Ilustración de Craig Frazier.

Heráclito y el río

Heráclito, desnudo, se bañaba en un río. Entre cantos y letanías para sus dioses protectores, jugaba con el agua corrientosa que acariciaba sus piernas. Se sentía a gusto entre aquel húmedo elemento.

El agua que rozaba su cuerpo continuaba su recorrido hasta perderse de vista. Descendía por montañas, se descolgaba por entre rocas y se alargaba serpenteando en las llanuras. El sol, mientras tanto, calentaba las aguas de aquel río siguiendo su curso. El agua del río sufría entonces un cambio imperceptible; se iba evaporando hasta condensarse en nubes, para luego caer de nuevo en forma de lluvia.

Heráclito, friccionando su espalda con una esponja, recibió nuevamente la caricia del agua, esta vez en forma de lluvia leve y continua. Reflexivamente dijo para sí:

—Estaba equivocado: me he bañado dos veces en el mismo río.

Idit

Mi marido empezó a correr como loco. Vociferaba, maldecía, miraba a todos lados, alertándonos del peligro inminente:

—Es el fuego divino, el fuego que arrasará a este pueblo pecador.

Yo no entendía bien lo que pasaba, pero supuse que era algo grave lo que se avecinaba porque el calor me sofocaba y el humo parecía asfixiarme.

—Cojan lo más necesario y no miren hacia atrás —gritó.

—Corran lo más que puedan —dijo con voz angustiosa.

Yo quería sacar mis perfumes, mis vestidos predilectos, el collar de nácar que él me había regalado cuando nos casamos, y por eso me demoré más que los otros miembros de la familia. A empellones metí lo que pude en un saco y en medio del gentío empecé a correr hacia donde parecía que estaba el camino de la salvación.

De pronto, me pareció escuchar detrás de mí la voz de mi esposo:

—No quedará piedra sobre piedra…

Pero cuando giré la cabeza para comprobar si era en realidad mi esposo el que hablaba, sentí que el cuello no me obedecía y un sabor de arena se confundía con mi espesa saliva. De pronto mis ojos comenzaron a ponerse pesados y mi respiración se hizo imposible.

Con mi último acto de lucidez recordé mi nombre: Idit, esposa de Lot. 

El desvelo

Por las noches la desvelaba el recuerdo de él. Durante largas horas se reacomodaba por todos los lugares de su lecho, sin conciliar el sueño. Así transcurría la mayor parte de sus días. Era una enfermedad que se apoderaba de su cuerpo, haciéndolo incapaz de aceptar el descanso. La culpa la tenía él: por ser tan etéreo, tan fugaz. Pero la mayor parte de la culpa —volvía y reflexionaba— era de ella, por aceptar en su vida ese amor vaporoso.

Desesperada, decidió comentarle a su intermitente amor aquella penosa situación. Él la escuchó extasiado, como si saboreara cada parte de la anécdota, cada largo suspiro, cada exclamación de agotamiento. Parecía no importarle, pero le agradaba profundamente saberlo. Las lágrimas asomaron discretamente a los ojos de ella. Él no les prestó mayor importancia a esas lágrimas y continuó escudriñando los pormenores de aquella historia de insomnio.

Pasado aquel encuentro vino la noche y, con ella, el desvelo. El cuarto de la mujer se convirtió en una celda. Esperaba otra vez el tormento nocturno. Pero, esa noche, pudo conciliar el sueño. Durmió plácidamente hasta altas horas de la mañana, sin aquel temor que la había acompañado.

Quiso comentarle al hombre fugaz el maravilloso suceso, pero prefirió callar. Comprendió que la felicidad de él consistía en saberse verdugo permanente de su vigilia nocturna. Y supo también que no podía amarlo como antes, porque sus desvelos ya no eran de él, sino del sueño. Y eso, a pesar suyo, le producía una infinita tristeza.

Amargura caudalosa

No soportaba verlo llorar. Ahí, de pie, tratando de mantener el equilibrio, como un niño de 70 años, apenas aguantando el dolor, ayudándose con la morfina de una pastilla cada cuatro horas, el viejo le hablaba a su hijo:

—Es que no aguanto el dolor en toda esta pierna.

El hombre menor, de unos 44 años, le servía de lazarillo a su padre. Vertió agua de una jarra en un vaso y se lo pasó al padre para que la mano raquítica ingiriera el medicamento.

—Anoche, como no veo bien —dijo el viejo—, pensé que el vaso estaba bocabajo, y no; se me regó toda el agua.

El hijo levantó la mirada hasta encontrarse con el cuerpo apaleado de su padre. Lo vio más flaco, más enjuto. Hasta pensó que era un poco más pequeño.

—¿Otro poquito?

—No, mijo.

El viejo estaba agotado. Desde hacía un mes había empeorado. El cáncer iba a toda prisa, corriendo, saltando de hueso en hueso, de la espalda a la pierna, del tobillo al antebrazo. Ya nada podía hacerse para controlar su alocado juego de golosa mortal; y el viejo cada día iba perdiendo movilidad, lozanía, brillo en sus ojos. Ya no salía al frente de su casa a comprar el periódico; ya no podía ir a cobrar su pensión; ya no caminaba por el primer piso.

—Vamos a tener que hacer como un mesón, acá arriba, para colocar los platos.

El viejo soñaba el espacio para un mueble entre el televisor y la puerta de su dormitorio.

—Ya no puedo bajar las escaleras.

—Más bien compremos una mesita, de esas altas —dijo el hijo.

—Sí, yo las conozco.

El viejo dejó el vaso sobre la mesa del televisor y salió hacia el cuarto de baño. Iba como renqueando, como si fuera una presa herida por el tiempo. El hijo se quedó contemplando el diseño del futuro mueble; luego salió de la habitación y se encaminó a buscar su comida.

Bajó por la misma escalera que su padre había escalado tantos años, recorrió el mismo piso de madera por donde el viejo había caminado y se ubicó en el comedor circular cerca al puesto en el que su padre acostumbraba sentarse.

Miró a su alrededor y vio sobre uno de los asientos dos cojines de goma que, como si fueran salvavidas, servían de soporte para que la cadera del viejo no tocara la madera. Alzó la mirada y no pudo evitar pensar en aquellos últimos días. Recordó a su padre tendido en la cama, echado, acompañado por el transistor y la voz de Américo Rivera leyendo las noticias del mediodía. Lo vio con un pañal, como un ridículo bebé triste y tambaleante. Lo vio también intentando levantarse de la cama y necesitando de una mano que pudiera impulsarle la cabeza, así como a los niños. Lo vio igualmente vomitando, regurgitando el poco alimento que ya su organismo se negaba a recibir.

Lo vio con la barba crecida y con unas ojeras tan extrañas, como si ya el viejo estuviera aprendiendo a mirar desde otro mundo.

El hijo se tomó sorbo a sorbo la crema de tomate y mordisqueo una arepa. Su mente no estaba en el plato ni en la comida.

—¿Quiere algo más? —le preguntó la madre, acercándose despacio hasta la mesa.

—No, así está bien.

Ese día había llovido con tenacidad, con la fuerza de las lluvias de abril. El hijo acompañó a la madre a lavar los platos; la mujer complementó su labor con palabras cotidianas, con anécdotas de la enfermedad del viejo.

—Ha vomitado mucho esta tarde. Ya el cuerpo no le acepta nada.

Después el hijo y la madre subieron de nuevo a la habitación del enfermo. Lo hicieron en silencio, para evitar que se desbordara la caudalosa amargura de sus corazones.