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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: febrero 2023

Nicanor, el búho amante de los libros

26 domingo Feb 2023

Posted by Fernando Vásquez in Fábulas

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—Casi que ni duerme —comentó una marmota, aún con ojos soñolientos.

—De día o de noche es lo mismo —agregó una comadreja, moviendo de lado a lado su cabeza—. Cuando estoy en mis rondas nocturnas lo veo despierto, pegado a sus libros.

—Eso es como un vicio —terció un conejo, levantando nervioso sus orejas.

Los tres contertulios miraban hacia arriba de un pino. Un búho, leyendo, ni se percataba del diálogo que acaecía abajo del árbol de frondosas ramas.

—A mí me produce es curiosidad —dijo una ardilla de larga y esponjada cola. Después de dar una vuelta rápida al tronco del pino, miró de frente a los otros animales, compartiéndoles una propuesta:

—Deberíamos hablar con él, a ver qué nos dice de ese estar todos los días entre libros.

La marmota, el conejo, la comadreja y otros curiosos que estaban cerca estuvieron de acuerdo con la iniciativa de la ardilla.

—Suba usted e invítelo a conversar con nosotros unos minutos sobre este asunto —exclamó el conejo.

La ardilla tomó la recomendación como un mandato y en poco tiempo estuvo cerca al búho.

—¿Muy ocupado?

El búho levantó sus grandes ojos, dejó a un lado el libro que estaba leyendo y miró a esa vecina ocasional que lo interpelaba.

—Un poquito…

La ardilla se acercó más al búho. Enseguida, poniendo el tono de voz de una súplica, le dijo:

—Yo y otros animales que podrá ver allá abajo, estamos muy intrigados por lo que hace, y queremos que nos cuente en detalle por qué anda concentrado todo el tiempo entre esos libros.

El búho miró hacia la raíz del árbol y descubrió muchos ojos observándolo.

—¿Intrigados por mis libros? —repuso extrañado.

—Sí —replicó veloz la ardilla—. Pero más aún por qué necesita de ellos o qué le hace estar día y noche de cabeza en esos volúmenes.

—Ah, ¿el  por qué me gusta leer? —preguntó entusiasmado el búho.

—Sí, sí —saltó animada la ardilla—. Y queremos, si no es mucha molestia, invitarlo a que nos cuente sobre tal ocupación.

El búho puso un gesto pensativo, volvió a mirar abajo la concurrencia que se veía más nutrida por nuevos curiosos y, para no ser descortés con ellos y con la ardilla, desplegó las alas a la par que le respondía a su interlocutora:

—Vamos, pues, querida vecina… Vayamos a hablar de esta grata ocupación que, según he notado, cada día escasea más en estos bosques.

La ardilla de unos pocos saltos llegó a donde estaban reunidos la marmota, el conejo y la comadreja, quienes ya parecían refundirse entre el corrillo de animales. El búho se situó en un pequeño arbusto, justo al lado del portentoso pino.

—Bueno aquí está, nuestro amigo el búho —se lanzó a presentarlo la ardilla—. Él ha venido hoy a contarnos por qué se la pasa metido entre los libros noche y día.

Todas las miradas se posaron en el ave de grandes ojos.

—¿Y como qué quieren saber? —atinó a decir el búho para iniciar la conversación.

Después de un corto silencio, el conejo se lanzó a hacer una pregunta:

—¿Qué lo motiva a leer tanto?

—Una curiosidad que, poco a poco, se fue convirtiendo  en un placer.

—¿Y no se cansa de leer?

Al búho le pareció extraña la nueva pregunta.

—El cuerpo se acostumbra a lo que la mente desea…

—Pero hay cosas que uno desea, y sin embargo lo cansan —lo interrumpió el conejo—.  Yo no podría comer solo zanahorias todos los días.

—En cada libro encuentro alimentos diferentes y una misma página puede tener distintos sabores.

El grupo miró con más detalle la cara del que hablaba. Les pareció que los ojos amarillos del búho, con sus orejas y su pico formaban un triángulo misterioso.

—¿Y cómo hace para que no le coja el sueño mientras lee? —preguntó adormilada la marmota.

— Si uno tiene interés por algo las horas de sol le resultan pocas —respondió el búho

La marmota insistió:

—¿Y si el interés le dura a uno poquito?

—Entonces no era un genuino interés…

Los animales se miraron entre sí. En sus mentes indagaban si tenían o no un “genuino interés” por algo… La pausa fue rota por la voz estridente de una musaraña:

— Eso depende de la constitución de cada uno… yo no puedo quedarme quieta mucho tiempo.

El búho se detuvo en la larga nariz de su interlocutora y en cómo se desplazaba a toda prisa entre el corrillo de animales.

— El cuerpo está quieto mientras leo, pero es la mente la que se mueve a velocidades insospechadas.

— A mí me entraría la desesperación. Yo soy un ser de pura acción —exclamó un lince, erizando los penachos de sus orejas.

La mirada penetrante del búho se desplazaba según las opiniones de la concurrencia. 

— ¿Y qué saca usted de esos libros? —exclamó un armadillo.

— Tantas cosas que no me alcanzaría este y otros días para contárselas…

—Pero, al menos compártanos algunas, si no es mucho pedir —dijo la ardilla.

El búho gitó su cabeza 250 grados hasta abarcar con la mirada a todo el grupo de escuchas.

—He sabido cuáles son nuestros más remotos orígenes, la existencia de numerosos animales que habitan en distantes tierras y las historias increíbles de otros seres que sólo crecen en nuestra fantasía… Y lo más importante —afirmó el búho, haciendo una pausa— los libros me han servido para ayudar a conocerme.

El grupo de animales se mostró asombrado por la última parte de la respuesta.

—Yo no necesito leer libros para saber quién soy —afirmó enfática una cacatúa—. Esta cresta, por ejemplo, ya es mi rasgo distintivo.

—Uno es más que pico y plumas —replicó el búho, en un tono tranquilo. Después de una pausa, agregó:

—Los libros son como espejos para mirar adentro de nosotros.

La concurrencia quería profundizar más en lo dicho por el búho:

—¿Hay muchos animales diferentes a nosotros? —increpó la comadreja, imaginando nuevas presas para su voraz apetito.

—Miles, infinidades… tantos como las hojas de estos árboles que nos rodean en este momento.

—¿Cómo conozco esos seres que habitan en nuestra fantasía? —preguntó la marmota.

—Leyendo las historias inventadas por los viajeros de lo maravilloso.

—¿Y de dónde procedemos nosotros? —preguntó intrigado un zorro.

El búho se detuvo en contestar. Recordó el libro que estaba leyendo y prefirió dar una respuesta corta.

—Venimos de las estrellas…

La ardilla notó que el diálogo se alargaba y, a pesar de la buena disposición del búho, consideró oportuno ir cerrando la conversación.

— Para no abusar de nuestro invitado, qué tal si le hacemos una última pregunta. ¿Quién se anima?

—¿Y qué le pasa a uno si no lee? —gruñó fuerte una jabalí.

El búho intuyó que la pregunta llevaba adentro una trampa. El sabía que la mayoría de la audiencia no leía y mucho menos el jabalí, que prefería dormitar entre los baños de barro.

—No le pasa nada… tan solo se priva de conversar con los que le precedieron.

—Ah, bueno —contestó indiferente el jabalí —. Me gusta vivir en el presente. Las personas que creemos en la experiencia no necesitamos del embeleco de los libros.

—La vida no se agota en la sobrevivencia —repuso sereno el búho—. Mis libros me han servido para no repetir las experiencias erradas de los demás.

La ardillla levantó sus brazos en señal de que la conversación llegaba a su fin. Agradeció al búho su presencia y subió presurosa hasta donde seguramente volaría el búho en unos instantes. Apenas el ave llegó, le reiteró su deferencia:

—Qué grato ha sido escucharlo —le dijo—. No sabía que dentro de esos volúmenes hubiera tantos conocimientos y tantas enseñanzas escondidas.

El búho miró a la ardilla con fraternal calidez.

—Son amigos que hablan en silencio. Mis maestros y mis guías cotidianos.

—¿Y uno puede adentrarse en ese mundo a cualquier edad?

—Desde luego. Los libros siempre mantienen sus ventanas abiertas.

La ardilla se acercó al búho con timidez. Alargó uno de sus pequeños brazos para hacerle una íntima solicitud:

—¿Podría prestarme uno, al menos? Uno que usted considere el más apto para alguien como yo, que hasta ahora empieza a adentrarse en ese mundo silencioso.

La cara del búho se iluminó.  

—¡Por supuesto que sí!

Después dio unos pequeños pasos en la rama, revisó en su biblioteca y extrajo un viejo ejemplar de pastas amarillentas. Se lo entregó a la ardilla, a la par que le  hacía una advertencia cariñosa:

—Este libro me lo regaló mi padre y es para mí como un tesoro. Ojalá saque el mismo provecho que yo he obtenido durante todos estos años. ¡Cuídemelo!

La ardilla tomó el gastado libro, le reiteró las gracias al búho y de varios saltos llegó hasta su refugio, unas ramas arriba del mismo árbol. Entró a su madriguera, hizo un lugar entre las bellotas y se dispuso a leer. Al abrir el libro, en la primera página, vio una dedicatoria que la conmovió: “Para mi querido Nicanor, este compendio de sabiduría que recibí de mi padre Salomón y que espero le sirva de guía y consejo cuando yo ya no esté a su lado”.

La ardilla sintió tristeza por no haber tenido un padre así, se consoló pensando en que al menos contaba ahora con su amigo el búho, y se adentró en las páginas del libro. Las letras que descubría al leer se asemejaban a un reguero de apetitosas semillas.

“El chino de los mandados”

19 domingo Feb 2023

Posted by Fernando Vásquez in Comentarios

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La primera vez que escuché “El chino de los mandados” fue en el automóvil de Miguel Alonso Puentes, el esposo de Lyda Zamira Rincón, dos amigos entrañables. Íbamos desde Yopal al campus “Utopía” de la Universidad De La Salle, en Matepantano. Dejamos de conversar y nos pusimos a oír con atención la historia entonada por Walter Silva. A la par que escuchaba la letra de esa canción mi memoria me llevaba a mi infancia, a esos primeros años en la vereda de Capira, a esa edad en la que, como el protagonista de la composición, tenía que hacer muchos mandados y, semejante a ese muchachito, disfrutaba del viento y de las aventuras del ambiente campesino. Apenas iba terminando la melodía las lágrimas salieron silenciosas de mis ojos. Hubo una conexión inmediata con mi espíritu. Con la mano derecha sequé mis lágrimas y le solicité a “Miguelito” más información sobre el autor.

Miguel me dijo que la madre del compositor había sido una maestra y que Walter Silva era una de los mejores compositores de la música llanera. Me habló de otras composiciones que le encantaban porque reflejaban bien las cosas cotidianas que le pasan a la gente “recia” de esas llanuras y por la manera como él las refería: “Dice con palabras sencillas lo que le sale del corazón”. Después seguimos oyendo en el CD otras melodías, pero en mi mente continuaba gravitando dicha canción. De regreso de aquel viaje, cuando Miguel me llevó hasta el aeropuerto, me regaló ese disco en el que había una compilación de varios temas de Walter Silva. Sea esta la ocasión para reiterarle a “Miguelito” mis agradecimientos por el regalo de esa tonada y por el puente afectivo con ese canta-autor que desde entonces hace parte de mis gustos musicales.

Pero qué es lo que hay en el fondo de mi experiencia estética con esa canción de Walter Silva. Por supuesto, y eso lo supe desde aquella ocasión en que la escuché, es que relata una historia muy parecida a la mía y a otras personas que hayan tenido una infancia campesina. Una niñez viva, repleta de cortas e inolvidables aventuras, de oficios infinitos y de carreras para hacer encomiendas o atender las urgencias de los mayores. Ir de un lado para otro, cruzar quebradas, atender a los animales, buscar “chamizos” para encender el fogón en la mañana, ir a buscar la leche para el desayuno, armándose de valor para espantar y enfrentar el asedio de los perros bravos; o dilatar el tiempo tratando de cazar tórtolas con la cauchera o treparse a los árboles y comerse, entre el vaivén de sus ramas, una naranja o una guama… Todas esas cosas están en la médula de esa canción: saltar, correr, divertirse, sentir en el corazón la libertad del campo. Y para hacerla más plena, más total, ese niño de la canción anda descalzo.

Además de ese contexto rural que, para unos puede ser la llanura y, para otros, tiene forma de montaña, el relato está impregnado de pobreza, de necesidad, de carencias cotidianas. La canción habla de un niño humilde que padece las situaciones propias de un hogar necesitado, sujeto a los avatares de lo que puede suceder cada día y, sin embargo, no hay tristeza ni amargura en él. Puede que falte el café, el azúcar, “el pocillito de manteca”; puede que la cuenta esté muy “grande” en la tienda donde se fía o que toque ponerle “pereque” a la vecina para solicitarle una vez más su ayuda, pero, aun así, no hay que perder el optimismo o la confianza en que se podrá seguir adelante. Y el niño vive esas experiencias de necesidad sin perder su vocación por las aventuras, por coger “guabinos” en las quebradas, por montar a pelo un caballo; el niño lleva las razones de la necesidad y, al igual que un ángel descarriado, trae en sus manos lo que solventa la solidaridad o los designios divinos. Nada puede quitar del corazón infantil su silbido feliz, su vagabundeo curioso, ni tampoco el pararse a escuchar extasiado el concierto de los pericos verdes o maravillarse con las bandadas de garzas blancas llegando a buscar reposo. La “falta de plata”, los ramalazos de la pobreza no pueden quitarnos del todo la alegría de vivir, parece decirnos en el fondo la canción.  

El otro brazo de este pasaje es la exaltación a la “madrecita buena”, a esa mujer luchadora y fuerte, quien con “amor y sacrificio” y a pesar de las condiciones desfavorables de la fortuna, logró criar y “levantar” a “tres machos y una hembra”. Walter Silva ha contado que esta canción es un homenaje a su abnegada madre, Carmen Luisa Gutiérrez, la misma que en otro pasaje (“Las flores de mi mamá”) se sentía plenamente feliz de consentir su jardín al igual que enseñar a muchachos en una “escuelita rural”. La madre, en esta canción, es símbolo de la tenacidad, del coraje ante situaciones difíciles y de un amor que rebasa las acciones plenamente correspondidas. Una madre que sin aspavientos o pregones lastimeros sabía procurar para sus pequeños hijos la cena todos los días y hacer realidad el dicho de que “la tripa llena pone el corazón contento”. Este otro punto le otorga a la canción una raigambre popular muy fuerte, porque enaltece, casi con pudor, los heroísmos cotidianos de mujeres humildes que luchan a diario para mantener a una familia. Esta madrecita buena, a la que le gustaba tanto la música de pasillos y bambucos, la “vieja que regañaba” y le pedía a su hijo “coger fundamento” es la misma a la que ahora se le exaltan sus virtudes y se enaltece con el más profundo sentimiento. Quizá en este punto la canción toque fibras más hondas en todos los que hemos tenido la fortuna de tener las manos solícitas y cuidadoras de una madre cariñosa. Humilde, sí, pero abundante en amor y tenacidad para la crianza abnegada y responsable.

Desde luego, “El chino de los mandados” es la confesión de una parte de la historia de vida de Walter Silva. Es un relato autobiográfico que se vuelve más significativo porque señala el preludio de un futuro cantante. Y la canción sirve para evocar aquella época infantil, para homenajear a su progenitora y, para referirnos que, en ese entorno, en esas circunstancias desfavorables, también estaba en germen el sueño de aquel niño que corría por la sabana “sin camisa y contra el viento”, de “ser un cantante”. En ese paisaje seco de “necesidades” iba creciendo, poco a poco, el mejor estero para el autor casanareño. Entonces, la canción se cierra volviendo al ayer, pero entendiendo ese pasado de una manera diferente: ya no desde la “carencia”, sino desde el “sentimiento”; no desde el niño mandadero, sino del adulto que convierte esas anécdotas en pábulo para sus versos. Fueron esos “caminos” por los que deambulaba el niño los que “elevaron su pensamiento”.

Sobra decir que el video de la canción y el “actor natural” elegido para representar al “chino de los mandados” (Diego Yanit Gutiérrez, primo del cantautor y fallecido a los 13 años) se amalgaman de manera excepcional. La imagen, la música y la voz hacen que el mensaje llegue más profundo a nuestro corazón. La imaginación se transporta a nuestro terruño de la niñez, a la casita de techo de paja y bahareque, a la alberca con agua fresca, al corral, a las gallinas y los marranos, a ese mundo lleno de sol y de infinidad de pájaros. La voz de Walter Silva nos adentra en ese mundo de nuestros primeros años y sentimos, por unos momentos, que ya no estamos encerrados en un cuarto de ciudad, sino que corremos saltando, libres y felices, por aquellos paisajes verdes y polvorientos de nuestra infancia. De alguna manera, así sea un tanto nostálgica, esta canción hace “retroceder el tiempo”, para ver con otros ojos las heridas de la pobreza y agradecer a aquellas personas que nos cubrieron de amor y lograron mantener indemnes nuestros sueños, justo en el momento en que despuntaban como ideales imposibles.

El espejo de los animales

13 lunes Feb 2023

Posted by Fernando Vásquez in Fábulas

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Ilustración de Aad Goudappel.

Las angustias del gordo Ananías

Ananías era un hipopótamo muy gordo. Cuando ya casi no podía caminar y tenía frecuentes dificultades respiratorias, decidió buscar un remedio para su obesa condición.

—Camine usted todas las mañanas —le recomendó una estilizada jirafa—. Pero, no olvide una cosa, es todos los días.

El hipopótamo intentó hacer esas caminatas dos veces la primera semana, pero después apenas las hacía el domingo. Terminó por abandonarlas, arguyendo que de pronto ese esfuerzo le hacía mal para su corazón.

—No coma nada en las noches —le sugirió un guepardo al que le compartió su caso. Y luego el moteado felino agregó: —hágalo, por lo menos durante tres meses seguidos.

Ananías mantuvo y cumplió ese propósito algunos días, porque cuando sentía ganas de comer, olvidaba la recomendación y se hartaba de tubérculos a las ocho o diez de la noche.

—Tome agua de manera constante —le sugirió una rana de largas patas. Eso sí —le advirtió— de manera regular y continua.

Al hipopótamo le resultó fácil atender esta recomendación, por estar el remedio muy a la mano. Sin embargo, ya al tercer día le pareció muy insípida y empezó a tomar agua de panela, aguamiel y aguas azucaradas.

Todos esos consejos fueron inútiles. Su panza no se reducía. Entonces recurrió a una grulla, muy afamada en la región, a quien le contó todo lo que había hecho. Ella estuvo atenta, mirándolo con unos ojos que parecían atravesarle el cuero. Su dictamen tomó por sorpresa al hipopótamo.

—Mi estimado Ananías, a usted lo que le falta es ejercitar la fuerza de voluntad.

Apenas abandonó el verde consultorio de la grulla, Ananías anduvo indagando en la selva un gimnasio en donde pudiera desarrollar ese tipo de músculos que no sabía bien en qué parte del cuerpo los tenía. Aún sigue buscando ese gimnasio.

Ilustración de Beto Zoellner.

Las hienas y los monos aulladores

Si hubo en la selva animales más felices con las redes sociales, fueron las hienas. Se ajustaban muy bien a su temperamento agresivo y solapado. Cada hiena enviaba mensajes malolientes a sus colegas y éstas, a su vez, replicaban el mensaje agregando un comentario venenoso o incendiario. “Que el león quería perpetuarse en el poder”, decían; “que los ñus, todas las noches, le robaban en secreto pasto a las cebras”, repetían sin cesar. Y esos rumores se propagaban en las redes sociales de la llanura como el viento.

Unos monos aulladores, hábiles en expandir noticias de actualidad de árbol en árbol, les preguntaron a las hienas qué beneficio obtenían al actuar de esa manera. La más joven de las hienas, con risa burlona, les contestó:

—Si logramos despertar el odio y la venganza, si propagamos la ira y la pelea, mayor será nuestra comida.

Los monos aulladores les replicaron que tal estrategia no parecía ser muy eficaz en el tiempo:

—De aquí a que haya una víctima, se pueden morir de hambre.

Las hienas, al unísono, soltaron la carcajada.

—Comida es lo que nos sobra… El odio es contagioso, la envidia crea enemigos, el resentimiento es vengativo… De rencorosos muertos está llena la sabana.

Los monos subieron presto a las ramas más altas de los árboles y empezaron a aullar de manera estridente. Más tarde en sus redes sociales divulgaron la noticia de que la fuerza de los gorilas no era natural, sino producto del consumo de esteroides, y que los mandriles tenían el rabo pelado por su vida licenciosa.

Las homófonas y los parónimos en tono narrativo

05 domingo Feb 2023

Posted by Fernando Vásquez in Del diario

≈ 4 comentarios

Por lo general, los maestros y maestras de español, cuando quieren enseñar las homófonas y los parónimos (aquellas palabras que tienen idéntico sonido, pero distinto significado; o esos términos que, sin tener el mismo sonido, suelen confundirse por ser muy semejantes) lo que utilizan es un listado con las voces respectivas. Pero, sigo creyendo que hay maneras más creativas e interesantes para este fin. Una de esas estrategias es usar la narrativa para que los estudiantes infieran y comprendan las diferencias entre estas palabras aparentemente similares en su pronunciación o en su forma.

El relato que sigue es un ejemplo de cómo conjugar la fuerza interpelativa de la ficción con la prescriptiva de la gramática. El relato puede usarse de dos maneras: como ejemplo ilustrativo y didáctico de este tipo de palabras, y como un incentivo para que los estudiantes construyan otros de manera semejante.

“Mi esposa y mi suegra”, ilustración de William Ely Hill.

Abigail y Josué, un amor homoparonímico

Abigail ansiaba abrazar a Josué. Su amor la abrasaba hasta la obsesión.

—Dios mío, haz que venga a mi alcoba —suplicaba a gritos la enamorada.

Pero Josué, que era un as de la seducción, prefería escaparse de ella por semanas.

Abigail insistía más de cien veces en sus llamadas. Ella sentía que su sien derecha iba a reventar.

—Estoy en la cima de mi amor —volvía decir para sí Abigail—, yo siento que esta pasión proviene de una sima profunda, de un magma incandescente.

Como no le dio resultado tal recurso, recordó el ejemplo de la fiel Penélope y empezó por las noches a coser un tejido interminable. Y tanto se entregó a esta labor que dejó de cocer sus alimentos.

Cuando ya había perdido toda esperanza, un día apareció Josué. Su presencia la dejó extática. Y así, quieta, estática, en el umbral de la puerta le expresó este reproche:

—He estado grave, enferma del alma. Y no veo que tu mente grabe lo que te digo.         

Josué se mantuvo en silencio.

—Si me has visto con un rebozo es para evitar que veas mis labios, porque mi amor ya rebosa la copa.

Josué se dedicó a escuchar el balido de las ovejas lejanas.

—Mi amor por ti será válido en cualquier tiempo.

Josué se detuvo a observar el menudo vello de los brazos de la mujer. Ella volvió a atacarle:

—No hay nada bello para ti en este amor, nada…

—Vaya, vaya… —respondió Josué como para salir de aquella cárcel de palabras.

La mujer sintió ira. Vio tras la valla de su jardín las flores secas e interpretó eso como un mal presagio.

—No cabe duda de mi amor, pero yo misma cavé mi infortunio.

—Mi amor me ha cegado —continúo Abigail— y tus continuos desaires han segado mi ilusión.

A Josué le parecieron hermosas aquellas palabras.

—Por lo que veo para ti ya no soy más que un desecho afectivo —dijo sollozando Abigail.

—Yo nada he deshecho, nada —replicó Josué a manera de disculpa.

—Este amor, como dice en el Cantar de los Cantares, quedará grabado en mi pecho, a pesar de los muchos gravámenes que he tenido que pagar por tu displicencia. Yo he arrostrado esos desaires sin decir nada, a pesar de las muchas ocasiones en la que has arrastrado mi alma sin ninguna compasión.

Abigail continuó. Estaba embelesada.

—Cada ausencia tuya machucaba mi corazón, y tus continuos desaires machacaban mis esperanzas. La hacían trizas. Yo estaba, como una mártir, en oblación permanente. Y por más que ansiaba una llamada o una carta tuya, esas pequeñas abluciones refrescantes jamás llegaron. Qué oquedad padecía y qué hosquedad la tuya, cuánto perjuicio me hiciste, quizá por tus prejuicios o tus aprensiones. Josué, prescríbeme la medicina para olvidarte o proscríbeme al lugar más remoto donde están los condenados del olvido. Provéeme alguna medicina si ya puedes prever nuestro desenlace. Perdóname por recavar en este sentimiento, pero no me cansaré de decírtelo hasta recabar mi propósito. Sé que mis palabras sonarán poco salubres en este momento, pero prefiero eso, a seguir manteniendo esa sensación salobre en mi boca. No pretendo con esto que te digo trastrocar lo que eres, ni menos pedirte trastocar la manera como vives. Perdóname, otra vez. Si puedes absolver mis faltas, me sentiré agradecida; de lo contrario tendré que, como una sedienta esponja, absorber mi propia amargura.

Josué pensó que ese largo discurso de Abigail era una perfecta invectiva, como las de Demóstenes, y que se requería bastante inventiva para decirla de manera improvisada.

—Yo he tenido la mejor actitud —dijo Josué, suavemente.

Abigail, más serena, le contestó con un tono de dolorosa aceptación:

—A lo mejor… pero tal vez no tengas la aptitud de amar abandonándote.

—Entonces, déjame abjurar del modo como te he amado…

—Ya quisiera yo hacer eso posible —respondió Abigail—, pero no soy una maga que pueda adjurar tus sentimientos.

Hubo un largo silencio. Las miradas dejaron de encontrarse. Josué se levantó del sillón y salió de la habitación, alejándose poco a poco. Al pasar por el jardín percibió el espirar dulce de las rosas, mientras que, adentro de la casa, Abigail sentía que su corazón había expirado.

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Tema: Chateau por Ignacio Ricci.

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