El odio entre los animales de la sabana iba en aumento. Ya no era solo por la comida, sino manifestado en agresiones verbales que se multiplicaban cada día.
—Estamos hartos de que los elefantes vengan a ensuciar nuestras charcas —arengaba un hipopótamo a sus compañeros de manada.
—Debería ser un delito el que los hipopótamos infecten nuestra agua con sus excrementos —murmuraban los elefantes.
Las guacharacas, apenas escuchaban tales afirmaciones, se apresuraban a divulgarlas con estridente voz.
—Tenemos la exclusiva —chachalaqueaban—: Los elefantes andan en negociaciones con los cocodrilos para acabar con los hipopótamos.
—Y una fuente muy importante nos ha contado que los hipopótamos se han vuelto traficantes de marfil.
Con sus bufandas de color rojo encendido y sus medias rosadas, las guacharacas iban de árbol en árbol amplificando y repitiendo toda la mañana esta noticia. Al otro día, aunque los actores eran distintos, ellas se mantenían en su letanía alarmista:
—Hay un choque de trenes entre carnívoros y carroñeros —exclamaban con su chillona voz.
Con el pasar del tiempo los animales empezaron a creer y repetir que toda la sabana estaba polarizada y que, de seguir así, una guerra era inminente.
El león se enteró de este rumor y, muy rápidamente, conformó una comisión de alto vuelo para indagar la causa de este mal ambiente. El águila, la cigüeña y un flamenco integraban el grupo. Después de una semana presentaron al león sus hallazgos:
—Eso se debe a la sequía, que exacerba los ánimos —dijo el águila, después de otear todo el territorio.
—La causa de este malestar es la sobrepoblación —explicó la cigüeña—. La sabana no aguanta un animal más, y por ese apretujamiento hay tantos conflictos.
—Para mí el motivo está en las migraciones —y lo sé por experiencia propia, afirmó el flamenco—. Los inmigrantes causan muchos problemas.
El león oyó con atención a todos los miembros de la comisión. Les agradeció y se encerró a meditar en su despacho.
De regreso a su guarida le comentó a su esposa lo sucedido. Ella lo escuchó mientras atendía a tres de sus cachorros. Una vez que el león terminó de hablar y, como si fuera algo obvio para ella, le comentó:
—No creo que sea por ninguna de esas razones.
El león la miró intrigado.
—Eso se debe a la bulla que hacen las guacharacas.
—¿Esas pajarracas estridentes?
—Sí. Ellas son las que torean el avispero. Repiten y repiten cualquier pequeño incidente de dos animales hasta volverlo un problema de todos. Cogen una chispita y la vuelven un incendio
—¿Y por qué dices esas cosas?
— Las cazadoras sabemos cómo alcanzar nuestras víctimas.
Al león no le pareció desacertado el comentario de su mujer. Habló de otros asuntos cotidianos y dejó que sus hijos jugaran unos largos minutos con su melena.
Al otro día, a primera hora, el león convocó a las guacharacas a su palacio. Cuando llegaron exhibiendo sus medias rosadas y sus bufandas de color rojo encendido, les expuso los pormenores del ambiente conflictivo que se vivía en la sabana y que las invitaba a contribuir a mejorar la situación.
—Nos sorprende que nos diga esas cosas —replicó altanera una de las guacharacas.
El león, mirando de reojo las flacas patas de las aves con esas vistosas medias rosadas, siguió hablándoles:
—No podemos permitir que se pierda la concordia y la paz en la sabana.
—Eso es lo que hacemos todos los días —repuso una guacharaca que cargaba una cartera muy costosa.
—Las invito a calmar los ánimos. Ya es suficiente con la sequía que nos agobia —terminó diciéndoles el león.
Apenas abandonaron el palacio, las guacharacas volaron hasta el primer árbol que encontraron. Estaban muy molestas, ofendidas desde la cabeza hasta la cola.
—¡El alto gobierno quiere amordazar la libertad de expresión…!
Y en ese chachalaqueo estuvieron todo el resto de la mañana, prosiguieron en la tarde y siguieron hasta el inicio de la noche.
Ese mismo día, cuando el león regresó a su guarida y la leona le comentó del rumor que ahora estaban diciendo a los cuatro vientos las guacharacas, le hizo a su mujer una sesuda confesión:
—Tal vez el problema no sea únicamente por las guacharacas, sino por los animales crédulos y lenguaraces de la sabana.
Hizo una pausa y terminó su reflexión:
—Si cada animal creyera la mitad de lo que le comentan y callara la mitad de lo que le dicen, sería más fácil convivir en paz.
La leona miró a su marido de reojo y le pareció que los años lo iban volviendo más sabio. Se rescostó a su lado, en silencio, para observar el rojo atardecer en la sabana.
Uno de los primeros en adquirir celular fue el pavo real. El mismo día que lo consiguió no paraba de tomarse selfies a cada minuto. Se fotografiaba al lado de las gallinas más cenicientas, otras con la finca del dueño al fondo y, en la mayoría, exhibía su colorida y enorme cola en diversos ángulos.
Durante varias semanas el pavo real estuvo presumiendo de su nuevo juguete. Varios patos y gallinetas halagaron el dichoso celular y unas cotorras envidiaron la suerte de tener a la mano esa maravilla tecnológica.
El único que no se inmutaba era el búho. Trepado en una rama de pino observaba con sus grandes ojos lo que ocurría a su alrededor. Al pavo real le pareció curioso tal comportamiento y se acercó al árbol mostrando el aparato reluciente.
—¿Y a usted no le interesa mucho tomarse fotos?
—No —repuso el búho de manera despreocupada.
—¿Por asuntos de belleza? —preguntó con ironía el pavo real.
—No. Por prevención y pudor…
El pavo real no entendió muy bien la respuesta y prefirió seguir fotografiándose esta vez en compañía de unos cerdos al lado de la porqueriza.
El búho continuó contemplando la escena. Se acomodó mejor en la rama del árbol mientras decía para sí: “Lástima que esos aparatos no saquen fotos de lo que la gente tiene adentro de su cabeza”.
El arma más letal
Varios animales se juntaron de manera espontánea para conversar sobre la mejor estrategia de cacería.
—La mejor arma para matar —dijo el león— son unos colmillos largos y cortantes.
—No —replicó el tigre—, no hay como unas garras bien afiladas.
Las hienas permanecían a unos pasos y en silencio, observando atentamente aquella conversación.
—Yo pienso que el veneno es lo más efectivo —argumentó una cobra, alzando amenazante su cabeza.
—¿Y dónde me dejan la eficacia de la velocidad? —interpeló al grupo un atlético guepardo.
Las hienas se sonreían, como si conocieran algo secreto para la concurrencia. Entonces el rey de la selva se digirió a ellas, increpándolas de manera desafiante:
—Y ustedes, señoras, ¿qué piensan al respecto?
Una de las hienas se acercó al grupo y, con un tono de voz que parecía un gruñido musitado, les hizo la siguiente confesión:
—Nada hay más cortante, más rápido y más venenoso que la baba pudridora de la mentira y la murmuración.
Los animales miraron a las hienas con cierto asombro y, poco a poco, fueron disolviendo la reunión.
Ilustración de Pawel Kucynski
Los buitres, las palomas y la paz
Las palomas insistían en que la paz era fundamental para lograr vivir mejor en toda la comarca.
—Así cada quien está tranquilo y podemos todos ser felices.
Los buitres escuchaban los argumentos de las palomas. El rey gallinazo, a sabiendas del riesgo de esa propuesta para su bienestar, replicó:
—Esos son ideales muy loables…
Las palomas sintieron los ojos amarillos de los buitres sobre sus espaldas.
—Más que loables, necesarios. Miren la cantidad de ciervos muertos aquí y allá en los últimos meses.
El gallinazo alargó el cuello, batió las alas y respondió no sin dejar de mirar a las palomas.
—Por lo que sé, y comprobé con mis certero olfato, eso fue a causa de una peste.
—Nosotras sabemos que no fue por eso —replicó la paloma mirando a lado y lado.
Los buitres callaron. Después se alejaron de las palomas y empezaron a correr para levantar el vuelo.
Mientras ascendían, buscando la mejor corriente de aire, hablaban de que tales propuestas eran las que estaban acabando con sus hermanos.
—Las palomas no entienden que sin la guerra estaríamos acabados.
Y el calvo rey gallinazo graznó con tono sentencioso:
—De carroña vivimos y por la carroña mantenemos nuestro trabajo.
Heráclito, desnudo, se bañaba en un río. Entre cantos y letanías para sus dioses protectores, jugaba con el agua corrientosa que acariciaba sus piernas. Se sentía a gusto entre aquel húmedo elemento.
El agua que rozaba su cuerpo continuaba su recorrido hasta perderse de vista. Descendía por montañas, se descolgaba por entre rocas y se alargaba serpenteando en las llanuras. El sol, mientras tanto, calentaba las aguas de aquel río siguiendo su curso. El agua del río sufría entonces un cambio imperceptible; se iba evaporando hasta condensarse en nubes, para luego caer de nuevo en forma de lluvia.
Heráclito, friccionando su espalda con una esponja, recibió nuevamente la caricia del agua, esta vez en forma de lluvia leve y continua. Reflexivamente dijo para sí:
—Estaba equivocado: me he bañado dos veces en el mismo río.
Idit
Mi marido empezó a correr como loco. Vociferaba, maldecía, miraba a todos lados, alertándonos del peligro inminente:
—Es el fuego divino, el fuego que arrasará a este pueblo pecador.
Yo no entendía bien lo que pasaba, pero supuse que era algo grave lo que se avecinaba porque el calor me sofocaba y el humo parecía asfixiarme.
—Cojan lo más necesario y no miren hacia atrás —gritó.
—Corran lo más que puedan —dijo con voz angustiosa.
Yo quería sacar mis perfumes, mis vestidos predilectos, el collar de nácar que él me había regalado cuando nos casamos, y por eso me demoré más que los otros miembros de la familia. A empellones metí lo que pude en un saco y en medio del gentío empecé a correr hacia donde parecía que estaba el camino de la salvación.
De pronto, me pareció escuchar detrás de mí la voz de mi esposo:
—No quedará piedra sobre piedra…
Pero cuando giré la cabeza para comprobar si era en realidad mi esposo el que hablaba, sentí que el cuello no me obedecía y un sabor de arena se confundía con mi espesa saliva. De pronto mis ojos comenzaron a ponerse pesados y mi respiración se hizo imposible.
Con mi último acto de lucidez recordé mi nombre: Idit, esposa de Lot.
El desvelo
Por las noches la desvelaba el recuerdo de él. Durante largas horas se reacomodaba por todos los lugares de su lecho, sin conciliar el sueño. Así transcurría la mayor parte de sus días. Era una enfermedad que se apoderaba de su cuerpo, haciéndolo incapaz de aceptar el descanso. La culpa la tenía él: por ser tan etéreo, tan fugaz. Pero la mayor parte de la culpa —volvía y reflexionaba— era de ella, por aceptar en su vida ese amor vaporoso.
Desesperada, decidió comentarle a su intermitente amor aquella penosa situación. Él la escuchó extasiado, como si saboreara cada parte de la anécdota, cada largo suspiro, cada exclamación de agotamiento. Parecía no importarle, pero le agradaba profundamente saberlo. Las lágrimas asomaron discretamente a los ojos de ella. Él no les prestó mayor importancia a esas lágrimas y continuó escudriñando los pormenores de aquella historia de insomnio.
Pasado aquel encuentro vino la noche y, con ella, el desvelo. El cuarto de la mujer se convirtió en una celda. Esperaba otra vez el tormento nocturno. Pero, esa noche, pudo conciliar el sueño. Durmió plácidamente hasta altas horas de la mañana, sin aquel temor que la había acompañado.
Quiso comentarle al hombre fugaz el maravilloso suceso, pero prefirió callar. Comprendió que la felicidad de él consistía en saberse verdugo permanente de su vigilia nocturna. Y supo también que no podía amarlo como antes, porque sus desvelos ya no eran de él, sino del sueño. Y eso, a pesar suyo, le producía una infinita tristeza.
Amargura caudalosa
No soportaba verlo llorar. Ahí, de pie, tratando de mantener el equilibrio, como un niño de 70 años, apenas aguantando el dolor, ayudándose con la morfina de una pastilla cada cuatro horas, el viejo le hablaba a su hijo:
—Es que no aguanto el dolor en toda esta pierna.
El hombre menor, de unos 44 años, le servía de lazarillo a su padre. Vertió agua de una jarra en un vaso y se lo pasó al padre para que la mano raquítica ingiriera el medicamento.
—Anoche, como no veo bien —dijo el viejo—, pensé que el vaso estaba bocabajo, y no; se me regó toda el agua.
El hijo levantó la mirada hasta encontrarse con el cuerpo apaleado de su padre. Lo vio más flaco, más enjuto. Hasta pensó que era un poco más pequeño.
—¿Otro poquito?
—No, mijo.
El viejo estaba agotado. Desde hacía un mes había empeorado. El cáncer iba a toda prisa, corriendo, saltando de hueso en hueso, de la espalda a la pierna, del tobillo al antebrazo. Ya nada podía hacerse para controlar su alocado juego de golosa mortal; y el viejo cada día iba perdiendo movilidad, lozanía, brillo en sus ojos. Ya no salía al frente de su casa a comprar el periódico; ya no podía ir a cobrar su pensión; ya no caminaba por el primer piso.
—Vamos a tener que hacer como un mesón, acá arriba, para colocar los platos.
El viejo soñaba el espacio para un mueble entre el televisor y la puerta de su dormitorio.
—Ya no puedo bajar las escaleras.
—Más bien compremos una mesita, de esas altas —dijo el hijo.
—Sí, yo las conozco.
El viejo dejó el vaso sobre la mesa del televisor y salió hacia el cuarto de baño. Iba como renqueando, como si fuera una presa herida por el tiempo. El hijo se quedó contemplando el diseño del futuro mueble; luego salió de la habitación y se encaminó a buscar su comida.
Bajó por la misma escalera que su padre había escalado tantos años, recorrió el mismo piso de madera por donde el viejo había caminado y se ubicó en el comedor circular cerca al puesto en el que su padre acostumbraba sentarse.
Miró a su alrededor y vio sobre uno de los asientos dos cojines de goma que, como si fueran salvavidas, servían de soporte para que la cadera del viejo no tocara la madera. Alzó la mirada y no pudo evitar pensar en aquellos últimos días. Recordó a su padre tendido en la cama, echado, acompañado por el transistor y la voz de Américo Rivera leyendo las noticias del mediodía. Lo vio con un pañal, como un ridículo bebé triste y tambaleante. Lo vio también intentando levantarse de la cama y necesitando de una mano que pudiera impulsarle la cabeza, así como a los niños. Lo vio igualmente vomitando, regurgitando el poco alimento que ya su organismo se negaba a recibir.
Lo vio con la barba crecida y con unas ojeras tan extrañas, como si ya el viejo estuviera aprendiendo a mirar desde otro mundo.
El hijo se tomó sorbo a sorbo la crema de tomate y mordisqueo una arepa. Su mente no estaba en el plato ni en la comida.
—¿Quiere algo más? —le preguntó la madre, acercándose despacio hasta la mesa.
—No, así está bien.
Ese día había llovido con tenacidad, con la fuerza de las lluvias de abril. El hijo acompañó a la madre a lavar los platos; la mujer complementó su labor con palabras cotidianas, con anécdotas de la enfermedad del viejo.
—Ha vomitado mucho esta tarde. Ya el cuerpo no le acepta nada.
Después el hijo y la madre subieron de nuevo a la habitación del enfermo. Lo hicieron en silencio, para evitar que se desbordara la caudalosa amargura de sus corazones.
El hombre, bajando la cabeza, dejó que sus palabras salieran lentamente.
—Tú tienes la razón —dijo.
La mujer lo miró con odio.
—Claro, esa es siempre tu disculpa.
Cuántas historias de amor imposible por culpa de nuestra desmemoria; por culpa de un olvido o una frase inoportuna.
—Pero, di algo —increpó.
“Para qué repetir una antigua mentira. Para qué”.
—Anda, háblame —gritó.
“Mejor no volver a lo mismo”.
La mujer recorrió con sus ojos la pequeña habitación. La mirada se detuvo en un antiguo retrato familiar. “Tú bien sabes lo de Manuel, querida Luisa; y lo del problemita con Laura. Te lo quiero contar a ti, porque tú me comprendes”.
—Pues yo no tengo nada más que decir —dijo el hombre con amargura.
—Sí, siempre es así.
—No siempre —repuso el hombre, levantándose del lecho.
Afuera llovía. Algún muchacho montaba en bicicleta.
El accidente
El chirrido de las ruedas del automóvil invadió el mínimo corredor del bus. Hizo un eco. Las voces y las miradas de los pasajeros se volvieron hacia diversos ángulos, hasta que al fin lograron ubicar el sitio o la causa del ruido. Un zapato suelto estaba tirado en la avenida. Las personas, afuera, comenzaron a reunirse alrededor del carro color crema. “La mató”. La gente se aglutinaba creando un cerco, una ronda de ojos. “Aún se mueve”. Yo, observando por la ventanilla, alcancé a divisar entre las piernas de los curiosos el movimiento de unos brazos, y vi también cómo el cuerpo de una mujer era levantado. “Deberían llevarla a un hospital”. Miré a mi alrededor y todos los ocupantes del vehículo se habían levantado de sus asientos para contemplar la escena que se desarrollaba en el carril derecho de la avenida. El chofer también se detuvo, irguiendo el torso y buscando mayor información alargando su cabeza. “La culpa es de uno, por imprudente”. Una señora, con una criatura entre sus brazos, le comentaba a una vecina de puesto la historia de un motociclista quien, luego de ser atropellado por un taxi, se paró tranquilo, diciéndole al conductor que lo acababa de estrellar que no tenía de qué preocuparse y, después, levantó su moto, dio unos pasos y “cayó más adelante, muerto”. La amiga, a manera de conclusión le respondió asintiendo la cabeza: “Es el instinto, el instinto lo hace a uno levantarse”. El bus prosiguió la marcha y algunos de los pasajeros continuaron mirando hacia atrás, aunque ya nada podían contemplar de aquel accidente. Luego de unos minutos, una muchacha advirtió que al lado derecho del bus iba la que acababan de atropellar. Todos los pasajeros volvieron sus ojos; la atención se renovó. Hubo otra vez comentarios diversos. Tendida sobre las piernas de un hombre y echada en el asiento posterior de un automóvil color crema, una mujer de edad permanecía desmadejada, como soñando. El carro iba rápido. Las miradas de los ocupantes del bus trataban de verle el rostro a la moribunda. El bus frenó bruscamente; la luz roja de un semáforo lo detuvo. El vehículo que llevaba a la anciana siguió de largo, tomando el desvió de otra avenida. Las personas que aún permanecían de pie mirando a través de las ventanillas recuperaron su sitio y su postura. La señora del niño en brazos seguía contándole a la amiga ocasional de puesto detalles adicionales del motociclista: “no murió al instante, sino cuando se quitó el casco protector de la cabeza”.
Confusión y memoria
—Vi multitud de animales —comentó de un momento a otro Carla, la antigua amiga de José. Dijo estas palabras sin proponérselo; las palabras salieron de su boca, como si ella no hubiera querido decirlas.
—Al final de la avenida —prosiguió Carla— se ven osos embriagados con uvas, que retozan en las ramas de los olmos y castores que se bañan en un lago.
—Ardillas negras juegan en los espesos ramajes —concluyó.
Justó ahí, al pronunciar Carla las palabras “espesos ramajes”, José fue sacudido por una rememoración. Volvió a él, como si fuera un enjambre de avispas guitarreras, un conjunto de frases —similares a las de Carla, pero muy diferentes— que había escuchado allá en su remota infancia.
—“Los resplandores —dijo José—, los resplandores que delineaban hacia el oriente las cúspides de la cordillera central doraban en semicírculos sobre ella algunas nubes ligeras que se desataban las unas a las otras para alejarse y desaparecer”.
Al terminar la frase, dicha a manera de recitación escolar, José quedó en silencio. Carla lo contemplaba fascinada y recelosa al mismo tiempo.
—“Los papagayos de cabezas amarillas, los picos verdes sonrosados, los cardenales de fuego saltan y gritan en los cipreses…”
—No, cipreses no —interrumpió José—. Eran los grupos de palmeras.
—“Los grupos de palmeras —continuó desesperado José—. Las palmeras, su línea invisible, que crea la silueta de las montañas”. Tú no sabes nada Carla, nada sabes porque todo lo has visto en los libros. “No eran cipreses, sino naguares y piaundes, eran pambiles y gualtes, o si prefieres, eran los ‘reyes de la selva’ que empuñaban sus copas sobre ella para divisar algo más grandioso que el desierto, la mar lejana”.
Carla, asombrada, guardó Atala de Chateaubriand dentro de su abrigo negro y, haciéndole un mimo en la cabeza a José, se despidió de él, mandándole un beso desde la distancia.
—Eso es puro Exotismo.
José hizo caso al comentario y prefirió adentrarse en los recuerdos de su infancia.
—¡Exotismo!, como si pudiera haber exotismo en la antigua casa de mi abuelo. ¡Exotismo! Cuando yo, de niño, corría entre el pasto yaraguá persiguiendo pechiblancas y taponas, y mi madre, al llegar yo todo encadillado de mis aventuras, me llamaba la atención porque traía sucia la ropa, manchada de musgo y líquenes porque no paraba de subirme a los guácimos, a los totumos, a los hojianchos, los capotes, los guamos y a los guayabos repletos de hormigas locas.
El extranjero
—¿Quién?, ¿quién es ese que llega?
—Es un extranjero. Alguien que dice traer una buena nueva.
—No, no sabemos, sino que anhela cumplir no sé que destino. Algo que tiene que ver con un hecho que debe cumplirse.
— ¿Acaso es un profeta?, ¿otro de los falsos profetas?
—Quizá. Pero afirman que es muy seguro, muy lleno de sí, de sus palabras, de sus propios pasos. Que se sabe dueño de su camino e intenta que otros lo sigan. Se hace llamar “pescador de hombres”.
—¿Y en verdad hay otros que lo siguen?
—Sí. Algunos. Otros lo intentan, pero luego, pasadas dos o tres lunas, se arrepienten. “Es un exigente”, dicen. Hay demasiados ayunos en su vida.
—Me quedan preguntas sin resolver. Por ejemplo, ¿por qué eligió este pueblo, esta aldea y no otra? ¿Por qué nuestro suelo?
—Él dice, según me cuentan, que vino a esta región porque es acá, precisamente, donde todos tememos al contagio. Donde cada uno teme ser tocado por los forasteros. Y donde, según afirma, castigamos sin clemencia al peregrino.
—Eso son falsos rumores. Siempre hemos abierto la puerta al extranjero.
—No. Él dice que no habla de puertas de madera, sino de otras, mucho más sólidas y menos evidentes. Habla de las puertas del espíritu y agrega que, por eso, somos duros con nuestros semejantes. Predica, según me ha dicho, que nosotros debemos abrir de par en par las puertas de nuestros corazones.
—Loco debe ser. ¿Cómo puede pedirnos tal cosa?
—Sí, algo loco debe estar. Pues, montado en un burro atraviesa nuestras calles, sin ni siquiera tener esclavos que le carguen sus maletas. En un burro. Y, sin embargo, la gente ofrece a su paso hojas de palma, cuando no sus mantos.
—Gente ridícula. ¿ni que fuera un rey?
—Nada se sabe al respecto, sólo que viene de muy lejos, de un reino que a todos nos pertenece y que, sin embargo, desconocemos.
—Claro que es un loco. Solo ellos ofrecen tales cosas.
—En todo caso, él se sabe enviado. Viene en nombre de alguien. Habla de su padre, como si fuera un rey mayor, como si fuera su soberano.
—Bueno, eso es más cuerdo. Digamos que él es un emisario.
—No es muy claro, porque a veces él mismo se llama Dios. Él mismo es su rey y su siervo, su potestad y su obediencia.
—¿Y cómo cubre su cuerpo?
—Extraña es su actitud y extraños sus vestidos. Anda desnudo y no le importa.
—¿Y tú lo has visto, dime, lo has visto?
—No, no lo he visto. Nunca lo he visto. Pero quisiera verlo.
—Yo también, aunque fuera por mera curiosidad. Sería muy raro hallarse de frente, así de pronto, con uno que dice llamarse Dios… Aunque, pensándolo bien, mejor no. De pronto al verlo, pierde su encanto. En fin, debe ser uno de los tantos caminantes que al verlo pasar nos hace sentir nuestra rutina sedentaria. Un extranjero de esos que, como el viento, por unos instantes mueven algunas de nuestras empolvadas hojas.
—Yo sí quisiera verlo, pero conocerlo en verdad. Porque de él no se tienen sino comentarios. Verlo, estrechar su mano y decirle: mire, yo soy uno de los tantos que ha oído hablar de su reino; por favor, explíqueme dónde queda o qué hay que hacer para llegar allá… Yo quisiera encontrarme frente a frente con ese hombre.
Este inicio de año, cuando seguramente estaremos disfrutando de algunos días de vacaciones, qué mejor complemento a nuestro descanso corporal que acompañarlo de alguna lectura relajante y entretenida. Cumpliendo ese necesario tiempo para el ocio, estos días he estado leyendo y releyendo algunas antologías de relatos cortos o minificciones. Como, por ejemplo, la de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares: Cuentos breves y extraordinarios, editada por Losada en 1973. De este libro clásico entresaco dos textos para compartirlos con los lectores: “El cielo ganado” del argentino Gabriel Cristián Taboada y “La verdad sobre Sancho Panza” de Franz Kafka.
El cielo ganado
El día del Juicio Final, Dios juzga a todos y a cada uno de los hombres.
Cuando llama a Manuel Cruz, le dice:
—Hombre de poca fe. No creíste en mí. Por eso no entrarás en el Paraíso.
—Oh, Señor —contesta Cruz—, es verdad que mi fe no ha sido mucha. Nunca he creído en Vos, pero siempre te he imaginado.
Tras escucharlo, Dios responde:
—Bien, hijo mío, entrarás en el cielo; mas no tendrás nunca la certeza de hallarte en él.
La verdad sobre Sancho Panza
Sancho Panza —quien, por otra parte, jamás se jactó de ello—, en las horas del crepúsculo y de la noche, en el curso de los años y con la ayuda de una cantidad de novelas caballerescas y picarescas, logró a tal punto apartar de sí a su demonio —al que más tarde dio el nombre de Don Quijote— que éste, desamparado, cometió luego las hazañas más descabelladas. Estas hazañas, sin embargo, por faltarles un objeto predestinado, el cual justamente hubiese debido ser Sancho Panza, no perjudicaron a nadie. Sancho Panza, un hombre libre, impulsado quizás por un sentimiento de responsabilidad, acompañó a Don Quijote en sus andanzas, y esto le proporcionó un entretenimiento grande y útil hasta el fin de sus días.
*
Una obra maravillosa, que me gusta repasar, es El libro de la imaginación del mexicano Edmundo Valadés (Fondo de Cultura Económica, México, 1978). Retomo tres textos: “Traspaso de los sueños” de Ramón Gómez de la Serna, “Los nuevos hermanos siameses” de Oscar Wilde y “El veredicto” del mexicano Alfonso Reyes.
Traspaso de los sueños
De pronto dejó de tener pesadillas y se sintió aliviado, pues habían llegado ya a ser una proyección obsedante en las paredes de su alcoba.
Descansado y tranquilo en su sillón de lectura, el criado le anunció que quería verle el señor de arriba.
Como para la visita de un vecino no debe haber dilaciones que valgan, le hizo pasar y escuchó su incumbencia.
—Vengo porque me ha traspasado usted sus sueños.
—¿Y en qué lo ha podido notar?
—Como vecinos antiguos que somos, sé sus costumbres, sus manías y sobre todo sé su nombre, el nombre titular de los sueños que me agobian a mí, que no solía soñar… Aparecen paisajes, señoras, niños con los que nunca tuve que ver…
—¿Pero cómo ha podido pasar eso?
—Indudablemente, como los sueños suben hacia arriba como el humo, han ascendido a mi alcoba, que está encima de la suya…
—¿Y qué cree usted que podemos hacer?
—Pues cambiar de piso durante unos días y ver si vuelven a usted sus sueños.
Le pareció justo, cambiaron, y a los pocos días los sueños habían vuelto a su legítimo dueño.
Los nuevos hermanos siameses
Era una mujer que tuvo dos hijos gemelos y unidos a lo largo de todo el costado.
Sin embargo, un hombre con fantasía y suficiencia, que se enteró del caso, dijo:
—Podrán vivir… Pero es menester que no se amen, sino que, por el contrario, se odien, se detesten.
Y dedicándose a la tarea de curarlos, les enseñó la envidia, el odio, el rencor, los celos, soplando al oído del uno y del otro las más calumniosas razones contra el uno y contra el otro, y así el corazón se fue repartiendo en dos corazones, y un día un sencillo tirón los desgajó y los hizo vivir muchos años separados.
El veredicto
La mujer del fotógrafo era joven y muy bonita. Yo había ido a buscar mis fotos de pasaporte, pero ella no me lo quería creer.
—No, usted es el cobrador del alquiler, ¿verdad?
—No, señora, soy un cliente. Llame usted a su esposo y se convencerá.
—Mi esposo no está aquí. Estoy enteramente sola por toda la tarde. Usted viene por el alquiler, ¿verdad?
Su pregunta se volvía un poco angustiosa. Comprendí, y comprendí su angustia: una vez dispuesta al sacrificio, prefería que todo sucediera con una persona presentable y afable.
—¿Verdad que usted es el cobrador?
—Sí —le dije resuelto a todo—, pero hablaremos hoy de otra cosa.
Me pareció lo más piadoso. Con todo, no quise dejarla engañada, y al despedirme le dije:
—Mira, yo no soy el cobrador. Pero aquí está el precio de la renta, para que no tengas que sufrir en manos de la casualidad.
Se lo conté después a un amigo que me juzgó muy mal:
—¡Qué fraude! Vas a condenarte por eso.
Pero el Diablo, que nos oía dijo:
—No, se salvará.
*
Otra compilación interesante es la realizada por los colombianos Guillermo Bustamante Zamudio y Harold Kremer, que recoge 100 textos publicados en la revista Ekuóreo, titulada Los minicuentos de Ekuóreo (Deriva ediciones, 2003). Transcribo dos relatos: “Fatum” de Jaime Alberto Vélez y “Tragedia” del chileno Vicente Huidobro.
Fatum
Cuando el envejecido gladiador comunicó su decisión de probar una vez más su arte, enfrentando a varios leones simultáneamente, el emperador recordó el presagio según el cual aquella sería la última gran hazaña que viera realizada por su atleta favorito. Y como siempre le había parecido justo que un hombre muriese en su ley, no trató de postergar el plazo, ni le alertó tampoco sobre los peligros que corría, sino que, obrando en consecuencia, se dispuso a seguir cada uno de los incidentes del arriesgado combate. Pero en el instante en que el gladiador venció al último de los leones, el emperador, tocado súbitamente por la muerte, se desplomó repitiendo las palabras del presagio según el cual aquella sería la última gran hazaña que viera realizada por su atleta favorito.
Tragedia
María Olga es una mujer encantadora. Especialmente la parte que se llama Olga.
Se casó con un mocetón grande y fornido, un poco torpe, lleno de ideas honoríficas, reglamentadas como árboles de paseo.
Pero la parte que ella casó era su parte que se llamaba María. Su parte Olga permanecía soltera y luego tomó un amante que vivía en adoración ante sus ojos.
Ella no podía comprender que su marido se enfureciera y le reprochara infidelidad. María era fiel, perfectamente fiel. ¿Qué tenía él que meterse con Olga? Ella no comprendía que él no comprendiera. María cumplía su deber, la parte Olga adoraba a su amante.
¿Ella era culpable de tener un nombre doble y de las consecuencias que esto puede traer consigo?
Así, cuando el marido cogió el revólver, ella abrió los ojos enormes, no asustados, sino llenos de asombro, por no poder entender un gesto tan absurdo.
Pero sucedió que el marido se equivocó y mató a María, la parte suya, en vez de matar a la otra. Olga continuó viviendo en brazos de su amante, y creo que aún sigue feliz, muy feliz, sintiendo sólo que es un poco zurda.
*
Me sigue pareciendo extraordinaria la selección de cuentos breves de Benito Arias García titulada Grandes Minicuentos fantásticos, publicada por Alfaguara en 2005. De este libro he elegido dos relatos: uno, del español José María Merino, “Ecosistema” y, otro, del guatemalteco Augusto Monterroso, “La Sirena inconforme”.
Ecosistema
El día de mi cumpleaños, mi sobrina me regaló un bonsái y un libro de instrucciones para cuidarlo. Coloqué el bonsái en la galería, con los demás tiestos, y conseguí que floreciese. En otoño habían surgido de entre la tierra unos diminutos insectos blancos, pero no parecía que perjudicasen el bonsái. En primavera, una mañana, a la hora de regar, vislumbré algo que revoloteaba entre las hojitas. Con paciencia y una lupa, acabé descubriendo que se trataba de un pájaro minúsculo. En poco tiempo el bonsái se llenó de pájaros, que se alimentaban de los insectos. A finales de verano, escondida entre las raíces del bonsái, encontré una mujercita desnuda. Espiándola con sigilo, supe que comía los huevos de los nidos. Ahora vivo con ella, y hemos ideado el modo de cazar a los pájaros. Al parecer, nadie en casa sabe dónde estoy. Mi sobrina, muy triste por mi ausencia, cuida mis plantas como un homenaje al desaparecido. En uno de los otros tiestos, a lo lejos, hoy me ha parecido ver la figura de un mamut.
La Sirena inconforme
Usó todas sus voces, todos sus registros; en cierta forma se extralimitó; quedó afónica quién sabe por cuánto tiempo.
Las otras pronto se dieron cuenta de que era poco lo que podían hacer, de que el aburridor y astuto Ulises había empleado una vez más su ingenio, y con cierto alivio se resignaron a dejarlo pasar.
Ésta no: ésta luchó hasta el fin, incluso después de que aquel hombre tan amado y deseado desapareció definitivamente.
Pero el tiempo es terco y pasa y todo vuelve.
Al regreso del héroe, cuando sus compañeras, aleccionadas por la experiencia, ni siquiera tratan de repetir sus vanas insinuaciones, sumisa, con la voz apagada, y persuadida de la inutilidad de su intento, sigue cantando.
Por su parte, más seguro de sí mismo, como quien había viajado tanto, esta vez Ulises se detuvo, desembarcó, le estrechó la mano, escuchó el canto solitario durante un tiempo según él más o menos discreto, y cuando lo consideró oportuno la poseyó ingeniosamente; poco después, de acuerdo con su costumbre, huyó.
De esta unión nació el fabuloso Hygrós, o sea “el Húmedo” en nuestro seco español, posteriormente proclamado patrón de las vírgenes solitarias, las pálidas prostitutas que las compañías navieras contratan para entretener a los pasajeros tímidos que en las noches deambulan por las cubiertas de sus vastos trasatlánticos, los pobres, los ricos, y otras causas perdidas.
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He disfrutado también la cuidadosa y atinada antología del microrrelato hispánico de David Lagmanovich, titulada La otra mirada (Menoscuarto ediciones, Palencia, 2005). Aunque son varios los textos que desearía compartir, selecciono solo tres: “El grillo” del dominicano Manuel del Cabral, “La montaña” de Enrique Anderson Imbert y “Una pasión en el desierto” de José de la Colina.
El grillo
Y el primer hombre que apareció sobre la Tierra comenzó desde temprano a caminar para ver por primera vez las cosas maravillosas que le rodeaban.
Luego, al anochecer, cansada su anatomía —no aburrida— bajo tanta belleza que le caía encima, los astros que se le metían por todos los sentidos, se acostó sobre la primera yerba virgen del mundo, y tranquilamente se dispuso a dormir el primer sueño del hombre. Pero, apenas se quedó en reposo, sintió un grito agudo que le subió por los pies.
Entonces, las primeras manos del mundo ahogaron entre sus dedos al primer grito de la Tierra.
Pero aquel hombre no se durmió tranquilo, no estaba satisfecho de haber matado la primera canción del universo.
Quizá por eso el hombre no acaba de dormirse, busca tal vez en el ruido de su sangre aquella voz primera…
La montaña
El niño empezó a treparse por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado en su butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sentirlo, el padre, sin abrir los ojos y sotorriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego del hijo una solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en las estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en los brazos, en los hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza, el niño no vio a nadie.
—¡Papá, papá! —llamó a punto de llorar.
Un viento frío soplaba allá en lo alto, y el niño, hundido en la nieve, quería caminar y no podía.
—¡Papá, papá!
El niño se echó a llorar, solo sobre el desolado piso de la montaña.
Una pasión en el desierto
El extenuado y sediento viajero perdido en el desierto vio que la hermosa mujer del oasis venía hacia él cargando un ánfora en la que el agua danzaba al ritmo de las caderas.
—¡Por Alá —gritó—, dime que esto no es un espejismo!
—No —respondió la mujer, sonriendo—. El espejismo eres tú.
Y en un parpadeo de la mujer el hombre desapareció.
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Para ir cerrando este banquete de lecturas, elijo dos textos más del libro Los cuentos más breves del mundo, compilados por Eduardo Berti (Páginas de Espuma, Madrid, 2008). El primero, de un autor chino; Sheng Buhai: “El príncipe Ye y los dragones”; el segundo, del ruso Iván Turgueniev: “El mendigo”.
El príncipe Ye y los dragones
El príncipe Ye era famoso por la pasión que sentía por los dragones. Le gustaban tanto que los tenía pintados en las paredes o tallados por toda la casa. El verdadero dragón de los cielos se enteró de esto, fue volando a la tierra e introdujo su cabeza por la puerta de la casa del señor Ye y su cola por una de las ventanas. No bien el príncipe Ye lo vio, huyó asustado y casi loco.
Esto demuestra que el príncipe Ye, en realidad, no amaba tanto a los dragones, sino a algo que se les parecía.
El Mendigo
Iba por la calle… y me detuvo un mendigo, un anciano decrépito. Los llorosos ojos hinchados, los labios amoratados, los harapos arrugados, las llagas mugrientas… ¡Oh, de qué horrible manera roía la pobreza a ese desdichado ser!
Me tendió una mano enrojecida, tumefacta, sucia… Gemía, berreaba pidiendo ayuda.
Busqué en todos los bolsillos: ni la bolsita con el dinero, ni el reloj, ni siquiera un pañuelo. No los llevaba conmigo.
Pero el mendigo esperaba… y su mano tendida se balanceaba débilmente y temblaba.
Confundido, turbado, estreché con firmeza aquella mano sucia y temblorosa.
—Perdóname, hermano. No tengo nada.
El mendigo me miró con sus ojos hinchados. Sus labios azules sonrieron y él, a su vez, apretó mis dedos fríos.
—No importa, hermano —balbució—, y gracias. Esto también es caridad.
Comprendí que yo había recibido la caridad de mi hermano.