Fruko y sus tesos, los 14 Cañonazos bailables, Celina y Reutilio, La Sonora Matancera, y muchos más de los Hermanos Zuleta, los Hermanos López, El Binomio de Oro, y otros tantos de Los Corraleros de Majagual, Alfredo Gutiérrez, Pacho Galán, Edmundo Arias. A las fiestas de amigos y familiares llegaba con los discos agarrados en un brazo y con mis primas de gancho (Nelly, Rubiela, Elsa, Nidia) en el otro. Cuántas noches de diversión y alegría celebrando en grupo uno de los éxitos de los Hermanos Flores: “La Bala”.
Enciclopedia: Fuente de consulta de las más importantes en los años 60 y 70. En los primeros años escolares sólo algunos de mis compañeros tenían la Enciclopedia Temática, otros soñaban con la Enciclopedia ilustrada Cumbre; con grandes esfuerzos de mis padres logré adquirir la Enciclopedia Combi Visual. Por los años en que cursaba bachillerato pude conseguir la GranEnciclopedia del saber Universitas de Salvat. En los años que estudiaba mi carrera de literatura y después, cuando empecé a trabajar en la Universidad Javeriana, me gustaba ir a consultar en la biblioteca la Enciclopedia Universalis al igual que la Enciclopedia Universal Espasa-Calpe, daba gusto perderse entre esos 70 tomos de letra menuda con datos sorprendentes.
Freixas: Dibujante que admiré y busqué imitar desde muy joven, en particular cuando entré a trabajar en el periódico El Espectador y que se hizo más importante cuando empecé mis estudios de Diseño en la Universidad Nacional de Colombia. Emilio Freixas tenía un método de dibujo que consistía en láminas para imitar, yendo de las formas básicas hasta la progresiva inclusión de elementos más complejos. Tuve la suerte de que Inés de Montaño, Patricia Lozano y la esposa de don Guillermo Cano, Ana María, para mi grado de bachillerato me regalaran aquel voluminoso libro.
Gurbia: Palabra que usaba mi padre cuando el hambre lo agobiaba. “Tener gurbia” era una especie de mantra para invocar el almuerzo o la comida. Hoy sé que ese término, deriva de la gurbia del carpintero, que sirve para desbastar la madera. Tal vez en este sentido, la gurbia carcome las tripas como esta especie de formón roe la madera.
Herbario: Tarea habitual en la materia de botánica que realicé con gran entusiasmo, entre otras cosas, porque me sentía a mis anchas recordando el mundo vegetal de mi infancia. Se trataba de armar un álbum con cartulinas negras y en sus diversas páginas se iban pegando o cosiendo diversos tipos de raíces, de hojas, de flores. Recuerdo un viaje relámpago a Capira para recolectar el material necesario; mi tía Beatriz me ayudó a secar las hojas seleccionadas con la plancha de carbón, poniéndoles encima papel periódico para que no se maltrataran. A cada página del álbum se le ponía como protector “papel araña”. Obtuve una muy alta calificación y mi herbario quedó como material de consulta en el salón de clase.
Idaly: Nombre de la modista de mi madre, en el barrio Ricaurte. Tenía tres hijos: Carmen, Ivonne y Luis. Con Ivonne compartimos juegos, exploraciones adolescentes, y varias fiestas. La señora Idaly usaba lentes, hablaba como arrastrando las palabras y tenía una risa explosiva que llenaba el cuarto en el que trabajaba día y noche con su máquina Singer. Mi madre compraba los cortes y los paños en “Sedalana” y, luego, esta mujer –venida de Armero– le confecciona “sastres” y faldas semejantes a los modelos que ofrecía en unas revistas de moda de la época.
Juanito: Hijo de mi tía Dioselina que logró irse a los Estados Unidos muy joven a buscar suerte. Empezó como mesero en un restaurante alemán, después montó un pequeño supermercado y más tarde se dedicó a los negocios de finca raíz. Juanito lleva más de 50 años en los Estados Unidos, pero no por ello se ha desvinculado de la familia que mantiene en Colombia. Fue este primo el que me trajo mi primera grabadora y el que para una navidad sorprendió a mi familia con un pequeño televisor en blanco y negro. Con Juanito compartimos, además del cariño mutuo, muchas historias de los habitantes de Capira.
Kimpres: Editorial que conocí cuando trabajaba como colaborador en piezas gráficas del CELAM y con la que tengo un vínculo emocional por más de 40 años. Originalmente se llamaba Litografía Guzmán Cortés, pero después adquirió el nombre con que sigue vigente. Yo le hice a Jaime Guzmán, el fundador de esta editorial, el logotipo de su empresa. Mi amistad con Jaime se hizo más intensa cuando empezamos a imprimir allá la revista Trocadero y, más tarde, al confiarle la impresión de mi primer libro como editor independiente: Pregúntele al ensayista. Editorial Kimpres, Don Jaime, su familia, tienen para mí el sentido de cómplices a toda prueba en proyectos esenciales de mi vida.Liceo Parroquial San Gregorio Magno: Colegio ubicado en el barrio Ricaurte de Bogotá en el que estudié mi primaria y parte de mi bachillerato. Tengo grabada la dirección de esa edificación de tres pisos: carrera 29 # 9-47. El rector que mantuvo altos estándares de calidad y tenía un trato cercano y frecuente con los padres de familia se llamaba Ronaldo Camacho Lara. Rememoro la severa disciplina, las izadas de bandera, las clases de educación física con el estricto profesor José Luis Pinto, y los recreos en los que teníamos partidos de fútbol con cáscaras de mango, en medio de otros compañeros que a la par jugaban basquetbol. Mi primera profesora en este colegio se llamaba Elvira Rey, el profesor admirable y director de curso de cuarto y quinto de primaria fue Luis Germán Soto, y uno de los más queridos, Daniel Rojas, lo tuve como director y profesor en primero de bachillerato; él me puso en contacto con autores como Maquiavelo y Rousseau y me inició en la magia poética del nadaísmo.
Merey: Ungüento que usaba mi padre para muchos tipos de afecciones e infecciones de la piel. Era un medicamento al que le tenía fe. Merey usaba cuando aparecía un hongo en alguna parte del cuerpo, Merey para las picaduras, Merey para las heridas que no cicatrizaban. Siempre, en la mesita de noche, mi Viejo guardaba la cajita Merey acompañada de otros fármacos irremplazables como la pomada Yodosalil y el ardiente Merthiolate.
El Niño: Apelativo familiar y cariñoso que usa mi madre y los más cercanos para llamarme. “El niño” hace alusión a cierto trato íntimo, cargado de ternura, pero es también una manera de congelar una etapa de mi vida para evitar el lento e inevitable paso del tiempo. Así tenga más de sesenta años, a los ojos amorosos de mi madre seguiré siendo “el nené” que arrulló en sus brazos y al que hay que proteger y mantenerle caliente su comida. Por lo demás, al nombrarme de esa manera, los que así me dicen, abren un espacio para el juego, la risa y la complicidad sin prevenciones.
Ñeque: Preciado animal de monte que durante mis vacaciones en Capira se convertía en motivo de historias de cacería. Uno de los acontecimientos organizados para mí consistía en crearme la expectativa de que mi tío Ulises iba a ir hasta “Caracolí” o “La Peña” a ver, si de pronto, le salía el ñeque. Partía hacia las cuatro de la tarde con dicha esperanza y, en muchas ocasiones, solo llegaba sediento y “cundido” de cadillos en los pantalones. A los dos o tres días volvía a intentar esta aventura. Si había suerte traía entre sus manos el ñeque muerto. Mientras contaba las peripecias de la cacería del animal, mi tía Beatriz ponía agua a calentar para enseguida pelarlo a mano limpia. Despresado el roedor se dejaba sazonando para comerlo frito al otro día, con arepa o patacones al desayuno. El ñeque frito era uno de los presentes que Beatriz y Ulises incluían en el “fiambre” para mis padres en Bogotá, junto a un costal en el que venían piñas, racimos de cachacos, limones, yucas y naranjas jugosas y dulces.
Ortografía: Práctica escolar que seguía con atención y a la cual los maestros del colegio San Gregorio Magno dedicaban tiempo y pedían textos específicos. Guardo mi libro de Ortografía pedagógica moderna de Nicolás Gaviria centrado en una propuesta analítica desde las raíces griegas y latinas. Este fue un aprendizaje que después de tantos años sigue fresco en mi memoria: por ejemplo, el prefijo “Ruber” y de esta raíz se derivaban términos como rubí, rubio, rubor, rúbrica. Me gustaba el reto de los dictados que ocupaban un momento ritualizado un día a la semana; el libro de portada verde que servía de referencia era el de Luis Jorge Wiesner: Dictados ortográficos. Desde esa época sé que la buena ortografía tiene que ver con la historia de las palabras y con el cuidado o aprecio que tengamos por ellas.
Plumilla: Técnica de dibujo que practiqué intensivamente en mis años de primaria y que, después, seguí usando para la producción de artes finales tanto de pasatiempos como de ilustraciones para el periódico El Espectador o de Editora Cinco. Entre mis reliquias estaba un portaplumas koh-i-noor alemán, que había comprado en “Instrumentarium”, de la calle 13 con carrera octava. Antes de usar las plumas era aconsejable quemarles la punta para que no fueran a abrirse. El blanco inmaculado de la cartulina durex era un buen escenario para que la pluma danzara esparciendo con precisión la tinta china.
Querétaro: Primera ciudad mexicana que conocí, a propósito de la invitación que me hicieran como uno de los ponentes centrales del XIV Congreso Latinoamericano de Estudiantes de comunicación social, del 15 al 19 de septiembre de 2003. Mi ponencia se tituló “El cuerpo que escribe” y tuvo como línea medular de disertación el sentido del tatuaje. Querétaro y su cielo limpio de nubes, el abundante rojo colonial de sus edificaciones, el naranja encendido de su Templo de San Francisco de Asís, los arcos gigantes del acueducto elevado, el trato delicado de sus habitantes.
Rosario: Ciudad argentina a la que asistí por primera vez a presentar una ponencia internacional en el contexto del II Encuentro Internacional de Semiótica, en octubre de 1987. Mi ponencia se centró en la lectura del poema “Sonata” de Álvaro Mutis y se títuló: “La semiosis-hermenéutica una propuesta de crítica literaria”. En ese evento, además de participar con Armando Silva en la creación de la Sociedad Colombiana de Semiótica, conocí a una entrañable colega de Bahía Blanca, Graciela Maglia, con la que empezamos un diálogo que empezó en un parque hasta la madrugada y siguió después en Bogotá, cuando ella viajó para conquistar sus sueños académicos.
Semiótica: Asignatura que comencé a dictar en la carrera de comunicación social de la Universidad Javeriana y que luego focalicé al campo de los objetos, la vida cotidiana, el arte, el teatro, el cine, la poesía y la ciudad. La semiótica me permitió articular diversas inquietudes intelectuales con las ciencias sociales, además de ofrecerme un rigor lógico y un método para leer la cultura. La concreción de muchos años explicando los conceptos básicos de la semiótica –de la mano de Umberto Eco y Charles Sanders Peirce–, la dirección de trabajos de grado vinculados con aplicaciones de esta disciplina y mis investigaciones sobre los medios de comunicación y el consumo cultural fueron la base para mi segundo libro: La cultura como texto. Lectura, semiótica y educación.
Tute: Tipo de juego de la baraja española que disfrutaba con los trabajadores en Capira, una vez terminaban las extenuantes jornadas de cogida de café. También lo jugábamos con mi primo Saúl hasta que la pobre lumbre de las velas no dejaba ver bien las cartas. “Me acuso en bastos”, decía yo. “Buenos sus bastos”, contestaba él. Lo interesante era la suma al final, según los valores de las cartas: 11 para los ases, 10 para los treses, 4 para los reyes, 3 para los caballos, 2 para las sotas. Además de tute era común jugar “Caída libre” y “Burro”. Como a Beatriz no le gustaba que jugáramos con dinero, creamos con Saúl una variante: “Caída con pepas de maíz”.
Untarse de tiza: Cuadernillo de 45 páginas que, gracias al apoyo del jesuita y decano académico Joaquín Sánchez, se publicó de manera excepcional en el año 1993. Este fue el segundo número de la colección “El oficio de escribir”. En esta publicación fui coautor y editor. “Untarse de tiza” contenía varias reflexiones –de corte autobiográfico– sobre el oficio de la docencia de profesores de la Facultad de Comunicación de la Universidad Javeriana, entre ellos Gabriel Alba (Teorías de la comunicación III), Andrés Sicard (Taller de expresión gráfica I y II) y Manuel Vidal (Políticas de comunicación). Mi texto tenía como título “Desarmar el reloj, reconstruir el tiempo” y recogía mi experiencia como profesor de la materia de semiótica que dicté durante varios años en el tercero y el quinto semestre.
Viejo Topo: Revista española que leía asiduamente hacia finales de los años 70. Gracias a esta publicación hecha en Barcelona y dirigida por Francisco Arroyo me empecé a familiarizar con los textos de Michel Foucault, Fernando Savater, Miguel Riera, Juan Goytisolo, Román Gubern, Eduardo Galeano, Félix Guattari y muchos herederos del pensamiento crítico con espíritu marxista. “Un viejo topo, metáfora de subversión y experiencia. Paulatina excavación de galerías subterráneas, lenta y minuciosa destrucción de los cimientos de una sociedad absurda”, declaraba en su primer número.
Wainer: Editor mexicano de revistas que visitó a Colombia por un tiempo, vinculándose a Greco y a Editora Cinco. Por mi trabajo como creador de pasatiempos para aquella empresa tuve la oportunidad de conversar largas horas con él y, poco a poco, construimos una amistad que, al volver a su patria, se continúo a través de cartas. Me ofreció trabajo en la Promotora Chapultepec, pero pesaron más mis responsabilidades con mis padres que dicha oportunidad laboral. León Wainer me ayudó enormemente a madurar varias de mis inquietudes políticas cuando tenía mis 25 años, fue un lector atento de mis primeras producciones literarias y sirvió de ayuda sapiente para aclarar algunas de mis decisiones vitales de esos años.
Taya X: Serpiente venenosa que temían mucho los campesinos de Capira. La “taya X” se “enchipaba” a los pies de las matas viejas de plátano, o se mimetizaba con las hojas secas de los árboles. Yo vi de niño cómo mi tío Ulises mató varias con su machete y de él supe que por su tinte marrón resultaba fácil confundirla con el color terroso de los caminos. Misael, el compañero de mi abuela Hermelinda, la llamaba “cuatro narices” y otros jornaleros la distinguían como “la pudridora”. En Capira y otras veredas aledañas se tenía la creencia de que si se fumaba chicote, ese olor espantaba a la mapaná.
Yo-yo: Juguete que, en la década del 70, era el furor en los colegios, las casas y los parques. No había persona que no realizara “el perrito mordelón”, “el columpio”, “el dormilón”, “la vuelta al mundo”. Bastaban dos tapas de plástico y una piola –semejante a la usada en los lances del trompo– para crear pequeñas competiciones en grupo. La mayor aspiración de todos los aficionados a esta entretención era conseguir uno yo-yo profesional, el Russell de tapas rojas de Coca-Cola.
Zurriago: Palo con una delgada correa de cuero que servía de bastón, de látigo para arrear las mulas y de recurso para espantar los perros. Se elaboraba generalmente de una madera dura como el guayacán o chicalá y el hueco por donde pasaba la correa se hacía con un chuzo de hierro caliente. Este perrero formaba parte, junto a la peinilla, del atuendo común de todos los habitantes de Capira y, en muchas ocasiones, los papás lo usaban para zurrar a sus hijos. En mi casa hay dos: uno que le regaló mi tía Beatriz a mi madre, recién supo de su cojera por la artrosis degenerativa; y otro, que mi tío Ulises me dio como herencia de sus posesiones más queridas.
Estas son algunas de las palabras que identifican lo que soy. Sirven de pistas para seguir el itinerario de mi historia vital, hablan de personas queridas, de objetos significativos, de lugares habitados. Son términos que, a pesar de los años, continúan resonando en mi memoria.
Arandú: Príncipe de la selva. Destruyó el “Kaitolé” con su pistola desintegradora. Radionovela que disfrutábamos con mi papá, en el radio Philips de tubos, a las seis de la tarde por Caracol. Me gustaba imaginarme aquellas aventuras de Arandú en la selva, esos peligros sorteados con su fiel amigo “Taholamba”. Esta radionovela competía con otra similar, Kalimán, el hombre increíble, y su pequeño compañero Solín. Los consejos de Kalimán aún mantienen su misterio: “El que domina la mente lo domina todo”. Al mediodía escuchábamos en la misma cadena Todelar, con devoción, los capítulos de “La ley contra el hampa”.
Barbisio: Marca de sombreros que usó mi papá a lo largo de su vida. Los últimos, que fueron regalos de su cumpleaños o navidad, se los compré en la carrera 7 con calle 12. Mi viejo los limpiaba con devoción y mantenía con ellos un cuidado que le otorgaban a esos sombreros otros años de utilidad. Mi mamá aún guarda uno, como símbolo de su marido ausente pero vivo en la terquedad de la memoria.
Capira: Tierra montañosa en donde nací. Lugar de piedras enormes y nubes misteriosas al amanecer. Terruño lleno de fruto y pájaros; cordillera interminable con quebradas y ríos majestuosos. Paraíso de mis juegos infantiles con olor a piña madura y mandarinos y naranjos y guayabos… Edén donde el viento y el sol dibujan y desdibujan paisajes multiformes.
Doré: grabador francés que me fascinó desde que contemplé sus “dibujos” en la Historia sagrada de san Juan Bosco. Al principio no sabía quién era el autor de esas imágenes, pero me entretenía de niño detallando a los ángeles y a todas esas figuras monumentales que ilustraban aquellas historias bíblicas. Años después logré conseguir, en la Librería Buchholz de la calle 59 con carrera 13, la edición de la Biblia con todos sus grabados, al igual que las obras que realizó para ilustrar El Quijote. Y quizá por esa predilección declarada por este artista, justo cuando cumplí mis 28 años, mis amigos de semestre de la carrera de literatura en la Universidad Javeriana (Natalia, Álvaro, Rodolfo y Germán) me regalaron –en gran formato– una edición de la Divina Comedia con los grabados de Doré, comprada en la librería Lerner.
Estudio: Herencia a la cual se referían mis padres y con la cual soñaban desde que yo era niño. El estudio era algo de gran valor para Custodio y María Catalina y por ese motivo despertaron en mí un compromiso sagrado hacia tal actividad. “Es lo único que le vamos a dejar”, eso decía mi viejo. Tan importante era el estudio para mi padre que me mandó a hacer una pequeña biblioteca en cedro; fue el primer mueble propio que tuve en mi niñez. Tal vez por eso, sumado a una curiosidad inagotable por conocer, mantengo con el estudio un vínculo de goce y no de obligación. Disfruto estudiar y por eso mismo he llevado un largo y cariñoso trato con los libros.
Ferrocarril: Cuaderno que usé en los primeros años de primaria y era utilizado para lograr una letra “imprenta” alineada y de gran pulcritud. Estos útiles se utilizaban para mejorar la caligrafía. La triple división en la que venían impresas las hojas de estos cuadernos dejaba al centro de cada división un renglón con una trama azul o gris que permitía graduar el tamaño de las letras fijando el límite para sus rasgos hacia arriba o hacia abajo. Los cuadernos ferrocarril “Ibérica” eran mis preferidos.
Grulla: Marca de zapatos inacabables. Mi papá me recomendaba el que no fuera a acabarlos jugando fútbol. Lo cierto es que estos zapatos, por más que yo los utilizaba infinitas veces para cobrar tiros directos en aquellos encuentros futbolísticos que terminaban cuando la noche inundaba la cancha, nunca se acababan. Apenas se iban pelando en la punta, como si debajo de su negro color, escondieran otra piel aún más resistente.
Hitachi: Marca del primer equipo de sonido que compré, fruto de mi primer trabajo en el periódico El Espectador. Este equipo de casetera y tocadiscos fue el animador de las fiestas de mi adolescencia y, por lo que recuerdo, tenía un lugar privilegiado en la habitación destinada a ser la sala. Lo sigo conservando, aún funciona, y aunque hayan pasado casi cincuenta años tiene en su sonido la magia de la juventud, ese tiempo en que las fiestas y los amigos eran una forma de exaltar la alegría de la vida.
Icopán: Panadería del barrio Ricaurte a donde me llevaba mi mamá, después de la entrega de calificaciones en la Primaria, para disfrutar de un enorme jugo de guanábana con una mantecada. Está situada arriba del Colegio San Gregorio Magno y más arriba aún del parque del barrio.Jeroglífico: Tipo de pasatiempo que enviaba a El Vespertino y que me permitió ganarme mis primeros pesos, aun siendo niño. Después logré seguir haciendo jeroglíficos en la sección “Pasatiempo” de la revista Carrusel de El Tiempo y a la par dibujaba jeroglíficos para la revista “Rompecráneos” y la revista “Pepazos” de editora Cinco. Para elaborar un jeroglífico se requiere no solo ingenio, sino habilidades para el dibujo. De alguna forma, desde esos años en los que combinaba los jeroglíficos con los crucigramas ando trajinando con los juegos del lenguaje.
Katty: Nombre que asumió mi madre al volverse una residente de muchos años en Bogotá. Ya no fue “Marujita”, que era el calificativo con que la reconocían sus familiares en Capira; ni María Catalina, como la llamaba su maestra Beatriz en la escuela rural de Capira. “Doña Katty” es el apelativo respetuoso que usan mis amigos y amigas para referirse a ella; y “Katyca” es el diminutivo cariñoso empleado por las personas que la sienten muy cercana o han saboreado las delicias culinarias elaboradas por sus manos.
Lectura: Práctica solitaria que empezó cuando mi padre traía del pueblo de San Juan de Rioseco las aventuras del periódico El Tiempo. Mi madre dice que yo leía esas viñetas aún sin saber leer. La lectura ha sido la actividad que ha ocupado más tiempo de mi vida y no pasa un solo día sin que husmee alguna página. Leyendo me levanto y leyendo me acuesto. Testigo de ello son mis libros que están al pie de la cama, en los pasadizos hacia las habitaciones, encima de la mesa del comedor, encaramados encima de mi escritorio. Soy muy feliz abandonándome a las incitaciones imaginativas provocadas por la lectura.
Magnolia: Nombre de mi profesora de segundo de primaria. Tenía las piernas más hermosas de todas las que un niño podía imaginarse. A ella le dibujé, con la pasión de los amores imposibles, paisajes con cisnes y lagos rodeados con una naturaleza multicolor. Objeto misterioso de mi deseo infantil.
Nicuro: Pequeño pez apanado que traía la señora Amalia del puerto de Cambao, y que de niño soñaba con que me compraran en la pequeña tienda de “El piñal”. Mi mamá los preparaba, y los prepara aún, sudados y son demasiado exquisitos si se acompañan con arepa de maíz peto. El mejor nicuro es el de subienda, decía mi papá; y hay que tener mucho cuidado cuando se los prepara porque sus espinas pueden producir heridas que se “inconan” con mucha facilidad. Nada sabe mejor que el nicuro al desayuno.
Ñoa: Nombre cariñoso de mi abuela Hermelinda. Manos acuciosas y protectoras. Cómplice de mis travesuras. Guardiana de mis secretos de infancia. Ñoa se sentaba en una silla a mirar las mulas y los arrieros que transitaban por el camino real que venía de “Lomalarga” y conducía hasta “El Piñal”. Guardaba su plata dentro de los “ameros” y cada vez que iba de vacaciones me regalaba uno o dos billetes, escondidos entre la piel seca del maíz. A ella le gustaba prepararme al final de la tarde un arroz atollado, cocinado en olla de barro, como mandan los cánones de Capira.Oeste: Género de cómics o de cine por el cual tengo una especial predilección. De niño alquilaba cuentos en una tienda de la carrera 28 con calle 11, en el barrio Ricaurte. “Red Ryder”, “Roy Rogers”, “El llanero solitario”, no solo me entretenían, sino que abonaron el camino para luego ir con mi papá al teatro San Jorge a ver “La Conquista del Oeste”, “Fuerte apache”, “El último pistolero” y todas esas cintas en las que la figura de John Wayne resaltaba en las enormes pantallas del teatro. Por no tener televisor, iba donde los papás de unos compañeros de colegio, los Garzón, a ver “Bonanza”. La diligencia, las peleas, los vaqueros, en ese micromundo de “La Ponderosa”.
Pólvora: Diversión que esperaba ansioso en las fechas navideñas y que aún, como adulto, sigo disfrutando con la misma fascinación de cuando era niño o adolescente. Me encantaban los volcanes y las rodachinas al igual que los helicópteros que subían al cielo como si fueran abejones de colores. Solo de joven pude echar voladores porque me habían advertido del tacto para saber cuándo soltar aquella caña con una mecha adentro. Era todo un júbilo danzar alrededor de las luces de los volcanes, encender mechas, raspar totes, tirar torpedos y huir o esconderse del súbito y azaroso recorrido de los marranitos pitadores.
Quaker: nombre de una lata de avena que, durante mi infancia, consumía en tetero y sigue siendo un alimento esencial a lo largo de mi vida. Las latas de avena Quaker venían con una llave especial pegada en la tapa superior y que permitía abrirlas mediante una pequeña pestaña dispuesta alrededor de la parte superior. Mi madre –según relata con orgullo– preparaba esa avena disuelta en leche, con canela y la empacaba en un biberón de vidrio Evenfló.
Ruso: Perro criollo, de pelo negro y con dos manchas cafés a la manera de cejas. Compañía de mi niñez solitaria en Bogotá. Gran cazador de ratones en la alta y espaciosa fábrica de jabones López. Compañía inseparable de mis aventuras entre canecas e cebo, cajas de jabón, bultos y piedras de carbón. Ruso fue mi competidor en aquellas carreras o circuitos saltando y bajando por las escaleras de un mezanine, que servía de oficinas a la fábrica donde mi papá trabajaba de celador y almacenista.Saúl: Nombre del primo que fue como mi hermano. El cómplice mayor. Mi iniciador en juegos y juegos de la sexualidad infantil. Buscador incansable de diabluras. Patrón del ocio y de la picardía. Se suicidó antes de cumplir los treinta años, con la misma capsulera de su padre; abajo de la casa de los Rodríguez, entre el chirriar fuerte de las guaduas y el canto alegre de los azulejos.
Trasteo: Evento que, por pertenecer a una familia desplazada por el bandolerismo, viví durante muchos años hasta que logramos conseguir un techo propio. Cada trasteo fue el modo como aprendí a conocer a Bogotá y sentir la experiencia socializadora del barrio. “Trastiarse” significaba amarrar y desamarrar muchas cajas, envolver el cristal y la losa en papel periódico, llevar intactos ciertos objetos con su halo de recuerdo y dudar –al estar empacando– si deshacerse o no de tantos “trastos viejos”. Cada trasteo me provocaba un doble sentimiento: de un lado, la tristeza de dejar lo habitado y las amistades cultivadas durante años y, de otro, la alegría de lo nuevo, de explorar en lo desconocido. Trasteo tiene en mi memoria impronta de inquilinato, de éxodo en el alma, de anhelo sucesivo del terruño perdido.
Ulises: Nombre de uno de los hermanos de mi mamá, papá de Saúl, con el cual pasé muchas vacaciones y del cual escuché historias de espantos y viajes transportando piña. A Ulises le decían “El lobo” porque le gustaba andar solo en las montañas de Capira, acompañado tan solo de Beatriz, su compañera de muchos años. Era hermoso escucharlo a él contar historias, sentado en su mecedora, mientras yo me extasiaba mirando las estrellas tendido en un costal en aquel corredor de cemento de la antigua casa de los Rodríguez.
Viruta: Embrollo de alambre que con la cera “Mansión” me esperaba los fines de semana. Virutiar era una forma de ayudar a los oficios de la casa. La viruta fueron los patines que nunca me regalaron y virutiar era una especie de esquís para deslizarme en la pista de madera de esas salas y esas alcobas tanto más amplias cuanto mermaban mis fuerzas. La mejor compañía para virutiar era la música bailable de la época: Los Hispanos, los Graduados, Los corraleros de Majagual.
Whisky: Licor que en mis fiestas juveniles se dejaba únicamente para ocasiones especiales. Si bien algunos de los invitados lo tomaban al inicio con hielo, una vez que la fiesta entraba en calor, lo consumían puro. Eran muy preciados en aquella época el “Sello negro” y el “Chivas”. Con el primer sueldo, cuando trabajé de joven en el periódico El Espectador, compré una botella de “Old Parr”, y la guardé durante un buen tiempo. Algunos años después viviendo en el barrio Quinta Paredes, con mis primos Héctor y Fabio, nos embriagamos tomando whisky “Ballantine’s”, oyendo la música de Julio Jaramillo: “Sé que con amargura recuerdas mi cariño y sé que te ha pesado tu infame proceder…”
Xanadú: Mansión en la que vivía Mandrake, el mago, una de las aventuras que leía con avidez los domingos, en el suplemento del periódico El Tiempo. Mandrake compartía sus aventuras al lado de Tarzán y el Fantasma que camina. Xanadú era un lugar situado en la cima de una montaña, con infinitas trampas para acceder a ella y que a mí me resultaba tan maravillosa como su nombre. Muchos años después, cuando conocí la poesía de Coleridge, descubrí que Kubla Khan, en otra Xanadú, había decretado construir la majestuosa y mágica “cúpula de placer soleada con cuevas de hielo”. Xanadú fue también el nombre de un palacio gótico, el del ciudadano Kane, la legendaria película de Orson Welles que vimos más de una vez con mis amigos del Externado de Colombia, Carlos Paz y Andrés Díaz.
Yaraguá: Nombre de un pasto de gran altura que está asociado a mi infancia, cuando de niño tenía que recorrer los potreros de La Laguna para ir a traer la leche de la finca de mi tío Cristóbal. Los pastizales cubrían gran parte de mi cuerpo y ocultaban el ganado cebú que me miraba con ojos escrutadores. Tengo en mi memoria vívida la imagen del movimiento del pasto yaraguá cuando el viento lo acariciaba acompasadamente, como si fueran las olas de un verdoso mar agitando rítmicamente sus aguas al pie de las montañas de Capira.Zorra: Animal nocturno que se robaba las gallinas de las casas campesinas de Capira. “Las agarra del pescuezo”, decían. Los perros del tío Antonio las perseguían hasta bien abajo de la casa paterna. Después, en la Cartilla Charry, justo en la letra “z” descubrí la escena de dicho animal robándose una gallina. En mis años de primaria en Bogotá me empezaron a gustar las fábulas –en las que abundaba la astuta zorra–, entre otras cosas porque los animales dibujados en aquellos textos tenían una directa relación con los que habían visto mis ojos cuando niño. Mijo, “cuando la zorra predica, no están seguros los pollos”, me advertía mi tía Beatriz frecuentemente al evaluar las buenas intenciones de personas poco fiables.