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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: septiembre 2022

El oficio invisible del periodismo investigativo

25 domingo Sep 2022

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Comentarios

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Ricardo Calderón: «Hay un bien supremo que es servirle a la gente”.

En una entrevista de Juan David Laverde Palma, publicada en El Espectador el domingo 18 de septiembre, el periodista Ricardo Calderón se refirió a varios aspectos del ejercicio periodístico que no solo me parecieron relevantes, sino que, al leer el libro de Diego Garzón Carrillo, Calderón: el reportero invisible[1], muestran con suficientes evidencias los riesgos y desvíos a los que está sometida hoy la profesión de informar y contribuir a cualificar la opinión pública. Manteniendo el hilo de las respuestas de la entrevista a este periodista-investigador y retomando afirmaciones del libro de Diego Garzón –centrado en la “trasescena” de muchas de las historias publicadas por Calderón en la revista Semana– iré comentando ciertos aspectos que espero interpreten bien lo que muchos oyentes, lectores y televidentes “padecemos” al ponernos en contacto con los informativos de una buena parte de los actuales medios masivos de comunicación.

Un primer asunto tiene que ver con las fuentes de que se vale Calderón para tener información de calidad, pertinente y de difícil acceso. Él dice que las mejores fuentes –para el caso de la corrupción de los oficiales del ejército, por ejemplo– no fueron “los buenos oficiales”, sino los “que se desviaron del camino”. Y agrega: “los malos, terminaron presentándome un montón de fuentes que fueron interesantes para comprender la corrupción institucional”. El libro de Diego Garzón muestra los pormenores de esos encuentros en lugares alejados de las oficinas de la revista, en ciudades lejanas a Bogotá o acordadas en horas insospechadas. Y si bien contrasta esas informaciones recogidas con “información oficial”, lo cierto es que su materia prima está en el subsuelo de la realidad que le interesa, en lo marginal de su materia de observación. Asunto que contrasta, precisamente, con un tipo de periodismo “oficialista” que no hace sino repetir lo que se recoge de afán en una declaración telefónica o buscando a las mismas fuentes para que den unas declaraciones “preparadas” para ese momento. Pero, además, Calderón no se contenta con una única fuente, necesita corroborarla, enriquecerla con otras voces, con otros testimonios; el libro muestra que además de las declaraciones de esas fuentes “marginales” el investigador insiste en tener documentos, evidencias que permitan validar o someter a prueba la oralidad de un denunciante. Retomo este punto porque sirve para resaltar la mala práctica contemporánea de ciertos periodistas que de un único testimonio sacan conclusiones definitivas o se contentan con los nombres de la agenda gubernamental establecida. Calderón sabe que cada fuente tiene “sus intereses”, que a veces trata de sacar partido de la situación o que, a partir de conseguir la publicación de sus “denuncias” lo que pretende es enlodar a otras personas para librar su responsabilidad o desplazar el foco de atención sobre su propia persona. De allí, de ese convencimiento, se desprende otra lección para las vedettes de la comunicación: “contrastar y verificar es fundamental para evitar que le metan goles con datos falsos” o, si se quiere entender de otra forma, contar con un suero escéptico o un espíritu crítico para no dejarse contaminar de “la información envenenada”.

Un segundo punto manifestado por Calderón sobre su trabajo de periodista investigativo es dudar, sospechar de lo que parece evidente o sobre aquellos consensos fácilmente resueltos. “¿Esta masacre la hicieron las Farc o los ‘paras’?”. La premisa de Calderón, recogida por su amigo Diego Garzón, es básica para el oficio de periodista: “no hay que creer en nada ni en nadie, pero oír todo y a todos siempre”. Hacerse preguntas complejas, tejer relaciones lejanas, conectar hechos de diversa procedencia, hace parte de las rutinas del “reportero invisible”. En últimas, se trata de no contentarse con la información superficial o con el inmediatismo de la primera declaración; la clave está en mantener alerta la perspicacia para desenmascarar a “la inteligencia negra” que busca desinformar: “en medio de la maldad todos quieren mostrar el que consideran su lado bueno”. Calderón insiste en ello y le otorga a la profesión periodística un rasgo propio de la investigación criminal para la cual se necesita asumir “la adrenalina de tratar de buscar la verdad y encontrarla”. Y la analogía de que se vale para explicarle a Juan David Laverde su manera de proceder es la del bombero: “es seguir la lógica contraria, como un bombero en un incendio: la gente huye, pero yo corro hacia el incendio. Es lo que hay que hacer”. Contrasta este modo de buscar la verdad de los hechos de Ricardo Calderón con la moda habitual de los comunicadores de hoy, encerrados en sus oficinas a la espera de que alguien les dé la noticia o convirtiendo sus medios en una pasiva caja de resonancia de lo que dicen o circula en las redes sociales.

La tercera particularidad de Calderón es su idea de que lo más valioso del periodismo es hacerle seguimiento a la noticia. “En el periodismo de investigación los temas nunca tienen un punto final. Nada termina con la publicación de un artículo o con el recibimiento de un premio”. Para eso es fundamental contar con un buen archivo, “tableros con fotos”, “mapas y enlaces de investigaciones en curso”, además de copias de documentos, con los suficientes discos extraíbles para interconectar noticias antiguas con hechos recientes. Contrasta con esa práctica que de tanto hacerla en nuestros medios parece ya una manera de ser periodista: olvidarse de hacer seguimiento a las noticias por andar seducidos por la novedad, por el último escándalo, por la “tendencia” en las redes sociales. El libro de Diego Garzón cuenta cómo Calderón puede emplear más de un año siguiéndole la pista a algo que intuye puede dar buenos resultados o que con un “poco de maduración” logrará llegar a las causas hondas del asunto. De allí su convencimiento de que “no hay que quemar todos los cartuchos en una sola publicación”.

La cuarta cosa que señala Calderón en la entrevista se refiere a cierta valentía para llevar a cabo su labor o acatar el compromiso moral de “servirle siempre a la gente”. Calderón lo considera “un apostolado”. Tal imperativo ético es lo que lo lleva a verse con fuentes o informantes “peligrosos” o de carácter impredecible. Sin embargo, “siempre es mejor ir a las citas difíciles” que eludirlas o evitar acordarlas. Y el mismo Calderón hace evaluación de sus colegas sobre esta conducta: “¿qué hace la mayoría de los periodistas?: No ir”. Por muchas razones, desde luego. Por el miedo natural a poner en riesgo su vida, pero también por los compromisos adquiridos con determinados intereses políticos de turno, por la autocensura, por conservar el empleo o por mantener cierta connivencia con personas “importantes” o “poderosas”. Tal vez por este imperativo de servicio social es que Calderón no firmaba sus artículos en Semana, y también porque “La firma nunca puede mover al reportero. El verdadero combustible del reportero son los resultados”, así lo expresó en su discurso de aceptación del premio Simón Bolívar a “Vida y obra”, en el 2013[2]. El deber mayor de un periodista es comportarse como “un soldado desconocido” que vigila y denuncia los desafueros de los gobernantes, de las instituciones corrompidas o de las conductas criminales y perversas de aquellos que se obsesionan con el dinero mal habido. Una vez más el contraste es evidente, en particular con los comunicadores que prestan su voz o su pluma para su beneficio personal o de espaldas a la responsabilidad social que tienen en una sociedad.

Una quinta línea de trabajo de Calderón nace de su maduración para lograr concluir pesquisas significativas. La premura por la “chiva” riñe con el periodismo de profundidad. En más de una ocasión los resultados parecen demorarse porque hace falta acceder a una fuente o conseguir un video o un documento específico. “Los tiempos del periodismo son diferentes a los tiempos de los informantes”, advierte Calderón a Juan David Laverde. Todo parece oponerse a este modo de construir lo noticioso, y más en nuestra época en la que impera la rapidez, el repentismo y una gozosa complacencia con la superficialidad en muchos sentidos de la vida. Por eso Diego Garzón, en el libro mencionado, reafirma tal convicción de Calderón. “la experiencia y la paciencia son grandes aliadas y es algo que hoy se ha perdido porque muchos periodistas están bajo la presión de producir información como si se tratara de fabricar salchichas”. Ricardo Calderón persiste en sus investigaciones, no se rinde, sigue hilando indicios y testimonios diversos hasta que se devela el enigma del problema o aparece la causa oculta de un hecho. La periodista Juanita León develó ese secreto: “él no entra y sale de las historias, él siempre permanece en la historia”[3]. Una vez más aparece el contraste de este reportero con los comunicadores recientes que confunden contrastar fuentes con un mínimo e improvisado sondeo de opinión o que abandonan la potencia de una noticia de gran calado de ayer por estar embelesados con la novelería y el runruneo de la noticia de hoy.

La sexta de las afirmaciones de Calderón a Juan David Laverde se enfoca en que el periodismo genuino no debe ceder al rumor y a la maledicencia de las redes sociales. Lo que dice Ricardo Calderón sobre este aspecto merece transcribirse de forma completa: “las redes sociales le han hecho un daño enorme e irreparable al periodismo, porque muchos periodistas se están midiendo no por las historias, sino por los clics y los seguidores. Además, siempre he pensado que esos ‘seguidores’ son como ser rico en Tío Rico, eso no es nada. Nosotros nos debemos a la gente, pero el ego de muchos periodistas los nubla. El periodista habla por sus historias. El periodista no importa, importan sus historias”. Esa es la mayor preocupación de Calderón: que el periodismo se vuelva una palestra y una propagadora de rumores y mentiras sin rostro; que las nuevas generaciones de periodistas confundan su deber social con la búsqueda de notoriedad, que cedan a la “tentación de navegar sobre el oficio de la comodidad de la tecnología” y olviden, por el contrario, que su tarea fundamental es indagar, contrastar, cotejar versiones, hallar la verdad oculta, para que su labor tenga “un impacto positivo en la sociedad”. Igual convencimiento se aprecia en las largas conversaciones con Diego Garzón, que dieron nacimiento al libro Calderón, el reportero invisible: “la guerra de los clics le ha hecho daño a la profesión”, “la información es un bien común, la imaginación un bien privado”. Desconocer que las redes sociales han contribuido de manera notoria a desinformar o crear miedos infundados o provocar avalanchas de opinión incendiarias o darle carta de ciudadanía al fanatismo o los sectarismos de todo tipo es algo inobjetable. Precisamente por ello, Calderón insiste en poner en salmuera los prejuicios, en confirmar con otras fuentes lo que alguien dice o denuncia, en saber que las redes sociales en muchas ocasiones son usadas para “diluir” una responsabilidad, convertir problemas de estado en problemas personales, someter el juicio razonado sobre una información a las explosivas opiniones emocionales del momento. Este aspecto se complica aún más cuando los periodistas usan las redes sociales para fijar posturas políticas o emitir sus opiniones, información que no ayuda mucho a diferenciar cuándo están ejerciendo su profesión o cuándo expresando un sentimiento alejado de la premisa deontológica de “investigar para hallar la verdad”.

Termino estos comentarios invitando a releer la entrevista de Juan David Laverde titulada “El periodismo no importa, importan sus historias”[4], y a detenerse en el libro de Diego Garzón Carrillo publicado por Planeta. Tanto uno como otro texto sirven de ejemplo para recuperar el oficio del periodismo serio y responsable, sin banalidades del momento, del periodismo investigativo, y son también un homenaje a la figura del reportero Ricardo Calderón quien, de manera silenciosa develó casos mayúsculos de corrupción en Colombia, violaciones institucionales de derechos humanos, además de descubrir los intríngulis de los paramilitares, la parapolítica, las interceptaciones ilegales a magistrados por organismos del Estado y las variadas formas de la ilegalidad amparadas en el uso de los falsos testigos.

REFERENCIAS

[1] Planeta, Bogotá, 2022.

[2] https://www.semana.com/discurso-de-ricardo-calderon-periodista-de-semana-en-los-premios-simon-bolivar/363070-3/

[3] https://www.lasillavacia.com/historias/silla-nacional/el-reportero-que-ha-depurado-la-inteligencia

[4] https://www.elespectador.com/judicial/el-periodista-no-importa-importan-sus-historias-ricardo-calderon/

La tertulia y sus beneficios al campo educativo

19 lunes Sep 2022

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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La tertulia del café “El Automático”, al centro el poeta León de Greiff; Bogotá, finales de los años 50.

La tertulia, con el significado de “reunión de personas que se juntan habitualmente para conversar”, tuvo su origen en el teatro. O si seguimos de cerca al filólogo Joan Corominas y al escritor cubano José María de Cárdenas y Rodríguez, nacen en el corredor más alto de los teatros en los que “eclesiásticos amantes de este espectáculo” se dedicaban en los entreactos a discutir sobre los pormenores de las obras de un autor muy popular entre los religiosos españoles del siglo XVII, Tertuliano. Estar en la tertulia, entonces, no solo era el mejor lugar para ver el espectáculo, sino un sitio apartado en donde se discutían asuntos polémicos o de gran interés para un grupo particular de personas.

Con el tiempo este término teatral pasó a referirse a otros lugares en los que se discutía o conversaba sobre temas de la cotidianidad nacional o sobre cuestiones especiales que convocaban a determinados individuos. Las tertulias, que se prolongaban por horas, eran acompañadas de café o de vino, se hacían en lugares reservados a los que asistían artistas, literatos, poetas, intelectuales o personas que disfrutaban de la conversación, y alcanzaron tal renombre que muchas de ellas son recordadas por el promotor o gestor de las mismas, por el lugar donde se reunían o por el apelativo del “círculo”, del “grupo” o de la “tertulia literaria”, de la cual se hiciera parte o se compartiera y divulgara un puñado de ideas que allí se discutían.

Y si bien en nuestros tiempos no tienen la misma fuerza o la misma avidez de asistir a ellas, lo cierto es que continúan siendo un espacio para compartir puntos de vista alrededor de una temática, fortalecer los lazos de la fraternidad o darle oportunidad a la oralidad para que despliegue sus ocurrencias y agudezas, su acervo testimonial hecho de experiencia y emotividad narrativa. Además, en una perspectiva educativa, las tertulias son un excelente recurso formativo para despertar el interés por un género artístico, un tipo de obra, una corriente de pensamiento, o contagiar el gusto por un autor, una disciplina o una parcela del saber. A este tipo de tertulias es que deseo referirme en los párrafos siguientes.

En la base de este último tipo de tertulia se esconde un gusto por “tomar parte” que rebasa la obligación académica o el formalismo de los planes de estudio. El verbo que dinamiza a la tertulia es el de “participar”, con profundas semejanzas con aquellas otras acciones de ser “invitado” a una cena o a una fiesta. Más que extensos y rígidos protocolos, la tertulia exige esencialmente la voluntad y el deseo de querer asistir, de “hacer parte” de ese evento. Desde luego habrá unos mínimos puntos de referencia (una película, un libro, un tema, un problema) y un lugar y una hora para congregarse. Pero no habrá calificaciones o pruebas de suficiencia. La tertulia, cuando se la usa en el espacio escolar, está por fuera de las lógicas de una demanda evaluativa. Así que, si un maestro quiere impulsarla en sus clases, tendrá que “crear otro espacio” diferente al habitual y cambiar el rol de expositor frente a una mayoría silenciosa. A lo mejor, el educador necesitará el apoyo de un lugar en la biblioteca o en algún salón especial para “disponer ese espacio” que facilite la conversación y para que aflore la palabra sin el miedo de decir lo correcto o la obligación de tener que responder a interrogantes previamente establecidos. Insisto en este punto: lo básico de una tertulia está en la motivación, en la animación que haga el docente a los posibles participantes, a sabiendas de que algunos de ellos podrán no sentirse lo suficientemente incentivados o, dependiendo de la dinámica que allí se produzca, podrán sentirse desalentados o estimulados en sumo grado.

Como es apenas lógico, en una tertulia se habla, se conversa constantemente. Ese es el lubricante de este espacio fraterno. De allí que sea muy importante para los contertulios aprender a dar y hacer correr su discurso. Tan valiosos son los aportes de una persona como los silencios para la escucha de otro contertulio. Por eso mismo, y este es otro elemento consustancial para una buena tertulia, caben dos movimientos de participación: o estar informado de antemano de lo que allí se va a discutir y preparar algo o llevar un aporte para comentarlo en ese espacio; o, estar lo suficientemente atento a las intervenciones de los contertulios para retomar un aspecto o matiz de lo dicho y seguirlo desarrollando o bifurcando en el árbol frondoso del diálogo. Aunque es posible, pero no es tan bueno para el desenvolvimiento de la tertulia, quedarse en silencio observando y escuchando cómo va y viene la palabra, cómo construye ideas colectivas o cómo desmorona planteamientos aparentemente consolidados. Lo que si no parece conveniente ni oportuno es llegar a la tertulia sin ni siquiera tener unas claves de acceso para la discusión o “hablar por hablar”, desconociendo y subvalorando la importancia de la reunión o el genuino interés que imanta a los participantes.

Cabría decir algo sobre el resultado final de hacer una tertulia. ¿Cuál es el objetivo medular de disponer o participar de tal espacio?  Podríamos echar mano de lo que opinaba Jorge Luis Borges sobre el diálogo, para afirmar que la tertulia es una forma de investigación colectiva y, por lo mismo, “no importa que la verdad salga de uno o de la boca del otro”, lo importante es lo que acaece durante la sesión de tal encuentro. No hay verdades previas o personas investidas de poder para dictaminar en la tertulia la palabra final, la palabra incuestionable. Más bien es un acto colaborativo de desentrañar los intersticios de un tema, de asediar a varias manos un asunto o problema para con esa variedad de opiniones o de juicios lograr ver su complejidad, su hondura, su infinidad de vericuetos. Los contertulios aportan intuiciones, ofrecen pistas, recalcan en aspectos, se fijan en detalles, tejen relaciones, muestran su asombro, sacan conclusiones, y con todo ello –en medio de la cordialidad y la camaradería– se va tratando de construir la figura del rompecabezas que muy al final muestra lo que era imposible de ver con las piezas desparramadas sobre la mesa. La finalidad de hacer una tertulia depende de cómo acaezcan las intervenciones, de qué tanto se le sigue el hilo a un indicio, de cómo se fragua al calor de los intereses particulares la estructura de una verdad, los entrepisos de un saber o la llave para resolver un enigma. 

He hablado de despertar el deseo por estar en la tertulia. Me refiero a una dimensión diferente a la del deber o la norma heterónoma. Quizá en este aspecto las instituciones educativas necesitan disponer espacios alternos o franjas abiertas, electivas, en las que sea posible “ir por el mero gusto”, sin que eso afecte promedios o merme desempeños académicos. Digo esto, porque se ha querido curricularizar todos los tiempos, todos los espacios, en un afán de controlar la vida cotidiana de los estudiantes. Hace falta, como lo planteó el psicoanalista italiano Massimo Recalcati, devolverle a la escuela una “erótica” que conduzca a despertar en los niños y los muchachos el deseo por estar allí, por aprender libremente, por compartir experiencias de vida, por tener lugares donde confesar sus descubrimientos o sus apremiantes preguntas. Hacen falta más espacios de conversación en los escenarios educativos. Y la tertulia puede ser una manera de que los maestros y directivos docentes vayan abriendo un lugar a estas hablas, a este otro modo de saber colaborativo. Pero, además, será también una oportunidad para mermar la frecuencia del discurso autoritario y empezar a escuchar, como contertulios atentos, las opiniones de los que pretendemos formar en nuestras aulas.

De otra parte, la tertulia es una excelente estrategia para trabajar con personas adultas, tanto con fines de cualificación de una práctica o un oficio, como para socializar experiencias profesionales. Es obvio que los adultos cuentan con un caudal de relatos, de testimonios sobre los alcances o limitaciones de una actividad, una técnica o cierta forma de proceder. Invitarlos a participar de una tertulia, convocarlos a “contar sus vivencias profesionales” es un modo de que en la educación superior se empiece a aquilatar la transmisión de conocimientos –centrada en los profesores– con la sabiduría proveniente del contacto con la práctica, con las adaptaciones a los diversos contextos, con las variadas peripecias que sufren las teorías cuando encarnan en el carácter particular de una persona. Sería también un modo de vincular a los egresados y un buen recurso para validar qué tanto los perfiles de egreso realmente cumplen su cometido o tienen un impacto en la sociedad. Más que ofrecerles clases formales, lo que debería hacerse es disponer espacios de encuentro, tertulias, entre las nuevas generaciones de aprendices y los veteranos que vienen a compartirles sus vivencias, sus consejos derivados de estar expuestos largo tiempo a las contingencias de la realidad.

Lo mismo puede afirmarse de la larga tradición que hay en el mundo universitario sobre los seminarios y las tertulias como medio de formación para los docentes. Primero, porque es a través de la conversación entre pares como mejor se comparten aciertos y desaciertos pedagógicos y didácticos y, segundo, porque al estar en ese “rito de conversación colectiva” se afianzan las subjetividades, se fortalece la confianza y se consolida el trabajo en equipo. No es posible que en la educación superior se haya dejado de conversar entre colegas sobre los temas consustanciales de su oficio, y solo se hagan reuniones para llenar un formato, cumplir una norma o hablar del trabajo administrativo. Estar habitualmente dialogando con los compañeros de trabajo no es “perder el tiempo”; por el contrario, es el modo como se construyen propuestas académicas serias, se crean escuelas de pensamiento, se avanza en la innovación o la renovación de propuestas formativas. Habituarse a exponerle a otros sin temores lo que se hace, recoger los comentarios y sugerencias de los pares, mostrar las dudas y las preocupaciones con el fin de resolver colectivamente un problema, son asuntos que bien pueden hacerse en una tertulia y que, si hay el suficiente respeto y la verdadera confianza, ofrecen más beneficios que cursos o capacitaciones concebidas desde el control homogeneizador y la lógica burocrática.

Refuerzo lo dicho: fomentar más las tertulias en espacios educativos, invitar a participar de ellas a los estudiantes con el fin de escucharlos y aprender de sus puntos de vista, ofrecer maneras alternas de aprendizaje colaborativo, son un medio de potenciar la formación en la oralidad, la convivencia y el pensamiento argumentativo. De igual manera, permitirse el tiempo para sentarse a conversar con amigos o colegas docentes, afinar la capacidad de escucha, disponer el espíritu para lo que nos cuentan los demás, permitirse el goce en lugar de la estresante obligación, son asuntos que deberían reflexionar más todos los que están agobiados y atiborrados de dar clases. Digámoslo fuerte, tanto para discentes como para maestros: al participar en una tertulia ejercitamos la palabra oral, la palabra que está cercana a nuestras emociones y a nuestro cuerpo, la que está impregnada del mundo vivido, la que nos sirve para establecer o fortalecer los vínculos humanos; y, a la vez, al estar en tertulia confirmamos que el saber se construye socialmente, que la sabiduría se dice a muchas voces, y que es bueno contar con otros espacios de goce y alegría por aprender mediante los cuales hagamos contrapeso a las rutinas laborales que demuelen el espíritu y fracturan la iniciativa personal.

Porque, en últimas, lo que posibilita la tertulia, la conversación, es restituirnos el rito fundante de lo que somos como seres sociales: ese ritual de estar juntos alrededor de una fogata oyendo historias y disfrutando con enorme placer el estar con otros que consideramos parte de nuestra “gran familia” o con los cuales tenemos una relación, un vínculo que va más allá de los lazos de la sangre.

El valor formativo de los Diccionarios autobiográficos

11 domingo Sep 2022

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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«El Alma del Ebro», escultura de Jaume Plensa.

He dedicado otros textos a profundizar en el valor formativo de realizar una autobiografía, al igual que en diversas estrategias para llevarla a cabo. Hoy quisiera centrarme en el recurso del Diccionario autobiográfico, del cual he mostrado en este blog varios ejemplos.

Iniciaré resaltando una bondad psicológica de esta escritura del yo. Me refiero a la importancia que tiene para una persona encontrar un grupo de palabras, un vocabulario, que lo defina o de sentido a su identidad. Porque hay términos que sólo tienen significado para nosotros; que escapan a las atribuciones dadas por el común de las personas o que no figuran en las acepciones consignadas en los diccionarios. Lo que está en la base del elaborar un Diccionario autobiográfico es acopiar esos términos que hacen las veces de “señas de identidad”, de “marcas de singularidad”, de claves semánticas para lograr distinguirnos.

Es ahí donde radica su fuerza y, al mismo tiempo, su potencial formativo. Seguramente a lo largo de nuestra trayectoria vital hemos ido oyendo esas “voces”, han estado presentes en la crianza, nos han seguido haciendo resonancias en nuestro corazón. Muchas son legados lingüísticos de nuestros mayores, de nuestros mentores más queridos; otras, han desfilado sus nombres en los objetos que pueblan la vida cotidiana o que proclaman sus marcas en los medios de comunicación; y unas más, han sido “atribuciones íntimas” o “nominaciones mágicas” que fuimos poniendo a las posesiones que consideramos sagradas o a esos bienes conquistados con demasiado esfuerzo. Recopilar esas palabras, ponerlas en la perspectiva de un diccionario, es darle forma a nuestra existencia, pero usando la materia prima del lenguaje.

Es apenas obvio que para lograr este objetivo necesitaremos recordar. Habrá que echar mano de los objetos, las fotografías, los papeles que guardamos; y también, escarbar en las diversas zonas de nuestro pasado: el lugar donde nacimos, las personas ya idas del nicho familiar, los maestros o maestras que nos abrieron otros horizontes, los trabajos que nos fueron tallando el carácter o las manos. Todo eso ayudará a convocar la aparición de “esas palabras nuestras”, de ese abecedario hecho a la medida de nuestra historia. No sobrará rememorar, por lo mismo, las manías que nos caracterizan, los gustos etiquetados por nuestros sentidos, los temores que nos dicen desde cierto silencio, las pasiones intelectuales a las que dedicamos gran cantidad de tiempo. Sin esta labor de revivificación no hallaremos ese grupo de expresiones en las que podamos genuinamente reconocernos.

Y por eso también es importante emplear el recurso de tomar como inicial de cada palabra del Diccionario autobiográfico todas las letras del abecedario. Este es un ejercicio poderoso para obligar al recuerdo a sondear espacios, personas, objetos, exclamaciones, documentos que, en una primera reminiscencia de nuestra vida, quedarían sepultados por los vocablos de los años más inmediatos o por los lugares comunes de lo primero que salta a nuestra mente. Si uno asume la tarea de recopilar su vida usando todas las letras del alfabeto se obliga a excavar en diversos escenarios de su ser, a observar con atención las ramificaciones de su existencia.

Después de hallar y completar las palabras que conformarán el Diccionario lo que sigue es la definición de tales términos. Para tal propósito se procederá a explicar o aclarar cada vocablo o a describirlo con la mayor claridad posible. Se trata de precisar o contextualizar de la mejor manera el término en cuestión, buscando siempre que el lector quede lo mejor informado o que entienda el sentido que le damos a cada palabra. No sobra decir aquí, que la redacción de las definiciones es lo que le otorga al Diccionario autobiográfico su singularidad, su distintivo personal. Puede suceder que dos personas hayan elegido palabras semejantes; pero en la definición de las mismas se verán las diferencias, los matices, los rasgos de originalidad.

De otra parte, hay que prestar especial atención a no usar palabras tan genéricas que diluyan o constriñan la salida de los términos más particulares, de esos vocablos que dan la “especificidad” al Diccionario. No es lo mismo incluir la palabra “perro” dentro de nuestro listado, que elegir el nombre de “Talismán”, para referirse a ese can que nos acompañó durante la infancia. Lo mismo vale para la palabra “finca”, cuando sería mucho mejor emplear el nombre de ese lugar, o el apelativo que la familia le daba a tal parcela campesina. Cuentan los “apodos”, los “apelativos cariñosos”, las formas cifradas de un vínculo; como también las onomatopeyas que troquelaron nuestra memoria auditiva, los juegos de lenguaje de los que fuimos protagonistas, las expresiones reiterativas que acompañaron nuestra crianza. Entre menos apelemos a generalizaciones y más nos enfoquemos en términos distintivos mayor será la originalidad de nuestro abecé personal.

A veces es bueno acompañar el Diccionario autobiográfico de imágenes o archivos de audio que amplíen o muestren aspectos relevantes de cada término. Ilustrar las palabras contribuye a enriquecer la definición de los vocablos seleccionados. Cuando así se procede, los autores de los diccionarios se convierten en arqueólogos de su propia vida, en archivistas de su historia. Tal pesquisa documental tiene un beneficio adicional: a veces al hallar una carta, una revista, un carné, esos objetos llevan a que emerjan otras palabras que dábamos por perdidas o que parecían no hacer parte de nuestra investigación. Igual acontece con la música o con las fotografías guardadas por largo tiempo: escuchar esas melodías de nuevo o mirar antiguos álbumes, despierta su “aura significativa”, hacen audibles o visibles nombres inadvertidos o presencias que, al ser recuperadas por el oído o la vista, cobran su justa valía. Basta encontrarse de súbito con una vieja libreta de calificaciones para que se desparramen en nuestra memoria rostros, paisajes, juegos, calles y aventuras en una algarabía de voces entrecortadas.

Resulta útil cuando se está elaborando el Diccionario emplear fichas para cada palabra que vayamos encontrando; así como hacía María Moliner, la autora del indispensable Diccionario de uso del español. Recomiendo este modo de redactar cada término porque la memoria procede como quitando capas de barniz, como destejiendo hilos en el tejido del tiempo. Nos acordamos de algo en un instante y, horas o días después, asoma la forma de otra remembranza tan valiosa como la primera. Ni de todo nos acordamos a la vez, ni tenemos completas las definiciones de un fogonazo mnémico. Lo aconsejable es ir sumando significados o sentidos de la definición de cada palabra. Más tarde podrán ajustarse tales observaciones en un párrafo fluido, coherente y limpio de ripios o muletillas innecesarias.

Los diccionarios autobiográficos son de gran ayuda, decíamos, para hacer memoria de nuestra vida. También son útiles en los procesos educativos, especialmente para que los estudiantes muestren y compartan su vocabulario significativo; para que esos “otros lenguajes” también hagan parte de la clase. Pero, a la vez, son de gran ayuda para los maestros como medio de conocer a sus estudiantes; como recurso comunicativo para hallar “comodines verbales” mediante los cuales sea posible establecer o afianzar un vínculo personalizado. Por supuesto, al elaborar el diccionario autobiográfico los estudiantes tendrán un medio expresivo para explorar en sí mismos, para acabar de conocerse; y los maestros, al leerlos o asistir a su exposición en clase, hallarán mapas particularizados de su grupo, con topónimos claves de referencia individual, para establecer una atinada relación pedagógica y cumplir su principal objetivo de saber cuidar a otros.

Escolios a la Odisea (cantos XXI a XXIV)

04 domingo Sep 2022

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Comentarios

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«Penélope llorando sobre el arco de Ulises», grabado de Jean Marie Delattre – Angelica Kauffman

No es cualquier juego al que se van a enfrentar los pretendientes. Es uno de los certámenes del “rey” Odiseo: pasar una flecha por el ojo de las doce hachas grandes, las cortantes segures. Como tampoco es común el arma que va a utilizarse para tal competición: el flexible arco de Ulises, regalo de Ífito. Así que, aún en desventaja numérica, Odiseo tiene a su favor estos dos elementos; además cuenta con la sorpresa y el apoyo del boyero y el porquerizo, Filetio y Eumeo, quienes encerrarán en el palacio a los pretendientes. De igual modo está la lanza ávida de venganza de su hijo Telémaco, listo a su señal para entrar a combatirlos. Liodes fue el primero en intentar tender el arco, después lo hizo Eurímaco, pero los dos fracasan en sus intentos. ¿Qué tiene de particular ese arco, que ni el sebo caliente logra ablandarlo ni la “carcoma ha podido roer el asta de cuerno después de tantos años”? En principio, es uno de “los tesoros del rey”, resguardado con llave en el aposento más interior del palacio: es un regalo precioso; además, es un arco de largo alcance, que exige demasiada fuerza en los brazos y las manos para tensarlo y, según el fin propuesto por Penélope, presupone un buen pulso y una habilidad suprema que garantice la alta precisión. Tensar el arco, en suma, es la prueba que pone a competir la soberbia juvenil con la paciente y sopesada experiencia.

*

La matanza fue bestial. Flechas y lanzas acabaron con los pretendientes. Antínoo, Eurímaco, Anfínomo, Agelao, Eurínomo, Anfimedonte, Demoptólemo, Pisandro, Pólibo, Euríades, Élato, Leócrito, Liodes, entre otros, “cayeron entre la sangre y el polvo”. A unos los mató Odiseo, y a otros Telémaco, Filetio y Eumeo. Aunque Atenea no participó directamente, sí ayudo haciendo que las lanzas de los pretendientes no hirieran de manera considerable a los cuatro defensores del palacio de Ulises. Motivados por la afrenta y la humillación acumuladas, aunadas al coraje y el aguante, Odiseo y su reducido grupo de guerreros diezmaron a esos numerosos dilapidadores de la hacienda del rey. El resultado final se asemejaba al de una brutal carnicería: “los pretendientes yacían amontonados unos sobre otros”. En este canto vemos por qué Ulises era respetado entre los guerreros aqueos, por qué su nombre resonaba más allá de los mares. Apenas termina el combate, Euriclea “se encuentra de pronto a Odiseo en medio de los cadáveres de la matanza, cubierto de sangre y barro, como un león que acaba de devorar a un buey montaraz, que todo el pecho y ambas fauces lleva teñidos de sangre y es espantoso al verlo de frente”. Toda la furia contenida se desata sin contemplación o perdón; se salvan únicamente, por intercesión de Telémaco, el aedo Femio y el heraldo Medonte. Odiseo le dice a este último que le perdona la vida para que “reconozca y proclame luego ante cualquiera que el hacer bien es mucho mejor que el obrar mal”. No obstante, el prudente Ulises, no se vanagloria de su victoria y prohíbe a los de su casa proferir exclamaciones de júbilo por su justa venganza: “no es piadoso dar gritos de triunfo sobre los muertos recientes”.

«Ulises y Telémaco matan a los pretendientes», pintura de Thomas Degeorge.

El reencuentro de Penélope con Ulises no es inmediato. Entre otras cosas, porque según Euriclea, ella “tiene un ánimo siempre desconfiado. Duda, si en verdad es su esposo el que está en el primer piso de su casa, “cubierto de sangre como un león”; duda si es cierto que es el mismo mendigo que hospedó hace unos días; duda si no es una patraña de los dioses para alargar sus penas. Por eso, al bajar a encontrarse con su esposo se pone a una prudente distancia para interrogarlo: “vacilaba en el fondo de su corazón si dirigirse de palabra desde lejos a su querido esposo o si, llegando hasta él, le besaría abrazándole la cabeza y las manos”. Debido al estupor de Penélope, ese primer encuentro tan esperado, ese “largo anhelo”, está marcado por el silencio y las miradas escrutadoras. Antes de recibir los abrazos y los besos amorosos de cariño, el mendigo debe quitarse los harapos, bañarse, y recibir los dones bellos de Atenea, “para que parezca más alto y fornido”. Y todavía más, la “dura de corazón”, la obstinada y de “corazón inflexible”, le exigirá a su esposo superar la prueba del origen de su lecho.

*

Así como Euriclea reconoce a Odiseo por la cicatriz de su pierna, de igual modo Penélope constata la identidad de su amado por el relato que hace Ulises del olivo que, con una de sus ramas, talló el pie de la cama marital. Ese signo conyugal hace parte de las complicidades secretas entre los esposos: “pues hay señas para nosotros que los demás ignoran”. No cabe duda, es Odiseo: “el lecho sigue incólume”.

*

Después de “haber disfrutado del deseable amor, se entregaron al deleite de la conversación”. Penélope le relata sus infortunios y sufrimientos con “los funestos pretendientes” y Ulises le hace un resumen de su larga travesía por el país de los lotófagos, su encuentro con el cíclope, su paso por la isla de Eolo, el naufragio que sufrió por la imprudencia de sus compañeros al abrir el zurrón con los vientos, su posterior llegada a la ciudad de los Lestrigones. Le habla también de los engaños de la maga Circe, de su descenso al Hades para hablar con Tiresias, de su paso por la isla de las Sirenas y aquel canto seductor, de su tortuoso viaje por las peñas Erráticas y el enfrentamiento con las monstruosas Escila Y Caribdis. De igual modo le relata cómo sus compañeros desobedeciendo su orden, habían matado las vacas del sol y que, por ello, perecieron en las aguas del turbulento océano, y cómo él, agarrado de un madero, sobrevivió varios días hasta que llegó a la isla Ogigia donde conoció a la ninfa Calipso. Le contó también su posterior llegada al país de los feacios, quienes no solo lo honraron, sino que lo condujeron hasta su patria tierra. Odiseo se alargó en cada una de sus aventuras, pero a pesar de lo extenso de tales historias, Penélope se mantuvo atenta “y el sueño no le cayó en los ojos hasta que se acabó el relato”. Ulises revive cada una de sus peripecias, las convierte en una narración maravillosa, con el fin de incitar y mantener la seducción a Penélope. Todo esto es posible gracias a la complicidad de Atenea quien, celestina de ese reencuentro amoroso, “alargó la noche”, deteniendo en el Océano los caballos ligeros de la Aurora.

*

Odiseo le confiesa a Penélope que aún le queda pendiente otra prueba de la cual le habló Tiresias, cuando lo visitó en el Hades. Es otro viaje, por múltiples poblaciones, cargando un remo en sus manos hasta que encuentre hombres que no hayan visto el mar ni sazonen sus alimentos con sal. Este curtido aventurero debe encontrar a un caminante que cumpla tales requisitos. El mismo adivino le dijo una clave para encontrarlo: “cuando al salirme al paso otro caminante que me diga que llevo un aventador sobre mi fuerte hombro, entonces, debo hincar el remo en tierra, sacrificar hermosas víctimas al soberano Poseidón, un carnero, un toro y un verraco, y volver a casa, para hacer sagradas hecatombes en honor de los dioses que habitan en el amplio cielo”. El premio por cumplir o lograr superar dicha tarea será “una tranquila vejez”. Si se mira con detalle, esta prueba es un modo de “recoger los pasos”, una manera de desandar la vida de marinero; Odiseo, avezado marinero, debe hallar a “un caminante” que desconozca los útiles esenciales de ese mundo tan querido por Ulises. Y es también un rito de purificación, un acto de desagravio con Poseidón, para alcanzar una suave muerte que “llegará serena desde el mar”.

Hermes conduciendo las almas de los pretendientes al Hades, ilustración de John Flaxman.

Mientras Odiseo va en camino de hallar a su padre, las almas de los pretendientes bajan al Hades. Aquiles charla con Agamenón, cuando son interrumpidos por la presencia de Hermes que conduce las almas de los pretendientes. Agamenón reconoce a Anfimedonte y le pide explicaciones de por qué él y otras almas llegaron allí. El hijo de Menelao le detalla muchos de los acontecimientos en los que estuvo involucrado y los pormenores de la matanza: “así hemos perecido, Agamenón, y los cadáveres yacen abandonados en el palacio de Odiseo”. El relato de Anfimedonte no da razón de sus actos de impiedad o de cómo él y los otros jóvenes aqueos dilapidaron los bienes de Ulises, confabularon la muerte de Telémaco y mancillaron el don de la hospitalidad; lo que cuenta no muestra ningún arrepentimiento ni de las faltas ni de las acciones indebidas en la mansión de Ulises. Anfimedonte, como los otros pretendientes, sigue siendo un alma soberbia, como lo fue en vida. La hybris es su consigna y su condena.

*

Así como Penélope solicita una prueba para constatar que ese mendigo es su esposo; de igual manera Laertes exige una señal al forastero que lo visita para quedar totalmente convencido de que es su hijo. En el primer caso es la descripción de la construcción del lecho nupcial; en el segundo, la enumeración de los árboles del huerto que “antaño le diera Laertes” a Odiseo: “trece perales, diez manzanos y cuarenta higueras”, además de la promesa de “las 50 ringleras de vides”. Son estas señas las que convencen tanto a la una como al otro. No son suficientes, por lo mismo, la mera declaración de identidad que manifiesta Ulises. Ha pasado mucho tiempo, y por eso se necesitan estos otros signos compartidos, estas “señas tan claras que lleven al reconocimiento”. Lo interesante es que estas pruebas de identidad a Odiseo están referidas al espacio familiar o a alguna zona de la intimidad. Lecho o huerto cobran un valor especial porque ponen en evidencia un tipo de vínculo, porque en sí mismos conducen a la rememoración de un hecho significativo en la vida de esas dos personas o marcan la singularidad de una filiación o un compromiso.

*

El final de la Odisea se dirige al cese de la venganza y la instauración en Ítaca de la paz. Ya Ulises presentía que los familiares de los pretendientes iban a tomar venganza por la muerte de sus hijos; por eso estaba prevenido a enfrentarlos cuando vinieran a buscarlo. Y fue el padre de Antínoo, Eupites, quien arengó a otros aqueos y los convenció de “vengar a los asesinos de nuestros hijos y hermanos”. No valieron las advertencias disuasorias del augur Haliterses Mastórida, pues en algarabía salieron a buscar a Odiseo y sus compañeros. La pelea fue inevitable. Sin embargo, es Atenea, por mandato de Zeus, la que disuelve con un grito la contienda: “¡Parad, itacenses, la mortífera refriega, y así, sin más sangre, separaos en seguida!”.  Y dado que Odiseo de un salto quería perseguir y acabar con los que huían, la diosa tuvo que detenerlo diciéndole: “párate, calma esa furia de guerra, que a todos se extiende. No sea que se quede irritado contigo Zeus de voz tonante”. Ese es el final de la historia: abandonar el ánimo vengativo que ha estado sediento a lo largo de los cantos de la Odisea. Y para que se logre la concordia definitiva, el dios del cielo y del trueno invita a las otras divinidades a que “facilitemos el olvido de la matanza de los hijos y hermanos. Que convivan en amistad los unos y los otros, como en el pasado, y que haya prosperidad y paz en abundancia”. En definitiva: a los hombres les compete parar la sed de venganza; y a los dioses ofrecer el don del olvido.

«Homero cantando sus versos» de Paul Jourdy.

NOTA BIBLIOGRÁFICA

Para estos y los anteriores Escolios he hecho una lectura paralela de las siguientes traducciones de la Odisea: en prosa, la de Luis Segalá y Estalella (Aguilar, Librero) y la de Carlos García Gual (Alianza); en verso, la de José Manuel Pabón (Gredos) y la de Fernando Gutiérrez (Random House). También he cotejado la traducción en prosa de José Luis Calvo (Cátedra). En el caso de la “versión directa y literal del griego” de Luis Segalá y Estalella he tenido a la mano las Obras completas de Homero de Montaner y Simón (Barcelona, 1955) y las Obras completas, con ilustraciones de John Flaxman, de la editorial Joaquín Gil (Buenos Aires, 1946).

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